Voy al zoológico, no tengo lo que hacer, verano en Buenos Aires.
Voy a la jaula del elefante.
–La jirafa es una conchuda –me dice el elefante, inclinando un poco la cabeza mientras me olisquea el cabello con la trompa–. Los chicos van y le llevan galletitas, alfajores, la boluda se pega un par de vueltas y nada más. A mí me tienen miedo porque siempre hay algún documental de la National Geographic donde un elefante se calienta, abre las orejas, avanza diez o quince pasos como para dar un topetazo. Pero si te fijás bien nunca termina de atacar. Lo hace para que lo dejen de joder con las fotos, nada más.
Voy a la jaula del tigre.
–Rey de la selva, el león –el tigre se despereza, vuelve a echarse de costado–. Rey de la selva ésta –se toca con una pata (trasera) los huevos–. Si hacemos un mano a mano en cualquier parque me lo como con guarnición de papas españolas. Lo que pasa es que el león tiene la melenita, y el pelito así impresiona. Además, mirá cómo estoy, todo desteñido, casi ni se me ven las rayas. Les dije a los forros de acá que me cepillen con jabón blanco, pero nadie da bola. Usan un jabón de mierda, que encima me da urticaria. El león es puro marketing.
Voy a la jaula de los monos.
–Olé, olé olé olé… –Me grita un chimpancé, desde arriba, colgando de un brazo, dejándose bambolear mientras caga–. Le jugamos un partido, cinco contra cinco, a los guardias, el otro día. Atrás del lago donde están los cisnes, hicimos la canchita. Habíamos apostado. Si ganábamos nosotros, nos tenían que preparar treinta litros de licuado de banana, todas las mañanas, durante un mes. Con azúcar, los licuados, con avena, y un poco de dulce de leche, también.
–¿Y si perdían?
–Si perdíamos les entregábamos a Ramona –señala hacia atrás y hacia arriba, una mona en lo alto de un árbol, sentada en una rama, mirándose las uñas, absorta–. También por un mes, podían venir las veces que quisieran, gratis. Ramona tira de la goma como nadie. Hay un antes y un después. Hay cosas que sólo saben hacer los animales. El asunto es que ganamos, cuatro a uno. Se quedaron recalientes. Trajeron diez litros de un licuado pedorro, rebajado con agua. Dicen que la leche está muy cara, les cortaron el presupuesto. Estamos preparando una huelga de monos en todos los zoológicos del mundo. Nos vamos a quedar sentados, en la hora pico, de espaldas a los barrotes. No vamos a saltar ni a movernos ni a reírnos para las fotos, miles y miles de monos de brazos cruzados, sin morisquetas, nada. Ya van a ver cómo la recaudación se les va a la mierda, manga de putos.
Enciendo un cigarrillo, camino un poco. Pasa lo mismo si sos maestro en un colegio secundario, o si trabajás en una oficina. Pasa lo mismo en todas partes.
Voy a la jaula del elefante.
–La jirafa es una conchuda –me dice el elefante, inclinando un poco la cabeza mientras me olisquea el cabello con la trompa–. Los chicos van y le llevan galletitas, alfajores, la boluda se pega un par de vueltas y nada más. A mí me tienen miedo porque siempre hay algún documental de la National Geographic donde un elefante se calienta, abre las orejas, avanza diez o quince pasos como para dar un topetazo. Pero si te fijás bien nunca termina de atacar. Lo hace para que lo dejen de joder con las fotos, nada más.
Voy a la jaula del tigre.
–Rey de la selva, el león –el tigre se despereza, vuelve a echarse de costado–. Rey de la selva ésta –se toca con una pata (trasera) los huevos–. Si hacemos un mano a mano en cualquier parque me lo como con guarnición de papas españolas. Lo que pasa es que el león tiene la melenita, y el pelito así impresiona. Además, mirá cómo estoy, todo desteñido, casi ni se me ven las rayas. Les dije a los forros de acá que me cepillen con jabón blanco, pero nadie da bola. Usan un jabón de mierda, que encima me da urticaria. El león es puro marketing.
Voy a la jaula de los monos.
–Olé, olé olé olé… –Me grita un chimpancé, desde arriba, colgando de un brazo, dejándose bambolear mientras caga–. Le jugamos un partido, cinco contra cinco, a los guardias, el otro día. Atrás del lago donde están los cisnes, hicimos la canchita. Habíamos apostado. Si ganábamos nosotros, nos tenían que preparar treinta litros de licuado de banana, todas las mañanas, durante un mes. Con azúcar, los licuados, con avena, y un poco de dulce de leche, también.
–¿Y si perdían?
–Si perdíamos les entregábamos a Ramona –señala hacia atrás y hacia arriba, una mona en lo alto de un árbol, sentada en una rama, mirándose las uñas, absorta–. También por un mes, podían venir las veces que quisieran, gratis. Ramona tira de la goma como nadie. Hay un antes y un después. Hay cosas que sólo saben hacer los animales. El asunto es que ganamos, cuatro a uno. Se quedaron recalientes. Trajeron diez litros de un licuado pedorro, rebajado con agua. Dicen que la leche está muy cara, les cortaron el presupuesto. Estamos preparando una huelga de monos en todos los zoológicos del mundo. Nos vamos a quedar sentados, en la hora pico, de espaldas a los barrotes. No vamos a saltar ni a movernos ni a reírnos para las fotos, miles y miles de monos de brazos cruzados, sin morisquetas, nada. Ya van a ver cómo la recaudación se les va a la mierda, manga de putos.
Enciendo un cigarrillo, camino un poco. Pasa lo mismo si sos maestro en un colegio secundario, o si trabajás en una oficina. Pasa lo mismo en todas partes.