30.11.10

Una cena

Voy a un restaurante, un restaurante italiano. Una especie de cantina, bien de barrio, pero con aspiraciones. Un poco de decoración, una bandera, algo que te haga pensar que estás en Italia. Hay un inmenso póster, un cuadro enmarcado, colgado bien alto, del Padre Pío. No creo que haya que preguntar nada, no se me ocurre qué preguntar.
Como. Un exquisito plato de ravioles de roquefort y gorgonzola (hay ravioles de longaniza, muy buenos, también), con pesto, una porción de una fantástica mortadela, de entrada. Tomo un vino tinto, más o menos digno, no tomo toda la botella, pero tomo más de la mitad. Un agua sin gas, natural, últimamente me fastidia el agua fría.
No quiero postre ni café, no tomo café de noche, tengo miedo de quedarme despierto, de no poder dormir y tener que pasar toda la noche, despierto, conmigo. Me ofrecen lemoncello, de cortesía, digo que no. Me ofrecen una grappa italiana, digo que sí.
Pido la cuenta. Me traen la cuenta. Son, pongamos, ciento treinta pesos. Le doy a la moza, entonces, trescientos pesos.
–Cobrame doscientos sesenta, por favor –le digo.
Me mira, con el dinero en la mano, la boca apenas entreabierta. Está esperando a ver si yo me río, para entonces sí, reírse. Pero yo no me río, no es un chiste, y entonces ella no entiende.
–No entiendo –dice–. La cuenta es ciento treinta.
–Sí –digo–, pero vos me atendiste. Prestaste atención a lo que te pedí, hablaste poco, creo que incluso sonreíste un par de veces. Es muchísimo mejor que si hubiera invitado a alguien a comer. Quiero pagar tu espléndida participación en esta cena, hagamos de cuenta que comí con vos.

25.11.10

Celos

Debían ser las tres y media de la mañana cuando comenzó a sonar el timbre. Di un salto en la cama, del susto, porque en mi precaria guarida no suena casi nunca el teléfono, mucho menos el timbre. Tenía que ser algún salamín con ganas de tocar timbres y salir corriendo. Alguien a quien de seguro se le había roto un joystick y había salido a hacer una broma que atrasaba mil años.
Pero no, era mi amigo, mi amigo H. Se lo escuchaba agitado y alterado en indefinibles proporciones, en el borde mismo de algo que no podía ser bueno. Me dijo que le abriera, rápido. Así que le bajé a abrir.
Le serví un whisky. Transpiraba a pesar del frío. Parpadeaba mucho. Se tiraba del pelo con insistencia, y dejaba la mano ahí, agarrándose un mechón de pelo del costado de la cabeza o de la nuca, como si se hubiera olvidado del pelo y de la mano.
–Bueno, ¿me vas a decir qué pasa?
Y me lo dijo. Primero pasó al baño, lo escuché vomitar, pero no lo escuché soltar la cadena, mal presagio. Salió un poco más compuesto, la cara lavada. Vi que tenía algunas manchas, salpicones color ocre sobre su blanca remera. H., que siempre fue flaco, parecía todavía más flaco, más pálido, translúcido.
Acababa de matar a un tipo. No sabía el nombre, del tipo. Pero igual lo había matado. El tipo, al parecer, se cogía a su novia, a la novia de H. Los había seguido, había esperado que el tipo dejara a su novia, la novia de H., V., en su casa, había esperado que se despidieran con un beso, y lo había seguido hasta el auto.
No le dijo nada, lo apuñaló con un picahielos que llevaba en el auto, varias veces. Por la espalda. En los riñones, primero, en la nuca, después. El tipo había exhalado como si se desinflara, y cayó muerto. La calle estaba oscura, no había nadie.
–Lo tengo abajo, en el baúl del auto. Me tenés que ayudar, Juan.
Ahí fuimos. La idea que brotó era ir a la costanera, a algún punto de la costanera, y tirar el cuerpo al río. Mala, la idea, tirando a pésima, pero la idea anterior era subir al tipo, meterlo en mi bañera, y comprar algún solvente, cal viva, no sé. H. hablaba confuso, se le trababa la lengua, por el whisky, la adrenalina, y los nervios. Daba la impresión de estar empastillado, también.
La idea de traer al muerto a mi bañera, hacía que cualquier otra idea pareciera muchísimo más potable.
Me tomé un par de whiskys y bajamos. Tuve que manejar yo, H. había entrado en una soporífera fase, balbuceaba incoherencias, lloraba un poco.
Llegamos. Paré el auto pasando aeroparque, no mucho, me pareció que por ahí estaba todo tranquilo, apagué las luces. No había nadie, bastante frío, todavía madrugada. La maniobra consistía en bajar del auto, abrir el baúl, fumar un cigarrillo. Entonces teníamos que agarrar el cuerpo entre los dos, como si fuera una enrollada alfombra, y tirarlo al río. Había que caminar unos veinte pasos, quizás treinta. Esa era la parte donde estábamos expuestos. Era preciso moverse rápido.
–Envolvé el cuerpo con esa frazada –me dijo H. Parecía más compuesto, incluso animado–. Tiramos a este hijo de puta, y te llevo a tu casa. Voy a volver a lo de V., la voy a matar también. Hija de puta, hacerme esto a mí.
–¿Te volviste loco? –Le di una trompada en el hombro, fuerte, se le voló el cigarrillo de la mano. Pensé por un instante en preguntarle si sabía algo sobre la profundidad del río en esa parte y los movimientos de la marea, pero qué podía saber H. sobre el tema, si ni siquiera le gustaba comer pescado–. Si zafamos de esta ya es un milagro. ¿Y vos querés seguir? ¿Qué te pasa? ¿Tanto quilombo por una mina?
–Pero es una hija de puta. ¡Nos estábamos por ir a vivir juntos!
–Mirá, si vas a seguir con eso, te dejo acá. Me voy caminando. ¿Para qué carajo me viniste a buscar? Vamos a terminar todos en cana.
–Tenés razón, tenés razón –Sacudió la cabeza, se sonó los mocos tapándose las fosas nasales de a una, vaciando la nariz sobre el indiferente asfalto–. Vos sos un amigo. Terminemos con esto y me voy a dormir. No doy más.
–Dale –dije–, preparate. Cuando largue el semáforo, contamos hasta diez, vemos que no pasen muchos autos y lo tiramos.
Lo único que faltaba era que matara también a V. Una buena piba, y bonita, además. Cogía conmigo de vez en cuando.

20.11.10

Ahí viene

Cada vez que te burles de alguien, de algo, de alguna situación, quiero que sepas que eso es justamente en lo que te convertirás. Eso que te parece imposible, eso que no puede ocurrir, bueno, eso sos vos. Vas a ver, se va a manifestar.
El pelado, el gordo, el hombre en la plaza que intenta besar a esa mujer gritona y absurda, curiosa mezcla de foca y camello, el tipo que camina mirando las baldosas de la vereda, arrastrando los fragmentos de un desangelado maletín, el tipo que se tira del pelo y canta a los gritos en la sala de espera de un mugriento hospital, la mujer que no puede creer lo que ve en el espejo, la loca que le da de comer a las palomas pedazos de pan viejo, y les habla, también.
Somos lo que va a fracasar, los gritos en el balcón, las muelas rotas, el agua que queda en la olla después de hervir arroz, el auto que choca, el ladrido, el portazo, el teléfono que no va a dejar de sonar nunca por que necesita decirnos que sucedió lo peor.
No te olvides, cuando te cause gracia, cuando te burles, vas a ser vos. Ahora sos vos, te toca a vos.

15.11.10

Exceso de información

Ella estaba en bombacha y corpiño. Yo en calzoncillos. Hicimos una pausa para terminar nuestras bebidas. Apuré mi whisky. Ella terminó de quitarse una de sus botitas con una corta patada.
Ella me dijo que la excitaba mucho que mientras la penetraban, en la posición clásica, del misionero, así le dicen, le tocaran el clítoris. Con un dedo. Había tenido un novio que era contrabajista de una orquesta municipal. El novio tenía un tremendo callo, amarillento y duro, en el dedo corazón de la mano derecha. El contacto de ese dedo, más precisamente de ese callo, con su clítoris mientras la penetraba el poseedor del callo, eso, la excitaba mucho. Podía acabar cinco veces seguidas, casi superpuestas. A veces más.
Ella me dijo que su ano era una preciada zona erógena que debía ser estimulada. En determinado momento de la previa a la cópula, o si ella estaba sentada encima del sujeto, entonces se le debía meter un dedo. En el ano. Pero una falange, la primer falange, nada más. Por que los movimientos circulares y por decirlo de alguna forma, perimetrales al ano, pero sin entrar, le dejaban sabor a poco. Pero si le metían un dedo completo, ni que hablar un pulgar, eso le distraía la atención, la incomodaba y se iba de foco.
Ella me dijo que cuando estaba, técnicamente, en cuatro patas, si miraba hacia arriba, hacia el techo, aunque el sujeto no pudiera verle la cara, justamente, por que estaba detrás, detrás de ella (por lo general esa era justamente, en eso consistía parte de la gracia de la posición). Si estaba en cuatro patas y miraba hacia arriba, dijo, cosa que el sujeto, a pesar de estar detrás de ella, podía sin mayores dificultades inferir por la posición de la cabeza, de la cabeza de ella. Si estaba en cuatro patas y miraba hacia arriba, dijo, lo que le gustaba era que el movimiento del sujeto, el iterativo mete-saca fuera extremadamente despacio, más aún que si se tratara de una cámara lenta, y que el sujeto, desde atrás, le agarrara las tetas, las tetas de ella, con ambas manos. Habiendo dos tetas y dos manos, lo que ella quería era una teta en cada mano, o una mano en cada teta. Pero si ella bajaba la mirada, y hundía luego la cabeza en la superficie de la cama, entonces lo que quería era que la embistieran con fuerza, de una brutal y despiadada manera, y que la tomaran por la cintura, no quería que le siguieran tocando las tetas, ni que le tiraran del cabello. Quería sentir que era embestida por un gorila, un orangután, incluso un chimpancé, que era cogida por un mono, o alguna otra clase de mamífero mediano. Y ella acababa.
–¿Y vos? –me preguntó, dejó su vaso– ¿Cómo te gusta a vos?
–A mí me gusta coger un poco –dije–, ver qué pasa.

10.11.10

Pesos y medidas

La cantidad de empanadas que debe comer un mamífero mediano del sexo masculino, entre los once y los setenta y un años, es tres. En una comida, claro, de una sentada, o parado, por qué no. En lo personal podría comer seis, sin inconvenientes, y debe haber hombres con capacidades similares. Pero los riesgos son pasar a la categoría ‘chancho cimarrón’, o a la categoría ‘jabalí’. Si el mamífero del sexo femenino come dos empanadas, también está bien, es una señal de recato y mesura, muestra que reserva sus energías para los embates del amor. Si un masculino come dos empanadas, es timorato y débil, poca capacidad aeróbica, es un infeliz, caga unas bolitas pequeñas y duras de un pestilente hedor.
La cantidad de gustos que se piden para un helado es dos. No importa si es un cucurucho o un kilo. Repito: dos. Alguien que pide tres gustos duda, quizás es un homosexual todavía larvado, alberga esa inquietud, pero aún no ha saltado hacia la garompa misma. Si alguien pide más de tres gustos, bueno, requiere de inmediata medicación, quizás no recuerde cómo se deletrea el propio apellido, tendrá dificultades para encontrar el camino de regreso a su domicilio. Uno de los gustos debe llevar la palabra ‘chocolate’, o la palabra, más precisamente las palabras ‘dulce de leche’, en su denominación, en cualquiera de sus variantes. El otro gusto acompaña, permite al sujeto manifestar alguna patética arista de su inflamada personalidad.
La cantidad de whisky que se toma en una salida, pongamos después de una cena, en un domicilio quizás, antes o después de la práctica sexual, es dos, por aquello tan preciosamente contado por HT, respecto a que ‘uno es poco, y tres es poco’. Si usted no toma nada, verá con desgarradora claridad las múltiples falencias de su ocasional partenaire, y la detestará sin remedio. Si usted toma más de tres, entonces el maldito péndulo hará que usted vea inexistentes atributos en su acompañante. La etílica nube puede llevarlo a realizar incoherentes promesas, incluso a manifestar palabras de amor.
Por la misma ley física precedente, la cantidad de polvos son 2 (dos). Menos es a reglamento, más es un fastidio. El marcador está regido por la salida del sol. Al salir el sol, el contador vuelve a cero. Usted dispone de dos polvos para ese día. No, claro, si estás casado no se aplica (iba a decir ‘no funciona’), si estás casado cambia todo.
Podría seguir, si no fuera por que yo también me aburro, podría seguir. La medida mínima de ingesta de cerveza es un litro por persona, o dos pintas. La medida mínima de ingesta de vino es media botella (si una botella de vino le dura tres o cuatro días, su idea de la diversión es bailar tap en calzoncillos con Cormillot). La medida correcta de ingesta de pizza es media pizza (aquí se puede agregar una porción de fainá, y no, no importa si la pizza es chica o grande, tampoco importa el gusto). No es preciso decir ‘te quiero’ a alguien más de una vez por día, no hay que empalagar. Se puede fumar hasta cinco cigarrillos por día, en nada modificará su precario estado de salud, ni lo despojará de alguna por siempre tan fabulada como inexistente capacidad.
Ya está. Con eso más o menos tenés una vida. Podés comer un alfajor por día, también. Después pasan unos años y te morís.

5.11.10

Dilema

Existen dos tipos de errores en medicina. El falso-positivo, y el falso-negativo. El falso-positivo es el error donde se le comunica al paciente que tiene una enfermedad fulminante y quizás terminal, que debe comenzar el tratamiento de inmediato, aún cuando el médico no sabe con certeza si el paciente tiene la enfermedad, no está seguro. El falso-negativo es el error donde no se le dice al paciente nada, y quizás tenga el tremendo flagelo, el desgarrador padecimiento.
Entre los dos errores la medicina elegirá siempre el primero. Quizás por supervivencia, quizás para evitar complicaciones legales, quizás por sadismo. O una compleja combinación de todas las anteriores, más cosas que no tengo ganas de pensar en este momento, cosas que se me escapan.
En una oportunidad, allá lejos y hace tiempo, estaba en Villa Gesell. Me fui una madrugada de un bar al cual solía concurrir a tomar algo. Me fui con una señorita, decía, a fornicar.
Aunque siempre importan los detalles, aunque lo único que suele importar son los detalles, no importan, en esta oportunidad, los detalles.
El asunto es que finalizado el por siempre y más que nada en la adolescencia gratificante acto, emerjo del interior de la vagina misma después de haber estado cogiendo como un frenético babuino. Voy al baño apoyándome en las paredes, alcoholizado todavía, vencido por la falta de sueño y la pésima alimentación. Llego al baño, y cuando voy a quitarme el preservativo, descubro con pavura que no existe el preservativo. O sí hay preservativo. Una arandela de goma enroscada a la base de la todavía algo enhiesta garompa. El preservativo, de pésima calidad, hecho más que probablemente con restos de caucho de neumáticos de tractor reciclados, por que en Argentina se suele entender todo mal, en Argentina reciclamos así. El preservativo, entonces, se había roto durante el coito.
En aquella oportunidad y sin saberlo otra vez, el dilema, falso-positivo versus falso-negativo. El falso-positivo era salir del baño, pálido como un fantasma, sentarme sobre la cama, encender un cigarrillo, y contarle a P. que el preservativo se había roto, que yo había eyaculado como un dromedario, y que muy probablemente podía haberla dejado embarazada. El falso-negativo era hacer desaparecer los restos del preservativo, lavarme la cara, pishar, volver a la habitación, sentarme en la cama, encender un cigarrillo, y decirle a P. que me gustaba mucho su corte de pelo, su flequillito stone.
–Che, me encanta tu corte de pelo –dije, pité.
Opté por el falso-negativo. Y es que por más que me han dicho que tengo el don de curar mediante el garche, a pesar de haber ayudado a tanta pero tanta gente, jamás me consideré, en el estricto sentido de la palabra, un médico.