El asunto es que mi amigo JC había querido ser filósofo. Y contaba, al respecto, una anécdota.
Mi amigo JC estudiaba filosofía. Iba a la facultad con alegría, con interés, la filosofía era su pasión. Leía a los filósofos de la antigüedad. Leía a Sócrates y a Platón, a Spinoza, a Kant. Leía a Heiddeger, soñaba con cruzarse en la calle con Foucault.
Y mientras estudiaba trabajaba en una librería, iba a sus clases, leía, leía todo lo que podía como si se tratara de un animal con sed. Quería ser filósofo, esa era su vida.
Hasta que. Estaba cursando una materia, no, no sé qué materia. Ya tenía más de tres años de carrera adentro. La materia que estaba cursando era genial, le abría un mundo tan anhelado como nuevo. Y la profesora era una mujer que parecía saberlo todo. Tenía las respuestas, lo guiaba. Le mostraba nuevos caminos dentro de las procelosas aguas del saber.
La materia que estaba cursando finalizaba con una investigación, un trabajo. El trabajo tenía una fecha de entrega. Así suelen funcionar las cosas cuando uno estudia, filosofía o cualquier otra carrera.
Y JC sintió que en esa materia, en ese trabajo final, se jugaba su destino. Se aplicó, escribió, investigó tanto, que se quedó sin tiempo. Quería mostrar todo lo que tenía para dar, lo serio que era para él el asunto. Así que le dijo a la profesora, que había dicho que los trabajos debían ser entregados el siguiente miércoles, que no le alcanzaba el plazo.
La mujer lo venía estudiando en su comportamiento, reconoció la llama más genuina. Le dijo que no se preocupara, que le alcanzara el trabajo a su casa, a la casa de ella, el sábado a la mañana, o el domingo. JC anotó la dirección, agradecido.
El domingo a la mañana, con el trabajo prolijamente ensobrado, JC fue a la dirección que le había dado la profesora. Era poco más de las diez de la mañana, tocó timbre.
La dirección era en un precario edificio por el barrio de Constitución. En la puerta había un sujeto semidesmayado, con pinta de haber recibido un botellazo en la cabeza. La entrada del edificio estaba cubierta de vómito, y había un penetrante olor a pis.
–Ah, sí –dijo la mujer por el portero eléctrico–. Ahí bajo a abrirte.
Y bajó. Estaba con unas chancletas y medias de lana, un camisón bastante sucio. Despeinada, los lentes caídos sobre la nariz. La mujer lo hizo pasar, le ofreció té.
Ahí termina la historia. Pero no termina todavía.
Contaba JC que lo que vio esa mañana, la cocina con los azulejos verde agua resquebrajados, la canilla que goteaba, un despanzurrado sillón en el comedor. Los libros con los lomos destrozados, parte de la dentadura de la mujer en un vaso, platos sin lavar. El camisón al que le faltaban un par de botones permitía atisbar el azulado pecho. JC vio todo eso, vio, por decirlo de algún modo, el otro lado de la filosofía. Y el lunes largó la carrera. No fue más. Decidió, aunque la palabra, el verbo, no era decidir, sintió que no iba a ser filósofo. No era eso lo que quería.
Podría uno seguir la línea argumental, hacer comparaciones. Como por ejemplo, el remanido caso del pibe que ve a la madre de la novia y se da cuenta, bueno, que la dulce niña que le gusta se convertirá en algo así. Y decide que no podrá soportarlo.
Pero mucho más importante es entender que algún tiempo después, siempre algún tiempo después, estarás en un lugar que jamás imaginaste. Hubieras estado dispuesto a jurar que tu vida jamás se convertiría en algo así.