30.8.13

El otro chakra


         Habíamos ido a ver al gurú. Estaba todo el mundo, desde hacía unos años, con eso de respirar. Alguien se había dado cuenta que en el occidente capitalista civilizado se vivía para el reculo, la gente estaba angustiada, triste, trastornada en general. Alguien había dicho que la solución estaba en respirar, en volver a respirar. Las actividades espirituales, como cualquier otra, están sujetas a las modas. En el fondo es siempre lo mismo, el repackageo de cosas descubiertas o inventadas hace más de tres mil años. Todos necesitamos creer en algo, no damos más.
         El asunto es que fuimos a ver al gurú, porque el gurú venía de visita a la Argentina y daba una serie de charlas en La Rural. Me invitó mi amiga Belén, que había hecho el curso y decía que el curso le había cambiado la vida. Antes del curso, con Belén, cogíamos una vez por semana. Después de hacer el curso, Belén no había querido coger más conmigo. Así que supongo que el curso me había cambiado la vida a mí también.
         Belén tenía entradas y me invitó. Fuimos el viernes a las nueve de la mañana. Calculo que debía haber como siete mil personas, una cosa descomunal.
         Entró, el gurú, parecía un Cristo chiquitito, un Cristo tamaño small, la gente aplaudía a rabiar. Habló, dijo un par de incoherencias, con una vocecita similar al graznido de un ave. Dijo que somos puntitos de conciencia y que Dios es amor. Después dijo algo sobre tomar menos Coca Cola y no comer carne. Dijo que si comés carne te entra al cuerpo la tristeza que tuvo el animal antes de morir. Después pasaron un video donde había gente respirando, haciendo los ejercicios de respiración en una prisión en Sri Lanka. Los presos, entrevistados después del curso, decían que se habían vuelto buenos. Que no tenían ganas de violar, ni de drogarse. No, tampoco tenían ganas de volver a matar, ni de trabajar.
         Había buena energía. La gente se miraba y se sonreía sin motivo. Yo recordaba haber ido, hacía muchos años, a un recital de Attaque 77, y la gente no había resultado ni la mitad de amable. Alguien había tirado en esa oportunidad un botellazo, alguien, mientras saltábamos y cantábamos alguna absurda canción, me había querido robar la billetera.
         Para terminar, dijo la presentadora, mientras el gurú miraba hacia los costados como si tuviera ganas de salir corriendo, como si estuviera apurado por irse a defecar. Para terminar, dijo la presentadora, el gurú, traductor mediante, iba a contestar algunas pocas preguntas. Era tradición en la India, que el gurú accediera a contestar a quienes lo visitaran sobre los temas más diversos. En eso consistía un ‘Satsang’.
         El asunto es que se me había dormido un pie, por estar sentado con las piernas cruzadas, no había sillas ni nada que se le parezca, y justo me paré. Para estirar las piernas, me puse de pie, y entonces se me acercó una chica y me pasó un micrófono.
         Raro, se sorprendieron todos, porque había discípulos sentados en las primeras filas, y ya debía estar más o menos arreglado quiénes iban a preguntar. Incluso debían estar arregladas las preguntas, los temas sobre los cuales el gurú, para beneficio de la mayoría, deseaba explayarse, contestar.
         Pero me paré y no sé por qué la piba, que estaba yendo hacia delante, se detuvo y me pasó el micrófono. La traductora no tuvo más remedio que asentir, y aguardar mi pregunta.
         –Quiero saber si el swami puede hablarnos del chakra oculto –dije. Se hizo un silencio, la gente se dio vuelta para mirarme. La traductora tradujo, el gurú me observó con cierta inquietud.
         –Hay un chakra –proseguí–, un chakra que no está en la coronilla ni en el plexo solar. Un chakra del cual poco se sabe, porque no se lo menciona en los libros. Se ubica en un muslo, puede ser el izquierdo o el derecho, en el lateral externo del muslo. Empieza a manifestarse como una picazón apenas, una sensación, un ronroneo. Arranca como un punto pero crece, va creciendo, se manifiesta. Y pasa a ser cuadrado, el chakra, de hasta diez centímetros de lado, aunque por lo general es rectangular.
         Se escucharon algunas toses. La traductora traducía, el gurú escuchaba con su máxima atención.
         –Es un chakra que una vez detectado –dije–, rige la totalidad de nuestro ser, guía nuestro camino. Es el chakra que nos lleva a la iluminación, otorga sentido a nuestras precarias existencias. Amor, paz.
         –Es el chakra del bolsillo, de la guita –dije–. Si no tenés guita, qué carajo importa cómo respirás.

24.8.13

A lo perro


         Existen dos tipos de perros. No, sí, ya sé, no estoy hablando de eso. Qué carajo importa de qué raza es tu perro.
         Existen dos tipos de perros, entonces, decía. Los perros que cuando los dejás atados, mientras entrás al supermercado un domingo a la tarde, por ejemplo. Los perros que cuando los dejás atados, cuando enganchás la correa en un poste de luz, y te vas, se ponen a ladrar, con todas sus fuerzas, a un determinado ritmo, podría utilizar la palabra ‘cadencia’ (siempre quise utilizar la palabra ‘cadencia’). Incapaces de prestar atención al paisaje o a la caricia de un ocasional transeúnte. Son pura desesperación y así lo hacen saber, lo manifiestan, al resto del universo. El otro tipo de perros son los que, en idéntica situación, se quedan muy quietos, entran en una particular y profunda introspección. Uno puede ver cómo los consume su perruna tristeza, parecen por un instante comprender algo que al mismo tiempo saben imposible de comprender, y hacen silencio mientras se hunden en el vasto y proceloso mar de su circunstancia.
         Lo mismo ocurre, si te fijás bien, con los seres humanos, con las personas, en los grandes rubros del horóscopo. Está la correa, está la situación, y está una alternativa que no mencioné porque me quedó chico el ejemplo. Pero es una alternativa que los perros ni siquiera consideran, así que tampoco debe ser gran cosa.

18.8.13

Gitano


         Tengo una capacidad, un don, llamalo como quieras. Es una habilidad extrañísima, de lo más particular. Te explico.
         Te leo la suerte, te adivino el futuro, y te cuento tu pasado, no, no te lo adivino, tu pasado ya pasó, no hay nada que adivinar. Pero te cuento de tu vida cosas que te pasaron, para que veas, al mismo tiempo, mi habilidad para decirte el futuro. Sí, sobre el tema que vos quieras, sobre lo que a vos te angustie o quieras saber. Pero no, pará.
         Es como las gitanas, claro, pero no, no te leo la mano. Es un poquito más complejo. Te tengo que meter la nariz en la concha. Así, ya te lo dije, te puede parecer un poco brusco pero te lo dije, de una.
         Te meto la nariz en la concha, y te tengo que respirar adentro, sí, adentro de la concha, claro. Es un minuto, o dos. Lo tengo calculado por reloj. Te acostás en la cama, apoyás las plantas de los pies, bien al borde, rodillas flexionadas, piernas abiertas, como si fuera el examen de una consulta ginecológica. Yo me arrodillo al costado de la cama, y te meto la nariz en la concha. Vos no hacés nada, y yo tampoco hago nada. Cierro los ojos y respiro, respiraciones pausadas.
         A los dos minutos salgo, saco el hocico del interior de la vagina misma, y ahí sí, me siento al costado de la cama y te contesto lo que quieras durante unos veinte minutos, media hora.
         Me podés preguntar lo que quieras. Por qué te dejó tu ex marido, o si tu hija va a conseguir trabajo. Me podés preguntar si hay vida después de la muerte, si fuiste princesa en alguna vida pasada, si vas a vivir alguna vez en un departamento que no sea contrafrente, si no bajás de peso porque lo tuyo es hormonal.
         Me preguntás lo que quieras, y yo te contesto.
         No, bueno, te digo la verdad, casi nunca la pego. No sé qué carajo te pasó en la vida, ni me importa. Mucho menos lo que te va a pasar.
         Pero puede suceder que después de haberte estado respirando un rato adentro de la concha, bueno, te agarren ganas de coger. Me pidas que ya que estamos te la ponga un ratito, y eso nos va a hacer sentir mejor, a los dos, casi de inmediato. No te cobro nada, qué te voy a cobrar.

12.8.13

Olas de un pálido lila


         La mamá de Mariana estaba a punto de cumplir setenta años. Había enviudado hacía dos años, el papá de Mariana había sido toda la vida un fumador empedernido, y lo había pagado. Una angina que se complicó, un enfisema, sus pulmones dijeron basta.
         Mariana iba todos los sábados a almorzar con su madre. Venía su ex a buscar a su hija Catalina, los sábados bien temprano, y Mariana se iba a una clase de gimnasia primero, a la peluquería después. Lo que ella llamaba ‘mantenimiento’, o ‘llevar el auto al taller’. Mariana tenía treinta y ocho años, tampoco era una nena.
         Iba Mariana, a lo de su madre. Conversaban generalidades, su madre le pasaba el parte de las noticias, una prima a la que le habían descubierto un tumor en un pecho o un fibromita, alguien que había muerto o le faltaba poco para morirse, le contaba la última película que había ido a ver al cine donde actuaban al mismo tiempo Guillermo Francella y Burt Lancaster, se le mezclaba todo.
         Comían algo, Mariana y su madre, por lo general pollo aunque a veces pescado, con la televisión encendida. Después la madre le hacía un café, y empezaba acomodar los platos para irse a dormir la siesta, y eso era todo. Mariana se iba en su pequeño automóvil, revisaba si había recibido algún mensajito de texto, si alguien la había invitado a un cumpleaños o si un compañero de trabajo le había escrito que tenía ganas de verla, lo que significaba que tenía ganas de coger. Mariana, para no perder la práctica, por lo general iba, cogía.
         –Te hago un té, mejor –dijo la mamá de Mariana mientras ponía la pava en el fuego–. Así no tomás tanto café que después te mata esa gastritis.
         –Si te dije que quiero un café es porque quiero un café –dijo Mariana y se levantó, con su plato en la mano–. Creo que soy bastante grande para decidir si prefiero tomar té o café.
         La mamá de Mariana sacó las tazas de porcelana que tenían un pequeño grabado en el tercio inferior, como olas de un pálido lila.
         –¡Tengo treinta y ocho años, y puedo tomar lo que se me cante el culo! –dijo, bueno, gritó Mariana. Y dejó caer el plato, con los restos de la pechuga de pollo, sobre el piso de la cocina. Estalló, el plato, como se suele decir, en mil pedazos. Quizás un poco menos–. Estoy repodrida que me mires con esa carita como si te hubiera fallado en algo.
         –Yo no –dijo la mamá de Mariana.
         –¡Callate! ¡Callate de una vez, por Dios! –Mariana empuñaba su tenedor como si fuera una mira telescópica dirigida a la garganta de su madre– ¡Hice lo mejor que pude! ¡Me casé con el tipo que a vos te gustaba! ¡Y era un pelotudo! Un depresivo pelotudo que me dejó por la secretaria, una negrita analfabeta que corre maratones y que le debe chupar la pija mientras trata de hacer esos crucigramas berretas. Hice lo mejor que pude, mamá, hice lo que me enseñaste que había que hacer, desde que tengo once años, y me salió todo para la mierda. ¡Estoy sola, estoy grande! Cuando me suena el despertador a la mañana no sé cómo hacer para salir de la cama. De sólo pensar que voy a tener que venir a almorzar con vos el sábado que viene, me pica todo el cuerpo. Vos y tu rayo láser de lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer, lo que está bien y lo que está mal. No soporto más, mamá, tu reprobatoria mirada. Cuando ponés esa carita.
         Mariana se agachó y empezó a juntar los pedazos del plato. Había restos de ensalada rusa sobre las baldosas. Su madre se acercó con un trapo rejilla.
         –Bueno, bueno –dijo la mamá de Mariana–. Ahora te hago un tecito de hierbas, como el que tomo yo antes de ir a dormir. Vas a ver cómo te hace sentir mejor, cómo te relaja.

6.8.13

Karate


         Las clases especiales, las clases sólo para los cinturones negros, eran los sábados a las siete de la mañana. Éramos cuatro alumnos, porque uno se había ido a vivir a Japón, donde pensaba finalizar su formación con el gran Maratoshi Nakasa. A veces el maestro dejaba que participara de las clases algún cinturón marrón al que le faltaba menos de un año para rendir el examen de cinturón negro. Pero el alumno tenía que saber que la iba  a pasar mal, que esa experiencia era parte del aprendizaje.
         Hacía frío, los techos eran altos. Una sola ventana, minúscula, un cuadrado de no más de veinte centímetros de lado. El pequeño gimnasio estaba revestido en madera, el piso, y las paredes hasta unos dos metros de altura, lo demás era cemento. No había gran cosa. Unos duros listones de madera, enclavados en unas bases rectangulares de concreto, maderas a las que había que golpear hasta que te sangraran los nudillos. Todo era rústico y despojado. En una pared, pintado con letras muy pequeñas, podía leerse ‘Cualquiera puede soportar lo soportable. El objetivo del karateca es soportar lo insoportable’.
         El maestro Makoda hizo su ingreso. Nos pusimos, los cuatro, en línea, firmes, y lo saludamos con un grito que dejaba en claro nuestra veneración, nuestro respeto.
         El maestro era implacable con sus correcciones, casi sin hablar. De pronto venía y te aplicaba una artera patada en los riñones, para indicarte que no estabas prestando atención o que tu postura no era lo suficientemente erguida. Makoda había venido del Japón, debía tener unos cincuenta y cinco años, morrudo, el cabello ya gris cortado a cepillo, las manos como sartenes. Había sido campeón mundial de karate, en el mundial de Suecia, era una leyenda viviente.
         Estábamos por comenzar con la rutina de calentamiento, para luego pasar a las formas y al combate. Se abrió la metálica puerta pintada de verde oscuro.
         –Pimiso –ingresó una pequeña japonesa. Flaca como un alambre, de un metro y medio de altura como mucho. Iba vestida con lo que parecía ser una especie de pijamas, pantalón y casaca de seda negra. El conjunto tenía algunos grabados dorados, en las mangas que le quedaban un poco largas, como arabescos, quizás como flores.  Pensamos que sería una asistente del maestro Makoda, que venía a traerle algún mensaje a nuestro Sensei, quizás un poco de té. El maestro la miró con severidad, las clases eran sagradas, el maestro detestaba ser interrumpido.
         Intercambiaron, el maestro y la mujer, algunas palabras en japonés, cortísimas frases como esputos, cargadas de jotas y de bufidos.
         Entonces la mujer dio un paso más, se acercó al maestro Makoda, y le aplicó un sonoro cachetazo.
         –Seguí –le dijo la mujer–, vos seguí dando estas clases de mierda, mientras tu hija y yo nos cagamos de hambre.
         La mujer nos miró, hizo una ínfima reverencia que consistió en una casi imperceptible inclinación de cabeza, y salió del gimnasio haciendo ruido con las ojotas que llevaba puestas en sus pequeños pies.