30.5.11

Siempre hay algo

Sucedió como suceden esas cosas, las importantes. Las cosas que te cambian la vida llegan, ocurren, por lo general, de la más extraña manera.
Ana tenía treinta y siete años, dos divorcios, una preciosa hija que se llamaba Catalina, trabajaba en una escribanía y si bien no era profesional, sabía hasta el más mínimo detalle, conocía cada vericueto del complejo mundo de los poderes, las escrituras, las legalizaciones.
Los viernes a la noche Fernando se llevaba a Catalina, a veces la devolvía el sábado a la noche, a veces el domingo a la mañana. Y Ana aprovechaba para alquilarse una película, generalmente una película donde actuaba Sandra Bullock o Meg Ryan, y se pedía sushi en un delivery, y tomaba quizás dos copas de vino blanco de calidad menor.
No había sido nada de lo que había querido ser, pero Ana sabía perfectamente que eso era algo que le pasaba a casi todo el mundo. Una rascaba, apenitas, la costra de realidad, y debajo había una tristeza muy honda, muy profunda, una tristeza capaz de inundar todo en un segundo si te olvidabas de revisar los diques de contención un par de veces por semana.
Ana no conocía a nadie que estuviera contento, ni familiares ni amigos, después de los treinta años nadie estaba contento. Tenías la televisión, tenías las clases de gimnasia y de yoga, los cursos de teatro, o de fotografía, pero eran distractivas maniobras y no mucho más que eso, una forma de tratar por un par de horas de no pensar que eras lo que eras, que te pasaba, día tras día, lo que te pasaba.
Hasta que un día Catalina trajo un pequeño hámster, del colegio. Lo habían sorteado en la clase de ciencias naturales, y Catalina había sido premiada. Habían decidido, en la clase de ciencias naturales, estudiar el interior del animal siguiendo unas coloridas láminas, y no matarlo. Cuando la profesora en un primer momento había dicho que lo iban a ahogar, al hámster, en formol, y luego lo iban a abrir para ver cómo funcionaba por dentro, las chicas habían llorado. Una compañera de Catalina se desmayó de sólo pensarlo. El hámster, finalmente, no sería sacrificado.
Ana había dicho que no, que nada de animales en casa, pero Catalina había tenido el mayor berrinche de su vida, y el hámster venía en una simpática pecera de vidrio, con su ruedita para jugar y su diminuto cuenco para el agua. Comía una hojita de lechuga, unos pedacitos de manzana.
Ana dijo que sí, pensó que el hámster se moriría en una semana a lo sumo, que Catalina se olvidaría como siempre y comenzaría con otro tema. El santo oficio de la paciencia, trabajo de madre.
Sucedió de la manera más casual. Ana estaba sola y era viernes, ya había comido y se había servido su segunda copa de vino blanco. Estaba tirada en el sillón del comedor, particularmente triste porque la vida era amarga. Ana pensó que no la abrazaba un hombre, que no sentía un sudado y peludo torso frotándose contra ella, hacía más de tres meses (¿cinco?).
Sacó al hámster de la pecera, pero sólo porque se sentía la mujer más desgraciada del planeta, el teléfono nunca sonaba, y quería ver algún movimiento para no morirse de pena, algo que se moviera en la frialdad de la casa.
Olvidé decir que el hámster se llamaba ‘Flecha’, quizás porque tenía una mancha, negra, triangular, entra las dos orejas, encima de lo que sería la cara, como si fuera, la mancha, la punta de una flecha. Habían votado nombres para el hámster, en la clase de ciencias naturales, y ‘Flecha’ se había impuesto por sobre ‘Ulises’ y ‘Firulais’.
Ana estaba en bombacha y un remerón, y sacó a Flecha de su jaula de cristal. Para poder servirse más vino, apoyó a Flecha sobre su abdomen. Y Flecha apuntó directamente ahí, en lugar de correr o escapar. Flecha fue directamente a su vagina, y se paró justo encima, encima de la vagina de Ana, y se puso a olisquear.
Sin pensarlo, Ana se bajó la bombacha y volvió a colocar a Flecha allí, sobre su vello púbico. Y Flecha hizo exactamente eso, olisqueó un poco primero, dio dos o tres ínfimos pasitos después, y comenzó a hurgar, con la rosada punta de su hocico, en la abertura de Ana.
Abrió un poco más las piernas, Ana, y ayudó a Flecha, con dos dedos, a entrar. La entrada es gratis, la salida vemos, Ana recordó haber escuchado decir esa frase a Charly García, por televisión, alguna vez, aunque no pudo recordar en qué contexto. La frase se le vino a la mente. Y Flecha entró, la cabecita primero, con sus largos bigotes y sus orejitas y el rosado hocico y todo lo demás, el tronco después. Ana podía sentir al hámster dentro de ella, lamiendo, aunque no sabía si los hámsters tenían lengua, o royendo, moviendo las patitas apenas, imposibilitado de retroceder, suponiendo que los hámsters supieran caminar marcha atrás, ya que Ana, con determinación no exenta de ternura, con firmeza no exenta de cuidado, impedía que el animal abandonara la zona.
Ana tuvo un precioso orgasmo, sintió que todo su cuerpo vibraba en una particular y única nota, para luego deshacerse, experimentó una tibieza, como si se hiciera pis, como cuando era chiquita y se hacía pis en la cama y hacerse pis en la cama era la sensación más placentera del mundo. Se le cayó la copa de vino, escuchó el lejano ruido del vidrio al partirse contra el parquet.
Al ratito abrió los ojos, se incorporó un poco, contra el respaldo del sillón, hizo emerger a Flecha del interior de su vagina. Se lo notaba, al animal, algo exoftálmico por la falta de oxígeno, hecho un pegote, como si la pequeña ratita hubiera decidido peinarse con gel. Pero respiraba. Con la yema de un índice pudo sentir el diminuto corazón corriendo a toda velocidad.
Había sido, sin dudas, una de las experiencias más intensas de toda su vida, y un hámster debía costar cuarenta o cincuenta pesos en una veterinaria. Caminó hacia su cuarto y al pasar por el baño pensó que no, no tenía fuerzas para juntar los vidrios rotos. Se bañaría mañana, la vida no era tan mala.

*ningún animal fue herido durante la escritura del presente fragmento.

25.5.11

Cantaba y bailaba

La verdad es que si lo pienso ahora, si repaso lo sucedido dejando correr a una insólita velocidad los fotogramas de la mente, no consigo recordar cómo empezó. No consigo ver el disparador, el detonante, el gatillo, llamalo como quieras. Las cosas, cualquier cosa, empiezan en determinado momento, y también terminan, en otro determinado momento. El tiempo existe, al menos como percepción, no vamos a discutir eso.
Estábamos en el subte, todos, los perejiles, dónde íbamos a estar. Y la historia también. No tengo historias que me sucedan en Disneylandia, te pido disculpas. Debían ser las siete de la tarde, porque yo salía de la oficina a las seis, pero a las seis la calle era violencia pura, cinco millones de tipos tratando de escapar, de volver, sin comprender que no hay adónde volver. Que volver, adonde vuelven, es parte de la trampa, del problema. Para volver adonde volvés, convendría no volver nunca más.
Me iba a un bar, y cenaba. A las seis de la tarde, me tomaba una cerveza de litro y un sándwich de mortadela y manteca, o de salame y manteca, o unas rabas que me acercaran quizás hacia alguna playa, algún mar. Entonces me volvía, me subía al subte y me volvía y me parecía que el mundo no era tan horrible, tan tremendo.
Así que debían ser las siete, entre las siete y las siete y media, me subí al subte en Florida. El subte viene lleno, siempre, eso ya lo dije, me quedo de pie en una punta de un vagón, y leo un libro, cualquier cosa, no me importa el libro, pero es mucho peor mirarle la cara a la gente. Leo tres páginas, o cinco. Hace rato que la literatura dejó de ser un consuelo, no sé qué voy a hacer.
Son quince o veinte minutos y cruzás la ciudad, salís del otro lado como un empetrolado pingüino, enchastrado de mierda, pringoso, asustado también, esperando que se invente un jabón lo suficientemente fuerte para lavarte los sueños rotos, la costra de frustración, que te vuelvan a brillar, aunque sea por un ratito, las ganas de hacer.
Algo sucedió. Está la gente y está el fastidio que se puede oler, y están los vendedores de cualquier cosa y los teléfonos celulares que parecen gritar que quizás el milagro de la comunicación no sea ningún milagro, y alguien llora y alguien lee el diario que te dice lo que pasó hace un mes. Lo normal, si es preciso adjetivar.
Entró un tipo, no lo vi ni le presté atención, entre tanta gente. El tipo llevaba sobre un hombro, como si fuera un cajón de manzanas, un parlante. Tocó un botón, algo, y empezó a sonar una música, a setenta y ocho mil quinientos veinticuatro amperes. Era hip hop, o la base de un rap, no soy un entendido en la materia. Si hubiera nacido en Harlem sería de seguro un aplicado rapero, si hubiera nacido en Polonia y tuviera bigotes sería Lech Walesa, y así podríamos seguir. Era muy fuerte, la música, cada punchi punchi del tambor hacía retumbar las ventanillas del vagón.
El pibe dejó el parlante en el piso. Iba disfrazado, no sé, una careta que le cubría la mitad superior del rostro, con una cresta de gallo arriba, usaba una musculosa toda rota y pantalones muy amplios, como de bambula. El tipo empezó a cantar sobre la atronadora música, tarareaba incoherencias, y empezó a bailar, también. No sé si era break dance, o una suerte de baile acrobático y callejero. Pero el subte se movía, y al tipo se le complicó un poco cuando quiso hacer la vertical, o el pasito de Michael Jackson donde parece que avanzás pero no te movés, como si una cinta transportadora se fuera deslizando hacia atrás para mantenerte, a pesar de tu esforzado avance en cámara superlenta, en el lugar.
Pasó algo. No sé si el pibe como le faltaba espacio para mostrar sus destrezas, apartó a alguien de un empujoncito, o si se quejó que la gente no aplaudía. El pibe debe haber tenido una desafortunada reacción.
–¡Pero qué te pasa, boludo! –dijo un señor de bigotes que leía una revista de caza y pesca– ¿No ves que no hay lugar?
–¡Bajá esa música, infeliz! –gritó una señora, señalando el parlante.
–¡Apagá, apagá esa mierda! ¡Apagá!
Alguien empujó al pibe, y ahí sí. Como si hubiéramos estado esperando, juntando ebullición, saltamos todos. Alguien le pegó una trompada de atrás, artera, en la nuca, el pibe perdió el equilibrio y cayó. La gente se le fue encima, llovían trompadas, patadas, éramos cada vez más y más los que nos sumábamos al efusivo grupo. Una señora empezó a pegarle al parlante, con una chinela, y entonces la gente destrozó el parlante a patadas, en menos de un minuto.
Y seguimos así, pegándole al pibe en el piso, que ya casi ni se movía, gemía un poco, tenía sangre en el rostro y el cuerpo lleno de magulladuras.
–Te voy a enseñar a bailar, pelotudo –alguien le dio un patadón en la cara, alcancé a ver pedacitos de muelas entre la multitud de pies.
Me bajé en Lacroze, la gente seguía pegándole al pibe que ya no tenía ni la musculosa, le habían quitado las zapatillas, del parlante quedaban fragmentos de plástico y un manojo de cables que alguien utilizó para comenzar a estrangular al muchacho, mientras una señora le quitaba los pantalones, y un pibe lo quemaba en los brazos y las piernas con un encendedor. Alguien murmuró ‘qué lástima que no estoy con mi caja de herramientas’. ‘Tenelo, tenelo’. Alguien sacó una navaja.
Salí a la calle, tenía cinco cuadras hasta lo de Mara, pero pensé en parar en un bar y tomar otra cerveza. Era una linda noche de otoño, hacía rato que no me sentía tan bien.

20.5.11

Oda WD40

Es fácil, la verdad que es bien fácil. Sólo se precisa contar con algo de recursos. Entretenido, además, y terapéutico, desde lo psicológico, desde lo actitudinal, desde la teoría del comportamiento.
Llamemos a la unidad de medida ‘ficha’. Necesitaremos entonces, de acuerdo a nuestra capacidad patrimonial, a nuestro nivel de ingresos, y desde ya a la importancia que le asignemos a la cuestión, determinar de cuánto será la ficha. En la Argentina de hoy (el presente escrito transcurre en el año 2010, creo), propongo que la ficha mínima sea de $10 (pesos diez), y la máxima sea de $100 (pesos cien). El experimento, la experiencia, puede ser hecha desde ya en cualquier parte del mundo, lo que requerirá la peculiaridad de utilizar la moneda del lugar, con los consiguientes ajustes de tipo de cambio. Si estuviéramos en Estados Unidos, por ejemplo, en Minneápolis o en Minnesota, las fichas mínima y máxima podrían ser, respectivamente, de diez y cien dólares. Si estuviéramos en el continente europeo las fichas serían de diez y cien euros, y así. El experimento allá sería entonces más caro, pero allá vivir también es más caro, la gente tiene mejores sueldos que en Argentina, tengo entendido, eso me han dicho.
Se trata, entonces, de darle a cada persona con la que te cruces durante el día, una ficha. Repasemos. Es domingo por ejemplo, pero tranquilamente podría ser martes. Desde que salgas de tu casa, y hasta que vuelvas, a cualquier persona que te dirija la palabra (ni familiares, ni amigos) le vas a dar una ficha.
Sigamos con el ejemplo. Supongamos que determinaste una ficha de cincuenta pesos. Entonces, si el portero está en la calle y te dice ‘buenos días’, simplemente te acercás y le das cincuenta pesos, como si le fueras a dar la mano, con una sonrisa. Sin explicaciones, sin decir nada. O podés decir ‘gracias’, o ‘esto es para usted’, o ‘qué loco todo’. Cualquier cosa, no tiene importancia.
Va a comprar el diario, te dan el diario, pagás, y le das cincuenta pesos más, con una sonrisa, al diariero, no decís nada. Vas a un bar, después, a desayunar, y dejás cincuenta pesos de propina (aunque la consumición, el precio de tu desayuno, sea veinte pesos), o se los das, los cincuenta pesos, en la mano, al mozo. Podés decirle ‘que tenga un buen día’, o ‘gracias por su atención’, o ‘para mí Batistuta y Crespo pueden jugar juntos’, o ‘somos seres de luz’.
Y eso es todo. Si te para una mujer para preguntarte dónde queda la calle Palpa, le das cincuenta pesos, sin dudar. Si te insulta un automovilista porque cruzaste la calle con el semáforo en contra, te acercás al automóvil y le das cincuenta pesos, a través de la ventanilla apenas baja. Si te chocás con una persona le decís ‘disculpame’, le das cincuenta pesos y una palmada.
Calculá, por si te preocupa la cuestión, que no hay manera que interactúes con más de, ponele, veinte o veinticinco personas por día, así que estamos hablando de gastar, de acuerdo a la ficha que usamos para el ejemplo, unos mil o mil doscientos cincuenta pesos. Es más barato que planear una semanita en Buzios, o ir a Disney.
Vas a ver como todo lo que te suele molestar en el día a día, comienza a fluir. Descubrirás de una buena vez que el dinero es el más potente de los lubricantes. El mundo se vuelve un lugar interesante, las cosas pueden ser bien divertidas.

15.5.11

Ditirambo

Habíamos terminado el acto, quizás no esté mal denominarlo así, emplear ese término. Lo que se ha dado en llamar, porque de alguna manera hay que llamarlo cuando nos referimos a eso, ‘imaginación horizontal’. Habían sido veinte minutos, quizás una buena media hora de rocanrol.
Esperé un poco que me bajaran las vueltas, resoplaba como un jabalí. Entonces me senté, tengo una silla al lado de la cama, desde siempre. Suelo cenar ahí, mirando la televisión, no sé, soy así.
Me serví un whisky, y me senté, al lado de la cama. Ese whisky, sin hielo, sin nada, desnudo, después de, es un bello momento.
Ella se había incorporado un poco, usando un almohadón como respaldo. Me pidió fuego, encendió un cigarrillo, dijo.
–Estuvo bárbaro, estuvo genial –pitó–. La forma cómo me dijiste que fuéramos a tu casa, que ya habíamos hablado suficiente por ser la primera vez. Que teníamos que ir a coger, así, de una, que coger era importante para vos y debería ser importante para mí también, que ya seguiríamos hablando en otro momento. Coger es una manera de conversar, dijiste también.
Hizo una pausa, se rascó la nariz. Pareció que iba a estornudar, pero no estornudó. Me hizo un gesto para que le pasara mi vaso, probó el whisky, nada, mojó los labios nomás, y cerró los ojos, apretó los ojos bien fuerte. Me devolvió el vaso, siguió.
–Cogés bárbaro, no es la técnica, quién sabe cuál es la técnica correcta, lo que se nota es que te gusta coger. Sos muy grandote, apretás, apretás fuerte, esos brazos de oso. ¡Eso! Sos como un oso, ágil pero de movimientos lentos, indicando lo que querés sin hablar, empujando con las zarpas, dándome vuelta, o haciendo que me vuelva a poner de pie.
En la penumbra de la habitación se veía el azulado humo.
–Tenés la pija gruesa, eso es importante –dijo–, entrás y ocupás el espacio, me entendés lo que te quiero decir. Y le tirás a una la carrocería encima, una siente que sos todo el universo, que te coge el universo en ese momento, el universo quiere coger con vos. Y volvés a apretar, te gusta dominar, parece que vas a estrangular pero es un segundo, una siente la presión y aún así sabe que no le vas a hacer daño, que aplicás esa fuerza de la naturaleza, una fuerza que te desborda, pero no vas a lastimar, es algo muy hermoso porque no podés evitarlo. Y querés chupar, meter los dedos, morder, sos como un chico que no puede soltar su juguete preferido. Está bueno de verdad.
Terminé mi whisky, metí por un instante la lengua en el vaso, como un oso hurgando un tarro de miel.
–Mirá –dije–. Yo también hace mucho tiempo que no cogía. No es preciso sacar apresuradas conclusiones.

10.5.11

El hábito, la costumbre

Pasa algo extraño.
Me llama una mujer, una mujer que me conoció alguna vez, una mujer que sigue siendo hermosa o más aún, ha logrado que su belleza se acentúe. No es algo que tenga que ver con su voluntad, la suerte a veces te da una propina. Me dice, la mujer, que ahora sabe que yo soy el hombre de su vida, que ha dado prácticamente la vuelta al mundo y no ha podido tener una conversación ni la mitad de interesante como aquella vez tuvo conmigo. Dice que le gustaba mucho mi forma de coger, mi desesperación, mis ganas de tocar, de apretar, de morder, como un chico que ha pasado demasiado tiempo del lado de afuera del kiosco de la vida.
Le digo, mientras termino mi whisky, que me parece una inmunda puta, un asco de persona, una infecta basura que simplemente se ha dado cuenta que se le está acabando el combustible y busca dónde aterrizar su precaria avioneta antes que sea demasiado tarde, antes que se le vuele por completo el fuselaje y deba enfrentar una absurda vejez. Le digo que su vagina olía a pilas sulfatadas. Le digo que está más gorda, también.
Me llama el gerente general, en la oficina. Me hace pasar. El gerente general me dice que se han reunido los accionistas de la compañía. Consideran que soy la persona ideal para sucederlo, a él, al gerente general, que se retira. Llegó la hora de tener secretaria propia, automóvil de la empresa, tarjeta corporativa. Llegó la hora de viajar en avión en primera y pedir una copa de champán importado a cinco mil metros de altura, las bonificaciones especiales en una cuenta en el exterior, las reuniones en el piso treinta y tres, en una oficina con vista al río.
Le digo que se le nota mucho, en la cara, lo puto que es. Le digo que todo el mundo sabe que coge con un muchachito que él mismo hizo entrar a trabajar de cadete, le digo que es evidente que no se está retirando sino que tiene cáncer o sida.
Sucede que llevo tanto tiempo fracasando, fracaso tan bien, que le tomé cariño, al fracaso. Trato de pensarlo y me cuesta, no me puedo imaginar viviendo de otra manera. Fracasar es lo que mejor me sale, mi segunda piel.

5.5.11

El mago

El mago metió una moneda en la galera. Golpeó la galera con su varita, dos veces. Movió las manos, hizo unos pases mágicos. Dio vuelta su galera, y salió de la galera, la moneda.
El mago metió un pañuelo en la galera. Un pañuelo de seda, azul. Metió el pañuelo, en la galera, muy despacio. Golpeó la galera con la varita, dos veces, movió un poco las manos. Dio vuelta la galera, y salió, de la galera, el pañuelo de seda, azul. Flotó, el pañuelo, por un momento en el aire, antes de caer.
El mago metió una paloma en la galera. Una blanca paloma que sacó de una pequeña jaula. Rápidamente, golpeó la galera con su varita, movió las manos. Dio vuelta la galera, y salió la paloma, aleteó un poco y se detuvo en una esquina del escenario, después de un cortísimo vuelo.
El escaso público, algo fastidiado, comenzó a inquietarse. Hubo un par de abucheos, seguidos de una burlona carcajada.
–Mi magia consiste en dejar las cosas como están –dijo el mago, se puso la galera, se acomodó la chaqueta, se enderezó el moño–. Es una magia que se entiende con el tiempo.