30.8.08

Podía funcionar

Entro a una pinturería. Tras asesorarme un poco, ya que no domino el tema, y mientras no domino el tema aprovecho para descubrir que no domino prácticamente ningún tema, compro dos latas de pintura verde, de veinte litros cada una. Me explica un vendedor harto de la pintura más que de ninguna cosa en este mundo, que es la mejor pintura. Por sus atributos, dice, por sus propiedades, también dice. A su pesar me ha preguntado qué voy a pintar, y yo he respondido con evasivas, fácilmente confundibles con la imbecilidad de un cliente habitual.
Aquí comienza la parte entretenida. Le cuento al vendedor mi plan, que no es aceptado ni creído y genera solamente una burlona sonrisa, hasta que exhibo el dinero que estoy dispuesto a pagar.
–Necesitamos dos personas –digo–. Son cien pesos por cabeza –digo–. Son, como mucho, cinco minutos –digo. Y no digo nada más. Pero estoy serio, he pagado la pintura más cara que se vende en ese local, y he dejado doscientos pesos sobre el mostrador, por un instante, para que el vendedor los huela.
El vendedor es un muchacho joven, pálido hasta la exasperación, con un acné virulento sobre su mejilla derecha, como si se la hubiera orinado una rata, provocándole una reacción cutánea que no se irá jamás. El muchacho sabe que tendrá que vivir con su mejilla derecha, tendrá que vivir con eso, y entonces le parece que el resto del mundo, incluida mi persona, se ha vuelto una conspiración poco entretenida.
–Esperame afuera del local –me dice.
Tomo las dos latas de pintura y salgo. La pintura pesa una enormidad.
–Pará –me dice. Al parecer, el otro empleado le ha dicho que no, que yo estoy loco, que prefiere quedarse cuidando su trabajo, la caja, cualquiera haya sido la orden que le dejó el dueño del local.
Pero el empleado pálido tiene un amigo que trabaja en el kiosco, a mitad de cuadra.
–Es un ida y vuelta –me dice, y sale al trote.
Lo ha convencido. Vuelven los dos. El otro muchacho mantiene una prudente distancia de mi persona, como si le fuera a pegar. Tiene una risita nerviosa, como una especie de corto graznido, y mira todo el tiempo en dirección al kiosco. Quiere irse, pero quiere el dinero.
–Bueno, necesitamos una silla –digo. Porque soy alto, y es preciso que los sujetos estén más altos que yo.
–Mejor un banquito –dice el pálido.
–Sí, un banquito, dale –dice el chico del kiosco, y grazna otra vez.
El pálido vuelve con un banquito de madera. Así que me siento, coloco los antebrazos sobre las rodillas, cierro los ojos.
–Bueno, muchachos. Vamos.
Los chicos abren las latas de pintura. Se colocan uno a cada lado, y comienzan a verter la pintura verde sobre mi cabeza. La pintura es espesa, y al principio cae a borbotones. Cae sobre mi cara y mis hombros y mi ropa, cae y sigue cayendo y el olor es penetrante mientras se forma un charco verde a mis pies.
Algunas personas se detienen a mirar, otras apuran el paso, temerosas de recibir una salpicadura.
–Falta poco, ya terminamos –oigo que dice el pálido.
La operación debe haber durado un minuto, un minuto y medio.
–Ya está –dice el chico del kiosco–. Después me das la plata –y se va.
–Necesito el banquito –me dice el pálido. Así que me pongo de pie y abro los ojos. El muchacho toma el banquito y se va también. Le he dejado la plata sobre el mostrador, antes de salir.
Y me quedo de pie, recordando que de chico, cuando me llevaban a una plaza, yo elegía la hamaca verde, porque el verde me transmitía una particular sensación de felicidad.
Y me quedo de pie, como dije, esperando sentir algo parecido.

27.8.08

Si hubieras mirado National Geographic

Si se acerca uno a un elefante y le da un tirón en la trompa, con la máxima fuerza de la que uno sea capaz, y luego le dice ‘era una joda, era un chiste’, es casi seguro que el elefante intente embestir al agresor a la manera característica de los elefantes, bajando la cabeza, buscando el topetazo.
Si le sirve uno a una jirafa un fuentón, pongamos de las proporciones de una bañera, de sopa fría, con unos escasos fideos, poca sal, es probable que la jirafa mueva de un lado a otro su interminable cuello, exhiba los dientes en lo que sea el sucedáneo de una mueca, y se niegue a aceptar que eso sea su alimento, su comida.
Si se arroja uno sobre un cocodrilo e intenta ponerle, sujetando con fuerza, primero, con el afán de guiarlo, una pata delantera, dentro de una manga de un pulóver color borravino de lana gruesa, cuello alto, un día de más de veinticinco grados de temperatura, el cocodrilo, seguro, te morderá.
Lo que me llama la atención es por qué creíste que yo iba a soportarlo, querida.

24.8.08

Religiones alternativas

Bajo a caminar.
Es temprano, hace frío. La ciudad todavía no se ha despertado, y ahí está su encanto. Los árboles sisean alguna canción. La luna se ha rebelado, se niega a reconocer que ha empezado el día. Capricho de luna.
–¡Juan! –Mi nombre es Hundred, Juan Hundred.
Miro a mi interlocutor. Frente a mí, un hombre delgado, con un torso demasiado estrecho para albergar un corazón. Va vestido todo de celeste, shorts y musculosa a pesar del frío, o peor aún, de turquesa.
–¡Juan, qué hacés por acá! –el monocromo es un defecto de carácter inadmisible.
–Camino –contesto. Cómo me molesta ser redundante.
–Ya veo –dice con una sonrisa de suficiencia. Porque mi interlocutor, a quien conozco de algún pliegue del barro de mi pasado, no camina, no. El corre.
Se ha detenido para saludarme, pero no se ha detenido. Corre en el lugar, a mi lado. Echa humito por la boca, a pesar de los shorts y la musculosa, usa guantes de lana. Exuda salud.
–Bueno –digo. Yo no puedo caminar en el lugar, y deseo seguir caminando. Tengo cosas que pensar: qué quería ser, de chico, cuando fuera grande, qué soy, de grande, cómo llegué hasta aquí, qué salió mal, en qué momento me perdí en el camino, esas cosas.
–¿Por qué caminás? –He retomado, con lentitud, con una sonrisa, mi marcha, él trota a mi lado sin haber sido invitado a acompañarme–. ¿Por qué no corrés?
–No quiero correr –le digo–. Quiero caminar.
–Pero correr hace bien –se da un tímido golpe de puño sobre su escuálido pecho–. Yo corro once kilómetros por día, todos los días. Y los fines de semana, el doble.
–Te felicito –digo.
–Correr es lo más sano que hay –dice.
–La salud es un atributo ambiguo –digo–. En exceso sobrevalorado.
–Corrés y bajás la pancita –en un rapto de locura, me ha apoyado, por lo que dura un instante, una palma enguantada sobre mi abdomen. Lo miro, de costado, y retira su mano de inmediato.
–¿Cuánto whisky sos capaz de tomar de una sentada? –Le pregunto.
–Eeeh… No, yo no tomo –dice–. El alcohol es malísimo. Tampoco como carne, soy vegetariano. Y tampoco como quesos ni lácteos.
–¿Y qué comés, milanesas de durlock? –Acelero el paso, pero no hay forma de escapar. Soy un sujeto esforzándose por caminar rápido, acompañado por un sujeto esforzándose en trotar despacio.
–El otro día me hice mi chequeo médico trimestral –sonríe–. Tengo el colesterol total en 1.43. El médico me dijo que tengo las arterias de un pibe de veinte años.
–¿Cuántos polvos te echás? En una sesión de sexo. Una noche, cinco horas, digamos.
–Mirá, Juan. Vos sabés que yo estoy casado hace trece años con Martita.
No digo nada.
–Tenemos una vida sexual muy plena, excelente. Claro que la pasión se va transformando en amistad, en compañerismo, es como si la otra persona pasara a ser parte de uno mismo.
No digo nada.
–Nosotros los domingos a la mañana cogemos, nuestro buen polvote nos echamos. Acepté coger a la mañana porque los domingos salgo a correr después de la siesta. Y coger te quita piernas.
–Entiendo –digo.
–Coger, pasada cierta edad, no es tan importante, Juan –dice.
Sigo caminando. Ha comenzado a llover. Es una fina garúa que me pincha la cara.
–¿Cuándo fue la última vez que leíste?
–No entiendo –se ríe.
–Que leíste un libro. Una novela.
–No tengo tiempo, no leo mucho. Además están los expedientes que te exigen mucha atención. Pero trato de ir al cine. Deberías correr, Juan.
–Bueno, lo voy a pensar –le digo–. Si me decido, te aviso.
–Llamame, Juan. ¿Tenés mi teléfono?
–Creo que no, pero te llamo y te lo pido.
–Vas a ver lo bien que te hace. Correr te cambia la vida. Yo, si no corro mis once kilómetros, no puedo empezar el día.
–Como una droga.
–¡Sí! –está encantado con la idea–. Como la mejor droga.
–Qué bárbaro –le digo, y cruzo la avenida con las manos en los bolsillos, apuro el paso porque vienen autos.

21.8.08

Asimétrico

Parece mentira, da pena saberlo. Y lo sé, claro que lo sé, no es un descubrimiento para dar saltitos, ni andar festejando.
El amor es una mercancía perecedera. Como un exquisito manjar, como una exótica planta, exige infinidad de cuidados. Pero se termina pudriendo, el amor. Adquiere un amarronado triste, pierde su brillo. Agarra mal olor. Y ahí queda, todo ese esfuerzo prodigado, como un maniquí arrojado desde un piso treinta y tres, abrazado al pavimento de una avenida cualquiera.
En cambio el odio es mucho más resistente y duradero. Como un perro callejero que aprendió a vivir de las sobras, de los restos, y no espera caricias ni atenciones. Uno se lo cruzará a la vuelta de la esquina tres, cinco años después, y no queda menos que sorprenderse ante la inmutabilidad, la misma mancha de sarna, los dientes amarillos, la mirada famélica.

18.8.08

No va a ser fácil

Y cumplirás roles, claro que cumplirás roles. Subirás por la escalera mecánica de los roles, no es negociable, carecerá de importancia si estás o no de acuerdo. No tiene nada que ver con la voluntad, manda la inercia.
Y aprenderás a vivir de los intersticios. De esa media hora juntos, de ese paseo de madrugada, de ese whisky, de la vez que te toqué, de esas dos páginas que leíste, de ese cigarrillo.
Mientras tanto serás madre o gerente, doctora, profesor, tío. Y en cada esquina que te detengas esperando que cambie el semáforo, los días de lluvia oirás cómo las alcantarillas devoran el agua, con qué indiferente apetito. Y te dará frío.

15.8.08

Tristeza de rottweiler

Hay en mi barrio un rottweiler que tiene un problema. Es un rottweiler bueno, es un rottweiler que quiere afecto. Pero en cuanto pone una pata en la calle, comienzan las complicaciones. Las señoras con sus bolsas repletas de naranjas y acelga gritan, se quejan, reclaman correas y bozales, algo de protección ante la bestia. Los otros perros muestran los dientes, intentando vender cara la inevitable derrota, o se limitan a darse vuelta y exhibir el ano, en la más plena de las sumisiones. Pero nadie le ladra, nadie quiere olfatearlo a él. Y todas las caricias son para los cockers y los caniches y los pekineses, para perros sin su personalidad ni sus sentimientos, perros que parecen destinados a recibir afecto por el tamaño de sus orejas o su mirada bobalicona, perros que no deberán esforzarse jamás para ser alzados, para recibir palmadas en el lomo, pellizcos en un cachete.
Hay un rottweiler en mi barrio que baja a la calle con su expresión tristona y su andar cansino, porque sabe que todos se asustarán de él, un rottweiler que comprende como nadie aquello que le dijeron a Marilyn Monroe alguna vez, sobre que su belleza era demasiado específica y eso la limitaba para otro tipo de papeles (que la gente se calentaba con sus curvas, que no podía hacer de madre o de tía en una película, que no insistiera).
Y el rottweiler de mi barrio cada tanto muerde, muestra los dientes, amenaza con causar una tragedia, pero lo hace sin convicción, simplemente porque sabe que eso es exactamente lo que se espera que haga.
Esta mañana cuando me lo crucé, no pude resistir la tentación de acariciarlo, y pareció por un instante que iba a arrancarme el brazo de un mordisco. Después giró la cabeza, para que no lo viera llorar.

12.8.08

Santuario

Me llamó un par de años después de haber fracasado por última vez. La escuché alegre, con proyectos, la invité a cenar. Tomamos vino, recordamos algún episodio compartido, algún médano de alguna playa que tapó lo que fuimos. Después de cenar, advertimos que el piloto del calefón de la pasión todavía no se había apagado. La invité a mi casa, con improvisado pudor dijo que bueno, miró un inexistente reloj sobre su huesuda muñeca, dijo que claro, dijo que sí.
Pasado algún fuego, se puso de pie, al costado de la cama, con las manos en la cintura, y comenzó a insultarme, arrojó un zapato, hizo estallar una copa de vino contra el piso, gritó con el odio más puro que tenía y siguió quejándose un rato, repasando su vida, balbuceando incoherencias, mientras se vestía.
Le señalé, sin mucho entusiasmo, lo extraño de su comportamiento.
–No hace falta que terminemos la noche así.
–La comida estuvo exquisita, la conversación fantástica, y el sexo excelente -masculló-, pero el psicólogo me cobra una fortuna. Así que prefiero darme todos los gustos acá.

9.8.08

Carambeishon

Los niños reciben, desde el principio, desde el comienzo, un complicado mensaje. El mensaje es: hacé lo mejor que puedas.
Esa épica de la exigencia astutamente recubierta con el papel metalizado del amor los perseguirá hasta bien entrada la edad adulta, hasta que el fracaso sea demasiado evidente. Hasta que, incluso para el meteorólogo aficionado, no queden dudas que está lloviendo.
No menos cierto resulta que, si se les hubiera dicho que hicieran, no lo mejor que puedan, sino lo que puedan (sí, sí, claro, o lo que quieran, como te resulte más cómodo), entonces la inmensa mayoría no hubiera hecho nada.
Debemos decidir, si preferimos una multitud de frustrados, o una legión de inútiles.
Pero vos sos muy linda, eh. No vas a tener problemas.

6.8.08

Una fractura

Un sobrino mío se rompe una pierna. Jugando al fútbol, o jugando en un recreo, jugando a algo. Así que nos vamos al hospital mientras el chico logra dejar de gritar, y pasa a un apagado sollozo.
Quisiera que no sufra, quisiera que no le duela, pero es precisamente ante el dolor cuando descubrimos la exasperante insularidad de las personas. Ante el dolor descubrimos lo iguales que somos, lo lejos que estamos, y eso es casi más triste que el dolor mismo.
El médico que nos atiende es un imbécil demasiado satisfecho de su estetoscopio como para poder ayudar a alguien. Alguna noche de estas será asaltado por tres chicos de quince años que aspiran pegamento y quieren un automóvil y tienen la noción del bien y el mal algo difusa, entonces nuestro calvo doctor comprenderá, como cualquier superhéroe sabe, que hay determinadas circunstancias donde dejan de funcionar los propios poderes. Tristeza de superhéroe, un buen título para mi próximo libro de poemas.
Nos hacen esperar en un pasillo, sin que el doctor se haya dignado a transmitir una palabra de aliento a mi sobrino. Y eso es lo peor. Lo que nos pasa, nos pasa, siempre nos pasa, y queremos que alguien nos diga que no es tan grave, que alguien nos diga que va a andar todo bien, que alguien nos de una palmada en el hombro, que alguien nos insufle una molécula de esperanza.
Entonces mi sobrino, en ese pasillo húmedo y descascarado, logra sobreponerse al dolor y la consternación, la angustia y la tristeza, y me mira. Estamos de la mano.
–¿Por qué a mí? –dice, es todo lo que tiene para decir mientras espera ser enyesado, porque está demasiado aturdido para decir nada más.
Y a mí me parece que es la primera vez que se hace esta pregunta, que ya nada volverá a ser como antes.

3.8.08

21%

si el setenta y nueve por ciento de los viajes
son las fotos
entonces
no quiero viajar.
si el setenta y nueve por ciento del amor
son los recuerdos
entonces
prefiero viajar.
si el setenta y nueve por ciento de estar vivo
es estar muerto
entonces
prefiero enamorarme.
si el setenta y nueve por ciento de ser yo
consiste en no ser ninguno
de todos los demás
entonces
prefiero este sánguche de mortadela,
ajo
y mucho casancrem.

*el casancrem es un queso untable de venta libre en la república argentina.