30.7.15

Todo lo que no sabemos


A Verónica le gustaba coger arriba.
No, arriba en la terraza no, arriba. Arriba de alguien, del compañero de turno, de la poronga más que nada. Le gustaba subirse, a Verónica, como si fuera una avezada motociclista, pero en lugar de ponerse el casco, lo que se ponía era la poronga, con un diestro movimiento de tres dedos de una mano. Adentro, adentro mi alma, y ahí sí. Salía a cabalgar, feliz amazona de la pija.
No había estudiado, quiero decir, las técnicas, no lo había conversado mucho ni era una gran consumidora de pornografía. Le bastaba, desde la adolescencia, desde jovencita, con sentarse, con tener la poronga adentro, quince o veinte centímetros de púrpura palpitante (homenaje a buk, la expresión), adentro, y dejarse llevar.
Le encantaba, a Verónica. Podía moverse despacio, muy despacio, sintiendo el deslizar de la poronga en su interior, llenando el espacio. Podía ponerse en cuclillas y prácticamente saltar, a todo vapor, como una descosida. Acelerando, acelerando, sintiendo el chicotazo adentro, haciendo rebotar sus nalgas contra muslos o abdomen, según estuviera de frente o de espaldas. Feliz, tan feliz.
Y le gustaba que la agarraran. Sí, claro, de la cintura. O las tetas, que el tipo se aferrara a sus tetas como si fueran su última esperanza, su tabla de salvación para no hundirse en el precario maremoto de la vida. Y sí, que le agarraran las nalgas, que las apretaran o que las abrieran apenas y le metieran un dedo en el culo pero no mucho, la primer falange era suficiente, esa cosquilla extra. Mientras ella saltaba o se deslizaba, iba y venía, con la poronga adentro, apoyándose sobre un peludo torso o aferrada a las manos del tipo como si fueran acróbatas. Pura alegría.
Pero por algún motivo, algo que no lograba descifrar, todo el mundo la quería coger, a ella, con ella, en cuatro patas.
Conocía a alguien, iban a cenar una o dos veces, y había que ir a coger, porque sí, porque para la mujer la pija es destino, porque de eso se trataba la vida. Y empezaban a besarse o la empezaban a desvestir, y el hombre la llevaba a la cama, o sobre un sillón, o en el piso, la ponía de espaldas. En cuatro, como se suele decir, para ser riguroso desde lo técnico, desde lo antrompométrico.
Y coger en cuatro patas estaba bien, pensaba Verónica, era una satisfactoria experiencia, pero no era lo mismo. Ella quería estar arriba, sentir cómo se raspaba el clítoris contra la superficie del hombre ahí abajo, su vello púbico (el de ella) cortado casi al ras, una delicia.
Y Verónica se dejaba hacer, qué remedio, se dejaba coger en cuatro patas por entusiastas muchachos o canosos caballeros mientras anhelaba con todo su ser que el hombre, cansado de bombear, se echara a un costado, se dejara caer boca arriba, para entonces aprovechar y poder subirse aunque fuera un ratito, ponerse encima. Coger arriba.
Se prometió, Verónica, se hizo una solemne promesa delante de un vaso de vino blanco, barato y dulzón. El primer hombre que la quisiera coger, de entrada, de una, estando abajo, o sea, con ella encima. Ese sería su príncipe quizás más morado que azul, con ese se quedaría.
Y entonces la conocí yo. Que estaba arrasado por diez o quince años de microcentro, triste, con sobrepeso por supuesto, como siempre. Con espina bífida que me provocaba un dolor muy agudo, como si se me anestesiara la parte de atrás de los muslos, se me iba la fuerza de las piernas, mientras sentía como si me atravesaran la cintura con una aguja de tejer. Horrible.
Así que cuando la acompañé a la casa después de cenar y me preguntó si yo quería subir a tomar algo, bueno, al ratito, después de besarnos y hablar un par de idioteces, me tiré en la cama. Me dejé caer porque el dolor me estaba matando y no sabía cómo decirle que iba a necesitar que me llamara una ambulancia. Un analgésico inyectable y cuarenta y ocho horas de reposo. Que me disculpara, mejor lo dejábamos para otro día.
Verónica me bajó los pantalones, y se subió, rápida, dispuesta. Mientras yo rezaba por no quedar parapléjico de por vida, y porque el dolor no fuera tan agudo como para anularme por completo el deseo y matara la erección. Qué vergüenza sería.
Así cogimos. Verónica se pegó un par de descomunales acabadas mientras yo me quedaba quieto, muy quieto, con los ojos cerrados.
Te cuento todo esto para que veas que Verónica no me eligió por mi inteligencia ni por mi sentido del humor, mucho menos mis literarias capacidades. Mi particular y único modo de ver la vida.

24.7.15

De entre las cenizas


Vas y elegís una avenida. Lo podés hacer en la avenida Corrientes, perfectamente, sobre todo de mañana. Lo podés hacer sobre Cabildo, sobre Libertador, sobre Rivadavia, sobre Independencia. A la tarde, a eso de las cinco de la tarde, lo podés hacer en la avenida Córdoba, o en Alem de la mano que vuelve. Elegí una avenida, cualquiera.
Esperás que el semáforo esté en rojo, paran los autos. Vos estás en la esquina y esperás. Uno o dos minutos, vos esperás.
Entonces caminás, como si fueras a cruzar, como si quisieras llegar al otro lado de la avenida.
Pero. Te parás. Al llegar a la mitad de la avenida, te parás. Te parás, y hacés un cuarto de giro, para quedar de espaldas al tráfico.
Sacás un paquete de cigarrillos, un paquete de cigarrillos que compraste previamente y que tenías guardado en un bolsillo. Un paquete de cigarrillos que compraste, antes de guardarlo, claro, así funciona el hilo del tiempo. Sacás un encendedor, de otro bolsillo, o del mismo bolsillo.
Y te prendés un cigarrillo.
A esta altura escuchás que te pasan automóviles, demasiado cerca, por al lado. Escuchás frenazos, bocinas. Insultos, sobre todo. Muchos insultos que hacen referencia a tus preferencias sexuales, a determinadas antropométricas características de la vagina de tu madre. Todo tipo de insultos que se refieren a tal o cual suerte de retardo del que vos serías indubitable portador. Puede que recibas un par de escupidas, o que te arrojen algún objeto dotado de cierto nivel de contundencia.
Lo que tenés que hacer es nada. Fumar, fumar el cigarrillo que acabás de encender. No contestás nada, no mirás a nadie. Fumás, de pie, como si estuvieras frente al mar. El mar, en este caso, está hecho de miles y miles de automóviles que siguen su camino hacia ninguna parte, su inútil derrotero hacia la nada más gris.
Das unas pitadas, tratando de generar una ceniza, la primer ceniza del cigarrillo. Al ratito nomás corta el semáforo. El semáforo se vuelve a poner en rojo y las bocinas (y las puteadas) dejan de sonar.
Entonces terminás de cruzar la calle, vas hasta la otra orilla, por decirlo de algún modo. El experimento ha concluido. Vas y seguís con tu vida. Podés terminar el cigarrillo, lo podés tirar.
La experiencia, lo que hiciste, equivale en cuanto a fortalecimiento de la personalidad, equivale entonces, decía, a tirarte en paracaídas desde nueve mil metros de altura, a nadar con tiburones-tigre en mares del Caribe, y a once años de psicoanálisis dos veces por semana. Todo junto.
Algo hace click y tu vida mejora de sustancial manera. Si te atropella un auto también está muy bien, igual no dabas más.

18.7.15

Claro que me duele


Lo normal, lo de siempre. Mónica me dijo ‘tenemos que hablar’, y tenemos que hablar, para una mujer que por lo general no para de hablar, sólo podía significar una cosa.
Vivíamos juntos hacía unos cinco meses, más o menos. Ella estudiaba diseño o arquitectura, algo del estilo. Veíamos televisión, cogíamos, ella sabía cocinar, milanesas con puré. No sé, tampoco me parecía que hubiera mucho más para pedirle a la vida. Yo me había venido grande, pensar en torcer el destino es algo que se te ocurre cuando tenés menos de treinta. Lo que viene después es buscar que la realidad sea más o menos amable con vos. Lo que equivale a decir que no te pase por encima como un Flechabus de dos pisos. Una pacífica coexistencia con el horror de estar vivos, así podríamos denominarlo.
Ella salía del psicólogo a las siete, por Recoleta. Le dije que la esperaba en La Biela.
Entré, me senté. Estábamos en Agosto, hacía frío.
Me pedí un francés tostado de crudo y manteca, y una cerveza de tres cuartos. Me puse a mirar por la ventana. Uno de los mejores árboles de Buenos Aires, los turistas que pasaban, se hacía de noche.
Llegó, Mónica. Apurada, nerviosa, dejó sus carpetas, su mochila.
–Bueno –dijo–. Lo que te quería decir es que estuve pensando, y me gustaría que nos separemos.
No dije nada. Mordí el sándwich. La combinación de jamón crudo y manteca, crujiente el pan, exquisito.
–No estamos bien, Juan –se sacó el pelo de la cara–. Necesito estar sola por un tiempo, ver qué me pasa. No sé, quiero hacer un viaje. Ir a ver a mi hermana a Barcelona.
–Bueno –dije. Tomé un trago de cerveza. Estaba fría, pero no tan fría. Tan exacta, tan perfecta.
–Me voy a volver a lo de mis viejos –dijo Mónica. Tenía los puños apretados, sobre la mesa–. El fin de semana voy a pedirle a mi hermano que me acompañe con el auto, así me llevo mis cosas.
–Sí, claro –dije–. Por supuesto.
–Me quiero llevar la licuadora –miró, buscando a un mozo, pero los mozos de La Biela si no te conocen no te dan bola, te hacen sentir que sos una pila sulfatada, un pedacito de mugre, una minúscula partícula de soretito universal. No mereces estar sentado ahí ni por lo que dura un instante disfrutando de toda esa belleza, esa esquina tan maravillosa–. Acordate que me la regalaron para mi cumpleaños. A mí en el desayuno me gusta hacerme licuados de frutas. Y el televisor chiquito. Lo pagamos a medias, te compro tu parte.
–Llevate el grande si querés –mordí, mastiqué–. Llevate lo que precises, no hay problemas.
–No sé, Juan –levantó la mano, el mozo siguió de largo–. Me parece que peleamos mucho, discutimos. Yo necesito mi espacio, mis momentos para estar con mis amigas.
–Está muy bien –dije–. Avisame si venís el fin de semana, porque me invitaron a Pilar a un asado, capaz que me quedo a dormir allá.
–Tengo la llave, todavía –dijo ella, me miró feo.
–No, ya sé, yo por si necesitás ayuda para bajar algo. Vení cuando quieras, llevate lo que quieras. Menos mis trajes, por favor. Los necesito para ir a trabajar –Se hizo un silencio, como si no entendiera–. Es un chiste, pichona.
Llamé al mozo. Vino. Ella pidió una Coca Light, con limón. Miró su teléfono celular, contestó un mensajito. Sostenía el teléfono muy cerca de la cara, dejando en claro que lo que pasaba, en el teléfono, era importante.
–¿No me vas a preguntar nada? –Revisó los bolsillos de su abrigo buscando algo, quizás un papelito con una anotación, quizás una pastilla, tomaba algo para la tiroides.
–No.
–No te preocupa demasiado que me vaya, parece –dijo–. No se te ve destrozado ni nada parecido.
–Me duele, claro que me duele –dije, me serví más cerveza. Tomé, de un trago, medio vaso–. Pero voy a salir adelante. Quiero decir, son cosas que pasan, la vida.
–La verdad que no sé –probó su Coca Light, un sorbito–. Pensé que te iba a hacer moco. Pero si no te pasa nada, bueno, no es lo mismo. Es como que dejarte tiene menos gracia. No es tan entretenido.
–Entiendo –dije.
–No estoy tan segura, la verdad –dijo–. Me parece que si no me voy, si me quedo, puede ser mejor. Quedándome te hago mucho más daño.
–Eso seguro –dije. Le hice una seña al mozo, pidiéndole la cuenta. Con un índice y un pulgar apenas tocándose en el aire, como si escribiera, en el aire, con una imaginaria birome hecha de nada.
–No sé, quizás todavía no sea el momento de irme –dijo–. Quizás convenga que me quede un tiempo.

12.7.15

El cocodrilo Jimmy


Estoy mirando la televisión. Están en un zoológico, en Tailandia. Multitud de curiosos.
Hay un mago, un faquir, no sé cómo llamarlo. El tipo es conocido en todo el mundo. Replica las pruebas del genial Houdini. Lo meten en un cubo repleto de agua, atado con esposas, con cadenas. O lo entierran vivo. El tipo ha hecho los más variados trucos de magia, de ilusionismo. Lo cuelgan con unos ganchos atravesándole la piel de la espalda, y lo levanta un helicóptero por el aire. Camina sobre el agua frente a un lujoso hotel de La Vegas. Resiste casi diez minutos, desnudo, metido en agua helada, en el mismísimo polo norte. Y así.
En esta oportunidad, lo que va a hacer es meter la cabeza, su cabeza, en la boca de un cocodrilo.
Para eso se ha desplazado, junto con su equipo de filmación, hasta el principal zoológico de Tailandia. Debe ser por fines publicitarios también, desde ya. Están en la jaula, aunque no es una jaula en el sentido estricto, es un enorme pantano, con agua semipodrida, con pasto también, se intenta replicar las condiciones del hábitat natural de los terribles cocodrilos.
El hombre ha explicado a las cámaras que con el poder de la mente, logrará controlar el atribulado y no menos ancestral cerebro del cocodrilo. Logrará poner la cabeza entre las fauces abiertas de la milenaria criatura, y la bestia no lo lastimará. No lo morderá. Dominará la situación, él, así lo ha dicho, con el poder de su mente.
Comienza la prueba, se pide silencio. Entre cinco asistentes, lugareños todos, logran inmovilizar al cocodrilo. Es un cocodrilo corpulento, de más de tres metros de largo. El cocodrilo se llama ‘Jimmy’.
Otro asistente más procede a abrir las fauces del cocodrilo, que parecen tener cuatro filas de reforzados dientes. La cámara enfoca el interior de esa boca que nos conduce al centro mismo de la tierra, al origen del universo. Es como cuando mirás de cerca una vagina bien abierta y en un momento lo que estás mirando deja de ser lo que estás mirando, se transforma en la enigmática materia prima de la naturaleza.
El faquir, el mago, mira fijo a los ojos del cocodrilo. De algún modo lo domina.
Luego se arrodilla, se pone de perfil. Y mete la cabeza, de costado, de frente a las cámaras. Como si estuviera apoyando la cabeza sobre una almohada. Dentro de la boca del animal.
Se hace un silencio, una gélida pausa hecha de pura expectación.
–¡Chac!
Algo ha salido mal. El cocodrilo muerde. Luchan los asistentes para obligarlo a soltar, a abrir la boca. Pero no pueden. Uno le da palazos sobre el lomo. Otro intenta introducir algo en la boca del animal, para poder hacer palanca. Alguien viene con un matafuego. Se escuchan gritos, desgarradores gritos del faquir, del mago. Grita la multitud también. Nadie sabe qué hacer. Alguien decide correr la cámara, alejarla, para que no se vea en primer plano el ensangrentado rostro que está siendo, literalmente, destrozado por los aplicados dientes del animal. El cráneo va cediendo como un pan de manteca bajo los efectos de una prensa manual.
Descubro, con sorpresa, que he lanzado una corta carcajada. Aplaudo, dos o tres veces. Estoy de pie.
Es tan importante que si no parás de romper las pelotas algo te salga mal, que las cosas se te compliquen, es tan importante. Pienso que deberían pasar el video en las escuelas primarias, que los chicos lo vean.

6.7.15

El tema de la sangre


Lo había desconcertado, a Gustavo, el pedido. Lo tomó por sorpresa. Uno de los socios del estudio le había pedido si podía ir a dar sangre.
–¿Eh? –Fue la respuesta de Gustavo. Creyó que había entendido mal. Que el tipo le había dicho algo, una frase, con la palabra ‘hambre’.
Pero no, era sangre nomás. Tenía un hijito, el hombre. Había que operarlo, y necesitaba dadores de sangre.
Pensó en comer algo, Gustavo, en prepararse algo para cenar. Pero mejor darse un baño, primero. Había estado corriendo como un loco todo el día con el caso Rozemblit. Si salía bien de la audiencia, era un click en su carrera. El gran salto que tanto había buscado.
Mientras se llenaba la bañera, se desvistió. Chequeó los mensajes del contestador, bajó unos ravioles del freezer. Preparó la ropa para el día siguiente, prendió la computadora para terminar de corregir un escrito.
Un pensamiento cruzó su mente. Le había dicho, su socio, que para ir a dar sangre podía pasar bien temprano por el Hospital Alemán. En ayunas.
¿Cuánta gente podía llegar a pedirle sangre?
Se rascó la cabeza, dudó.
Estaban sus dos hijos, Ignacio y Facundo, aunque no vivieran con él, aunque estuviera divorciado. Y Cecilia, habían sido felices juntos, aunque después todo se hubiera ido a la mismísima mierda. Al carajo profundo.
Estaba su madre desde ya, si llegara a necesitar sangre. Estaba su hermana, los hijos de su hermana, buenos chicos, cómo no darles. Estaba su primo Alan, con quien habían sido compinches a lo largo de toda la adolescencia. Su amigo Juan Carlos, tantas anécdotas compartidas durante la universidad, y su señora que siempre lo había tratado tan bien.
Estaba un tío ya mayor, que una vez le había comprado una bicicleta cuando él era muy chico, claro que sí. Y la vecina del octavo, siempre tan correcta, tan amable.
Tanta gente para tener en cuenta, tanta gente que podía llegar a necesitar sangre. Su sangre. Por un momento le resultó, la idea, perturbadora, acuciante.
¿Alcanzaría su sangre para todos? ¿Y en qué orden? ¿Según la fueran necesitando, según se la fueran pidiendo, o por orden de importancia del vínculo? Qué tema.
Se metió en la bañera ya llena con agua bien caliente, Gustavo. Y se cortó las venas con un cuchillo corto victorinox 72123, hecho en acero forjado, especialmente diseñado para filetear pescado. El agua se fue tiñendo de rojo mientras él cerraba los ojos, se dormía.