31.8.09

Un arco iris en mi axila derecha

Farmacia. Me dirijo directamente al fondo del local, paso por un estrecho pasillo donde venden productos para que el pelo púbico te quede lacio, productos para que los huevos te huelan a caléndulas, productos para que la piel de la vagina adquiera la textura de la cáscara de durazno, productos para que el agujero del culo te brille como si fuera de bronce, y así.
Necesito un medicamento, un medicamento en particular, una crema que me ha recetado una doctora hace mucho, pero aún recuerdo el nombre (del medicamento, no de la doctora). Tengo una extraña patología: la axila derecha se me pone roja primero, verde después, me salen puntitos naranjas y violetas, un festival de color. La doctora me explicó aquella vez, que podía ser un virus, podía ser un hongo, podía ser una bacteria. La doctora, después de haberse pasado unos buenos siete años en la facultad, no tenía la más puta idea de lo que me sucedía, y entonces me había dado una crema para comprar tiempo y esperar así que se me pasaran las manchas, que se aburrieran y se fueran, o que te pasara, a vos, al paciente, en este caso a mí, algo peor. La medicina no es mucho más que una maniobra distractiva.
Llego al mostrador. Me atiende una bioquímica petisita, de pelo recogido y un fastidio que supera su estatura. Quería ser doctora, probablemente, quería ser feliz, no pasa nada. Es joven todavía, está triste, cree que tal vez jugando al tenis se le pase, o haciendo un curso de teatro, no, mejor de fotografía.
–Buenos días, señora –digo.
–Mdía.
–Necesito Pichuleishon –el nombre de la crema no importa, no hace al corazón de la historia, no quita ni agrega. No puedo dar información tan confidencial, tan privada. Por favor, no me comprometan.
–¿Loción o crema? –consulta una computadora. Teclea con sus ínfimos dedos.
–Crema.
–¿Chica o grande?
–No sé –digo, porque no sé–. Grande.
–¿Tenés receta? –sigue mirando un monitor. El monitor es viejo, y está muy sucio. Podrían limpiarlo, con alcohol por ejemplo.
–No.
–Tenés un descuento del quince por ciento por el plan ‘Salud para todos’.
–Me parece bien. Salud para todos me parece muy bien.
–Llename esta ficha con tus datos –pone la crema en una bolsa, cierra la bolsa con un cierre hermético, una traba que garantiza que yo no me pueda poner la crema, en la axila o en los huevos, en mi trayecto hacia la caja registradora.
–¿Qué?
–Que me llenes la ficha con tus datos. El precio es treinta y siete pesos.
–No.
–¿Qué? –se da un tirón en el pelo, y una patadita. No entiende que alguien no quiera hacer lo que ella ordena.
–No, te dije. Prefiero no llenar ninguna ficha.
–¡Entonces no puedo hacerte el descuento! –da un saltito, apoyando las manos sobre el mostrador. Es bajita de verdad.
–O sea que no hay salud para todos –digo.
–¡Sí! Hay Salud para todos. Son cinco datos, nada más.
–No. La verdad que no tengo ganas de escribir nada.
–Dictame, yo lo completo –agarra la birome con sus manitas de hámster. La birome es verde, y está muy mordisqueada.
–No me entendiste. No quiero decirte quién soy, ni dónde vivo, ni mi teléfono. No quiero decirte nada.
–¡Mentime! –se ríe, cree que finalmente hemos llegado a un acuerdo– ¡Decime cualquier cosa! ¡Inventá un nombre!
–No –me pongo más serio todavía–. Yo no miento. Al menos en los temas relativos a la salud. Ahora si estuviéramos en un bar, si yo estuviera tomando un whisky, si existiera la más remota posibilidad de ir a coger, bueno, eso ya sería otra cosa.
–¡Entonces no tenés el descuento!
–O sea que sería una salud para todos, menos para los que no llenan la ficha. Entonces habría que cambiar el nombre del plan. El plan podría llamarse Salud para todos, pero a veces con descuento, y a veces sin descuento. Para simplificar, podríamos decir que el plan debería llamarse: Salud para todos los que tengan dinero. ¿Te parece?
–Sin descuento la crema te cuesta cuarenta y nueve pesos.
–Me parece bien. –Doy media vuelta, con la bolsa, con la crema en el interior de la bolsa.
–¿No querés el descuento?
–No, quiero el medicamento. No quiero el descuento, si quisiera el descuento te hubiera pedido el descuento, pero no creo que el descuento me cure, en cambio el medicamento, la crema, ya me curó una vez, así que elijo recostarme en la experiencia. El descuento es mentira, el descuento es parte de la enfermedad, el descuento jamás curó a nadie, ya estás grandecita, entendelo de una vez.

27.8.09

Mirá, mirá

Fuimos a comer. A un restaurante, un restaurante cualquiera, de barrio, una de las cantinas a las que solíamos ir, de novios.
Puse una mano sobre la jarrita de agua.
–Mirá –le dije. Cerré los ojos un instante, con mi palma sobre el recipiente, y el agua se transformó en vino. En Saint Felicien cabernet merlot, para ser más exacto. Una señora sentada en otra mesa dio un saltito hacia atrás y casi se cae de la silla.
–Mirá –le dije–. Puse una mano, la misma mano, mi mano izquierda, sobre la panera. Era una panera de plástico verde, verde clarito, con una servilleta de papel en el fondo, y miguitas, nada más que miguitas. Cerré los ojos, otra vez, con la mano dentro de la panera, los dedos extendidos, pero sin tocar la servilleta, lo que equivalía a decir que la mano quedó suspendida por un instante a unos tres centímetros de la servilleta, de las miguitas. Y aparecieron panes, panes recién horneados, crujiente pan francés, pancitos negros, pancitos redondos saborizados con cebolla, con queso, con ajo. Aparecieron demasiados panes para la panera. Rodó un pan y cayó al piso.
Vino el mozo con el pedido. Agnolottis de ricota y nuez para mí, con pesto.
–Mirá –le dije. El mozo tenía el hemisferio derecho del rostro absolutamente quemado, esas manchas de nacimiento, mitad quemadura, mitad púrpura en todas sus gamas. Costaba mirarlo. Apoyé la palma, la palma de mi mano izquierda sobre la piel calcinada de su rostro. Se hizo un silencio, pero el hombre cerró los ojos y abrazó la bandeja vacía contra su pecho. Apoyé la mano, toqué la piel, y desapareció la mancha, se alisó la piel, su rostro volvió a brillar. La chica de la caja tuvo que aferrarse al mostrador para no caerse. Los integrantes de una mesa se pusieron de pie, alguien aplaudió, cayó una cuchara. El mozo se miraba el rostro en uno de los espejos del salón, y lloraba.
–Sí, está bien –dijo ella–, pero me prometiste que ibas a cambiar el auto.

23.8.09

Solo, y mal acompañado

Me molesta la gente que habla muy fuerte en un bar o en un transporte público, con alguien en persona, o por teléfono. Me molesta la carita que ponen cuando gritan por un teléfono celular barato y pegado con cinta adhesiva, dando instrucciones para que alguien saque del freezer los ravioles para la noche pero igual no, no recuerdan si queda salsa pomarola, y lo dicen como si tuvieran la hermosa cortesía de permitir que el resto de los presentes nos enteremos que les va muy bien, que su vida está plagada de situaciones de tamaña relevancia.
Me molesta la gente que pide ‘una lágrima’, en un bar, porque es casi nada de café y, por cuantificarlo, por ponerlo en números, noventa y tres por ciento de leche, y entonces casi no se puede sentir el café, entonces significa que no están tomando nada.
Me molesta la gente que tiene paraguas y piloto y buzo antiflama y zapatos antideslizantes y jamás te cederían el carril interior de la vereda, aunque vean que vas descalzo y en musculosa, y sonríen de lo precavidos que han sido, de cómo la lluvia no los moja.
Me molesta la gente que se detiene en la calle porque hay una promoción de cualquier cosa, queso untable o bebidas energizantes o crema para fortalecer la piel del talón o la vagina, y están dispuestos a olvidar todo, incluso para qué se despertaron esa mañana o para qué bajaron a la calle, con tal de conseguir algo gratis.
Me molesta la gente que mira tu carrito del supermercado con la boca abierta y codean a su triste marido/esposa, y señalan con un dedo, y ponen una expresión, mitad fastidio, mitad odio, porque no pueden entender cómo vos comprás lo que comprás, y por qué nunca coincide con lo que ellos compran, y eso es muy molesto, eso tiene sin dudas tremendas implicancias, terribles significados.
Me molesta la gente que llega a un lugar, a una tintorería o a un hospital, y estás vos, te están atendiendo a vos, en mesa de entradas, en informes, o el japonés te está terminando de cobrar, y la persona comienza a hablar por encima de tu espalda, como si vos no estuvieras, o como si estuvieras pero aún así no contara, porque no hay nada más importante en el mundo que la propia necesidad.
Me molesta la gente que corre y mientras corre te odia porque vos sólo querés caminar, me molesta la gente que se hace un tatuaje de un caniche toy sobre la nalga derecha o se atraviesan una fosa nasal con un alfiler de gancho y creen que han hecho algo comparable a un disco de Thelonious Monk, me molesta que alguien cree que sabiendo cuánto tenés de colesterol, o si te gusta la Fanta, con eso es suficiente para saber quién sos, en qué categoría estás.
Lo que te quiero decir es que me molesta la gente, sin importar mucho el motivo.

19.8.09

La marca del whisky

Me viene a ver un amigo. Mi amigo L. A mi amigo L. lo acaba de dejar la novia. La novia de L. era lo mejor, según L., que le había pasado en la vida, la vida de L. Cuando L. conoció a su novia, uno o dos años atrás, me acuerdo que L. vino y me dijo ‘esta mina es lo mejor que me pasó en la vida’.
Ahora la novia de L. lo dejó, lo que viene a confirmar la vieja teoría que dice que lo mejor que te pasó en la vida ya te pasó, o te está pasando, mientras lo estamos diciendo, pero la naturaleza intrínseca de lo que te está pasando es que va a pasar, tiene destino de pasar o ser parte sustantiva del pasado, y cuando algo pasa a formar parte del pasado es porque entonces, al mismo tiempo, dejó de ser parte del presente, y entonces, al mismo tiempo también, uno descubre que lo que te pasó no está pasando más, lo que te pasó, por decirlo de alguna forma, ya no te pasa.
–Me dejó –dice L. y se sienta, pero no se sienta, se desmorona en el sillón esperando que el sillón lo contenga, lo anime de alguna forma, le de motivos para seguir adelante–. Me voy a suicidar, Juan.
–¿Cuándo? –Le pregunto.
–¿Eh?
–Cuándo, digo. Cuándo te vas a suicidar.
–No sé, esta noche –saca un cigarrillo, pero no tiene fuerzas para encenderlo. Cuelga el cigarrillo de sus labios, y allí permanecerá por lo que dure la charla.
–¿Cómo?
–¿Eh?
–Cómo, dije. Cómo te vas a suicidar.
–Me voy a emborrachar. Voy a tomar whisky, hasta quedar inconsciente. Y tengo pastillas, tengo un frasco lleno de pastillas, para darme un refuerzo, para estar seguro que no me voy a volver a despertar.
–¿Cuánto whisky compraste?
–No sé, debo tener una botella en casa.
–¿Qué marca es?
–¿Eh?
–Qué marca es, el whisky.
–Old Smuggler, creo. O Ballantine’s. Había un Ballantine’s que me regalaron para fin de año.
–¿Y dónde vas a estar?
–Eh. No sé.
–¿En la cocina? ¿En el comedor?
–En el comedor, en el comedor tengo la tele.
–¿Y cómo vas a hacer?
–¿Cómo voy a hacer qué?
–Cómo vas a hacer para suicidarte.
–Me voy a sentar en el comedor, después de cenar. Me voy a sentar en el comedor, en calzoncillos, a mirar la tele. Y me voy a tomar el whisky. Media botella de whisky, primero. Ahí me voy a clavar las pastillas, tengo dos cajitas de rivotril, de dos miligramos. Y voy a seguir tomando whisky, hasta quedar inconsciente.
–Y te vas a morir.
–Y me voy a morir.
–Bueno, está muy bien.
–Por qué me hacés tantas preguntas, Juan. ¿Vos creés que ella va a volver? ¿Vos creés que no tengo que matarme?
–No creo que vuelva, para decirte la verdad. Tu mina siempre me pareció una repugnante conchuda. Pero vos sos un tipo muy desprolijo. A mí me parece que para matarte deberías haber pensado un poco más la marca del whisky, qué programa de televisión vas a estar viendo, qué vas a cenar antes. A mí me parece que el problema es siempre el mismo, acá todo el mundo debería prestar un poquito más de atención a los detalles.

15.8.09

Una profunda fe

El comportamiento es por demás sencillo, cualquier mamífero mediano, cualquier animal lo entiende con inusitada rapidez, porque en verdad lo sabía de siempre, de antes.
Primero está el esfuerzo, el incordio, la mínima proeza requerida, y luego, al final, está el premio a ese ahínco, la recompensa.
Así funciona entonces, son milenarias pautas de conducta.
No hace falta insistir, pero permítanme insistir, con un ejemplo. Fijar los conceptos de unívoca manera. Cualquiera de ustedes lo ha visto infinidad de veces, por televisión al menos. Está el estanque, está la foca. Se le pide, entonces, a la foca, que proceda, que haga su pirueta, su gracia, que pase a través de un aro sostenido en el aire o que cabecee una multicolor pelota. Una vez hecho esto, el que dirige la prueba, el humano, que tiene un balde cargado por ejemplo de sardinas, le arroja, a la foca, lo que la foca quiere, una sardina. Cada uno ha cumplido con su parte del trato, y se puede continuar. Esfuerzo, recompensa, y así. Lo que acontece entonces podría ser denominado, si es que es preciso denominarlo de alguna forma, sardinear.
Acá llega la magia, lo mágico.
Voy a ver a una prostituta. Toco timbre, subo al departamento. La prostituta me recibe, me saluda. Me dice ‘mi tarifa son trescientos veinte pesos la hora’, por ejemplo. Entonces yo saco cuatrocientos pesos y se los entrego.
–Voy a buscarte el vuelto a la cocina –dice, para terminar con la parte monetaria, dejar la plata a resguardo, y proceder con el servicio. Tiene un culo importante, un culo para salir a dar una vuelta en culo y olvidarse de todo lo demás. Tacos plateados de quince centímetros, medias de red.
–No, está bien así –digo, y sonrío, apenas.
Es entonces donde hemos ingresado en un plano absolutamente diferente. Hay confianza, hay comprensión, hay un acto de fe, la lógica de esfuerzo-recompensa ha sido quebrada y eso provoca el más absoluto de los desconciertos. No se trata de ‘comela toda y después te doy alguito más de plata’. No. Es un salto al vacío, es apostar a lo bueno del otro aún en las circunstancias más abyectas.
Esto hará, volviendo al ejemplo del principio, que la foca de lo mejor de sí, que salte y se esmere como nunca, más allá del reglamento. También, puede ser, es posible, que la foca, obtenida la sardina primero, satisfecha su inquietud, opte por no hacer un carajo, presa de un indolente sopor. En ese caso no tiene solución, hay que matarla.

11.8.09

Te presento a Esteban

Ella viene a verme. Viene con su novio. Trae a su nuevo novio, o quiere presentarme a su nuevo novio, quiere que lo conozca, no es clara la situación, pero estar en situaciones no claras se ha transformado en una de mis impensadas destrezas.
–Mirá –me dice–. Te presento a Esteban.
–Hola –digo.
–Hola –dice Esteban. Es un muchacho de aproximadamente treinta años. Quizás veintiocho, quizás treinta y dos. No es ni gordo ni flaco, ni demasiado alto, ni bajito, va prolijamente peinado con raya al costado y vestido con pulcritud. Tiene un teléfono celular en una mano.
–Esteban es mejor que vos, mucho mejor que vos –dice ella.
–Sí –digo yo. No es muy difícil lograr eso.
–Esteban gana más plata que vos, tiene un buen trabajo. Es gerente.
–Sí –digo yo. Puede que Esteban sea gerente de algo, gerente de cualquier cosa, cómo saberlo.
–Esteban es más flaco que vos. Se hizo un análisis el otro día. ¿Sabés cuánto le dio el colesterol?
–No, no sé.
–Uno punto treinta y tres. ¡Uno punto treinta y tres!
–Qué bueno –digo. Pienso qué lindo sería no tener colesterol, como quien piensa qué lindo sería estar caminando por la playa, descalzo, como quien piensa en algo que queda lejos.
–Esteban tiene pelo. Tiene flequillo. Mirá.
Miro. Es verdad. Esteban tiene pelo, todo hace suponer que el pelo permanecerá sobre su cabeza por mucho tiempo más. Es como pasto, su pelo, no es verde, no, pero crece con ese vigor, esa vegetal vehemencia.
–Esteban coge mejor que vos. Coge despacio, pausado. No se agita. Cuando terminamos de coger me pregunta si la pasé bien, si quiero un vaso de agua. No tira el preservativo para ver si queda pegado contra la puerta del armario, no toma whisky de la botella.
–Entiendo –digo, porque se entiende lo que ella dice.
–Esteban es cariñoso –dice ella–. Dos o tres veces por semana aparece con bombones, o con flores. O me dice ‘te traje una sorpresa’.
–Una sorpresa –digo yo.
–¡Sí, una sorpresa! –dice ella–. Y entradas para ir al teatro, o a un recital. A Esteban le gusta salir.
–Le gusta salir –digo yo.
–Esteban hace planes conmigo –dice ella–. Armamos vacaciones juntos. Vamos a una playa, y sacamos fotos. Muchas fotos, y las tenemos en la compu. Queremos convivir. A Esteban le gustan los chicos.
–Los chicos no tienen la culpa de nada –digo yo. En lo personal prefiero los animales, me llevo mucho mejor con los animales que con las personas, pero los chicos son una gran cosa.
–No te voy a decir que es perfecto, no, nadie es perfecto –dice ella–. Si lo mirás bien tiene una expresión de tristeza en el rostro, un rictus triste.
–Debe ser cuando está con vos, nada más –digo. A mí me pasaba.

7.8.09

Me voy a morir

El doctor me dice que me voy a morir. No hay nada que hacer, los estudios son muy claros. Hay manchas que no deberían existir, hay indicadores que deberían estar bajos, y están altos, hay indicadores que deberían estar altos, y están por el piso.
–No tiene sentido operar –dice el doctor, y niega con la cabeza. Una célula muta y se manifiesta como sólo una célula es capaz de hacerlo, con esa química imprevisibilidad, algo se altera, algo se tapa, algo se corre de lugar, ya está.
–Conviene que esté calmado, tómese vacaciones, disfrute sus últimos días –dice el doctor. No importa todo lo que no hiciste, no importa todo lo que deberías hacer. Es como una mano de black jack. Te pasaste, te quedaste sin fichas, terminá el whisky y andá.
Quiero hablar, de verdad quiero decir algo, pero no tengo fuerzas. Siento que me laten las plantas de los pies en contacto con el piso, a través de mis zapatos, y no mucho más. Es un tornado. Uno se queda quieto porque no sabe por dónde empezar. Te tapa la ola, se te hace imposible respirar.
–Usted es el señor Thousand –el doctor revisa un manojo de papeles–. Juan Thousand. ¿No?
–No –digo en un hilo, un graznido, extraño mi voz–. Mi nombre es Hundred, Juan Hundred.
–Uh. Espere afuera, por favor, ya lo van a llamar.

3.8.09

O ser millonario

lo único que hace falta es
genuina desesperación.

nada de: doctor, no sé qué me pasa,
siento que la vida no tiene sentido.

pero mire qué novedad, estimado paciente.
¡eso lo sabe cualquier pelotudo!

insisto: lo único que hace falta,
lo único realmente necesario es
la desesperación.

estar desesperado es una religión, un motor,
una forma de ser, un estilo de vida.

estar desesperado es una postura filosófica,
una manera de rascarse la cabeza, una actitud
con la cual enfrentar una hecatombe nuclear o
un sándwich de queso untable, ajo y salchichón.

estar desesperado es el tic tac del reloj.
es revolver los bolsillos
y silbar esa canción.

es, incluso, grata compañía.
y una birome, please.