30.10.18

La felicidad ja ja jaja


–La felicidad es lograr aspiraciones, muchachos, eso es todo lo que tienen que saber. Logros sobre aspiraciones –dijo el profesor. No, no importa qué profesor, no importa la materia. Era la escuela secundaria y yo no sabía un pomo de la vida, pero tenía la fuerza del tamaño de un mar, no quería conformarme con mordiscones. No sabíamos todavía, no podíamos saber que la vida te empieza a pasar la piedra pómez por las bolas despacito primero, casi ni te das cuenta. Cada trámite, cada viaje en subte, cada vez que te lavaste los dientes y miraste y viste que escupías pedacitos de comida, cada vez que te sacaste el forro y viste eso que había salido de tu cuerpo, y así. Cada óptica que rompiste del auto, cada noticia donde cuentan que le quemaron las plantas de los pies a un jubilado con una plancha porque no quiso decirles a los ladrones dónde escondía sus ahorros. Hasta que no das más, hasta que te das cuenta que vas caminando por una calle del centro con la mirada perdida o gritando incoherencias por el celular. Y entonces entendés un poquito pero ya es tarde, porque darse cuenta es justamente el chinchin tibetano que te avisa que se fue todo a la mismísima mierda para nunca más volver, aquello que podríamos llamar tu ‘vida’.
Y me acuerdo que el profesor dijo eso sobre la felicidad y después terminó la clase, la clase de cualquier cosa y cada uno siguió con lo suyo.
Pero lo que el profesor no dijo es que todos nos íbamos a pasar la vida corriendo por agrandar de algún modo, de cualquier modo, trabajando el numerador. No dijo que también se podía achicar el denominador. Una vida menos agitada, quizás más sencilla.

20.10.18

Rotura de karma


El problema es más o menos, siempre más o menos por que la vida es más o menos, así. La gente tiene tiempo y dinero, o no tiene. Pero esas serían las dos cosas que mantienen a una persona con vida.
Sí, también está el amor, claro, y el dulce de leche Vacalin y Netflix y los cuadros de Francis Bacon, toda categorización es arbitraria, no rompas las pelotas.
Los que tienen tiempo se la pasan buscando dinero. Y los que tienen dinero se la pasan pensando en la salud, en cómo no morirse, en cómo hacer durar el tiempo, que el tiempo dure más tiempo. Aunque hay gente que tiene dinero y se la pasan buscando más dinero y más, hasta que un día alguien toca la campanita y les avisan que ya no tienen más tiempo.
Pero está mal, es asimétrico. Se distorsiona todo, el ser humano se va volviendo una total y absoluta mierda.
Lo que hay que hacer es lo siguiente. Avisarle a la persona que cuando se muera su patrimonio se sortea. Sí, le podés dejar algo a tus hijos, una casa, algo de dinero. Pero si tenés diez departamentos en Miami o una empresa con quinientos empleados, eso se sortea. Porque el que nace con una dotación inicial de recursos genéticos, petiso o rengo o con un labio leporino, sabe que tiene que vivir con eso y lo soporta y quizás consiga sobreponerse de algún modo, pero si vive en una tribu africana o en Berazategui y es pobre, sabe que va a seguir siendo pobre toda la vida.
Se sortea, la fortuna de un millonario austríaco le puede tocar a un congoleño que nació en una aldea, las combinaciones son infinitas. Se sortea la riqueza del que muere con los que nacen ese mismo día si querés. Puede ser dentro del país o del continente o se firman acuerdos de cooperación. Se puede sortear que un año los chicos que nacen en Etiopía reciben los patrimonios de quienes mueren en Alemania, y así. De esa forma los hijos de los millonarios no serán tan millonarios (ni tan boludos), los que nacieron en la miseria pueden tener suerte. Tratá de imaginarte cómo se modificarían las motivaciones de las personas, el impacto que la nueva situación tendría en sus maneras de ver la vida.
No, ya sé, te parece una impracticable pelotudez, no te gusta ni un poquito la idea. Esta mañana me cortaron el gas y tuve que bañarme con agua fría, debe ser eso.

10.10.18

Una suerte de existencial equilibrio


–Para mí se trata de una suerte de existencial equilibrio –dije–. Lo que sucede es que llegó la modernidad, nos alejamos de la rueda y el fuego. Podríamos decir que nos perdimos en el camino.
Ella me miraba, yo no diría con entusiasmo pero sí con interés. El restaurante era bastante bueno, italiano, pequeño y acogedor, como si una madre sudorosa y de regordetas manos te estuviera amasando las pastas que ibas a comer. No era demasiado caro, además, había pedido un vino mitad de tabla. Era la primer salida, tampoco quería intentar parecer lo que no era.
–Te doy un ejemplo, para que veas –dije–. Me confundo las fechas, tampoco soy un estudiante de historia. Pero ponele que por el año 1300 fue la peste negra, en Europa. La gente se moría como moscas. Nada, lo que se conocía del mundo se redujo no sé, a la cuarta parte. Murieron millones de personas.
Ella soltó los cubiertos. Se había pedido una especie de lasaña de berenjenas que tenía buena pinta, pero más que nada porque estaba cubierta de queso gratinado. Había comido dos o tres bocados, era evidente que se cuidaba. Comer no era lo suyo.
–Y de pronto los médicos, los científicos de la época, van y descubren un grupo de gente, unos campesinos en determinada zona de Bavaria o Baviera, no sé, que no se morían –dije–. Los tipos seguían trabajando, en lo suyo, eran granjeros. Y estaban lo más bien, ¿entendés?
Ella tomó un sorbo de vino pero apenas, como si se mojara los labios. Yo había conocido mujeres que tomaban ginebra en La Giralda, una bailarina de tango que se tomaba un vaso de vino en dos tragos, te tenías que apurar para que no se tomaran tu parte de la botella.
–Y de pronto descubrieron, entonces –dije–, porqué. Por qué a ese pequeño grupo de personas no les sucedía nada, no se morían. Era porque trabajaban cosechando, entre otras cosas, cebollas. Dormían en un galpón repleto de cebollas. La cebolla suelta algo en el aire, no sé, que mata todos los virus, las bacterias. La cebolla hasta impide que te piquen los mosquitos, tiene propiedades mágicas.
–Muy interesante, la verdad, lo que me contás –se acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja, intentó sonreír–. Aunque no sé a qué viene todo esto.
–Que desde acá te siento el aliento que tenés –dije–. Ni sueñes con que te chupe la concha.