30.9.19

Si la piedra fuera azul


Pedí turno para ver a un psicólogo. Un hombre de unos sesenta años que usaba camisas de mangas cortas a cuadros y tenía siempre sobre su escritorio, o de a ratos en sus manos, una pipa vacía.
Me senté en el sillón y dije.
–Doctor, la vida no tiene sentido. Lo sé desde que tengo once años, lo supe desde siempre. En sexto grado saqué a bailar lento a Andrea y me dijo que ni loca, jamás iba a bailar lento conmigo y ahí entendí todo. Yo la crisis de los cuarenta la tuve a los once.
Después cerré los ojos y dormité unos diez o quince minutos. Cuando me desperté lo saludé y me fui.
A la semana siguiente volví a ir. Saludé, me senté.
–La felicidad no existe, doctor. La felicidad es una zanahoria para que sigamos como podemos, como nos sale, andando. Pero cuando ‘eso’ se transforma en ‘esto’, ahí estamos nosotros, con la misma tristeza de siempre. Acercarse y nunca llegar, decía la canción. No importa qué canción.
Prendí un cigarrillo, di dos pitadas. Lo apagué sobre un simpático cenicero con forma de mano, de mano abierta hacia arriba. Era de bronce, el cenicero, o de algún metal. Tenía una piedra roja en el centro exacto de lo que sería la palma de la mano, el cenicero. Y a mí me pareció que el cenicero sería mejor, quizás el mundo sería mejor, si la piedra fuera azul. Me fui.
A la semana siguiente.
–No me interesa nada, doctor –dije–. Me despierto a la mañana y no se me ocurre ningún motivo para salir de la cama. Probé comer chocolate en el desayuno, o tomar un whisky con el café. Pero nada, sé que lo que me suceda durante el resto del día va a ser una horrorosa y repetitiva mierda. La gente es repugnante además, y cada vez hay más gente en todas partes. Si me fuera a meditar a una cueva en el Tíbet, alguien en la cueva de al lado prendería un televisor en el canal de mtv latino.
Me puse de pie, me detuve por un instante a mirar en la biblioteca el lomo de un libro que me llamó la atención, un libro que había leído cuando era adolescente.
–Lo que no es desgarrador es superfluo, dijo Cioran –dije. Una bellísima frase capaz de resumir tantas pero tantas cosas.
–Para la próxima puedo pedir una picada –dijo el doctor–. Podemos jugar a algo. No sé, backgammon, dominó, ajedrez.

*ah, y el texto va con esta canción. porque así estamos.
https://www.youtube.com/watch?v=zpRm1kjsPMQ

20.9.19

Trastorno


Me cuenta Mariana que se encontró con el hermano de Tamara, y se quedó muy preocupada. Mariana es amiga de Tamara, aunque desde que Mariana está conmigo, bueno, se ven menos. Cuando yo iba a la primaria tenía un amigo que se llamaba Martín, doble escolaridad y después me iba derecho del colegio a merendar a la casa, seguíamos jugando. Lo que quiero decir es que uno crece y eso trae aparejado, de invariable manera, obligaciones, ocupaciones, llamalo como quieras. La amistad es un organismo que va mutando, eso es lo que sucede. 
El asunto es que Mariana se encontró con el hermano de Tamara, y el hermano de Tamara le contó que a Tamara hubo que internarla. Se chifló, le dijo el hermano de Tamara a Mariana, refiriéndose a su hermana y a modo de resumen. El hermano de Tamara quería ser jugador de fútbol, era un 5 con marca y buen pase. Jugaba en Platense, en la tercera, hasta que se jodió la rodilla. Rotura de ligamentos cruzados de la rodilla derecha, jamás volvés a trabar una pelota como antes. Finalmente, el hermano de Tamara se recibió de profesor de educación física, trabaja de personal trainer en un gimnasio por Villa Urquiza. Tampoco tiene mucha facilidad de palabra.
Se le saltó la térmica, dijo el hermano de Tamara, trastorno de ansiedad generalizada, con trastorno obsesivo compulsivo, con algún trastorno de personalidad que se me escapa en este momento, sumale un brote psicótico, la lista seguía. Hay más enfermedades mentales que gente, signo de los tiempos.
La encontraron a Tamara a las dos de la mañana en un cajero automático. Hasta ahí todo bien, parecía como si hubiera bajado a comprar cigarrillos y se le hubiera ocurrido retirar algo de plata. Pero no. Estaba bailando, o como bailando, supuestamente, con el cajero automático. Lo manoseaba, al cajero. Ella estaba en bombacha y corpiño, con el jean enroscado a un tobillo. Giraba y se frotaba un poco, Tamara, contra el cajero automático, y tarareaba una cancioncita. Se sacaba una teta del corpiño y la pasaba por la pantalla.
Justo entró un tipo a sacar plata, la vio a Tamara en ese estado y el tipo llamó a la policía, al 911, para avisar que no, que no era por un robo. Que había entrado al cajero automático de tal banco en tal y tal esquina y había encontrado una mina casi en bolas, dándole besitos al cajero automático. No, no era agresiva, pero sin dudas estaba mal.
–No puedo entender –dijo Mariana– qué le pasó. Fuimos juntas a la facultad, hemos veraneado en Buzios. Una mina piola, inteligente, bárbara.
–Es raro, la verdad –dije. Pero a mí no me sorprendía en lo más mínimo su actitud delante del cajero automático. Quiero decir, conmigo le funcionaba.

10.9.19

Cordones desatados


Hago lo siguiente.
Voy a un bar, un bar del barrio en el que estoy viviendo, un bar que está cerca de un colegio bastante fino (caro, eso quise decir). Voy, ponele, un día de semana a las nueve de la mañana.
Es el momento donde se juntan, en el bar, grupos de madres. Entre cinco y diez. Las mujeres han dejado a sus pequeños hijos en el colegio y tienen por lo general el resto de la mañana libre.
Las mujeres quieren hablar. A los gritos, de lo que les pasa, lo que les sucede. La concatenación de imbecilidades que ellas estarían dispuestas a denominar ‘sus vidas’.
Hablan, las mujeres. Gritan, gritan mucho. Hay metálicas, estentóreas carcajadas demasiado impostadas que apenas alcanzan a disimular el horror que sienten de estar vivas, el sinsentido de la precaria existencia, el dolor de no saber para qué corneta fueron puestas sobre el planeta tierra.
Hablan y gritan y ríen sin reír, se ponen de pie, mueven los brazos, cambian de lugar. Se cae una silla, suenan los teléfonos celulares con absurdas musiquitas y entonces hablan más fuerte con alguien que parece estar del otro lado de la pantalla y que también les responde. Más gritos sobre la importancia de conocer Estambul, de tomar yogures que te mejoren la potencia para cagar.
Me siento prácticamente en el medio. Entre mesas de ocho o diez mujeres, siempre queda alguna mesita suelta de la que se han llevado hasta las servilletas de papel. Pido un café.
Me siento, decía, saco mi cuaderno rivadavia tapa dura rayado de cincuenta hojas, preparo mi birome. Miro un rato pero no miro nada en particular, contemplo la nada.
Alguna vez escuché contar al señor Ruggeri Oscar que el señor Maradona Diego, durante los entrenamientos, jugaba con los botines desatados. Los cordones sueltos. Contaba Ruggeri que una vez intentó hacer los mismo y no paraba de tropezarse, de caerse al piso. Imposible trotar, mucho menos pensar en hacer cualquier otra cosa. Maradona le había explicado que si entrenaba así, con los cordones desatados, después durante el partido sus pies tenían una extraordinaria sensibilidad. Se infringía ese incordio, esa dificultad. Luego, su performance se volvía extraordinaria.
Yo, a la media hora más o menos, me voy a otro bar y escribo lo más bien.