30.12.12

Ayudín



         Cuando llega fin de año, cuando llegan las fiestas, hago alguna de las cosas que te cuento. Hago lo siguiente.
         Voy a un hospital, por ejemplo, a cualquier hospital. Puede ser en Navidad, puede ser en año nuevo. Voy a la sala de terapia intensiva. Llevo dos o tres botellas de champán de calidad media que puse previamente a enfriar, y vasitos de plástico. Llevo unas masitas o un pan dulce, algo para comer. Si logro entrar brindo con los enfermos, si me descubren y me piden que me retire, entonces brindo en la sala de espera, con los familiares. Abrazo a alguien, toco una mano. Los escucho, les transmito alguna palabra de aliento.
         Puedo también, perfectamente, bajar a las once y algo de la noche del 24, o del 31, a un parque. Llevo lo mismo que comenté, y me acerco a un grupo de vagabundos, de mendigos. Muestro la mercadería que tengo para compartir, y enseguida veo cómo se suavizan las facciones. Me hacen un lugar, alguien eructa, se oye un rasposo gargajeo, una carcajada, alguien lanza una furibunda escupida.
         Pero no, de ninguna manera, no hay una pizca de bondad en  mí, ni compasión, no siento nada de nada, no te confundas.
         Lo que necesito es estar con gente que esté tan hecha mierda como yo. Confirmar, de algún modo, que Dios no se ha ensañado. En particular, conmigo.

25.12.12

En el aire


         Me di cuenta que algo malo debía estar sucediendo de verdad, porque la azafata ni se molestó en tomar el intercomunicador para intentar transmitir unas tantas veces ensayadas palabras de sosiego. Se limitó a sentarse, en un asiento que la dejaba de frente a la gente de la primera fila, y se tiró del pelo.
         Habíamos sentido un viandazo, todos, como si hubiéramos caído en un pozo de aire. Esa sensación tan horrible de saber que no hay nada debajo, que nada nos sostiene o peor aún, que los piolines que por lo general sostienen una vida están hechos del material de las nubes.
         Me puse de pie, caminé hasta ella con lentitud y aplomo, me incliné.
         –Qué pasa, linda –le dije. Iba de traje, yo, viajaba por trabajo a la provincia de Mendoza. Quizás algo en mis modos, o mi corte de cabello excesivo, le hizo creer que yo podía ser un piloto de civil, alguien con la capacidad de resolver la situación.
         –Se acaba de desmayar el piloto –transpiraba, tuvo un leve acceso de llanto–. Una diarrea fulminante. Algo que comieron. El copiloto está casi igual, acaba de cagarse encima, no creo que aguante consciente. De torre de control nos dijeron que no pueden hacer nada, ¿usted es piloto? –negué con la cabeza– ¿Es médico?
         –No –la ayudé a incorporarse, sosteniéndola de un codo, le indiqué que ingresara al baño, y avancé detrás de ella. Cerré la puerta–. Vení que te la voy a poner un poquito. Si el avión se cae, por lo menos nos morimos cogiendo, y si nos salvamos vas a estar tan contenta de seguir con vida, que casi ni te vas a acordar que cogiste conmigo. Como perder el cepillo de dientes o que se te rompa una media, un minúsculo incordio. Una ínfima contrariedad.

20.12.12

Fuera de la mente



         El gurú sabía que el tema que intentaba explicar, el tema que todos deberían saber pero no sabían y él intentaba explicar era, justamente, difícil de explicar. Hacía miles de años que algunos iluminados habían intentado explicar lo que estaba ahí, al alcance de la mano, para salvar a la humanidad. Pero las palabras resultaban rudimentarios instrumentos, cómo explicar con un puñado de vocales, y algunos ruidos, siseos, lo divino.
         Lo que había que explicar era que todo consistía en dar un ínfimo saltito y colocarse fuera de la mente. Fuera de la mente te conectabas, como por arte de magia y sin el menor esfuerzo, con una inteligencia superior, un estado de bendición, la alegría del ser, la pasión en colores y todo lo demás. Lo único que hacía falta era un minúsculo envión para salir de la mente. No pensar.
         Como el gurú sabía que otros habían intentado, antes que él, explicar lo inexplicable, decidió utilizar un ejemplo. No se puede explicar qué es estar fuera de la mente utilizando el lenguaje, que es una herramienta de la mente. Por lo general, los más sabios, los mejores, habían intentado explicar, lo inexplicable, haciendo silencio. El silencio es el lenguaje de Dios, pero en el mundo que vivimos, el silencio no alcanza. El silencio no es suficiente para que la gente, como se ha dicho tantas veces, despierte.
         El gurú dijo que podía mostrar lo que era entrar en comunión con el todo, con tan solo salirse de la mente. Sí, con un ejemplo.
         Fueron a un zoológico, en la India. El gurú entró a la jaula de los cocodrilos. Que no era una jaula en el sentido estricto, sino una especie de laguna con barro donde los cocodrilos se sentían a gusto. El gurú entró. Se quitó la túnica y se acostó, sobre el barro, boca arriba, como si fuera a dormir una siesta. Cerró los ojos, las manos sobre el abdomen, se hizo el más absoluto silencio. Cuando salió un cocodrilo que apenas asomaba los ojitos del agua, y se puso a avanzar con ese bamboleo lateral tan curioso, tan característico, que tienen los cocodrilos para caminar. Cuando salió el cocodrilo, decía, el cocodrilo llamado Jerry, una bestia de más de tres metros de largo, y fue derecho hacia el gurú que parecía dormido, la verdad que todos temimos lo peor.
         Una mujer venida de Alemania no pudo reprimir un ataque de hipo. Alguien sollozó, esperando el fatídico chasquido de mandíbulas, el gurú sería devorado en un par de mordiscos. A pesar de la expresa prohibición, los japoneses sacaban fotitos con sus teléfonos celulares. Hacía un calor del carajo, mediodía en Calcuta. Después que el cocodrilo terminara de comerse al gurú, nosotros tendríamos que defendernos, a las trompadas, de los mosquitos.
         El cocodrilo avanzó, abrió la boca que era todo dientes, movió la cabeza con lentitud en ambas direcciones, un suave bostezo de precalentamiento antes del almuerzo.
         Y nada. Se acostó al lado del gurú, casi tocándole un hombro con el lateral de su temible cabeza, a descansar. Como si fuera la cosa más natural del mundo, pura armonía.
         A los cinco o diez minutos el gurú abrió los ojos, acarició el rugoso lomo el animal, y salió de la jaula.
         –Al salir de la prisión de la mente –dijo el gurú–, al entrar en comunión con el todo, nada puede hacerme daño. No hace falta explicarlo con palabras, ustedes lo vieron.
         La gente se abrazaba, algunos lloraban. El gurú nos había mostrado lo que no se podía explicar, la mente es ilusión, la mente es maya, fuera de la mente somos uno.
         Me dieron ganas de decirle al gurú que hiciera la prueba de quedarse así dormidito con alguna de las chicas que yo solía frecuentar. Cuando te despertás no hay nada, te pelan.

15.12.12

Que Dios te ayude


         Mi amigo Martín iba manejando un automóvil, cuando chocó. Hasta acá todo más o menos normal. Quiero decir, es domingo a la mañana, vas manejando tu automóvil, y chocás.
         Pero.
         Martín no iba solo en el auto. Martín iba con su padre. El padre de Martín tenía un almuerzo en Pilar, y Martín le había dicho que no se hiciera problema, que él lo alcanzaba.
         –No te hagás problema, yo te alcanzo –le había dicho Martín a su padre.
         La idea de Martín era dejar a su padre a eso de las once de la mañana, para luego irse a jugar un partido de fútbol con sus amigos, por el Tigre.
         Pero chocó, Martín, en la ruta. Se rozó con otro auto, a 140 kilómetros por hora. Volanteó, tocó el freno involuntariamente. Y volcó.
         No le pasó nada, a Martín, tenía puesto el cinturón de seguridad, y además tuvo suerte. Pero el padre de Martín se golpeó feo la cabeza. El padre de Martín quedó en coma.
         Pasaban los días y el papá de Martín no se despertaba. Los médicos le dijeron, después de una semana, que era muy probable que el papá de Martín se muriera.
         Era viudo, el papá de Martín, y Martín supo que si hubiera tenido que mirar a los ojos a su madre y decirle algo, ensayar una explicación, no hubiera podido.
         Mientras tanto todos consolaban a Martín. Había testigos, el otro auto, un Peugeot manejado por un chico muy jovencito, había hecho una absurda maniobra tratando de rebasar al auto de Martín por la derecha, justo cuando Martín se abría para dejarlo pasar.
         La esposa de Martín, el hermano de Martín, los amigos de Martín, todos le decían a Martín que no había sido su culpa.
         Martín andaba desesperado, hacía las interminables guardias en terapia intensiva del Fleni, seguro que saldría un circunspecto médico a las cinco de la tarde a darle el parte, a decirle que su padre había muerto, y entonces Martín no podría soportarlo. Sencillamente, no iba a haber forma de soportar eso.
         Fue a una sinagoga, Martín, olvidé mencionar que Martín era judío. Fue a una sinagoga y habló con un rabino, de cualquier cosa, de ver crecer a los hijos, de para qué habíamos sido puestos sobre la faz de la tierra, de los árboles y las flores. Habló con un rabino de barba blanquísima, que lo escuchó en silencio. Después, se quedó sentado un rato largo, Martín, rezando. El rabino se acercó, y por un instante, le puso una mano en el hombro. Rezó, Martín, rezó mucho, rezó sin saber rezar, Martín no tenía la más mínima formación religiosa. Martín, que jamás había creído en nada, rezó, y lloró también. Prometió que si su padre se salvaba, abrazaría la religión con todas sus fuerzas. La religión sería su vida.
         Y el papá de Martín, pasados diecisiete días del accidente, abrió los ojos. Se incorporó en la cama y dijo que tenía sed. El padre de Martín vio a Martín y sonrió. El padre de Martín, para sorpresa de los médicos, viviría.
         Y Martín se hizo religioso. Comenzó a ir al templo, todos los días, a la mañana, y a la noche. Cambió su vestimenta y sus hábitos alimentarios. Martín comenzó a donar el cincuenta por ciento de sus ingresos, al templo, al templo que había ido, y a otros templos también. Martín no quiso jugar más al fútbol con nosotros. Tampoco quiso volver a coger con su secretaria, nunca más asado, ni un cigarrillo, ni pizza. Su compromiso era con Dios.
         Pasaron los años, con la particular indolencia que suelen tener esos fenómenos.
         El padre de Martín, que ya era grande, se puso más grande. Le descubrieron un problema en un pulmón. Cayó en terapia intensiva, y la cosa se agravó. Ahora sí, el papá de Martín se moría.
         Martín fue a la sinagoga, no a la de siempre sino a otra sinagoga, porque al rabino que aquella vez del accidente lo había atendido a Martín, lo habían cambiado de zona.
         Martín pidió verlo, al rabino. El rabino estaba más viejo, con la barba más blanca todavía. Caminaba muy despacio, dando cortos pasitos.
         Martín le dijo al rabino que su padre se había enfermado, su padre se moría.
         El rabino lo miró, detrás de sus lentes sin marco, en silencio. Bebió un sorbo de té.
         –Nada –dijo Martín–, venía a decirle que el pacto que hice con Dios aquella vez, vence con la muerte de mi padre. Voy a volver a tomar vino, a comer asado, a coger. Me pareció correcto venir y avisarle.

10.12.12

Como en cualquier oficina


         El cocodrilo le cuenta al elefante que está harto, harto de verdad, ni siquiera puede ir a la playa y tirarse a tomar un poco de sol, todos salen corriendo ni bien asoma el hocico. Todos le tienen miedo, manga de putos.
         El elefante le dice a la jirafa que siempre es el mismo embole. Los chicos lo quieren ver, todos le quieren dar comida, maníes con cáscara, algún pancito, claro, pero le quieren tocar la trompa. Todo el mundo le quiere acariciar la trompa, me gustaría ver si se bancarían que todo el mundo les quisiera rascar los huevos, o las orejas, trescientas veintisiete veces por día.
         La jirafa le cuenta al hipopótamo que no da más, sí, puede ver todo el paisaje, fumarse un faso ahí arriba está bárbaro, no necesita irse a vivir al piso 37 de una torre en Puerto Madero. Pero tiene las cervicales a la miseria, no es tan sencillo.
         El hipopótamo le dice al león que todos lo consideran un mugriento pero no, nada que ver. Lo que pasa es que nadie quiere ayudarlo a bañarse, y entonces, si no se embarra un poco, se lo comen los mosquitos. Sí, claro, el pajarito es macanudo, te da una mano con los parásitos, pero si le pedís al pajarito que te ayude a bañarte se te caga de risa, te dice que le chupes bien la pija.
         El león le dice al hombre que sí, mucho rey de la selva, pero a la mina que traés al safari te la cogés vos, después mostrás las fotos que me sacaste mientras te tomás un gin tonic (con Angostura), te hacés el pulenta sentado en un sillón Chesterfield, con aire acondicionado. Rey de la selva las pelotas.

5.12.12

La rotación y traslación del planeta tierra

 
Voy a lo de una prostituta. Tiene un departamento por el barrio de Palermo, se maneja con una clientela más o menos reducida. Debe tener unos treinta años, es bonita, sin caer en pornográficos estereotipos de excesivas glándulas mamarias ni cabello teñido de un rubio que hace mal a la vista. Tiene un bello cuerpo, culo compacto, tetas pequeñas, la piel dura producto de una actividad que hace que el propio cuerpo genere algo, una sustancia que la proteja, como la queratina que forma el caparazón de los insectos, aunque la comparación no sea del todo correcta. El rictus amargo por la vida que lleva, la mirada astuta de un animal que ha aprendido a sobrevivir en la peor de las selvas.
–Hola, Juan –me conoce. Debo venir una vez por mes, desde hace casi un año supongo. Me la recomendó un amigo. Es una buena piba, por lo general me convida una cerveza o un café, fumamos un cigarrillo, se puede hacer silencio, o conversar sobre alguna generalidad.
No, creo que no me expliqué bien, producto de mis tremendas dificultades expresivas. No voy a coger, por quién me toman. Me entendieron mal.
Doy un ejemplo, lo mejor va a ser que de un ejemplo. El lenguaje suele ser un instrumento limitado, hay cosas difíciles de explicar.
Concurro, por ejemplo, a lo de Iris (ese es su nombre, así se hace llamar), y llevo dos botellas de dos litros de Coca Cola. Puede ser Fanta, perfectamente. Puede ser Sprite.
Le digo que se meta en la bañera, de pie, desnuda, para no hacer enchastre. Le vacío la Coca Cola, los dos litros, desde arriba, en la cabeza. Soy un sujeto alto, grandote, olvidé decirlo, ella debe medir un metro sesenta, no mucho más.
Le vacío la Coca Cola en la cabeza, decía, mientras ella ofrece el rostro como si mirara la ducha, y deja que el líquido le caiga por el cuerpo. Se frota, apenas, algo, los brazos o los muslos, como si se estuviera bañando. Repito la operación, con la otra botella. Si la primer botella era de Coca Cola, la segunda botella es de Coca Cola, también.
La cosa debe llevar un minuto, no mucho más. Entonces le digo que se siente, sobre una silla de la cocina, y se quede así, sentada, sin hacer nada. Cinco minutos, siempre menos de diez, en silencio. Hasta que le digo ‘listo’, o ‘gracias’, o ‘es suficiente’.
Es importante para mí, no me canso de comprobar, que vivimos en un mundo donde la gente está dispuesta a dejarse fastidiar. Por dinero.
Entonces ella se va a bañar.

30.11.12

Para no estar (tan) solo


         No, no tenés que entender a las mujeres. No hace falta, ni lo intentes. No es preciso, además.
         Lo único que tenés que saber es que la mujer viene con un mecanismo, un dispositivo. Los hombres se la pasan pensando que quizás les ha tocado una mujer en particular, con determinados atributos de carácter, rasgos de la personalidad. Algo hormonal, nada que ver.
         El tema es que la mujer no tiene plan. Viene a la vida sin plan. Entonces su plan, el plan de la mujer, es modificar tu plan.
         Ya sé, ya sé. ¡Te digo que ya sé! Está la maternidad, dar vida, eso. Lo que justifica a la mujer, la redime, le da alguna trascendencia acerca de su precario paso por la tierra, la exonera, si es preciso decirlo de alguna forma, de todo lo demás. Pero eso no es un plan, eso es imperativo-categórico. Le pasa a las lechuzas, a las jirafas, también.
         Si entendés eso, apenas eso, no vas a tener problemas con las mujeres nunca más.
         Repito, para fijar los conceptos (y más que nada para molestar). La mujer no tiene plan. La mujer, su aire y su alimento, está en modificar tu plan.
         Pasamos a la praxis. No me quiero quedar en las alturas, regodeándome en un andamiaje teórico tan genial. A veces tengo miedo, también, me pregunto por qué yo, por qué me tocó saber tanto a mí. Too much.
         Si vos querés una pizza. Si vos te morís por dos porciones de fugazzeta  y una lata de cerveza, tenés que simplemente decir: ‘¿qué vas a cocinar?’. Si vos querés echarte un polvorón más o menos digno, lo único que tenés que hacer es levantarte del sillón antes que termine la película y decir ‘me voy a dormir, estoy recansado, no doy más’.
         Y así, cuando vos digas que querés comer comida casera tu mujer pedirá una pizza en La Continental, cuando vos te tires en la cama como un exánime rinoceronte tu mujer vendrá al cuarto con su mejor camisón y buscará contacto, cuando vos digas que sería bueno ir al sur en auto tu mujer dirá que ella necesita una quincena en Pinamar.
         Lo importante es que la mujer sienta que ha modificado tu plan. Y entonces sí, vas a ver cómo tener una mujer cerca, una compañera, es una de las cosas más lindas que a un hombre le pueden pasar.

25.11.12

Quién hubiera dicho


         No creo mucho en los seres humanos, como especie, en general. No espero nada demasiado bueno de las personas. Sé que cuando hay demasiada gente es un error, sin excepciones. No importa si se trata de un recital o del subterráneo, no importa si Argentina salió campeón de algo, de cualquier cosa, si hicimos el sánguche de milanesa más grande del mundo o si le declaramos la guerra a Bolivia porque la Pachamama es Argentina y atiende en Almagro. Si hay mucha gente, no quiero estar ahí, si hay mucha gente, está mal.
         Para resumir, la gente es una mierda, eso quería decir.
         Ahora, cuando voy a hacer las compras, a un supermercado de barrio, un domingo cualquiera. Si te fijás un poco, si mirás bien. Vas a ver, en la puerta del supermercado, del lado de afuera, enganchado a un árbol o a un poste de luz, de la correa, un perro. Algún perro, cualquier perro. Un perro de alguien, no importa de quién, de alguien que entró a hacer compras y tuvo que dejar el perro afuera.
         Y mirás, es un minuto nomás, al perro. El perro es todo ojos, no hay nada más en su mente que la puerta, el lugar por el que su dueño se fue. El perro espera y espera y es la desesperación más pura que yo jamás haya visto. El perro, ese perro, necesita que vuelvas, vos. Sí, vos, ese pelotudo que acaba de comprar una botella de Gancia y  medio kilo de queso Port Salut, esa quejosa mujer que huele a naftalina y a flujo vaginal intenso y que acaba de humillar a la cajera del supermercado por una moneda de veinticinco centavos.
         Quiero decir, el perro está ahí, señalándole al universo entero que algo  bueno habita en ese ser humano. El perro está ahí, esa muda alegría de volver a verte, diciéndonos, a todos, que quizás tenga algún sentido nuestra absurda existencia.

20.11.12

Mejor así


         Es divertido cuando  un contador se despierta en mitad de la noche para hacer pis, y descubre que se le está inundando el baño. Que se debe haber roto un caño, del baño, del vecino, de arriba.
         Resulta simpático cuando un prestigioso abogado va a hacerse un chequeo anual y el médico mira la radiografía del tórax, y la vuelve a mirar, y el abogado no quiere preguntar pero pregunta, y el doctor le dice que conviene repetir la placa, que ve una manchita. ¿Usted fuma mucho?
         Me parece bien cuando una psicóloga algo mayor sale de ducharse y por un instante, mientras se seca, se observa al espejo y no le gusta para nada lo que ve. Da un paso adelante, enciende esa luz. Cómo es posible, claro que es posible que te salgan canas, ahí también, sí.
         Es que fuera de tu estricta área de cobertura sos uno más, un boludo más. Lo que sabés no te salva.

15.11.12

Minotauro


         Iba para la costa, fuera de temporada. Paré en Minotauro, para tomar un café con leche, estirar las piernas, hacer pis. Es un poquito antes de llegar a Dolores.
         Sábado, las diez de la mañana, había salido temprano. Llovía, apenas.
         Paré el auto. Me bajé, me desperecé. Se me acercó un perro bigotudo, movió la cola sin demasiado entusiasmo.
         Entré, tres chicas detrás del mostrador, con el mismo delantal y el cabello recogido. Pocas mesas ocupadas. Un tipo de bigotes y camisa a cuadros fumando contra un rincón, mirando por la ventana. Un matrimonio intentando darle de comer a un bebé. Una parejita dándose la mano por encima de la mesa.
         –¡A ver, forros! –di un golpe sobre el mostrador, la superficie de fórmica hizo un chasquido de platos y cucharitas– ¡Esto es un asalto! ¡Pongan todo lo que tienen arriba de la mesa! ¡Celulares, billeteras, todo!
         Hice silencio, una pausa. Tomé una gaseosa que ya estaba abierta y bebí un trago, del pico. Después partí la botella contra el mostrador, y dejé caer, los pedazos, al piso.
         –¡Al que se haga el vivo lo quemo de una! –seguí– ¡La guita, loca, dame toda la guita! ¡Vos, abrí esa caja! ¡Qué cara de boludos que tienen todos, por Dios bendito y la Virgen que llora Fernet! ¡Y vos, sí, vos, vení que me la vas a chupar un poco, me gustan tus tetitas!
         Nada. Una de las chicas de atrás del mostrador se dio vuelta, y siguió preparando un café con leche con la máquina. El tipo de bigotes terminó su cigarrillo y encendió otro. El bebé eructó. Afuera estacionaron otros dos autos. Entró más gente, una mujer a la que le costaba caminar, como si tuviera un problema de cadera, preguntó si hacían tostados, cuánto costaban.
         Dicen, lo he escuchado en más de una ocasión, que uno de los encantos que tiene el irse de vacaciones, es que podés ser otro. Pero a mí no me pasa, se ve que conmigo no funciona así.

10.11.12

Perspectiva


         Mi amigo RM recibió instrucción militar, siendo jovencito. Después, pasada la adolescencia, salió de ahí, la vida lo llevó hacia otro lado.
         Cada tanto, en algún asado con amigos o en una pizzería, se le da por recordar un par de anécdotas de aquella época en que abrazaba la carrera militar. El territorio de la adolescencia revisitado desde la adultez, con nostalgia y cariño. Algo de lo más normal, a todos nos pasa.
         Una de las historias que RM recuerda de esa época, es una historia que se contaba entre los novatos, los jóvenes que hacían sus primeros pasos en la escuela militar.
         Se contaba, recuerda RM, que después de tres años de instrucción, se seleccionaba a los mejores, eran detectados aquellos con mayores aptitudes. Y se les ofrecía, lo cuento con mis palabras, carezco de la exacta jerga y tampoco importa, se les ofrecía, entonces, decía, pertenecer a un sofisticado grupo de elite. Ser los más especiales y únicos soldados de la patria, para secretas misiones. Ser comandos.
         Entre las tremendas pruebas a las que eran sometidos en una impiadosa instrucción, los comandos, había una, una que se contaba y que RM solía recordar.
         La prueba era, más o menos, así. Se llevaba al aspirante a comando a la selva, al monte. En Chaco, en Formosa.  Se lo desnudaba y se lo molía a golpes, entre varios. Luego se lo encerraba en una jaula construida con cañas de bambú sobre el barro, aunque no sé si era bambú, pero tipo Vietnam. Se le daba, solamente, al aspirante a comando, un vaso de agua y un pedazo de pan por día como único alimento. El pan podía haber sido pishado, o utilizado por alguien para limpiarse el culo, esos detalles. Debía permanecer, el soldado, encerrado e indefenso, en medio de la selva.
         No, no terminé. ¿Te aburriste? Sigo.
         Pasaba algo, durante el encierro. A los tres o cuatro días, como por casualidad, aparecía un perro. Un cachorrito, atorrante, venido de quién sabe donde. Del monte, de la zona.
         El cachorrito aparecía y se metía en la jaula. El perrito, era de lo más normal, se pegaba al prisionero, al soldado, al aspirante a comando, ya que los encargados de la vigilancia no le daban bola, o sencillamente lo pateaban, intentaban quemarlo con un cigarrillo. Y el soldado, que no tenía absolutamente nada para hacer más que soportar que lo despertaran en mitad de la noche y lo baldearan con agua helada o le pusieran música a todo volumen para no dejarlo ni siquiera dormir, para que enloqueciera, bueno, el soldado jugaba un poco con el perrito.
         El soldado y el perrito dormían juntos. El soldado le daba cobijo a su mascota, su amigo.
         Pasadas un par de semanas, transcurrido ese plazo donde el soldado había sido picado por insectos, había tenido que dormir junto a sus excrementos, había recibido nuevas y variadas palizas y demás humillaciones de carácter tan inconcebible como vejatorio, al final, se le decía al soldado que la prueba había finalizado. Lo felicitaban, la capacitación había concluido.
         Antes de liberarlo y que pasara a integrar el selecto grupo, faltaba una cosa más, sólo una cosa. Debía, el soldado, matar a la mascota. Matar al perrito, con sus propias manos, y comérselo. Eso era todo.
         Aquí terminaba la historia, la historia que cada tanto RM recordaba y solía contarnos. Se hacía entonces un particular silencio, la gente soltaba los cubiertos y dejaba de comer. Alguien, pasados unos minutos y todavía sin hablar, se animaba a servir más vino.
         Y a mí se me ocurre ahora, se me da por pensar con la prístina claridad de concepto que suele dar una adecuada distancia de los hechos, que el entrenamiento descripto, con sus peculiaridades, no debiera ser para los aspirantes a un sanguinario grupo de elite dentro de las fuerzas armadas.
         Quiero decir, si no podés hacer eso, te va a costar conseguir trabajo, formar una familia, viajar en colectivo.

5.11.12

Encuentro con el poeta


         Viviana trabajaba freelance, de fotógrafa. Hacía fotos en fiestas, en casamientos también, para ganarse la vida. Pero no era lo que le interesaba. Participaba en concursos, fotografiaba insectos o la lluvia o a su perro dormido, hacía cursos, compraba libros. Entre tantos rubros sobre los cuales no entiendo nada de nada ni me importan, no entiendo nada de fotografía. Pero eran buenas fotos, era algo que se podía sentir.
         Le pedían fotos, habitualmente, para algunas revistas. Paisajes, o fotos de manifestaciones, fotos de determinados recitales, fotos de algún personaje al cual le habían hecho una entrevista.
         Me dijo, Viviana, que le habían pedido un par de fotos de Pedro Pablo Mavale. Pedro Pablo Mavale era uno de los poetas más importantes, vivos. Había estado internado en un hospital psiquiátrico, por más de diez años, después de dos o tres intentos de suicidio. Escribía, en sus comienzos, bajo el alias de ‘Piterpol’, y se había transformado, casi de inmediato, en un poeta de culto, maldito, una leyenda viviente. Pura potencia expresiva, mezclado con pinceladas de infinita ternura, extraña combinación. Curiosamente, había accedido a que le hicieran un reportaje para la revista literaria ‘Hueso’, debía necesitar el dinero. Viviana tenía que tomar algunas fotos del poeta que iban a aparecer, junto con el reportaje, en el próximo número de la revista. Pedro Pablo Mavale debía andar por los setenta años, se decía que no salía nunca de su casa, se decía que ya no escribía.
         Me preguntó, Viviana, si no quería acompañarla el día que iba a tomar las fotos. Pedro Pablo Mavale le había dicho que podía recibirla el domingo por la tarde. Viviana se acordaba que yo, una vez, hacía muchos años, cuando estábamos llenos de ilusiones, cuando cogíamos, le había regalado un libro de Mavale.
         –El libro se llamaba ‘Mi pito en tus manos’, ¿te acordás?
         –Sí –dije. Me acordaba. Poemas como cuchillazos de un loco con un oxidado Tramontina. Contaba la leyenda que Mavale era admirado por Burroughs y por Bukowski, los dos al mismo tiempo. Habían venido de la Random House para publicarlo en inglés, le habían ofrecido un contrato, y él había dicho que no, que estaba bien así. Que no quería.
         Me dijo Viviana que Mavale estaba viviendo en un departamentito sobre la calle Independencia. Domingo, tres de la tarde, nos encontramos, fuimos.
         Tocamos timbre, Independencia al mil doscientos, no preguntaron nada del otro lado del portero eléctrico, abrieron. Subimos.
         4D. Vivana golpeó dos veces la puerta, despacito. Se escucharon ruidos, una botella estallando contra el piso, puteadas, seguidas de carcajadas, seguidas de más puteadas, ladridos, un grito.
         Se abrió la puerta.
         –¿Qué? –ante nosotros, un hombre. Prácticamente calvo, un puñado de pelo a cada lado de la cabeza, como alitas, la incipiente y blanca barba de no haberse afeitado por tres o cinco días. Estaba en pijamas, bueno, no exactamente, sólo los pantalones largos del pijamas. Rayas que alguna vez debieron ser azules, sobre un fondo que alguna vez debió ser verde agua. Manchados, los pantalones, de salsa, quizás restos de tuco o sangre, y quemaduras de cigarrillos. Flaco, con la panza floja, descalzo, anguloso, ojeras que iban de un lila pálido al morado.
         –Buenas tardes –Viviana tosió, se le había secado la garganta–. Soy la fotógrafa de la revista ‘Hueso’. Vine a hacerle unas fotos, como habíamos quedado.
         –¿Qué? –Se rascó el estrecho torso desnudo con el revés de un pulgar que tenía una uña larga y amarilla. En la otra mano tenía una botella de whisky por la mitad, ‘Old Smuggler’. Inclinó la cabeza hacia atrás, y por un momento pareció que iba a caerse. Bebió un largo trago de la botella, del pico. A causa del particular pico vertedor que suelen tener las botellas de whisky, el whisky, justamente, salió a borbotones, empapándole el rostro.
         –Soy la fotógrafa de la revista… –se interrumpió, Viviana, quizás sea mejor decir que fue interrumpida por el inconfundible sonido de un pedorreo largo, ronco, profundo.
         –Ahhh –abrió los ojos, Mavale. Ahí estaba, el ícono viviente, el autor de ‘Desesperaciones’, y ‘Perdiendo la gracia’, donde habían sido tocadas las más altas cumbres de la poesía argentina. El absoluto dominio de la palabra, la indómita belleza, la prodigiosa ternura.
         Viviana se congeló.  Retrocedió un paso. El hombre, Mavale, se sostenía con una mano del marco de la puerta, y levantaba apenas un pie para dejar salir, el pedo, con mayor comodidad. Cagarse mejor.
         –Señor Mavale –saqué de un bolsillo del saco el manoseado libro, cuyo título era ‘A vos nunca te abrazaron así’–. Si no es molestia, traje un libro suyo. Lo leí siendo jovencito, y significó mucho para mí. Quería pedirle, por favor, si podría firmarlo.
         Mientras terminaba mis palabras, llegó el olor. De su interminable pedo. Un olor como a huevos crudos y queso rancio, mezclado con whisky. El olor pronto envolvió la totalidad del palier, fétido, imposible, lacerante.
         –Puto –pensé que había entendido mal, pero no. El viejo me miraba, me hablaba a mí–. Puto, cojan.
         –¿Qué? –Dijo Viviana, que se aferraba con ambas manos a la cámara de fotos que colgaba de su cuello.
         –Cojan –repitió Mavale–. Cojan, yo ya no puedo coger. Pero me gusta tocar, me gusta ver coger.
         Estiró una mano, Mavale, y le agarró una teta a Viviana. La pobre no podía retroceder, no podía moverse del susto. El viejo apretaba la teta, con lascivia, pero como si manipulara un artefacto, un juguete más o menos aburrido. Abrió la boca, se le había juntado mucha saliva, y parecía como si el viejo masticara un poco, la saliva. No debía tener más de cinco dientes, y algo verdoso en su boca. Pedazos de lechuga, o flema, seguramente.
         –Eh, oiga –de un golpe, le bajé la mano.
         –¡Ataca, Pericles! ¡Ataca a los invasores! –Se apartó, de costado, Mavale, para dejar paso a su perro. Era un ovejero alemán, pero ladró sin convicción. Me asusté, de verdad, hasta que descubrí que al perro le costaba moverse. Tenía un problema, arrastraba ambas patas traseras como si las tuviera quebradas. Quizás un problema de cadera, tan común en esa raza. Entonces vi que el perro tenía el hocico casi blanco, su ladrido se fue apagando, me pareció que el perro temblaba un poco, mientras agachaba la cabeza y nos miraba de costado.
         –Llamá el ascensor –le dije a Viviana que parecía haberse recompuesto un poco. Seguía con la cámara en las manos, apuntando al piso–. Vámonos de una vez.
         –Cojan –dijo Mavale otra vez, echó whisky sobre la cabeza del fatigado perro, que se había sentado– ¡Cojan antes del fin! ¡Somos espacios de conciencia!
         Gargajeó, Mavale, escupió al piso. El verde flemón que había venido masticando, y que ahora latía sobre el piso como un aguaviva.
         –¡Somos espacios de conciencia! –Se tambaleó un poco– ¡La vida no tiene sentido, boludos!
         Se fue, se metió para adentro del departamento, dejó la puerta abierta. Se escuchaba música, música clásica. Me pareció que era Shostakovich.
         Llegó el ascensor. La metí a Viviana adentro, y apreté planta baja. Pericles nos miraba, pero algo desorientado, como si se estuviera quedando ciego y buscara imágenes que se correspondieran con los ruidos.
         Salimos a la calle.
         –¿Te sentís bien? –Viviana asintió, y le salió un sollozo. Después se relajó. Se sentó en los escalones de la entrada de un edificio, y se puso a revisar su bolso. Tenía las uñas marcadas sobre la tela de la remera, a la altura del corazón, encendió un cigarrillo.

30.10.12

Con el tiempo


         Cuando Moni vino a contarme que estaba embarazada de tres meses, de un novio con el que estaba viviendo y que se había dado a la fuga ni bien conocida la noticia, yo le dije que le quedaba bien estar, justamente, en ese estado. Que le iban por fin a crecer esas magras tetitas, que se bajara un poco el pantalón y apoyara las manos contra la pared, que se la iba a poner así, de parada.
         Cuando Moni vino a contarme que su tía estaba internada en el Hospital Italiano, y parecía nomás que se moría, su tía que era prácticamente como una madre, ella se había criado con su tía. Su tía que ahora estaba en terapia intensiva, con respirador, toda cableada, en una absurda agonía. Yo le dije que estaba linda incluso con la cara lavada, muerta de sueño. Que se arrodillara y que me la chupara como ella bien sabía, después le iba a preparar un mate cocido y podíamos seguir conversando.
         Cuando Moni vino a contarme que la habían echado del trabajo, al parecer un padre se había quejado de cómo ella trataba a los alumnos. La acusaron de haber zamarreado a un chico, con lo que ella quería a los chicos, ser maestra de una escuela primaria, educar, dar amor, había sido desde siempre la pasión de su vida. Yo le dije que no era bueno para ella que empezara a fumar desde tan temprano. Que dejara el encendedor con el que estaba jugando y me hiciera una paja, así como estaba, vestida. Tenía ganas de acabarle sobre ese pulóver color salmón que le quedaba divino.
         Me la crucé a Moni, el otro día, por la calle, después de tanto tiempo. Me dijo que tenía gratos recuerdos míos, a pesar que ella siempre me había considerado una basura humana, un asco de persona. Una de las cosas que le había permitido seguir adelante, aún en las peores circunstancias, había sido el que yo siempre quería cogerla, sin importar lo que le estuviera sucediendo. Sentirse deseada había sido una tabla de salvación en medio del naufragio de su vida.

25.10.12

Raspón


         Ella lo único que quería era una bicicleta. Y, finalmente, su padre había dicho bueno, había dicho sí. Para el día del niño, se despertó, y ahí estaba. La bicicleta, flamante, roja, los pedales donde jamás nadie había pisado, el metálico manubrio con cintas de tres colores colgando a cada lado, esperando el viento.
         Ella tenía nueve años y el mundo era perfecto. Volvía del colegio, merendaba lo más rápido posible, y salía a pasear con su bicicleta nueva, por las arboladas calles de Palomar, Ciudad Jardín, donde las flores huelen como en ningún otro lugar y los pájaros se sientan al lado tuyo a conversar. Se alejaba una o dos cuadras no más, lo prometido, daba vueltas.
         Un domingo a la mañana ella volvía pedaleando a casa, estirando tanto como fuera posible el corto y permitido trayecto, doblando y volviendo a doblar. La excusa había sido ir a comprar el pan, las facturas, para desayunar.
         Sintió el impacto, pero cuando abrió los ojos ya estaba en el piso. Se puso, como pudo, en cuatro patas, le sangraba la frente por el raspón, y una rodilla. Se le había aflojado un diente de adelante, sintió la tibieza de la sangre en sus labios.
         La habían empujado, venía distraída. Dos muchachotes salidos de alguna parte, de pie, las puertas delanteras del Fiat abiertas. Uno guardaba su bicicleta en el baúl. Todo sucedía muy rápido.
         –¡No! –gritó, ella, y le salió un sollozo. Se pasó una mano por la frente.
         –Nenita –dijo uno, el que estaba más cerca, y se acercó un paso. La miró, a ella nunca la habían mirado así. Sintió que todo lo malo del mundo estaba en esa mirada, sintió que todo lo malo existía, como posibilidad. Aún sin poderlo definir con exactitud, lo supo el cuerpo.
         –Dale, no hay tiempo –dijo el otro, que después de guardar la bicicleta en el baúl, se subió al auto en el asiento del acompañante–. Después buscamos algo.
         Ella estaba sentada sobre el camino de tierra, el hombre de pie. Iba de jeans y camisa a cuadros de manga corta, peludo, muy peludo. Le salían pelos por todos lados. El hombre se inclinó hacia ella, y le puso una mano debajo del mentón. La mano era fuerte, callosa, los dedos muy gruesos. La obligó a levantar la cara. Ella vio el bulto en el pantalón, y más arriba los orificios nasales tan negros, tan oscuros.
         –Nenita –dijo el hombre, otra vez, y se subió al auto. Se fueron.
         Han pasado más de veinte años de aquel suceso. Ella es docente en una escuela primaria, vive en un pequeño departamento en el barrio de Congreso. No lo dice, pero cree que el mundo es un lugar extraño y hostil. Le gustan los jugos de frutas, tiene un gato que se llama Sigfrido, también le gustan las películas donde alguien lucha contra una catástrofe natural o una terrible enfermedad. No volvió a andar en bicicleta, nunca más.

20.10.12

Si no te contesto


         Si me saludás. Si me ves en la calle y me saludás, o en un bar. Me ves y me saludás, me decís ‘Eh, Hundred. Cómo andás’, o ‘Me gusta cómo escribís, loco’, algo así. Me hablás, mientras estoy comprando un alfajor en un kiosco, o tomando un café con leche a la mañana, bien temprano,  en algún bar. Si ves que no te saludo, no te contesto, no te miro, ni siquiera te miro o te miro pero sigo mirando a través tuyo, el resto del paisaje, esa piba que pasa llevando un perro con un culito divino, la piba, no el perro. Si no te digo nada, no te pongas mal.
         Es que no puedo creer lo que me sucedió, a mí. El paso del tiempo como si me hubiera pasado un catamarán por encima, o un Flechabus, pero de dos pisos. Mi cara, mi cara de loco recién escapado de un hospital psiquiátrico, mis ojeras como si no hubiera podido dormir desde la adolescencia, como si me hubiera enterado de algo muy feo a los quince o dieciséis años y no hubiera vuelto a dormir jamás. Mi legañosa mirada, mi abrumadora calvicie, mi deterioro físico en general. Y mi tristeza, esa tristeza que salió como si hubiera pisado una equivocada baldosa de la vida y hubiera quedado enchastrado de algo que no se me fue más. El fastidio de saber que hice todo mal, que me equivoqué en todo, que jamás tuve la más mínima oportunidad.
         Por eso te digo, es todo, la vergüenza de ser como soy, de estar como estoy, la tristeza de haber perdido la magia y haber olvidado el truco, justamente, de magia, para volverla a encontrar.
         Es eso lo que me pasa, no me soporto, a duras penas puedo con mi alma. O quizás también me parecés un tremendo pelotudo y no me interesa hablar con vos, no descartes esa posibilidad.

15.10.12

Preferiría no tener que decirlo, preferiría no saberlo


         Salí con mujeres. Quizás demasiadas. No, boludo, no soy Julio Iglesias. Quiero decir, salí con más de tres mujeres, con cinco si querés, y ya está. Ya sabés todo lo que hay que saber, del sexo, de la menstruación, del secreto anhelo de ser mamá aunque te jure que lo más importante que le puede suceder en el planeta tierra es que la nombren subgerente regional de marketing interconductual de Pindorchita Corp. o encontrarse en el Malba con Jim Jarmusch que salió a dar una vuelta después de hacerse emporrar por un pibe chiquito y saludarlo, de la existencial angustia por el paso del tiempo, la fatiga de materiales, la decadencia y caída de las tetas, la celulitis devorándolo todo como un aplicado insecto.
         Lo demás es la gota en la piedra, repetir el experimento y creer que el resultado puede ser distinto. Locura, diría Einstein.
         El asunto es que te acostumbrás a muchas cosas, lo importante deja de ser tan importante, uno aprende, en nombre del amor, a tolerar absurdas interpretaciones sobre tu manera de meterte el dedo en la nariz o de rascarte el culo, peludas verrugas, cuñadas y suegras, vaginitis, mil y una maneras de tedio. Supongo, claro, por supuesto, que del otro lado, para la mujer que vive con vos, debe ser más o menos parecido. Nos vamos volviendo, todos, esforzados gimnastas en el deporte de la paciencia donde no hay medallas ni podios, sólo seguir con el entrenamiento.
         Pero hay cosas que están mal. Síntomas, señales, que deberían indicarte al instante que llegó la hora de escapar. Que es mil veces mejor ser un lobo solitario (y ponerle un pañuelo en el cuello a tu perro, mezcla de ovejero alemán con algo), un pervertido amante de las bebidas gasificadas y la pornografía, un anacoreta, un incomprendido para familiares y amigos, un eremita.
         En alguna circunstancia, en alguna situación, puede ser compartiendo una semanita en Necochea, o un domingo cualquiera, después de haber dormido juntos, bien temprano. O porque esperan para la tarde, para tomar un café o mate, visitas.
         Van a una panadería, a comprar, dos docenas de facturas. Vos te ocupás de pagar, de sacar el ticket, para eso fuiste puesto sobre el planeta tierra. Los leones cazan antílopes, a los osos pardos les gustan los salmones, los hombres pagan las cuentas, son leyes de la naturaleza.
         Y la dejás, a ella, que pida las facturas (*). Es importante, como algo casual, das un ínfimo pasito atrás, le indicás, desde lo gestual, que haga el pedido. Te hacés el distraído, como si te hubiera sonado el celular o estuvieras buscando en el piso una moneda.
         Y mirás. Vos mirás.
         Ponele que son dos docenas de facturas. Si ella dice ‘dos docenas de facturas, por favor, surtidas’, está bien, está muy bien. Si ella dice ‘una docena de medialunas, y una docena con dulce de leche’, también está bien. Si dice ‘por favor, no me pongas con crema pastelera’, está bien, no importa, la crema pastelera puede no gustarle o traerle gases. Si dice ‘seis tortitas negras’, o ‘seis vigilantes de membrillo’, bien, no problem.
         Pero si ves que ella se pone a elegir las facturas, las veinticuatro facturas, de a una. Si dice ‘esas dos’, y dice ‘no, la de al lado tiene más dulce’, y dice ‘una de arriba, un churro, no, a ver,  el otro, a la derecha, más a la derecha, el otro’.
         Entonces esa mujer es una pelotuda sin alma, su foco de atención le impedirá estar contenta en ninguna circunstancia, verá manchas de humedad en el techo mientras fornica, y sentirá olor a gas en la cocina del departamentito en Almagro a las cuatro y cuarto de la mañana. Para resumir, es una mujer que cree que tiene algo para decir en lo relativo al orden del universo en general, a la rotación y traslación del planeta tierra en particular. Cree que su opinión importa, que ella entiende, que está en los detalles.
         Es una mujer incapaz de ser feliz. Tenés que irte.

(*) se puede hacer con masas secas. la lógica argumental se mantiene. 

10.10.12

AG/DG


         Claro, para poder categorizar, uno debe marcar un hito, un mojón, una divisoria línea de aguas. La mente en realidad es un instrumento diseñado casi exclusivamente para eso. Un instrumento muy útil, por cierto, pero que no debe tener bajo ningún concepto el protagónico del ser. La mente clasifica.
         Y entonces, vas a ver que no sé, por ejemplo si querés el cristianismo, va y te dice que el mundo se divide en antes y después de Cristo. No sólo como algo histórico, sino evolutivo de la humanidad.
         En lo privado, en la pequeña escala, por trivial que parezca, ocurre lo mismo. Una chica, una adolescente, contará sus experiencias a una amiga y le explicará que hay un antes y un después del debut sexual. El mundo, su mundo, ha cambiado. Ya nada será lo mismo.
         Y así podríamos seguir, dependiendo de la situación vital de quien escribe la clasificación, sus gustos, sus apetitos. Alguien te dirá que hay un antes y un después de tomar cocaína por primera vez, el punto en el cerebro que la sustancia es capaz de tocar, tan único y exquisito. Alguien te dirá que hay un antes y un después de tirarse en paracaídas, hay un antes y un después de casarse, hay un antes y un después de chocar un automóvil a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, hay un antes y un después de nadar de noche en el mar, hay un antes y un después de tener un hijo.
         Pero no, para mí no. Se trata de distractivas maniobras, la clasificación, como te dije, la categorización, para mantenerse, de algún modo, entretenido. El denodado intento por esquivar el existencial tedio, distraerse, gambetear el fastidio de estar vivo.
         Ahora, hay un antes y después de tener guita. Con eso no se jode, ahí coincido.

5.10.12

La vida


         El doctor miró mis análisis, y negó con la cabeza. Casi pude intuir un atisbo de contenida sonrisa. Me dijo, se sacó los lentes y me dijo que tenía que empezar a cuidarme. Apretándose los globos oculares con las yemas del índice y el pulgar de la misma mano, me dijo que yo tenía que adelgazar, caminar, dejar algunas cosas, cosas que me gustaban. Medicarme.
         –El cuerpo es una maquinaria que se va atrofiando con el paso del tiempo –dijo–. La vida.
         –¿Le puedo comentar algo, doctor?
         Suspiró, asintió. Esperando lo habitual, la negación, el desesperado intento de creer que alcanza con comer un diente de ajo a la mañana o tomar una cucharada de aceite de oliva, o quizás miel. Medidas distractivas.
         Debía tener casi sesenta años, el doctor. Canoso, peinado para el costado, delgado, con el rostro y los antebrazos bronceados de jugar al golf los domingos. Chorreaba dinero de sus lentes Armani sin marco, su discreto Rolex, sus zapatos Salvatore Ferragamo. Se lo veía satisfecho, omnisapiente, poseedor del don de curar, de administrar (y conocer) la diferencia entre lo bueno y lo malo, la vida y la muerte. Respetado profesional, merecía, sin dudas, haber llegado adonde había llegado. Una hija casada con un prestigioso oftalmólogo, un hijo que tocaba la guitarra pero ya se le pasaría. Vacaciones en su departamento en Punta del Este, frente a la mansa, parada 23, semanita de esquí en invierno, sexo ocasional con alguna enfermera de la clínica, una copa de vino italiano en las cenas de los viernes.
          –Sí –dijo, volvió a ponerse los lentes con un estudiado, casi teatral movimiento–. Lo escucho.
         –Me estoy cogiendo a su mujer –dije.
         –¿Qué? –se sorprendió, se inclinó hacia delante, como si alguien, desde atrás, le hubiera dado un empujoncito.
         –Que me estoy cogiendo a su mujer.
         –No –dijo–. Es un error, además de una falta de respeto inadmisible.
         –Le explico, doctor. Tres veces por semana su mujer va al Megatlón de Migueletes, a hacer su clase de gimnasia, de Pilates, de Taebo. La paso a buscar por ahí, los miércoles por lo general. Nos vamos a coger a un hotel de la Panamericana. Andrea, porque su mujer se llama Andrea, ¿no? –asintió, abrió la boca como un pez– me dice que debe estar en su casa al mediodía. Porque almuerza con su hijo, Cristian. Bastante vago, y ya está grandecito para seguir boludeando, pero buen chico.
         –Pero –dijo el doctor, que parecía haber recibido un impacto en el pecho, y se curvaba hacia adentro–. Pero.
         –Sigo. Usted lo único que quiere es irse a jugar al golf con sus amigos todos los domingos. Pero aunque Andrea insiste, yo los domingos no la veo, no me la cojo. Los domingos yo veo a mi novia, y a mi madre también, al mediodía. Mi mamá por lo general los domingos hace lasaña, o arroz con pollo. Le dije a Andrea que no puedo, que no insista.
         –No puede ser –dijo el doctor.
         –Sí puede ser, doc. Andrea viene con su Honda Civic, más de una vez me ha tirado de la goma en ese automóvil. Le gusta mucho que la pajeen, que le metan los dedos, se moja enseguida, me deja la mano hecha un pegote. Dice que usted la coge poco, igual todavía lo quiere. Debe ser por la diferencia de edad, la convivencia, eso desgasta mucho. Está buena su mujer, doc. Todavía joven, bastante firme el culito, y tiene una cosa más, un gesto, como si por un instante saboreara el esperma, antes de tragarlo. Eso está bien, se ve que conserva algo de iniciativa.
         El doctor se dejó caer sobre el escritorio, la cabeza entre los brazos, como si quisiera dormir un poco. Escuché que lloriqueaba.
         –No la culpe, doctor –por un momento pensé en darle una palmada en la cabeza, pero me salió apretarle un hombro, dos segundos–. La vida.
         Salí del consultorio. La secretaria me preguntó si necesitaba pedir un turno, pero dije que no. Dije, señalando los análisis que tenía en la mano, que tenía que esperar dos meses y repetir los estudios. Llamaba por teléfono más adelante.
         Bajé en el ascensor. De más está decir que todo lo que le dije al doctor era mentira. Pero me tuvieron más de una hora en la sala de espera, y justo pasó la mujer del doctor, a retirar unas bolsas con unas cremas. La escuché hablar con la secretaria sobre el turno con el chapista para reparar el Honda, y después por teléfono celular. Hablaba del gimnasio, de tomar café en el Starbucks al lado del gimnasio el miércoles a la mañana, después de la clase, con una amiga. Vi la foto de su hijo sobre un estante de la biblioteca del doctor, la escuché quejarse porque le cambiaban el horario de una clase de gimnasia, y habló con otra amiga sobre el plan del domingo, quizás ir al cine después de caminar, sin los maridos.
         No me fue difícil unir los puntos, inventar el resto. Si me vas a decir que estoy hecho mierda, no te la podés llevar de arriba.

30.9.12

Por tu bien


         Si vinieras a mi casa, aunque no, no hay manera que vengas a mi casa, si venís a mi casa tenés que coger conmigo, no importa de qué querés hablar, cómo te sentís, tampoco importa demasiado qué te pasa. Si no vas a coger conmigo ni te molestes en venir, mandame un mail. Ah, no tenés la dirección, la dirección de mi mail. Bueno, mandame un mail que te la digo.
         Pero si vinieras a mi casa, al lugar donde vivo, sucede algo. La azucarera y el salero han sido llenados con una mezcla, la misma mezcla, te explico.
         Compro un kilo de sal, y un kilo de azúcar, y los mezclo, mitad y mitad. Los pongo en una ensaladera y revuelvo un rato largo con una cuchara de madera. Después lo paso a otro recipiente, colándolo, y después lo vuelvo a pasar al primer recipiente, colándolo otra vez. Así queda todo bien mezclado.
         Con esa mezcla relleno la azucarera, el salero también.
         La idea es que si venís a mi casa y le ponés azúcar al café, o sal a los fideos, vas a notar algo. Una ligera incomodidad, algo que de algún modo te dificultará disfrutar lo que estés comiendo o tomando.
         Sucede que estar conmigo, mi sola presencia, escucharme decir un par de inconexas frases o reír, verme encender un cigarrillo, bueno, es una experiencia de míticos ribetes. Algo mágico.
         Y yo necesito asegurarme que te vayas.