30.4.12

Es la muerte

         De pronto abrí los ojos. Sentí un súbito escalofrío, no sé, como si se hubiera abierto una ventana, una contracción, un principio de calambre en dos, no, tres dedos de mi pie derecho. El meñique, el meñique de mi pie derecho diciéndome, gritando, con abrumadora claridad, que ya no tenía nada que ver conmigo. Un golpe de estado de una facción de mi cuerpo. Susto, rebeldía. 
         Abrí los ojos, dije, y ahí estaba. Tanto tiempo, tan temida. La parca, la muerte, como quieran llamarla. Apoyada contra el marco de la puerta, vestida apenas con una sábana blanca. Algo excedida de peso, por cierto, los pelos apuntando en todas direcciones, peinada tal vez en alguna peluquería entre el cielo y el infierno. Desprolija, como si la muerte, al llegar mi hora, hubiera decidido venir a buscarme en motocicleta. Lucía embotada y ojerosa, sus movimientos eran lentos, muy lentos, como si supiera que tenía todo el tiempo del mundo, respiraba con dificultad, con una mano sobre la panza. Algo en su mirada denotaba fastidio, la eterna tarea, ingrata quizás, repetitiva. Había bruma, también, una especie de humo, y un poco de tenue luz por encima de su cabeza, nimbando el contorno de su figura, otorgándole un aura de un desagradable y aguachento amarillo.
         –No –balbuceé–, no quiero morir, todavía. Sé que me he quejado mucho por todo lo que me salió mal, por todo lo que no me salió. Sé que por lo general estoy frustrado y triste, pero me sigue gustando la vida. Quiero ver el mar otra vez, y caminar bajo la lluvia, tomar un par de whiskys alguna madrugada, cruzarme con un perro que mueva la cola. No puede ser mi momento, no.
         Me salió un sollozo, y después un hipo. Me tapé los ojos con un antebrazo, lloré, lloré como un chico.
         –Qué decís, Juan –era Andrea, sí, era Andrea que se había quedado a dormir–. Me siento remal del estómago. No sé para qué carajo me llevás a comer a esa cantina. Sabés que como de más, si sabés que me gusta.

25.4.12

Fueguito

         Agarrá un fósforo. Un fósforo cualquiera, de una caja de fósforos.
         Prendé el fósforo a la manera tradicional, raspando un poco, con un algo enérgico movimiento, la cabeza del fósforo, contra el lateral de la caja, de la caja de fósforos, diseñada para tal fin.
         Sostené el fósforo con los dedos, dos dedos, pulgar e índice de una mano. Podés estar parado, de pie. Podés estar sentado, también. No importa la mano.
         Listo, no hagas más nada. Aguantá.
         El fósforo se consume. Quiero decir, el fuego, la pequeña llama se alimenta del palito de  madera. Baja, el fueguito.
         Nada, no tenés que hacer nada. Seguí sosteniendo el fósforo. Sí, te vas a quemar. Puede ser que sientas que te pincha la yema del pulgar, por la quemazón, puede que veas un ínfimo humito azul y cómo se te enrojecen un poco la punta de los dos dedos. Duele, pero es perfectamente soportable. El fósforo, terminada la madera que le da de comer, casi de inmediato, se apaga. Dura cuarenta y siete segundos, la experiencia, lo cronometré. Menos de un minuto, en cualquier caso.
         Ya sé, no entendés para qué, tampoco por qué, te veo la cara. Te parece una cosa sin sentido, una pavada.
         Pero aguantaste como cinco años en ese trabajo, o seis años ese matrimonio. Te quemaste vivo, todo ese tiempo. Quemaba, dolía, vos aguantabas.

20.4.12

La manera correcta de decirlo

         Surge como una actividad de lo más apropiada que usted, estimado mamífero mediano del sexo femenino, concurra a un lugar, un sitio, donde cuente con el adecuado herramental de limpieza que le permita higienizarse, principalmente, en esta oportunidad, la caja torácica, sobre todo la zona, el espacio que podríamos delimitar quizás, por encima de las costillas, y por debajo del cuello. (Andá a lavarte las tetas).
         Sería por demás gratificante para mí, camarada, por qué no compañero, si se aplicara usted con lo que entiendo es parte integrante y extremo superior del aparato digestivo, la boca para ser más exacto, y la lengua en su totalidad, en su expresivo abanico de papilas, a succionar, como si de un chupete se tratara, para acercar la rusticidad de un ejemplo, a succionar entonces, con energía no exenta de cuidado, con regularidad no exenta de ingenio para no caer, por así decirlo, en la monotonía, mi aparato reproductor, su módica fisonomía. Llegado el caso, de ser su apetito, puede usted prestar también la faringe a la maniobra. (Chupame la pija).
         Hay un lugar, que pertenece a una persona muy cercana, una persona con la cual a usted lo une un parentesco en primer grado, una línea sucesoria de lo más directa. Es un lugar frágil por cierto, plagado de anfractuosidades, de complejos laberintos, donde el clima es húmedo por siempre, y puedo uno respirar un aire como de mar, salobres reminiscencias. Un lugar que sin dudas usted recuerda y tal vez añora, un lugar plagado para usted de vitales significados. (La concha de tu madre).

15.4.12

Damusnostra

Dentro de cinco o diez años vas a ver que el colesterol no existe. O nunca existió, era todo mentira. La gente se moría, claro que la gente se moría. La gente se va a seguir muriendo, la gente se murió siempre. De pena, del susto, de una curiosa y particular combinación de pena y susto. El corazón se para, o explota, o se echa como un exhausto perro harto de deambular por una para siempre indiferente ciudad, sin sentido. El colesterol era para vender yogures y semillas, para que los nutricionistas veraneen de una buena vez en Buzios, para llenar con algo los noticieros.
Dentro de cinco o diez años vas a ver que los teléfonos celulares te hacían moco. No, flaco, qué cáncer, el cáncer pasó de moda. Vas a ver que las antenitas de los teléfonos celulares son un sofisticado mecanismo para absorberte todo el esperma, el esperma del sujeto portador del teléfono se evapora y se transporta a través de la antenita del teléfono a la casa central, donde es condensado. Las compañías telefónicas no son compañías telefónicas. La misión de las compañías telefónicas consiste en ser reservorios de esperma para cuando lleguen los marcianos. Bueno, las marcianas. Ah, sí, si sos mujer, la misma antenita te seca la chucha, te queda la vagina más seca que una baldosa de porcelanato. No te mojás más.
Dentro de cinco o diez años, vas a ver, van a explicar por televisión que todo aquel que haya corrido alguna vez más de tres kilómetros de un saque, tiene entre el dos y el cinco por ciento de la capacidad neuronal de un humano normal. Se te derrite el bocho, las neuronas se te van a las rodillas, por eso te duelen (las rodillas). Van a mostrar con rigurosa documentación que los sujetos que corren tienen la masa encefálica del tamaño de una aceituna, un tamaño igual, casi igual de quienes hayan jugado a la Playstation más de cinco minutos en su vida. Los sujetos que cumplan con ambos requisitos, los que hayan corrido más de tres kilómetros alguna vez, y hayan jugado con la Playstation más de cinco minutos, serán convocados para ocupar los más importantes cargos gubernamentales. El mundo precisa absolutos imbéciles en las más altas esferas del poder, gente que bajo ningún concepto piense ni intente pensar. De lo contrario, la tierra estallaría en mil pedazos.
Dentro de cinco o diez años, vas a ver, a la gente le va a encantar lo que escribo.

10.4.12

Notas aéreas

El avión despega. Es un momento bravo. Todo potencia, superando leyes de la física, dedicándole a la gravedad una metálica indiferencia. Se dirige a un cielo repleto de atributos, las alturas de lo posible, el destino que juega al sudoku y mordisquea una birome y anota algo.
Lograda la altura, movidos los piolines del impulso, propulsado por las turbinas de lo deseado, el avión se estabiliza, allá en lo alto. Avanza, como si fuera a avanzar para siempre. Las nubes le ceden paso, se abren como cremosas nalgas. El cielo es suyo. Recto y nivelado, según la jerga.
Pero no, no es posible, no puede durar. Aunque veas el horizonte dividiendo en alguna parte el arriba del abajo, algo ha cambiado.
Es ínfimo, al principio. Casi podría ignorarse pero no se ignora, ribetes de sensación. La punta, la nariz del avión, ha bajado un par de grados. No parece relevante ni significativo, nada altera, pero ha comenzado la caída. El avión sigue adelante, va para adelante, pero también, de alguna delicada manera, va hacia abajo.
Y entonces se acelera. Se siente, no hay manera de no sentirlo. El ángulo, la pendiente, llamalo como quieras. No hay lugar para errores de interpretación. Allá abajo está lo duro, la contundencia de lo inevitable, el lugar donde todo comenzó y hacia donde el avión parece dirigirse con la fastidiosa mansedumbre del que divisa algo que ocurrirá con rango de certeza.
El avión se cae, con todo lo que eso implica. Ah, el avión sos vos.

5.4.12

Tengo mis razones

Me dijeron que el trabajo era fácil. Me dijeron ‘vos estás sin hacer nada, vos estás sin trabajo, y este trabajo es fácil’. Necesitaba plata, además. Necesitaba algo de plata. Ya le había pedido plata a todo el mundo, la gente me veía por la calle y cruzaban de vereda. Me esquivaban.
Había que pasear perros. Era un trabajo de medio día, a mí tampoco me sobraban las ganas. Había que pasar a buscar los perros, por cada departamento, a eso de las ocho de la mañana. Después te ibas al parque, con los perros. Escuchabas música, fumabas. Al mediodía devolvías los perros. Y listo, ya está, ese era el trabajo. A fin de mes te pagaban.
Era fácil, así me lo explicaron. Y no había que hablar con gente, discutir con gente, explicar, como cuando trabajaba en esa oficina. Hablar con gente es la muerte, es el infierno, es el horror de estar vivo. Hablar con gente te hace moco, te mata. Acá saludabas cuando te bajaban al perro, y te ibas. Después volvías y decías ‘chau’, o decías ‘hasta mañana’. Los perros no hablan.
Si te da un poco de vergüenza, te disfrazás. Gorrita, lentes oscuros, auriculares. O te dejás el bigote, una barba candado bien tupida, y ya está. A los tres días sos parte del paisaje, no te conoce más nadie. Sos paseador de perros, no pasa nada.
Pero no es tan fácil. Nada es tan fácil. Nunca es tan fácil. Te parece que te vas a acostumbrar, pero no te acostumbrás nunca. Te volvés loco, como mucho, en dos semanas.
Los perros, básicamente, hacen tres cosas. Pero las hacen todo el tiempo, todo el tiempo, no saben hacer otra cosa. No pueden hacer otra cosa, o no quieren. No paran.
Los perros cogen, los perros quieren coger, o tratar de coger, con otro perro, sin importar el sexo ni la raza ni el tamaño. Los perros quieren coger con una pierna, con un zapato, con un carrito de bebé, con media docena de empanadas.
Los perros cagan. Cagan y pishan. Los perros quieren cagar y pishar donde cagaron y pisharon ayer. Huelen, huelen mucho, olfatean todo el tiempo. Y cagan, tremendos soretes que te hacen dudar de los designios de Dios, el significado de la creación, cualquier clase de espiritualidad.
Los perros ladran. Ladran como si fueran pequeñas maquinarias diseñadas para ladrar. Ladran, gritan a todo el mundo su incombustible guauguau. Ladran como si estuvieran reclamando algo, como si estuvieran señalándote que algo está mal, que se viene el fin del mundo o que no pueden creer la cara de boludo que tenés o que no quieren estar ahí, con vos, nunca más. Siguen ladrando, no se cansan.
Los maté a todos, de a uno. Los até a once árboles diferentes y los fui matando de a uno. Con un martillo. Les hacía una caricia, les decía con dulzura su nombre, una última mirada a los ojos, y ñácate. Un martillazo en la cabeza, y después varios martillazos más. Se escuchaba el crujido de los cráneos al partirse, me salpicaba la sangre de un rojo muy oscuro, casi marrón, rodaba un ojo, saltaban pedazos de huesos y dientes. Pelos, pegoteados mechones de pelo por todas partes. Se escuchaban lastimeros aullidos de la más pura incomprensión, pero dos o tres martillazos más y se apagaban.
Fue el lunes por la mañana. Llovía mucho. Fui a una parte del parque que nadie usa, detrás del hospital, bastante oscuro, todo embarrado.
Los maté a todos, a martillazos, y después me fui a desayunar. Había llevado una desteñida toalla en la mochila, y una remera para cambiarme. Me lavé como pude en el baño de la estación Retiro y me tomé un micro, a San Clemente. Tengo una tía que vive allá, una tía que me crió de chico. Hacía unas sopas riquísimas, con esos fideos chiquititos. También hacía guisos. Robábamos duraznos de los árboles de un vecino, y mi tía preparaba mermelada.
Mientras tomaba el café con leche me pasó algo extraño, no me lo vas a creer. Me pareció que todavía escuchaba los ladridos, me pareció que cada perro que pasaba por la calle me observaba como si supiera lo que yo había hecho. Miradas sin la mínima pizca de comprensión, igual que toda esa gente tan horrible. Ninguno fue capaz de acercarse y preguntarme cómo me sentía, cuáles eran mis motivos, por qué me parecía que el mundo era, desde siempre, desde que podía recordar, una mierda. Nadie me preguntó qué me pasaba.