30.1.11

La ciega

Fue, más o menos, así.
Había arreglado para tomar un café con Martín, a eso de las cinco de la tarde. Me llamó Martín y me dijo que quería tomar un café, así que sólo podía tratarse de dos cosas. O Martín se había divorciado, otra vez, o necesitaba dinero, otra vez.
Arreglamos para vernos en el bar que está en Lacroze, a dos cuadras de Cabildo, nunca sé si es Villanueva o si es 11 de Septiembre. A Martín le queda bien el lugar porque trabaja por Belgrano, y después se va para Vicente López. A mí no me jode tomar un subte distinto.
Bajé en Olleros y la vi. Una mujer de más o menos cincuenta años, ciega, frágil, dubitativa, de pie en el andén. Acababa de bajar del subte, también, y parecía aturdida por el movimiento de gente que le obsequiaba indiferencia y fastidio en indefinibles proporciones.
La toqué apenas, un codo.
–¿La ayudo?
–Sí –dijo–. Por favor.
Le pregunté si estaba mal que yo la tomara del brazo, y le conté la historia de la vez que quise ayudar a un ciego a cruzar la calle, y el ciego me dijo ‘¡no me agarre!’, porque es el ciego el que agarra a la otra persona del brazo, y no al revés.
–Son resentidos –dijo, y se sonrió.
Caminamos hasta la escalera mecánica.
–Acá está la escalera –dije.
Subimos la otra escalera, despacio, deteniéndonos cada tres escalones, hasta la calle. Ella me tenía del brazo.
–Voy para Aguilar –dijo–. Muchas gracias.
–Si quiere la acompaño –dije. Total, eran dos o tres cuadras, y no eran todavía las cinco. Tenía tiempo, no hacía demasiado calor, me sentía bien.
–Es usted muy amable –dijo, y sonrió otra vez. Aunque no era una sonrisa, era un extraño rictus, la cara de los ciegos suele ser tan particular, o quizás sea el efecto que provocan esos traslúcidos ojos, como si en verdad te estuvieran observando pero desde mucho más lejos, desde otra parte que no sabemos dónde queda.
Caminamos por Cabildo, doblamos en Aguilar. Me costaba un poco adaptarme al ritmo de sus pasos, hacer las pausas. El tic tic de su bastón tanteando la vereda como el hocico de un perro. Le conté, más o menos, como pude, por hablar de algo, aquella historia de Borges. La historia donde Borges tiene que cruzar la 9 de Julio, y alguien que lo reconoce lo ayuda a cruzar. A mitad de camino, el sujeto amaga con soltar a Borges, con abandonarlo en medio de la avenida, y le dice ‘¿Sabe una cosa, maestro? Yo soy peronista’. Y Borges le responde ‘No se aflija, muchacho, yo también soy ciego’. Lanzó una contenida risita, como el graznido de un ave, como un hipo. Le pregunté cómo se arreglaba para moverse por la ciudad, me dijo que uno se acostumbra a todo. Trabajaba en el centro, ella también, en una dependencia ministerial.
–Acá es –se detuvo ante la fachada de un edificio viejo e intrascendente como tantos otros, una metálica puerta pintada de verde. La manija había perdido su antiguo dorado, con paciencia de araña trabajaba el óxido.
–Bueno –dije yo.
–Pase, pase un momento –ya había abierto y empujaba la pesada puerta–. Déjeme ofrecerle un té, o un vaso de agua. Vivo en planta baja.
Pasé. No sé por qué, pasé. La historia se desarrollaba sola, fluía, en una especie de cinta transportadora que carecía de incordios u objeciones.
Pasamos el enjaulado ascensor, doblamos a la derecha, se detuvo ante la puerta de su departamento.
Se agachó un poco, pensé que se le había caído la llave, pero no. Puso las manos sobre mis muslos, y ya estaba de rodillas, me desabrochó el cinturón. No sé cómo, pero quedé con el bastón blanco en una mano.
No quiero utilizar lenguaje excesivamente técnico, ni debiera ser preciso derrapar en la grosería. Me tiró de la goma. Me la chupó, con energía no exenta de cuidado, con método no exento de interés. Una experiencia tan inesperada como satisfactoria. Me apoyé con una mano contra el marco de la puerta. Miré hacia abajo, los cuadrados tacones de sus gastados zapatos, mientras ella cabeceaba. Acaricié su áspero y descuidado cabello.
Eyaculé como un vehemente babuino, como un intenso chimpancé.
Se puso de pie. Le devolví el bastón. Se pasó un dedo anular por una comisura de la boca. Me subí los calzoncillos, los pantalones, me até el cinto, resoplé.
–Yo –balbuceé–. Bueno, yo, o sea, no sé.
–Quedate tranquilo –abrió la puerta–. Estuvo todo muy bien.
–Yo –dije otra vez–. Yo –estaba estupefacto y satisfecho, algo atemorizado y feliz.
–No te preocupes –entró en su domicilio–. Me ayudaste en el andén, hiciste justo lo que yo necesitaba. Tuve ganas de hacer lo mismo por vos. Para eso, para saber con exactitud lo que necesita otra persona, no hace falta ver.

25.1.11

Hámster

Cuando mires tu vida con una delicada distancia, con una generosa perspectiva, notarás, los últimos cinco o siete años no fueron mucho más, no muy diferente, que un hámster en una jaula pedaleando su ruedita.
Ya sé, ya sé, la imagen es dolorosa, incomoda un poco, fastidia.
En una oportunidad fui a una veterinaria, estaba algo borracho quizás, lo admito, con una bufanda de frustración y tristeza enroscada al cuello. Compré el hámster que vi en la vidriera, con la rueda, y la jaulita. Dije que era un regalo para mi hija.
Salí a la calle, metí la mano, y lo solté. Era para mí la cosa más importante que podía hacer en mi vida. Puse al hámster, blanquito, con una mancha un poco negra y un poco café con leche sobre gran parte del lomo, lo solté, decía, lo puse sobre la vereda.
El hámster me miró, algo contrariado, y después, así, igual que como estás haciendo vos, negó con la cabecita.

20.1.11

Nomenclador de boludos -addendum-

Ya está, ya fue escrito, lo que yo creía el definitivo catálogo de los boludos. La estricta tipificación, el preciso detalle que permitiera, incluso para el más distraído, la unívoca identificación. Quizás encontrarse.
Pero el abstruso campo de las ciencias sociales tiene sus vericuetos, carece justamente de la matemática precisión, de la rigurosidad del laboratorio. Estamos en presencia de un organismo vivo que muta, y en el caso que nos ocupa, crece. Eso, la pasión de entomólogo, es lo que me obliga a volver sobre tan álgido tema. Vaya entonces el presente apéndice para el nomenclador de boludos.
Boludo Balboa. Es el boludo vigoroso, enérgico. Es el boludo que desea escalar montañas, un boludo que se pone a empujar un automóvil, para ayudar, sin que nadie se lo pida. Es un boludo maratonista, desde ya. Un boludo al que le gusta veranear en carpa. Un boludo para el cual no hay nada mejor que las mudanzas, bajar una heladera por las escaleras, ir a las siete de la mañana y trotar bajo la lluvia, con mucho viento, con frío.
Boludo/a hidratado/a. Es, por lo general, mayormente, una boluda. Lleva una botellita de agua, o de alguno de esos híbridos, entre agua y jugo, siempre. En la cartera, en la mano, en la mochila. Es una boluda que va dando pequeños sorbitos de su botella descartable, en el subte por ejemplo, o en la parada del colectivo, como si estuviera jugando un tie break con Federer. Es una boluda que ha visto algún comercial de televisión, y cree que mientras ingiera dos litros de agua por día, nada malo podrá pasarle. Es una boluda que toma un sorbito de agua antes de dar vuelta cada página del diario, un sorbito de agua antes de preguntarte dónde queda la calle Anchorena. Quizás allí esté colocado su secreto anhelo de sorber un pito, sumado desde ya a un tremendo temor a marchitarse, a despertar un día y que su vulva esté más seca que una baldosa de porcelanato.
Boludo cuasimoneda. Es un boludo de precaria condición económica, un boludo que en cualquier circunstancia donde deba abonar algo, intentará hacerlo con cualquier cosa, menos dinero. Es un boludo, o una boluda, que al llegar a la caja para sacar dos entradas al cine, dirá: ¿se puede pagar con tres gaturros, una estampilla del número cuatro de Finlandia, y tarjeta del Banco Tolompetti? Es un boludo que necesitará en la caja cuatro del supermercado de barrio, once operaciones, dos sellos, tres firmas, para pagar un Gancia y un paquete de húmedas papas fritas. Y mientras lleva a cabo el patético y desopilante procedimiento, pondrá carita como si estuviera cerrando la compra del Trump Plaza y cogiéndose a la hija de Donald Trump, al mismo tiempo.
Boludo emblemático (o boluda emblemática). Es un boludo que cree que si usa palabras como ‘emblemático’, o ‘paradigmático’, o ‘patológico’, como por arte de magia logrará que su tremenda boludez resulte diluida.
Ejemplo 1
–Che, vos sabés que Martita anda todas las mañanas con un tremendo dolor de cabeza.
–Eso es sintomático. Hay que ver que se esconde detrás de esa patología.
Ejemplo 2
–Vení, que te la voy a poner un ratito.
–Vos ponés la líbido en lo fálico para no discutir la existencial angustia de mi vacío antropométrico.
Ejemplo 3
–¿Me pasás la Fanta?
–Nuestra relación se basa en el sometimiento, en la sumisión, la mía, que transforma nuestro vínculo, que alguna vez fue idílico, en paródico.
Boludo de corcho, o boludo flotante. Es un boludo que tiene una sentencia, una sola, sobre cualquier tema que se esté conversando. Y cree que con eso ha logrado transmitir el halo de luz que todos los participantes de la conversación anhelaban. Es un boludo que dirá ‘si comés semillas de sésamo a la mañana no tenés colesterol’. O dirá ‘andá a Mar Azul en lugar de Cariló, si la arena es igual en todas partes’. O dirá ‘con la inseguridad que hay, yo jamás manejaría un descapotable’. Es un boludo que no resiste la más mínima repregunta, por que sencillamente jamás tuvo un argumento ni nada para decir más allá de la sentencia que ha escuchado en alguna parte.
Nada más por hoy. Publíquese, archívese.

15.1.11

Proceso de ajuste

Suena el teléfono, el teléfono celular. Estoy sentado en un bar, no deben ser las nueve de la mañana, todavía.
–Hola, bichi –es una voz de mujer, se mezcla la somnolencia con la dulzura–. Te quería decir que ayer me rompiste toda, perdí la cuenta de los orgasmos, me hice sopa. La almohada tiene tu olorcito, voy a seguir durmiendo, te quiero, chau –corta.
Entra una mujer, al bar. Se sienta frente a mí. Está ojerosa, demacrada, algo excedida de peso. Los labios pintados de un rosa pálido que dan ganas de llorar.
–Te odio, hijo de puta. Te di los mejores años de mi vida. Mejor que me empieces a pasar la plata que dijo el abogado, por que si no a Catalina no la ves más. Ah, sos un asco de persona, te lo quería decir –Se levanta, piensa por un momento si tirarme a la cara el agua del vasito que está sobre la mesa, o mejor aún el vasito. Después se toma el agua, de pie, y se va con el vasito en la mano.
Suena el teléfono, el teléfono celular.
–Sí, mago –dice la voz, masculina, muy ronca–. Salió todo perfecto, cobramos. Tengo tu parte, las noventa lucas. Tenemos que ir a tomarnos un champán del bueno, los muchachos quieren festejar –corta.
Entra un hombre. Lleva un maletín de esos triangulares, como de visitador médico. El hombre se sienta, las axilas de la camisa manchadas de un viejo y oxidado sudor. Enciende un cigarrillo, Jockey Suave, da una pitada.
–Estamos en el horno –dice–. Se cayó el comprador del local. Dicen los proveedores que no esperan más, si no empezamos a pagar nos pasan por encima. ¿Sabés cuánto hicimos ayer? No alcanza ni para pagarle a las pibas de la limpieza. Vos y tus ideas de mierda. ¿Qué carajo sabíamos nosotros de gastronomía? Hay que presentar la quiebra, esconderse por un tiempo, después buscar un laburito. Qué vida de mierda, estoy podrido de remar.
Apaga el cigarrillo en mi pocillo de café. Me deja un manojo de papeles, se levanta, se va.
Lo que pasa, lo que está pasando, creo, es que ayer me compré un magnífico teléfono celular, el teléfono celular que siempre quise tener. Pero todavía sigo siendo yo.

10.1.11

Fanático

–¡Gol, carajo! –Saltamos todos, rodamos varios escalones abajo, enroscados. Un amasijo de cuerpos.
–¡Grande, papá, grande! –una radio de mano crujió ante el pisotón de un gordo– ¡Rospide a la selección, maquinola!
Nos caímos, una chica con por lo menos siete aritos en una oreja se puso de pie, sonriendo, y se acomodó, como pudo, las tetas primero, el corpiño después, debajo de su musculosa a rayas. Alguien buscaba, entre los tablones de la tribuna, un zapato.
–¡Olé olé, olé olé olá…! –Cantamos, cantamos todos, saltando. Un viejo se oprimía con un índice y un pulgar los globos oculares, por debajo de los lentes, murmuraba una especie de rezo, lloraba.

El guitarrista avanzó, tres pasos, y arrancó con los primeros acordes. Corrimos todos por el césped, hacia delante, movidos por una superior fuerza, que era la de todos los que empujaban detrás nuestro pero también era algo más, como si la música tuviera un imán. Pisé gente, alguien perdió los lentes pero dijo ‘No importa, loco, qué importa. ¡Escuchá, escuchalo al Jimmy!’.
Las chicas trataban de sacar fotos con los celulares en alto. Hubo una explosión de luz, fuegos artificiales apuntando a desgarrar el centro mismo de la noche. El sonido era como si te arrancaran las orejas a mordiscones. Me pasaron un faso. Pité. Alguien saltaba, saltábamos todos, sentía patadas de atrás, rodillazos.

Ahora, si me preguntás el resultado del partido que fui a ver, si me preguntás incluso qué equipos jugaban, si fue penal o si los goles de palomita valen doble, no tengo la más mínima idea.
Si me preguntás el nombre de la banda del recital, si me preguntás si es una banda de metal pesado o los stones austríacos, cuánto duró el concierto, no sé, no importa.
Lo que yo necesitaba era que alguien me abrace, sentir aunque sea una mano en un hombro, tocar un tobillo, rozar quizás un muslo o una nalga, oler un puñado de cabello humano. Estoy resolo, disculpame.

5.1.11

Cagó Mariano

El abuelo de Mariano era un hombre de pocas palabras. Quizás porque no entendía mucho el idioma, no había aprendido a hablarlo, mucho menos a leerlo. Compraba el diario para luchar un poco con los titulares, miraba las fotos.
Tampoco se lo podía culpar de nada. Era un polaco bruto, escapado de la invasión alemana por los pelos, un hermano lo había metido en un tren y logró salvarlo. Conoció a una mujer en el barco, y se casó apenas pisó la Argentina. Gente feliz de poder tomar un café o comer una naranja, habiendo escapado del hambre y de la guerra. Fuertes como toros, trabajadores con ganas de forjarse un porvenir, en una Argentina que era pura potencialidad, antes que todo se fuera a la mierda para nunca más volver.
El asunto es que el abuelo de Mariano se enfermó del corazón, fue dejando de trabajar, iba al café a jugar al dominó con los amigos, cascarrabias, se quejaba de un mundo que no entendía, veía crecer a sus nietos. Finalmente se murió.
Había logrado ahorrar dinero, después de veinte años de trabajo, el abuelo de Mariano. Dejó un par de departamentos, un reloj de oro, un plazo fijo en un banco, a nombre de sus tres hijos.
Lo que no dijo, el abuelo de Mariano, fue que prolijamente, además de ir viviendo, había ido guardando cierta cantidad de efectivo. Dólares. Si hubiera vivido en una casa, los hubiera enterrado en el jardín, como sin dudas le hubiera aconsejado su padre. Pero vivía en un departamento, en Villa Crespo, el abuelo de Mariano.
Lo que había hecho, el abuelo de Mariano, sin decirle a nadie, fue ir envasando el dinero, al vacío, para ponerlo luego en el tanque, detrás del botón, la cadena, donde está el agua del inodoro. El dinero, los fajos, flotaban en el depósito de agua. Una magistral idea.
Pero el abuelo de Mariano se murió un día sin avisar, como se suele morir la gente, sin decir nada, nada respecto a esos ahorros, al efectivo.
Por circunstancias, por situaciones, por esas cosas que pasan, Mariano tuvo un traumático divorcio, con crisis y amenazas y una mujer que trató de apuñalarlo mientras dormía. Finalmente, tratando de juntar los pedazos que le permitieran continuar con algo parecido a una vida, Mariano terminó viviendo en el departamento de su abuelo, que el papá de Mariano había alquilado durante años a gente conocida de la familia. El padre de Mariano tenía la certeza que Mariano era un pelotudo, pero además tenía la certeza que Mariano era su hijo. Así que le prestó el departamento, a Mariano, el departamento que le había dejado a su vez su padre. Mariano prometió que pagaría un alquiler ni bien lograra enderezar un poco la precaria canoa de su existencia.
Y Mariano, un domingo cualquiera al poco tiempo de haberse mudado, después de desayunar, todavía deprimido por lo que le había venido sucediendo, con el suplemento deportivo del diario en las manos, tuvo deseos de cagar. Fue al baño.
Cagó, Mariano, intensamente, con esa particular melodía que tienen los imperativos categóricos.
Soltó la cadena, Mariano, y se le ocurrió mirar, para abajo, porque le pareció que el inodoro quizás estaba un poco atascado, un viejo departamento en un todavía más viejo edificio, azulejitos celestes en el baño, azulejitos de un pálido amarillo en la cocina, azulejitos por todas partes como para ponerse a llorar toda una vida.
Vio entonces, Mariano, que entre la mierda flotaba dinero. Húmedos y al mismo tiempo relucientes billetes de cien dólares, entre los más o menos familiares soretes de su autoría. Más soltaba la cadena Mariano pensando que había enloquecido por completo, más billetes aparecían.
Se le ocurrió pensar, a Mariano, que el universo mismo le estaba dando otra oportunidad, que todo aquello debía tener un tan enigmático como profundo significado. Por que lo primero que pensó Mariano fue que los billetes los había cagado él. Mientras sacaba los billetes del inodoro, de a uno, con dos dedos, y los lavaba en la pileta para inmediatamente después secarlos con un repasador y alinearlos sobre el piso de la cocina, Mariano pensó que tenía que hacer algunos cambios, algunos ajustes. Con la milagrosa y desde ya algo singular capacidad adquirida le sería posible armarse, seguir adelante, comenzar una nueva vida.