Fue, más o menos, así.
Había arreglado para tomar un café con Martín, a eso de las cinco de la tarde. Me llamó Martín y me dijo que quería tomar un café, así que sólo podía tratarse de dos cosas. O Martín se había divorciado, otra vez, o necesitaba dinero, otra vez.
Arreglamos para vernos en el bar que está en Lacroze, a dos cuadras de Cabildo, nunca sé si es Villanueva o si es 11 de Septiembre. A Martín le queda bien el lugar porque trabaja por Belgrano, y después se va para Vicente López. A mí no me jode tomar un subte distinto.
Bajé en Olleros y la vi. Una mujer de más o menos cincuenta años, ciega, frágil, dubitativa, de pie en el andén. Acababa de bajar del subte, también, y parecía aturdida por el movimiento de gente que le obsequiaba indiferencia y fastidio en indefinibles proporciones.
La toqué apenas, un codo.
–¿La ayudo?
–Sí –dijo–. Por favor.
Le pregunté si estaba mal que yo la tomara del brazo, y le conté la historia de la vez que quise ayudar a un ciego a cruzar la calle, y el ciego me dijo ‘¡no me agarre!’, porque es el ciego el que agarra a la otra persona del brazo, y no al revés.
–Son resentidos –dijo, y se sonrió.
Caminamos hasta la escalera mecánica.
–Acá está la escalera –dije.
Subimos la otra escalera, despacio, deteniéndonos cada tres escalones, hasta la calle. Ella me tenía del brazo.
–Voy para Aguilar –dijo–. Muchas gracias.
–Si quiere la acompaño –dije. Total, eran dos o tres cuadras, y no eran todavía las cinco. Tenía tiempo, no hacía demasiado calor, me sentía bien.
–Es usted muy amable –dijo, y sonrió otra vez. Aunque no era una sonrisa, era un extraño rictus, la cara de los ciegos suele ser tan particular, o quizás sea el efecto que provocan esos traslúcidos ojos, como si en verdad te estuvieran observando pero desde mucho más lejos, desde otra parte que no sabemos dónde queda.
Caminamos por Cabildo, doblamos en Aguilar. Me costaba un poco adaptarme al ritmo de sus pasos, hacer las pausas. El tic tic de su bastón tanteando la vereda como el hocico de un perro. Le conté, más o menos, como pude, por hablar de algo, aquella historia de Borges. La historia donde Borges tiene que cruzar la 9 de Julio, y alguien que lo reconoce lo ayuda a cruzar. A mitad de camino, el sujeto amaga con soltar a Borges, con abandonarlo en medio de la avenida, y le dice ‘¿Sabe una cosa, maestro? Yo soy peronista’. Y Borges le responde ‘No se aflija, muchacho, yo también soy ciego’. Lanzó una contenida risita, como el graznido de un ave, como un hipo. Le pregunté cómo se arreglaba para moverse por la ciudad, me dijo que uno se acostumbra a todo. Trabajaba en el centro, ella también, en una dependencia ministerial.
–Acá es –se detuvo ante la fachada de un edificio viejo e intrascendente como tantos otros, una metálica puerta pintada de verde. La manija había perdido su antiguo dorado, con paciencia de araña trabajaba el óxido.
–Bueno –dije yo.
–Pase, pase un momento –ya había abierto y empujaba la pesada puerta–. Déjeme ofrecerle un té, o un vaso de agua. Vivo en planta baja.
Pasé. No sé por qué, pasé. La historia se desarrollaba sola, fluía, en una especie de cinta transportadora que carecía de incordios u objeciones.
Pasamos el enjaulado ascensor, doblamos a la derecha, se detuvo ante la puerta de su departamento.
Se agachó un poco, pensé que se le había caído la llave, pero no. Puso las manos sobre mis muslos, y ya estaba de rodillas, me desabrochó el cinturón. No sé cómo, pero quedé con el bastón blanco en una mano.
No quiero utilizar lenguaje excesivamente técnico, ni debiera ser preciso derrapar en la grosería. Me tiró de la goma. Me la chupó, con energía no exenta de cuidado, con método no exento de interés. Una experiencia tan inesperada como satisfactoria. Me apoyé con una mano contra el marco de la puerta. Miré hacia abajo, los cuadrados tacones de sus gastados zapatos, mientras ella cabeceaba. Acaricié su áspero y descuidado cabello.
Eyaculé como un vehemente babuino, como un intenso chimpancé.
Se puso de pie. Le devolví el bastón. Se pasó un dedo anular por una comisura de la boca. Me subí los calzoncillos, los pantalones, me até el cinto, resoplé.
–Yo –balbuceé–. Bueno, yo, o sea, no sé.
–Quedate tranquilo –abrió la puerta–. Estuvo todo muy bien.
–Yo –dije otra vez–. Yo –estaba estupefacto y satisfecho, algo atemorizado y feliz.
–No te preocupes –entró en su domicilio–. Me ayudaste en el andén, hiciste justo lo que yo necesitaba. Tuve ganas de hacer lo mismo por vos. Para eso, para saber con exactitud lo que necesita otra persona, no hace falta ver.
Había arreglado para tomar un café con Martín, a eso de las cinco de la tarde. Me llamó Martín y me dijo que quería tomar un café, así que sólo podía tratarse de dos cosas. O Martín se había divorciado, otra vez, o necesitaba dinero, otra vez.
Arreglamos para vernos en el bar que está en Lacroze, a dos cuadras de Cabildo, nunca sé si es Villanueva o si es 11 de Septiembre. A Martín le queda bien el lugar porque trabaja por Belgrano, y después se va para Vicente López. A mí no me jode tomar un subte distinto.
Bajé en Olleros y la vi. Una mujer de más o menos cincuenta años, ciega, frágil, dubitativa, de pie en el andén. Acababa de bajar del subte, también, y parecía aturdida por el movimiento de gente que le obsequiaba indiferencia y fastidio en indefinibles proporciones.
La toqué apenas, un codo.
–¿La ayudo?
–Sí –dijo–. Por favor.
Le pregunté si estaba mal que yo la tomara del brazo, y le conté la historia de la vez que quise ayudar a un ciego a cruzar la calle, y el ciego me dijo ‘¡no me agarre!’, porque es el ciego el que agarra a la otra persona del brazo, y no al revés.
–Son resentidos –dijo, y se sonrió.
Caminamos hasta la escalera mecánica.
–Acá está la escalera –dije.
Subimos la otra escalera, despacio, deteniéndonos cada tres escalones, hasta la calle. Ella me tenía del brazo.
–Voy para Aguilar –dijo–. Muchas gracias.
–Si quiere la acompaño –dije. Total, eran dos o tres cuadras, y no eran todavía las cinco. Tenía tiempo, no hacía demasiado calor, me sentía bien.
–Es usted muy amable –dijo, y sonrió otra vez. Aunque no era una sonrisa, era un extraño rictus, la cara de los ciegos suele ser tan particular, o quizás sea el efecto que provocan esos traslúcidos ojos, como si en verdad te estuvieran observando pero desde mucho más lejos, desde otra parte que no sabemos dónde queda.
Caminamos por Cabildo, doblamos en Aguilar. Me costaba un poco adaptarme al ritmo de sus pasos, hacer las pausas. El tic tic de su bastón tanteando la vereda como el hocico de un perro. Le conté, más o menos, como pude, por hablar de algo, aquella historia de Borges. La historia donde Borges tiene que cruzar la 9 de Julio, y alguien que lo reconoce lo ayuda a cruzar. A mitad de camino, el sujeto amaga con soltar a Borges, con abandonarlo en medio de la avenida, y le dice ‘¿Sabe una cosa, maestro? Yo soy peronista’. Y Borges le responde ‘No se aflija, muchacho, yo también soy ciego’. Lanzó una contenida risita, como el graznido de un ave, como un hipo. Le pregunté cómo se arreglaba para moverse por la ciudad, me dijo que uno se acostumbra a todo. Trabajaba en el centro, ella también, en una dependencia ministerial.
–Acá es –se detuvo ante la fachada de un edificio viejo e intrascendente como tantos otros, una metálica puerta pintada de verde. La manija había perdido su antiguo dorado, con paciencia de araña trabajaba el óxido.
–Bueno –dije yo.
–Pase, pase un momento –ya había abierto y empujaba la pesada puerta–. Déjeme ofrecerle un té, o un vaso de agua. Vivo en planta baja.
Pasé. No sé por qué, pasé. La historia se desarrollaba sola, fluía, en una especie de cinta transportadora que carecía de incordios u objeciones.
Pasamos el enjaulado ascensor, doblamos a la derecha, se detuvo ante la puerta de su departamento.
Se agachó un poco, pensé que se le había caído la llave, pero no. Puso las manos sobre mis muslos, y ya estaba de rodillas, me desabrochó el cinturón. No sé cómo, pero quedé con el bastón blanco en una mano.
No quiero utilizar lenguaje excesivamente técnico, ni debiera ser preciso derrapar en la grosería. Me tiró de la goma. Me la chupó, con energía no exenta de cuidado, con método no exento de interés. Una experiencia tan inesperada como satisfactoria. Me apoyé con una mano contra el marco de la puerta. Miré hacia abajo, los cuadrados tacones de sus gastados zapatos, mientras ella cabeceaba. Acaricié su áspero y descuidado cabello.
Eyaculé como un vehemente babuino, como un intenso chimpancé.
Se puso de pie. Le devolví el bastón. Se pasó un dedo anular por una comisura de la boca. Me subí los calzoncillos, los pantalones, me até el cinto, resoplé.
–Yo –balbuceé–. Bueno, yo, o sea, no sé.
–Quedate tranquilo –abrió la puerta–. Estuvo todo muy bien.
–Yo –dije otra vez–. Yo –estaba estupefacto y satisfecho, algo atemorizado y feliz.
–No te preocupes –entró en su domicilio–. Me ayudaste en el andén, hiciste justo lo que yo necesitaba. Tuve ganas de hacer lo mismo por vos. Para eso, para saber con exactitud lo que necesita otra persona, no hace falta ver.