30.7.10

La ley del marketing

El cliente era una de las empresas lácteas más importantes del país. Con un cliente así, podíamos vivir todos, y éramos muchos, por tiempo indefinido. Lo que queríamos todos era, justamente, vivir. Vivir con plata, claro, parecía en esa oficina como si todos hubiéramos sabido desde siempre que vivir sin plata, bueno, eso no es vivir.
El marketing, como cualquiera sabe, es pilar fundamental del occidente capitalista civilizado. El marketing ha destronado a la religión, define qué está bien y qué está mal, sencillito.
El spot publicitario que me habían encargado era sobre un nuevo y poderoso yogur.
Así que estábamos todos reunidos, los directivos de nuestra consultora, y los máximos responsables de nuestro cliente, la empresa láctea. La campaña iba a costar, si era aprobada, millones. Y todos íbamos a poder vivir.
El aviso que presenté era, más o menos, así.
Es una mañana. Es un día nuevo. Paradisíaca playa, turquesa mar, dorada arena, alguna palmera a lo lejos, a un costado, pinceladas de vegetación. Se escucha el sonido, inconfundible y característico, justamente, del mar. La cámara sigue a una chica, la modelo del spot. La modelo es una jovencita, algo despeinada, muy rubia, delgada, virginal. Lleva puesto un blanco bikini, camina muy despacio, con los pies metidos, apenas, en el mar.
Pareciera que la cámara la sigue de atrás, primero, a cierta distancia, para alcanzarla luego y tomarla de perfil. Entonces la modelo, la exacta combinación entre belleza y juventud, se detiene, la cámara la toma de frente. Recorre sus largas piernas, y ahora sí, hace una toma en primer plano. La sonrisa de la chica no es excesiva, nos transmite, nos hace saber que existe un mundo mejor en algún lado, una playa, felicidad. El plano se abre un poco, se alcanzan a ver un par de gaviotas que huyen, por detrás de la chica, hacia el mar, se oye el graznido tan particular de ese tipo de animales.
La modelo tiene, cuando se abre un poco el plano, una cucharita de metal en una mano, y un yogur, el yogur que hay que vender, en la otra. El yogur se llama, el producto, ‘Ultramel’.
La cámara se detiene por un instante, juguetona, distraída, en el envase que es de un verde pastel, con letras negras. La cámara sube a enfocar otra vez a la modelo en primer plano. La modelo mira a la cámara.
–Desde que tomo Ultramel –dice– cago en cualquier parte.
La cámara se aleja, se sigue alejando, atrás y arriba como si se la llevara un barrilete que parte en diagonal carrera hacia el cielo mismo, mientras vemos que la modelo, después de bajarse el bikini con el diestro movimiento de un pulgar, se ha puesto en cuclillas, disponiéndose a defecar a la orilla del mar.
El aviso no funcionó. El cliente no quiso jugarse, los directivos de la consultora no me apoyaron. Al poco tiempo me echaron, una buena indemnización y pocas explicaciones. Puse una casa de venta de empanadas con mi amigo Beto, en Villa Urquiza. No me va mal.

25.7.10

Polea

En la calle. Una madre, que tiene a un niño, un niño pequeño, de la mano. Usa la otra mano, la mano libre, la madre, para sacudirle un cachetazo que suena como los cachetazos de las revistas de historietas. Un ¡paf! de inusual potencia hace que el chico quede desconcertado y aturdido, mientras la mejilla alcanza un rojo bermellón a pesar del frío.
El chico tiene, en la otra mano, una correa, la correa termina en un perro, un perro mediano, un labrador, color té con leche. El chico toma aire, se ha soltado de la mano de su madre, se masajea la mejilla todavía dolorida. Entonces, con un diestro movimiento, descarga una corta patada, un patadón con uno de esos zapatos de suela de goma que todos usamos cuando fuimos chicos. Un certero puntinazo en el flanco del animal.
El animal lanza un aullido, lo más parecido a un llanto, sorprendido por el dolor que lo hace intentar alejarse del niño hasta donde se lo permite la extensión de la correa.
Yo, que espero que el semáforo cambie de color para poder cruzar, me agacho, acaricio la cabeza del animal. Es un buen perro, algo aburrido de vivir en un departamento de no más de sesenta metros. Tiene derecho a dos salidas diarias de diez o quince minutos, siempre atado, y el resto del día permanece encerrado en un lavadero. Hay un balde naranja, un escobillón, y él se acuesta sobre una vieja frazada. Sueña con un parque, con una pelota, con una playa.
–Hola, capo –me arrodillo, le acaricio la cabeza. El perro me lanza un mordiscón. Es repentino, preciso como un láser. Los dientes traspasan la carne, un segundo, me suelta, por que quiere, pero antes de soltar también me mira y es claro que podría seguir apretando, lastimarme con mayor profundidad.
–¡Ah! –me sale sangre, no mucha, al principio nunca es mucha, hay un instante donde no es mucha. De tres puntos diferentes de mi palma derecha. Y dos puntos del dorso, también. Aumenta, la sangre, crece, se hace más.
Y yo estoy ahora escribiendo la historia. Quizás no entendés. Quizás no significa nada.

20.7.10

Ex post

No, no soy lo que vos pensás.
Soy todo lo que no me salió, eso sí.
Soy las dos porciones de fugazzeta que comí a las tres de la mañana en Imperio, de parado, sin poder parar de llorar.
Soy la vez que caminaba descalzo por la playa, muy temprano, metiendo las patitas en el mar. Y se largó a llover.
Soy la mirada de ese perro que no me conoce pero sabe que mi caricia no le va a hacer mal.
Soy el whisky que me tomo, desnudo, después de fornicar.
Soy la mano que escribe movida por misteriosos cables y el olor de tu pelo cuando salías de la ducha y la música de tu risa que todavía suena como un lejano vals.
Soy el café con leche y las tostadas y la alegría de estar un ratito de este lado del bar.
Quizás te hice daño, estas son mis disculpas.
Pero no, de ninguna manera, no soy lo que vos pensás.

15.7.10

Lleno de gente

En Buenos Aires, en los últimos años, la gente se manifiesta. La peor opinión es el silencio, decía una consigna. Barriales epopeyas, democráticos bocaditos.
Voy a la zona de Congreso, está lleno de gente. La gente está, no hay por qué negarlo, con muy mala cara, arrasada por un fuego que no se apaga nunca, mal vestidos, algunos fuman, otros gritan. Hay gente con cacerolas, golpean las cacerolas, justamente, con cucharas. Veo un señor que golpea un martillo contra el poste de un semáforo, concierto de metal pesado, veo un señor con un megáfono, subido a un banquito, gritando consignas en extrañas lenguas, predica y blasfema, a la vez.
Me acerco a un grupo, un grupo de muchachos de mugrientos cabellos y viejos gamulanes. Dos chicas, con sus mochilas en el piso, se pasan un porro y se ríen. Les pregunto qué es lo que reclaman.
–Nosotros somos del centro de estudiantes del colegio nacional 399, y queremos que la fotocopiadora la maneje un cuerpo colegiado de dieciocho personas donde estén incluidos representantes del alumnado como fuerza viva del colegio.
Les digo que sí, con la cabeza, dos veces que sí, o sea que claro, levanto un pulgar y pongo cara de Pelé vendiendo un reloj Seiko, la carita de un negro pelotudo que no quiere más quilombos. Sigo caminando.
Hay un grupo de ancianos. Toman mate cocido de un jarro de aluminio muy grande. Se van pasando el jarro de mano en mano, el jarro tiene una sola asa, lo que dificulta la maniobra, el traspaso. Les pregunto qué es lo que reclaman.
–Nosotros queremos una jubilación digna después de treinta y cinco años de trabajo, pibe. Yo fui ferroviario, y no me dejan cambiar el audífono –se saca el audífono de su peluda oreja, y levanta, el audífono, no la oreja, bien alto. Los demás aplauden, alguien alza una muleta y apunta al cielo como si se tratara de un AK47.
Aplaudo yo también, palmeo un par de fatigadas espaldas. Una mujer, encantada con la maniobra del señor del audífono que acaba de presenciar, alza su dentadura postiza, y sonríe, dos veces, al mismo tiempo. Me despido y sigo.
Me acerco a un multicolor grupo, todos muy bajitos, con atuendos típicos del altiplano. Las mujeres llevan el cabello muy tirante, o trenzado. Los hombres miran con ojitos de reptil, parecen parpadear al revés, de abajo hacia arriba. Dos o tres tocan quenas y algún xicus, reversionan temas de Abba. Les pregunto por qué están allí.
–Somos bolivianos y peruanos y nos niegan la ciudadanía argentina. Tenemos derecho a vivir en este país, estas tierras eran nuestras antes que llegara el puto de Colón y todos esos chupapijas colonizadores. ¡Viva la Pachamama!
–¡Viva! –Digo yo. Alguien me regala una empanada. Es muy picante, riquísima.
Sigo, por un rato. Están los damnificados por el corralito bancario, los que perdieron su casa por culpa de corruptos escribanos, los que quieren educación libre y gratuita, los que quieren ir a estudiar afuera pero que pague otro, los travestis que quieren poder colocarse culos de porcelanato en los hospitales públicos, las madres solteras que tienen derecho a una asignación por hijo, las divorciadas que quieren que sus ex maridos no se puedan juntar nunca más con nadie, los que dicen que el cantante del grupo de rock ‘callejeros’ no podía saber que en los recitales se iban a tirar bengalas, están los que quieren que las empresas privadas sean del estado, lo que quieren que se prohíba la entrada del Papa al país, los que quieren tener pasaporte checoslovaco, los que quieren salvar a las ballenas, los que quieren que las mascotas tengan que cagar en un frasco, los que quieren que la felicidad se venda en Farmacity (sin receta), los que quieren que Atlanta salga de una buena vez campeón de algo.
–¿Y vos? –me pregunta una señora– ¿Qué hacés acá?
No sé qué decirle. Me sentía solo, quería ver si conseguía que alguien me diera un abrazo.

10.7.10

Védico

El conferencista, reconocido, hindú, pero con la carita repleta de una muy occidental picardía, pelito corto, mucho gel. La unión, el puente entre la védica sabiduría, tan milenaria como genial, con el occidental que ha inventado los aviones y las computadoras, el golf y los rascacielos, pero aún así no sabe qué es, para qué fue puesto sobre la faz de la tierra, y entonces no puede evitar el desconcierto, el aturdimiento, la tristeza.
El conferenciante, entonces, te decía, hábil prestidigitador, mantiene la atención del público dosificando sus conocimientos en el campo de la neurobiología, su profundo expertise en la relación mente-cuerpo, sus fantásticos descubrimientos en el campo de la medicina de la mente.
El conferenciante, para explicar un concepto, cuenta una historia, algo que sucedió, durante un experimento.
El experimento consistía en agarrar un grupo de conejos, y darles alimentación para que se les volara el colesterol a las nubes. La intención era probar una nueva droga que había descubierto un laboratorio austriaco para combatir el flagelo, un nuevo medicamento. Primero les tenían que subir el colesterol, a los conejos, luego probar el remedio.
Pero, aquí empieza lo rico de la cuestión. Alimentaron a los conejos como si fueran jugadores de los All Blacks. Antes de comenzar a probar la medicina, los científicos testearon y había un grupo de conejos que no tenían el colesterol ni la quinta parte de alto que el resto.
Te recuerdo que eran muchos conejos, y también te recuerdo que todos los conejos comían, comieron, durante un par de meses, lo mismo. Cuatro comidas al día. Milanesas napolitanas con papas fritas y huevos fritos, hamburguesas completas, alfajores, gaseosas, licuados de banana con leche, no sé.
Sin embargo, de los cinco mil conejos, ponele, había un subgrupo, cien conejos, que estaban más gorditos, sí, igual que el resto. Pero con el colesterol impecable.
Los científicos estaban desconcertados. Empezaron a pensar. Sus científicas almas reclamaban una respuesta.
Finalmente averiguaron la cuestión. El grupo de conejos con el colesterol normal a pesar de lo que habían comido, eran alimentados, mañana y noche, por una empleada, entre los tantos contratados para la función, la tarea.
Pero esta empleada, encargada de ese sector de conejos, en lugar de separar la correspondiente ración de comida y prácticamente arrojarla en cada jaula, como hacía el resto de los empleados, no lo hacía así, no lo hacía de ese modo.
La persona sacaba cada conejo del grupo que le correspondía, y lo acariciaba, un par de caricias nomás, al parecer le gustaban los conejos. Sacaba al conejo de la jaulita, te decía, lo acariciaba, le decía alguna que otra dulce palabra, le deba un pellizquito, un tirón de orejas. Después colocaba, con delicadeza, con cuidado, suavemente, al conejo y su correspondiente comida, en su correspondiente jaulita.
Y eso era todo. Los conejos así tratados, los conejos que habían recibido esa pizca de ternura, a pesar de haber comido las mismas porquerías que el resto, no habían desarrollado la patología, la enfermedad. Seguían sanos.
Te cuento todo esto para que entiendas que no tenés que ponerte así, tan mal, cuando te pido que me hagas una paja en un ascensor, en un cine, en un automóvil, prácticamente en cualquier parte. Me gustaría que tuvieras un enfoque más amplio.

5.7.10

El recontraotro

Para poner categorías de imposibles, para poner un ránking de tragedias que permita la comparación, y a través de la comparación como artilugio, como burdo mecanismo, lograr algo, una chispa de entendimiento. Bueno, yo, Hundred, en semipleno uso de mis facultades mentales, por decirlo de alguna manera, no soy Borges. Podría aspirar, dadas mis literarias capacidades, a lustrarle a Borges, vivo o muerto, a lustrarle, decía, un zapato, poniéndome pomada en la nariz. Y lustrarle entonces el zapato, a Borges, con la nariz.
Dicho esto, hecha la aclaración pertinente hasta la desmesura, veamos un poema, de Borges, y luego una nueva versión, del mismo, escrita por Hundred.
El poema, de Borges, se titula, se llama, ‘Los justos’

Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrade.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando al mundo.

Ahí va Hundred, ahí voy yo. El poema se titula, se llama: ‘Los injustos’.

Un hombre que pisha en tu jardín, porque tiene ganas.
El que agradece que en la tierra haya descuentos.
El que descubre con placer una verruga.
Dos empleados que en un café del centro leen un suplemento deportivo.
El dentista que premedita usar menos anestesia.
El cartógrafo que compone mal un mapa, total a esa isla no irá nunca.
Una mujer y un hombre que ven a Tinelli con el volumen del televisor muy alto.
El que acaricia a un animal pensando dónde lavarse las manos.
El que recuerda de memoria cualquier refrán relativo a la venganza.
El que agradece que en la tierra haya productos dietéticos.
El que prefiere correr maratones.
Esas personas, que se conocen, me están haciendo moco.

Ya sé, no me digas nada, ya lo sé.