Voy a un restaurante, un restaurante italiano. Una especie de cantina, bien de barrio, pero con aspiraciones. Un poco de decoración, una bandera, algo que te haga pensar que estás en Italia. Hay un inmenso póster, un cuadro enmarcado, colgado bien alto, del Padre Pío. No creo que haya que preguntar nada, no se me ocurre qué preguntar.
Como. Un exquisito plato de ravioles de roquefort y gorgonzola (hay ravioles de longaniza, muy buenos, también), con pesto, una porción de una fantástica mortadela, de entrada. Tomo un vino tinto, más o menos digno, no tomo toda la botella, pero tomo más de la mitad. Un agua sin gas, natural, últimamente me fastidia el agua fría.
No quiero postre ni café, no tomo café de noche, tengo miedo de quedarme despierto, de no poder dormir y tener que pasar toda la noche, despierto, conmigo. Me ofrecen lemoncello, de cortesía, digo que no. Me ofrecen una grappa italiana, digo que sí.
Pido la cuenta. Me traen la cuenta. Son, pongamos, ciento treinta pesos. Le doy a la moza, entonces, trescientos pesos.
–Cobrame doscientos sesenta, por favor –le digo.
Me mira, con el dinero en la mano, la boca apenas entreabierta. Está esperando a ver si yo me río, para entonces sí, reírse. Pero yo no me río, no es un chiste, y entonces ella no entiende.
–No entiendo –dice–. La cuenta es ciento treinta.
–Sí –digo–, pero vos me atendiste. Prestaste atención a lo que te pedí, hablaste poco, creo que incluso sonreíste un par de veces. Es muchísimo mejor que si hubiera invitado a alguien a comer. Quiero pagar tu espléndida participación en esta cena, hagamos de cuenta que comí con vos.
Como. Un exquisito plato de ravioles de roquefort y gorgonzola (hay ravioles de longaniza, muy buenos, también), con pesto, una porción de una fantástica mortadela, de entrada. Tomo un vino tinto, más o menos digno, no tomo toda la botella, pero tomo más de la mitad. Un agua sin gas, natural, últimamente me fastidia el agua fría.
No quiero postre ni café, no tomo café de noche, tengo miedo de quedarme despierto, de no poder dormir y tener que pasar toda la noche, despierto, conmigo. Me ofrecen lemoncello, de cortesía, digo que no. Me ofrecen una grappa italiana, digo que sí.
Pido la cuenta. Me traen la cuenta. Son, pongamos, ciento treinta pesos. Le doy a la moza, entonces, trescientos pesos.
–Cobrame doscientos sesenta, por favor –le digo.
Me mira, con el dinero en la mano, la boca apenas entreabierta. Está esperando a ver si yo me río, para entonces sí, reírse. Pero yo no me río, no es un chiste, y entonces ella no entiende.
–No entiendo –dice–. La cuenta es ciento treinta.
–Sí –digo–, pero vos me atendiste. Prestaste atención a lo que te pedí, hablaste poco, creo que incluso sonreíste un par de veces. Es muchísimo mejor que si hubiera invitado a alguien a comer. Quiero pagar tu espléndida participación en esta cena, hagamos de cuenta que comí con vos.