De pronto abrí los ojos. Sentí un súbito escalofrío, no sé,
como si se hubiera abierto una ventana, una contracción, un principio de
calambre en dos, no, tres dedos de mi pie derecho. El meñique, el meñique de mi
pie derecho diciéndome, gritando, con abrumadora claridad, que ya no tenía nada
que ver conmigo. Un golpe de estado de una facción de mi cuerpo. Susto,
rebeldía.
Abrí los ojos, dije, y ahí estaba. Tanto tiempo, tan temida. La parca, la muerte, como quieran llamarla. Apoyada contra el marco de la puerta, vestida apenas con una sábana blanca. Algo excedida de peso, por cierto, los pelos apuntando en todas direcciones, peinada tal vez en alguna peluquería entre el cielo y el infierno. Desprolija, como si la muerte, al llegar mi hora, hubiera decidido venir a buscarme en motocicleta. Lucía embotada y ojerosa, sus movimientos eran lentos, muy lentos, como si supiera que tenía todo el tiempo del mundo, respiraba con dificultad, con una mano sobre la panza. Algo en su mirada denotaba fastidio, la eterna tarea, ingrata quizás, repetitiva. Había bruma, también, una especie de humo, y un poco de tenue luz por encima de su cabeza, nimbando el contorno de su figura, otorgándole un aura de un desagradable y aguachento amarillo.
–No –balbuceé–, no quiero morir, todavía. Sé que me he quejado mucho por todo lo que me salió mal, por todo lo que no me salió. Sé que por lo general estoy frustrado y triste, pero me sigue gustando la vida. Quiero ver el mar otra vez, y caminar bajo la lluvia, tomar un par de whiskys alguna madrugada, cruzarme con un perro que mueva la cola. No puede ser mi momento, no.
Me salió un sollozo, y después un hipo. Me tapé los ojos con un antebrazo, lloré, lloré como un chico.
–Qué decís, Juan –era Andrea, sí, era Andrea que se había quedado a dormir–. Me siento remal del estómago. No sé para qué carajo me llevás a comer a esa cantina. Sabés que como de más, si sabés que me gusta.
Abrí los ojos, dije, y ahí estaba. Tanto tiempo, tan temida. La parca, la muerte, como quieran llamarla. Apoyada contra el marco de la puerta, vestida apenas con una sábana blanca. Algo excedida de peso, por cierto, los pelos apuntando en todas direcciones, peinada tal vez en alguna peluquería entre el cielo y el infierno. Desprolija, como si la muerte, al llegar mi hora, hubiera decidido venir a buscarme en motocicleta. Lucía embotada y ojerosa, sus movimientos eran lentos, muy lentos, como si supiera que tenía todo el tiempo del mundo, respiraba con dificultad, con una mano sobre la panza. Algo en su mirada denotaba fastidio, la eterna tarea, ingrata quizás, repetitiva. Había bruma, también, una especie de humo, y un poco de tenue luz por encima de su cabeza, nimbando el contorno de su figura, otorgándole un aura de un desagradable y aguachento amarillo.
–No –balbuceé–, no quiero morir, todavía. Sé que me he quejado mucho por todo lo que me salió mal, por todo lo que no me salió. Sé que por lo general estoy frustrado y triste, pero me sigue gustando la vida. Quiero ver el mar otra vez, y caminar bajo la lluvia, tomar un par de whiskys alguna madrugada, cruzarme con un perro que mueva la cola. No puede ser mi momento, no.
Me salió un sollozo, y después un hipo. Me tapé los ojos con un antebrazo, lloré, lloré como un chico.
–Qué decís, Juan –era Andrea, sí, era Andrea que se había quedado a dormir–. Me siento remal del estómago. No sé para qué carajo me llevás a comer a esa cantina. Sabés que como de más, si sabés que me gusta.