30.10.15

El método


Lo que te da satisfacción no es, nunca fue, el objeto. Cualquier objeto, no importa el objeto. Lo que te da satisfacción es la ausencia, temporaria por cierto, del deseo que te atormentaba.
Lo que te hace sentir bien, en determinado momento, no es nada más que la falta de alguna específica incomodidad. Así como podríamos afirmar, sin excesivas dificultades, que la salud es ausencia de enfermedad. Alguien dijo alguna vez aquello de ‘la salud es el silencio de los órganos’. Más o menos parecido a lo que te dije, a lo que te estoy diciendo.
Quizás te parece trivial lo que te digo, no estás en desacuerdo de manera específica, pero tampoco encontrás ninguna genialidad en mis palabras. Y te equivocás. Tu pasmosa superficialidad te impide interpretar la relevancia de lo que acabo de explicar. Porque ahí está la llave, no te digo para que seas feliz, no hace falta tanto. Pero sí para que puedas de algún modo continuar con tu precaria existencia.
Lo que tenés que hacer entonces es acentuar la condición, el fastidio, la molestia. Un poquito nada más, con eso alcanza. Y luego, como por arte de magia, te vas a poder sentir mejor, creaste el espacio.
Lo mejor va a ser que te de un ejemplo. Ponele el calor. Te quedaste en Buenos Aires, sos un seco, no te podés ir de vacaciones. Y hace treinta y tres grados, y por la radio dicen que va a hacer treinta y nueve grados, por varios días, y que no va a llover nunca más.
Y ves las tapas de las revistas, chicas untándose el culo con bronceador en Punta del Este, pibes haciendo esquí acuático en el Caribe, gente bailando en la playa, bebiendo bebidas de fosforescentes colores. Y te querés matar.
Acá viene el punto. Tenés calor. Tenés que acentuar esa condición. Ponete un traje, aunque puedas ir de sport. Ponete corbata también. Y metete en el subte. Sentate en uno de esos bancos que hay en el andén. Quedate así, sentado, chorreando transpiración, cinco o diez minutos. El subte es el infierno, es el horror de estar vivo, cualquiera lo sabe. Pero acá está el truco: es provocado. Por vos, aunque sea en una centésima parte.
Y entonces. Cuando salgas del subte, cuando salgas a la calle y compres una coca cola, cuando te saques el traje y te pongas ese shorcito de mierda manchado de tuco, te vas a sentir genial. Ya no sos del todo víctima de las circunstancias, hay algo que vos pudiste hacer.
También te podés tirar a las vías. Quiero decir, si no funciona el método, te podés matar.

24.10.15

Revés a dos manos


Ella entra al restaurante.
Está alterada, nerviosa. Fuera de sí. Le pasó el dato una amiga, que tampoco es tan amiga. Los últimos años se veían en alguna clase de gimnasia por el barrio, se prometían tomar un café.
La paró, una amiga, en la calle. Le dijo ‘mirá, Laura, te quiero contar algo’.
–Mirá, Laura, te quiero contar algo –le dijo Cecilia.
–Sí, decime –respondió Laura. Seguramente era para poner plata para el cumpleaños del profe de gym, o alguna idiotez por el estilo. Pero le hizo ruido la palabra ‘comentar’. Tenía turno con su clínico, estaba apurada.
–Tomemos un café mejor, así no hablamos en la calle –dijo Cecilia–. Son cinco minutos nada más.
–Eh, bueno –dijo Laura.
Imposible. Cecilia le preguntó si ella seguía saliendo con Federico.
–Sí –dijo Laura–. Yo diría más que saliendo. Vivimos juntos hace dos años.
–Bueno –dijo Cecilia–. No sabía si contarte. Una nunca sabe qué hacer, qué es lo correcto. Pero yo te conozco hace muchos años, Laura. Fuimos muy amigas, así que yo te lo cuento igual.
Y le contó, Cecilia. Cecilia tenía una amiga, otra amiga, que se había puesto de novia. Y habían ido a comer, de a cuatro, a un importante restaurante de Puerto Madero. La amiga de Cecilia se había puesto de novia con un polista, con un pibe bien. En el restaurante, Cecilia había visto en una mesa, medio escondido, a Federico. Cecilia conocía a Federico de antes, de vista.
–¿Y? –Dijo Laura, por decir algo mientras llevaba más de un minuto revolviendo su café.
–No me entendiste –Cecilia miraba por la ventana–. Estaba con otra mina.
Agregó, Cecilia, que Federico y la otra mina se besaban, él le tenía de a ratos la mano sobre la mesa. Cuando le contó, Cecilia, eso, lo que veía, a su amiga, a su amiga con la que estaba cenando. La amiga le había dicho ‘¿Ese? Lo vi varios jueves, con la misma mina. Se nota que se adoran’.
Eso fue lo que le contó, Cecilia, a Laura. Laura dijo que no, que nada que ver, no podía ser. Terminó su café y se fue.
–¿Cuál es? –Preguntó Laura, antes de irse.
–¿Cuál es qué?
–El restaurante, el nombre.
Cecilia le dijo el nombre del lugar. Laura se fue caminando. Todos los jueves Federico tenía fútbol con los muchachos, y asado. Volvía tarde, se iba directo a duchar. Después se metía en la cama. Laura pensó, un instante. Jamás había llegado, Federico, en el último tiempo, algún jueves, y la había cogido. Cualquier otro día podía suceder, que llegara o se despertara en medio de la noche, con ganas. Pero no un jueves.
Laura esperó al próximo jueves. A eso de las nueve de la noche se tomó un taxi a Puerto Madero. Entró al restaurante. Le preguntaron si tenía reserva, dijo que buscaba a alguien.
El restaurante era grande y estaba lleno de gente, pero lo vio. Al fondo, de espaldas a la puerta. Lo hubiera reconocido en cualquier parte, la manera de sentarse, los rulos.
–Hola –Dijo Laura. Se paró junto a la mesa. Federico le soltó la mano a la chica. La chica la observó, como si ella fuera una empleada del local, como si ella estuviera ahí para preguntarle si iban a querer algún postre, o quizás más vino.
–No es lo que vos pensás –dijo Federico, balbuceando.
–Estaba esperando si me confirmaban los estudios –dijo Laura. Sacó los análisis de la cartera. Los estudios que confirmaban que estaba embarazada, la sorpresa que venía guardando–. Me llamaron del laboratorio para avisarme que tengo sida. Así que yo te diría que vayas y te hagas ver vos también –miraba a la chica, la apuntó con el sobre. La chica tenía unos fantásticos ojos verdes–. Todas tenemos que tener cuidado de a qué boludo nos cogemos, viste cómo es.

18.10.15

La ley de los grandes números


Voy a un bar, a desayunar.
Me siento. Pido, me traen el pedido.
–Oíme, forro –tiro la cucharita del café con leche, al piso–. Te pedí un café y una de manteca, me trajiste un café con leche y una de grasa. ¿Qué te pasa, tus papás son parientes? ¿Estás medicado? ¿Eras el último aborto del día y te rasparon las neuronas con una cuchara oxidada? Mamita querida, habría que mandar a la Antártida a todos los que no tengan primaria completa.
Al mediodía, voy a almorzar, es un restaurante de barrio. No es muy caro, hacen comida casera.
Pido un vino barato, unos ravioles con estofado.
El mozo se va, el mozo vuelve, trae el pedido. Pruebo el plato, pruebo un sorbo de vino.
Lo llamo. Viene.
–Escuchame una cosa, infeliz –me pongo de pie, suelto los cubiertos, escupo sobre la mesa–. La bolognesa ésta, ¿no sabés si alguien antes no se lavó el culo con la salsa? El tomate está ácido como si lo hubieras meado vos o un rinoceronte, lo que equivale a decir lo mismo. Llamalo al dueño que le quiero preguntar por qué sirven de comer esta mierda. Para eso sería mejor que apliquen rifle sanitario.
Paso por una fiambrería, entro.
–Fenómeno, el otro día te compré doscientos gramos de jamón cocido –agarro un paquete grande de papas fritas, como si lo estuviera pesando, después lo tiro al piso, y lo piso, escucho cómo se deshacen las papas fritas bajo mi suela. Es como si, por un instante, las papas fritas me rascaran las plantas de los pies, una sensación de lo más agradable–. No es que no era jamón cocido, no era ni paleta. Era una especie de plástico, un polímero, aunque dudo que vos sepas el significado de esa palabra. Tenés pinta de tener alguna clase de retardo. También, para tener esta fiambrería de mierda, en este barrio de mierda. Seguro que veraneás en San Clemente, qué le vas a hacer, para más no te daba.
Hace como dos semanas que vengo con una racha bárbara. Gano guita, me cojo a la mina que quiero, me salen todas. Necesito que me caguen a trompadas o que me lleven detenido, prefiero no abusar.

12.10.15

Pedazo de queso


Durante cinco años me dediqué a ir a los supermercados, todos los días, durante veinte minutos, media hora. A veces hacía dos tiempos, uno a la mañana, y uno a la tarde.
Nada, no compraba nada. Iba y paseaba, adentro del supermercado. Miraba las cosas expuestas en las heladeras, en las góndolas.
Y tengo buena memoria. Podía decirte si el vino Santa Julia Roble Malbec 2009 estaba dos pesos más barato en el Jumbo de regimiento en determinado mes del año, si las arvejas Arcor convenía comprarlas en el Coto de Villa Urquiza. Sabía el precio del queso Port Salut de La Serenísima, con cuatro decimales, en cualquier supermercado de Caballito y de Almagro. Vos me decías el peso, en gramos, del pedazo de queso, y yo te decía el precio. No fallaba nunca.
Te podía decir el precio de cualquier pasta fresca de La Salteña en el Carrefour de la calle Las Heras, te podía decir cuál era el spread, la diferencia de precios, entre las latas de atún al agua La Campagnola, con las latas de atún en aceite, con las latas de atún en aceite de oliva, también. A veces esa diferencia, ese spread varía de un supermercado a otro, de acuerdo a si en ese barrio se consume más un tipo de atún que otro. Lo tenía estudiado, al detalle.
A eso me dediqué, básicamente, eso hice, durante cinco años. Eso y no mucho más que eso. Seis días a la semana, descansaba los domingos, por aquello que el domingo hasta Dios descansó. Bíblico asunto.
No, ya sé, no le encontrás el menor sentido. Vos durante esos cinco años te dedicaste a estar en pareja, a trabajar en una oficina. Te casaste o pusiste un negocio, cambiaste el auto, tuviste un hijo. Hiciste gimnasia o dieta, hiciste un curso.
Tampoco parece gran cosa.

6.10.15

Las fuerzas de la naturaleza


Pasó de casualidad, por decirlo de algún modo, aunque todo bien mirado no es mucho más que una gigantesca casualidad. La mayoría de las cosas suceden ajenas a la voluntad de las personas. Que la persona lo sepa o no, bueno, eso es otro tema.
Volví de un viaje a la India, siempre había tenido ganas de ir a la India, porque me parecía que todo lo que había que saber, en el campo de la espiritualidad digo, bueno, salía de ahí. Me llevaron a ver a un gurú, ojo, tenés un gurú cada media cuadra, pero este gurú en particular nos ofreció un rito de iniciación que consistía en un mantra, un ejercicio de respiración, y una purificación en el Ganges. Nos pidió poca plata, así que me pareció razonable. Después de todo, para eso había ido a la India, era eso o comprar una moto y salir a recorrer la Argentina hasta pegarme un palo y quedar todo roto. La vida no tenía mayor sentido, me había venido grande.
Volví de la India, a seguir con mi vida. Y un día le dije a Mónica que se sentara frente a mí. En una silla, claro, así como estaba, en bombacha y corpiño.
–Qué pasa –dijo Mónica. Andaba cansada con su trabajo en el hospital, era enfermera y no tenía ganas que le pidiera cosas raras. Un polvo rapidito y a dormir, había estado todo el fin de semana de guardia.
–Te voy a hacer acabar –le dije–. Con la mirada.
–¿Eh?
–Vos cerrá los ojos, yo ni te voy a tocar. Van a ser, como mucho, cinco minutos.
–¿No preferís que te la chupe un poquito, Juan? –Mónica volvió con una silla de la cocina–. Te la chupo y después me dejás ver un rato la tele tranquila.
–No, dale –le indiqué que se sentara, en la silla. Yo estaba sentado en el borde de la cama–. Vas a ver.
La miré, justo entre los ojos, donde se supone que está ‘el tercer ojo’. Miré sólo ese punto y nada más. Con la mente en blanco.
Pasaron dos o tres minutos.
–¡Aaahh! ¡Así, así! ¡Ahhh! ¡AH! –Se retorció, Mónica, en la silla. Casi se cae al piso. Abrió los ojos, abrió los brazos, también.
–¿Cómo hiciste? –Se puso de pie, tenía la bombacha empapada–. No entiendo, fue el mejor orgasmo de mi vida. Todavía me tiemblan las piernas.
Se ve que Mónica se lo contó a un par de amigas del hospital, pero no le creyeron. Me preguntó si podía traer a una amiga, para que se lo hiciera, con la mirada, igual que a ella.
Le dije que sí, pero que mientras se lo hacía no podía haber nadie presente. Ella podía esperar en la cocina.
Vino con una mujer de unos cincuenta años, pelo corto, bastante excedida de peso. Le indiqué el procedimiento, que se desvistiera y se sentara en la silla con los ojos cerrados. Le dije que no iba a tocarla, me miró como diciendo ‘si querés tocarme, no hay problemas’.
Cerró los ojos. Me puse de pie y comencé a mirarla desde arriba, esta vez el chakra de la coronilla, como si fuera en el centro exacto de la cabeza. Miraba ese punto y nada más, con las manos cruzadas a la espalda.
Empezó a gritar como si la estuvieran acuchillando. Gritaba, gritaba y se reía. Entró Mónica, asustada. Prendió la luz.
–Es genial –Se puso de pie, la mujer, que se llamaba Alicia. Me abrazó–. No tenía un orgasmo desde que murió mi marido. Es genial –Lloraba, Alicia–. Gracias, gracias.
Se corrió la voz. Una cosa trajo la otra. Alquilé un consultorio por la zona de Tribunales, no podía tener un desfile de mujeres en mi departamento porque del consorcio iban a pensar que andaba en algo raro. Compartía el consultorio con un pedicuro, era la fachada perfecta.
Venían mujeres y más mujeres. De todas las edades, chicas jóvenes que habían tenido un mal comienzo con algún noviecito y habían quedado traumadas, señoras mayores a las que les habían diagnosticado un cáncer terminal, obesas mórbidas, mujeres que habían sido golpeadas por sus maridos y habían perdido la capacidad de sentir.
Atendía de nueve a diecinueve, de lunes a viernes, los sábados hasta las dos de la tarde. Las sesiones eran de media hora, pero las mujeres acababan en no más de nueve minutos. El resto del tiempo era por si querían conversar sobre lo que les había sucedido, recuperar el aliento, tomar un té.
Era increíble, era un don, sólo tenía que enfocar la vista en un chakra, la garganta o el ombligo, y blanquear mi mente. Dejar el espacio para que sucediera, brindar mi atención a la energía universal, dar paso a las fuerzas de la naturaleza. Y sucedía, infalible.
Hasta que un día apareció una mujer de unos treinta y pico de años, delgada, morocha, dijo que había tenido una sesión conmigo hacía dos o tres meses. Dijo que había sido lo mejor que le había sucedido en la vida. Dijo que estaba embarazada, también.