30.1.15

Control remoto


–Cuando te digo que no es no, che –dije. 
Me incorporé un poco, en la cama. Me dieron ganas de fumar.
–Tenés que entender que uno también tiene quilombos –encendí un cigarrillo, pité–. Mi trabajo es mental, y eso es mucho peor que un trabajo físico. Porque descargar un camión repleto de ladrillos lo puede hacer cualquier retardado, pero estar pensando qué hacer con el dinero de otros. Hacer que ganen dinero, no fallar, exige agudeza y precisión, sagacidad. Hay mucho riesgo involucrado, es una presión enorme.
–A ver si lo entendés –me puse de pie, en calzoncillos, traté de meter un poco la panza para adentro–. Para que lo entiendas, no es un problema del hardware –me agarré, con una mano, la encogida poronga, los pesados huevos–. El problema es del software –me solté los huevos y me apunté, con un dedo índice, la sien derecha.
–Vos también sos tremenda –chisté, contrariado–. Sos muy egoísta, las cosas tienen que ser como vos querés, cuando vos querés. Yo no soy una poronga con rueditas. Soy un ser humano con todo lo que eso implica, con sus pasiones, sus anhelos. No puedo arrancar a control remoto. 
–Ehhh –dijo Miriam, se frotó los ojos con un antebrazo–. Estás hablando solo, Juan, me asustaste. Dormía.
Todos necesitamos rechazar, algo, cualquier cosa. No importa de qué manera se esté yendo, al mismísimo carajo, tu vida. Te hace sentir bien.

24.1.15

Para Jonathan, para Micaela


Si te llamás Jonathan sos un pelotudo.
No, en Estados Unidos no, en Estados Unidos está bien. Es normal, eso quiero decir, no importa. A quién carajo le importa cómo te llamás en Estados Unidos.
Pero si te llamás Jonathan y naciste en Buenos Aires, bueno, tu mamá no te quiso. Es claro para mí.
Si te pusieron Jonathan, tu mamá tiene algún retardo. Veía muchas telenovelas, telenovelas mexicanas principalmente, venezolanas también. Tu mamá estaba esperando que le sucediera algo maravilloso, un cuento de hadas, algo que no le sucedió porque le sucedió tu papá, que era corredor de artículos de limpieza por la provincia de Buenos Aires, zona oeste. Tu papá que es hincha de Lanús y sueña con que Lanús juegue la copa Libertadores y le gane al Palmeiras o al Corinthians, de visitante, en Brasil. 
A tu mamá, que nunca hizo un pomo más que mirar telenovelas, le pasó tu papá, que sigue yendo a la cancha. Y después naciste vos, que estuviste a punto de ser Brian, pero fuiste Jonathan, no sé qué es peor.
Nada, no se te va a ocurrir absolutamente nada y no es del todo tu culpa. Tiene que ver con de dónde venís, lo que sos. A veces, pasa que alguien tiene la suficiente fuerza para volantear, torcer su destino. Pero no vos, Jonathan.

Si te llamás Micaela sos una tarada.
Si te llamás Micaela es porque tu mamá creía que ibas a tener inquietudes artísticas, algún profesor de la primaria le dijo alguna vez que dibujaba bien (ella, vos todavía no habías nacido). Después se metió en una banda de rock, en la secundaria, aunque en la banda no estaban muy seguros si querían ser los Beatles o los Rolling Stones, o cantar canciones de Mercedes Sosa o de Víctor Heredia en las peñas donde el vino por lo general es malo pero barato. Se comen empanadas.
Y tu mamá iba a Villa Gesell a vender remeras con estampados de mariposas y flores, y fumaba marihuana con mugrientos artesanos que la cogían en el interior de destartaladas combis o directamente en la playa, de noche, cobijados apenas por la lona de una carpa.
Y tu mamá quedó embarazada mientras trabajaba de moza en un bar de San Bernardo, y no supo muy bien de quién porque ese verano habían venido a tocar muchas bandas y la cogieron, a ella y a otras, entre varios. 
Tu mamá pensó que vos serías la nueva Janis Joplin, que terminarían todos los domingos comiendo un asado en la casa de Spinetta, o viviendo en Buzios, donde el agua es muy fría pero es tan rico el ananá, las ensaladas, el mango.
Así que no importa. Estudiaste computación, y sos vegetariana. Cantabas en un coro que animaba fiestas infantiles, casamientos, después se pelearon por un temita de plata. No pudiste hacer mucho más que eso, Micaela. No te daba.

Si no te llamás ni Jonathan ni Micaela, bueno, es más o menos lo mismo. No parece que vayas a poder hacer gran cosa con tu vida. Somos lo que somos, poco tiene eso que ver con lo que pudimos ser. Es triste, podríamos encontrar múltiples razones, infinitas causas. Tampoco importa mucho cómo te llames.

18.1.15

Pulsión


Cuando yo la conocí, ella ya tenía varios años de yoga encima. Lo cual, junto con los por demás tangibles beneficios para la salud que la milenaria práctica proporciona, bueno, también le daba un cuerpo estilizado, flexible y apenas musculoso a la vez. Me atrevería a decir con las más exquisitas proporciones.
Empezamos a salir y ella me fue contando sobre la avidez espiritual que se le había ido despertando muy de jovencita. Casi podríamos decir en la adolescencia. Unas ganas de saber, de entender la vida. No podía ser sólo lo que se veía en la superficie. Había más, mucho más, y ella quería experimentarlo. Ella tenía esa pulsión. 
Al poco tiempo nos fuimos a vivir juntos. Empezó un posgrado de Reiki que duraba dos años, se trataba ella misma para estar radiante, y atendía pacientes. Hacía circular la universal energía con la ayuda de sus manos, activaba chakras, enviaba energéticas ondas de paz y salud a los animales y a las plantas, a la galaxia toda.
Practicaba Tai Chi Chuan, también. Con un chino de noventa y tantos años que era venerado en todo el mundo. El chino la guiaba a través de la oriental sabiduría, le mostraba, sin hablar, los caminos del Tao. 
Había hecho el curso de El Arte de Vivir, todos los cursos, desde el básico hasta los más avanzados que incluían retiros. Respiraba veinte minutos cada mañana, siguiendo un método, antes de desayunar, se purificaba de ese modo.
Y meditaba, claro. Meditaba sentada, y parada, y caminando también. Decía que la meditación no era una práctica, la gente no entendía bien. La meditación era una cosa permanente, un estado del ser, una forma de vida.
Cuando descubrió que yo estaba cogiendo con la boliviana que venía a limpiarnos el departamento una vez por semana, se puso mal. La boliviana era casi analfabeta, y debía andar bien arriba de los cincuenta años, pero viste que es difícil sacarles la edad. Tenía una leve renguera, la mujer, y le faltaban varias piezas dentales.
–¿Cómo puede ser? –dio una patadita en el suelo, ella, se sacó el pelo de la cara– ¿Cómo puede ser que estés con esta mujer? Vuelvo y te encuentro en la cama con la señora de la limpieza. Cómo puede ser, Juan.
–Bueno –dije, mientras intentaba ponerme aunque sea un shorcito, no se debe discutir desnudo con alguien que está vestido–. Es que acá, a Normita, le importa un carajo el espíritu. A Normita le gusta coger.

12.1.15

Analía se mira un dedo del pie


Pasé a saludar a un amigo. Se mudó, mi amigo, a una casa que compró en la parte más linda de Acassuso. Tiene plata, mi amigo, hizo dinero, es un abogado de los bravos. 
Además de la casa, consiguió una novia, no, no la compró, o quizás sí. Es opinable, no viene al caso. La chica es preciosa, linda como una mañana de sol en la playa. Flaca, morocha, alta, con el cabello corto. Las piernas largas, con las rodillas apenas hacia adentro, tetitas firmes, finísimos tobillos.
No, no me interesa la novia de mi amigo. La observé como un objeto de diseño, como podría observar un Alfa Romeo Mito azul recién lustrado, como podría observar una milanesa con papas fritas y dos huevos fritos encima, las yemas ahí, expectantes, a punto de reventar al menor roce de un pedazo de pan. Por aquello de ‘una cosa bella es una alegría para siempre’, como dijo el poeta. 
La chica debía tener no más de veinticinco años, como mucho veintisiete. Se paseaba en bikini, recién salida de la pileta. Su culo compacto y corto, un culito para ponerla en cuatro patas y entonces sí, mientras le chupás la concha, mientras la paleteás como si tuvieras la lengua de un ñu, le apoyás la nariz en el culo. Le metés, apenas, la nariz en el culo, le respirás adentro.
Pero. Yo estaba tomando un gin tonic, conversando un poco, había más gente. Otros amigos de mi amigo, un par de parejas. Y entonces vino el pero. La chica, la novia de mi amigo, Analía. Se sentó envuelta en un toallón, en el asiento que estaba al lado mío. Quedó de perfil. Y pude verlo, no me preguntes cómo pero pude verlo, aunque quizás la palabra, el verbo utilizado, no sea el correcto. Porque era más sentirlo que verlo, sentirlo tan claramente como sentiría si me pincharas un huevo con un alfiler de gancho.
La chica se observaba, como al pasar, mientras fingía participar de la conversación. Se observaba algún detalle, un dedo de sus fantásticos pies, o un lunar, o el reflejo de su perfil contra la espejada superficie de un mueble de diseño. Aterrada, atenta y aterrada a la vez, en parecidas proporciones, como quien vuelve a su domicilio y descubre que alguna cosa no está en su lugar, las panteras han entrado al templo.
Y entonces entendí todo. Cuando tenés un don, el don viene, trae incorporado, lo sepas en un comienzo o no, el terror a perderlo. El don, que te define, que forma constitutiva parte de tu ser, viene con el qué será de vos cuando empiece a menguar, cuando el brillo se opaque.
Quizás las cosas sean muchísimo más justas de lo que pensamos. Y más perversas, también.

6.1.15

Concepto de finitud


–El problema es el concepto de finitud –dije, con la boca llena de papas fritas.
Estábamos en la casa del Pipi, buen amigo. Habíamos ido juntos a la secundaria. Escuela Nacional Superior de Comercio Número 3, ‘Hipólito Vieytes’, de Caballito. Hacía mucho, en otra vida.
Éramos cuatro, estaban, además del Pipi y yo, Hugo y Mariano. Había cumplido años, el Pipi, la semana anterior, y nos invitó a su casa a cenar. También estaba Gabriela, esposa del Pipi, había prometido hacer milanesas con papas fritas. Una maestra, Gabriela. Si algún día conozco una mujer que me quiera, se va a llamar Gabriela, pensé, tuve esa sensación
–Es verdad, es verdad –dijo Hugo, muy serio. Dejó los cubiertos al costado del plato. Parecía compungido.
–Hasta los treinta años no aparece en tu universo el concepto de finitud –dije, y me metí un bocado de milanesa, un cuadrado de unos cinco centímetros de lado, en la boca, aún sin haber terminado de tragar las papas fritas–. Y entonces páfate. Aparece, crece, se desarrolla. Como un virus, como una bacteria. Vas descubriendo que sos mortal, que te vas a morir. Que hay tantísimas cosas que no hiciste y te hubiera gustado hacer. Que vas a desaparecer de la faz de la tierra, en breve. No importa si faltan once años o treinta y siete. Van a seguir estando allí los árboles, las flores, la lluvia y el mar. Pero vos no vas a estar ahí. Vos no.
–Es tan real lo que decís –Mariano bebió un sorbito de vino–, tan tremendo.
Personalmente prefiero las milanesas con puré, pero las papas fritas estaban buenísimas. Brillaban como soles en miniatura, doradas, crujientes. Me serví, de la fuente, a mi plato. Incliné la fuente y dejé que se deslizaran, que vinieran a mí.
–La muerte está ahí, de pronto te notificás –milanesas, me serví otra milanesa. Había mayonesa, había mostaza, dudé. Apreté un limón. Milanesas como mapas de Oceanía, milanesas como rostros del pasado, milanesas–. Y ves cómo se derrumba todo tu orden de prioridades. Te crece una tristeza que es un pozo, una hondura difícil de clasificar, la sensación de caer que sólo habías experimentado en sueños. 
–Está bien, es verdad –el Pipi jugaba con el tenedor a pinchar restos de pan rallado que habían quedado en su plato–. Pero parece más que nada descriptivo, como un enunciado. Quiero decir, no veo propuesta. Te falta decir algo más, no sé.
–No –dije–. El problema no tiene solución, eso está claro. Pero el solo hecho de mencionarlo hizo que se quedaran pensando. Y yo me pude comer casi tres milanesas al hilo. Me pareció que no iban a alcanzar para todos, la verdad que por un momento me preocupé.