30.4.08

53 a 1

La mujer habla en voz alta, sino sería un monólogo interior, de sus últimas y porqué no recientes vacaciones. Habla de playas de arena blanca y mares de un verde esmeralda, donde los tiburones están dispuestos a entonar temas de Frank Sinatra si uno se digna a rascarles las aletas. Habla de puestas de sol donde la gente se emociona sin motivo aparente, sólo porque la belleza incita a emocionarse, a recordar la maestra de la primaria que te acarició la cabeza, esas cosas. Habla de tragos que son servidos en cáscaras de coco o ananá, y el sabor del azúcar en los labios mientras uno juguetea con simpáticas sombrillitas en miniatura que sirven para mezclar los hielos.
La mujer está orgullosa de sus vacaciones. Entonces hace una pausa y comienza a llorar. Las lágrimas bajan por sus mejillas como pequeños animales resbaladizos. Llora y se angustia, y se tira del pelo, y vuelve a sollozar. Porque recuerda su semana de vacaciones, y no sabe cómo hará para continuar con todo lo demás.

27.4.08

Prohibido explicar

–Te quiero.
–¿Por?
–Porque te quiero, porque me gustás.
–Es muy genérico. Tiene que haber algún porqué, alguna especificidad.
–Me gusta tu forma de ser, me hacés reír.
–Eso es por la novedad, no es una cualidad duradera.
–Me atraés físicamente.
–Eso se agota aún con mayor velocidad. Con la convivencia, por ejemplo.
–Te necesito.
–No sirve, es inseguridad.
–Sos buena compañía.
–Suena limitado, lo mismo podría decirse de una mascota, de un perro, de un animal.
–Siento que somos el uno para el otro, que el destino nos puso en un mismo camino para que nos cruzáramos, que nos completamos, que para cada uno de nosotros el otro encaja de manera ideal.
–No seas fatalista. Si así fuera, ¿dónde queda la voluntad?
Se hace una pausa. Un silencio. El ruido de los autos pugnando por llegar a alguna parte, más allá del ventanal.
–No sé, tal vez tengas razón. Quizás no te quiero.
–Por un momento pensé que eras la persona perfecta para mí, qué lástima.

24.4.08

Última pizza

Volví al barrio donde había nacido. Volví al bar, al viejo bar, modificado por algún decorador imbécil, de esos que creen que la luz dicroica es sinónimo de progreso. Cuanto más luz, más progreso.
Llamé al mozo y le pedí que me trajera una pizza, grande, de muzzarella, doble queso, y cerveza de tres cuartos, y una porción de fainá.
Tardó un poco. Aproveché para mirar por la ventana, casi seguro que, de un momento a otro, me vería pasar con mi frente demasiado amplia y la preocupación que sólo se puede tener en la adolescencia. La preocupación de no encontrar el motivo específico de preocupación y aún así saber que algo importante se está escapando de las propias manos. Intuición de la fugacidad, llámenlo como quieran.
Llegó la pizza, brillante y caliente, como un sol.
Levanté la pizza con ambas palmas, despegándola del plato de madera con cuidado, el queso quemaba y chorreaba y volvía a quemar.
Entonces, con un diestro movimiento jamás ensayado, hice girar, un rápido medio giro, un instante, la pizza, en el aire, dando vuelta a través de un imaginario eje vertical, para que el piso de la pizza, por decirlo de alguna forma, quede apuntando al techo del bar, y el techo de la pizza, la parte cubierta, quede mirando al piso. Y me la planté en la cabeza. Caía el queso, quemaba de verdad. Y yo, con las manos ya libres, hice presión desde los costados de la pizza, contra mi cabeza, como si fuera una capucha y al cabo de la maniobra yo mismo fuera a emerger del otro lado.
Me quedé así, refugiado bajo la pizza, sin gritar, sin pensamientos. Porque sabía que no iba a volver al barrio donde había nacido nunca más. Y me quería llevar la adolescencia, la magia, todo lo que valiera la pena recordar.

21.4.08

Psicotécnico

–No tengo título universitario –dijo la chica–, desconozco los rudimentos de la computación, tal vez pueda pronunciar unas dos palabras en inglés. A duras penas he logrado terminar la secundaria. Pero me encuentro en condiciones de pegarles una chupada de garompa a ustedes dos, que se les van a parar los pelos de las cejas. No sé si quieren traer a alguien más para que también participe o saque fotos.
–Yo creo, Licenciado Aldazaga –dijo el Licenciado Arizmendi–, que en determinadas situaciones el test psicotécnico es una herramienta algo limitada, que no nos permite adentrarnos en las honduras conductuales de un aspirante a un puesto de trabajo.
–Ni conocer sus potencialidades –dijo el Licenciado Aldazaga, y se incorporó para entornar la puerta.

18.4.08

El especialista

Lo normal es descubrir, salvo magníficas excepciones, gente con la vocación del tamaño de un tractor, o gente con talentos no tradicionales como el ajedrez o el violín, lo normal es descubrir, entonces, a los treinta años, cuando se cumplen treinta años, por poner un número, meses más, meses menos, se descubre con sorpresa, con estupor, con asombro, con una tristeza que parece brotar de una baldosa que uno es incapaz de recordar haber pisado, se descubre que uno jamás será lo que quiso ser, que el sueño infantil, cualquiera sea, ha estallado como un frasco de mermelada contra el pavimento y ya está, uno se queda mirando el enchastre del hecho consumado.
Tal vez me explayé en exceso. Tal vez hice abuso de detalle. Sucede que lo mismo me ha pasado a mí, a los once años. Es un dolor y uno consigue acostumbrarse, como a cualquier otro dolor.
No dejes que te mate de un susto tu propio fracaso.

15.4.08

Xorg de Xiburg

Domingo. Cinco de la tarde. Frío. Una llovizna de esas disimuladas, esa llovizna que mira para otro lado, que se hace la desentendida, pero en un momento te das cuenta que tenés empapado hasta los calzoncillos, te das cuenta que no te vas a secar jamás.
El bar está repleto de gente del barrio, boludos tradicionales, sin pretensiones, el fracaso hecho una fina costra sobre la epidermis. El fútbol como coagulante, como nexo, como aglutinador que permite olvidar por un par de horas la propia vida y que mañana es lunes. El gallego puso un televisor nuevo, de pantalla grande, y cobra un peso más el café, un trato justo. Hay una nube hecha de un humo denso; aquí a nadie le importa si la nicotina mata, porque la tristeza mata mucho más.
Cada uno se ha sentado como ha podido, donde ha podido, y ya no hay grupos definidos, sino una masa amorfa, noventa y cinco por ciento masculina, con calvas relucientes y pelambres pringosas y dedos en la nariz y eructos reverberantes, con los cuellos estirados y la vista fija en el televisor como un imán de todas nuestras desesperaciones.
Es el entretiempo. La lluvia golpea contra el ventanal, y dan ganas de quedarse ahí adentro, matando la tarde aunque Boca pierda uno a cero, empapado de lugares comunes y frases hechas y puteadas y quejas existenciales demasiado existenciales para prestarles atención.
Alguien aprovecha para ir al baño. Alguien pide dos cervezas más. Alguien tira un platito de maníes y estaremos sintiendo el cricrí de los maníes debajo de nuestras suelas hasta que salgamos a la calle otra vez, a la lluvia otra vez, al lunes implacable que no tiene apuro y se relame, otra vez.
–No se puede jugar sin enganche.
–Van para atrás, están peleados con el técnico, por eso van para atrás.
–Pedime otro café, Laucha.
–Qué ganas de coger que tengo, por favor.
Se abre la puerta. Alguien va a comprar cigarrillos. Se abre la puerta. Alguien entra.
–Señores, buenas tardes, soy Xorg de Xiburg.
Alguien levanta la vista. Es un pibe delgado, parece que se va a doblar. Usa jeans que le quedan largos y los tiene doblados de manera irregular, para no arrastrarlos, va muy abrigado, con un pulóver de cuello alto, un pulóver de lana muy gruesa, de esos que ya casi no se ven en la ciudad.
Por encima del cuello del pulóver asoma su cabeza, semejante a una lámpara gigante. El cráneo rasurado parece verde, juraría que es verde, pero puede ser el efecto de la luz. El cráneo está surcado por demasiadas venas, en relieve, venas que parecen presas de una extraña movilidad, como si regurgitaran bajo la piel.
Tiene puestos lentes sin marco, detrás de los cuales pueden verse sus pupilas dilatadas, de un verde casi fosforescente, y el hecho de no verlo parpadear, ni una sola vez, aumenta el efecto, la extrañeza que produce su rostro.
Alguien lanza una carcajada, desde el fondo. Se oye el ruido de un vaso roto.
El pibe permanece de pie, contrariado, carraspea y se rasca la nariz, que es un puntito apenas, una nariz de perro pekinés. Es un momento, un fulgor, no más, pero por debajo de la manga del pulóver he visto una mano, también verde, una mano que no puede ser humana, una mano como no he visto jamás.
–¡Señores, por favor! ¡Vengo de una galaxia lejana, con la intención de…!
–¡Sentate, cara de aceituna!
–No te pongas verde, triste, que ahora lo damos vuelta. Este partido no se pierde.
–¡Gallego, te pedí dos cervezas hace media hora!
–¡Ahí salen, ahí empieza! ¿Cambiaron a Ríspoli? Ríspoli es un muerto, no puede jugar a nada.
–Sentate, pibe, tenés mal color. Capaz que te bajó la presión –un gordo abre un sobrecito de azúcar, alguien ha tirado del brazo de Xorg, dejándolo sentado en un banquito libre, algo bajo, sin respaldo. El gordo le acerca el sobrecito de azúcar y se lo echa en la boca entreabierta.
–Es la presión, pibe, es la humedad. Esto te levanta enseguida.
–¡Vamos Boquita, carajo!
–Che, se está lloviendo todo.
–Dame un faso.
Xorg está sentado con la espalda muy recta, las manos sobre las rodillas, la mirada más fosforescente que nunca.
–¿Cómo van? –pregunta.

*Hace muchos años leí un cuento, un cuento de Fontanarrosa que me gustó mucho, con esta idea. Lo que quiere decir que la idea ya la tuvo alguien, el cuento ya fue escrito. Pero no pude evitarlo, no pude evitar escribir estas líneas, y no hace daño a nadie. Se olvidan de inmediato, sin esfuerzo, y cada uno puede seguir con lo suyo. Ustedes me van a saber disculpar.

12.4.08

Será un placer

La mujer ya está desnuda, sobre la cama, recostada, o de pie. Ya ha sucedido, ha tenido lugar, lo que podríamos llamar ‘la fase previa’. La fase de calentamiento. La mujer está lúbrica, las pupilas algo dilatadas, con la respiración no agitada, pero la frecuencia de la misma algo por encima de lo normal. Su estado es de predisposición para la práctica amatoria, para la cópula, para fornicar.
Entonces usted debe decir ‘vamos a hacer algo’. O ‘tengo ganas de hacer algo’. O ‘quiero que hagas algo’. Alguna variante por el estilo, algo acorde con su forma de expresarse, con su personalidad.
La mujer, en su estado de predisposición previamente descripto, asentirá. Un leve gesto de cabeza, de afirmación, esperando que usted solicite lo que la mujer, ya ducha en las lides del amor, sabe que le solicitarán, porque le fue solicitado ya demasiadas veces como para sentirse sorprendida. Son prácticas más o menos habituales, concesiones, si se me permite el término, que un participante hace para el placer del otro, en busca de la propia satisfacción, de la propia recompensa, y el placer del otro se amalgama con el propio placer, a veces pasa, y cuando pasa es todavía mejor.
Es entonces cuando usted, desnudo también, debe ir a la cocina, abrir la heladera, y volver con un pedazo de dulce de membrillo, de un kilogramo de peso, comprado previamente.
–Frotate con el dulce –debe usted decir. Es una solicitud y una orden.
La mujer, entonces, se sorprenderá. Esto es algo, se lo aseguro, que no le fue solicitado previamente. La mujer, por su estado de predisposición, por su curiosidad natural, accederá. Tibiamente, primero, con algunas dudas. Usted debe indicarle que haga los movimientos que haría si se estuviera bañando, sólo que el pan de jabón ha sido reemplazado por el dulce de membrillo. Debe usted pedirle que se concentre, particularmente, en frotarse las partes: las tetas, el pubis, la hendidura de las nalgas, en fin. Los movimientos son circulares, o como la mujer prefiera. Tal vez, el sentirse observada la excite. Tal vez elija cantar.
Pasados unos minutos, y por el contacto con la dermis y el calor generado, el dulce perderá consistencia, y se dificultará continuar con la maniobra. Es entonces cuando la mujer, cumplido el requerimiento, pintada de dulce de membrillo, lo mirará a usted, esperando que comience la función que usted, dado que usted fue el que formuló el pedido, la función que usted, decía, tiene preparada.
–Cuidado, ni se te ocurra tocarme. Estás hecha un pegote –debe usted decir.
Porque rechazar también es un placer, y eso es algo que todos sabíamos desde un comienzo. ¿No?

9.4.08

Es relativo

–Tome usted estos comprimidos, uno por día, hasta terminar la caja. –dijo el doctor.
–¿Esto me va a curar? –dijo el paciente.
–No lo sé, no creo, pero nos da unos doce días. En doce días pueden sucederle cosas mucho más graves. En doce días quizás esta dolencia le parezca una bobada.

6.4.08

Otra lluvia

Antes de conocerte me gustaba la lluvia. Caminar bajo la lluvia es lo más cerca que he deseado estar de la naturaleza, con la exquisita excepción del mar, preferentemente de noche junto al mar.
Pero ahora sé, qué remedio, que los relámpagos y los truenos te dan mucho miedo, tus ojos miran como sólo he visto mirar a un perro que acaba de ser castigado por un impertérrito y vociferante dueño, te ponés temblorosa, frágil, te dan ganas de llorar.
Y a mí, que me gustaba la lluvia, se me da por pensar bajo qué lluvia andarás sin mi más dulce abrazo. Y me enojo, con la lluvia, me pongo mal.

3.4.08

La revolución de tu hermana

voy a explicarlo
porque merece saberse:

madurar
es el proceso por el cual
uno descubre que es capaz
de hacer

y en efecto, hace

todo aquello que hubiera estado
dispuesto a jurar
que jamás haría.

me importa un carajo si sos
una secretaria
o un durazno

y mucho menos si estás de acuerdo.


posdata:
envejecer
es descubrir que no es tan grave.