30.9.12

Por tu bien


         Si vinieras a mi casa, aunque no, no hay manera que vengas a mi casa, si venís a mi casa tenés que coger conmigo, no importa de qué querés hablar, cómo te sentís, tampoco importa demasiado qué te pasa. Si no vas a coger conmigo ni te molestes en venir, mandame un mail. Ah, no tenés la dirección, la dirección de mi mail. Bueno, mandame un mail que te la digo.
         Pero si vinieras a mi casa, al lugar donde vivo, sucede algo. La azucarera y el salero han sido llenados con una mezcla, la misma mezcla, te explico.
         Compro un kilo de sal, y un kilo de azúcar, y los mezclo, mitad y mitad. Los pongo en una ensaladera y revuelvo un rato largo con una cuchara de madera. Después lo paso a otro recipiente, colándolo, y después lo vuelvo a pasar al primer recipiente, colándolo otra vez. Así queda todo bien mezclado.
         Con esa mezcla relleno la azucarera, el salero también.
         La idea es que si venís a mi casa y le ponés azúcar al café, o sal a los fideos, vas a notar algo. Una ligera incomodidad, algo que de algún modo te dificultará disfrutar lo que estés comiendo o tomando.
         Sucede que estar conmigo, mi sola presencia, escucharme decir un par de inconexas frases o reír, verme encender un cigarrillo, bueno, es una experiencia de míticos ribetes. Algo mágico.
         Y yo necesito asegurarme que te vayas.

25.9.12

Deberíamos probar


         Entendí el problema leyendo un libro. No digo que sea exactamente para eso que uno lee libros, pero a veces pasa. A veces pasa que estás leyendo y mientras leés entendés algo. O se te ocurre algo. No te voy a decir que es como coger, no, pero es una experiencia de lo más agradable. Es probable que un buen libro sea más que un mal polvo, aunque tampoco quise decir eso.
         La gente coge. La gente va y matraquea, el viejo y querido ñaca ñaca. Y a veces, no siempre desde ya, nacen chicos. A eso quería llegar.
         Los chicos nacen, en quirófanos, por lo general en hospitales, sobre todo en lo que se podría llamar el ‘occidente civilizado’. Nacen, los chicos, también, no sé, en medio de la selva, o a orillas del Ganges.
         El asunto es que los chicos nacen, y ¡paf!, todos lo hemos visto, los tienen de las patas, y les dan una palmada. Para que lloren. Les entra aire en los pulmones, ya sé, arranca el fuelle que los acompañará mientras vivan. La vida comienza con una inspiración y termina con una espiración, también lo sé, no soy un cavernícola.
         Pero la vida comienza en llanto, a eso quería llegar. Quizás si al nacer sentáramos al bebito y le contáramos un chiste, un chiste realmente bueno, o le hiciéramos cosquillas, en un pie, en la panza. Creo que si los bebés comenzaran la vida riendo, en lugar de llorar, bueno, quizás nadie sufriría tanto.

20.9.12

Qué te pasa


         Habíamos ido a la casa de Toti. El Toti se había ido a vivir a Acassuso, con la novia, y nos habían invitado a un asado. Debíamos ser unos catorce, cuatro o cinco parejas, algún familiar, algunos solos. Domingo al mediodía, asado que prometía durar hasta la noche. Pilas de carne, achuras, batatas al plomo. Compramos vino a rabiar. Martín trajo como diez botellas de Fernet.
         Fue llegando la gente. Hacía frío pero había solcito, sillas de plástico desparramadas por el jardín. Un terreno bien grande, un par de árboles que debían tener como cien años, álamos, el perro de Toti, Hugo, yendo y viniendo, moviendo la cola, feliz de la vida.
         Estaba tomando un Fernet y quizás por eso tardé en darme cuenta lo que estaba sucediendo. La novia del Toti, Fabiana, fue a abrirle a una pareja que acababa de llegar. Se metieron ladrones, en un segundo. Eran tres, y quedó uno más afuera. Chicos jovencitos, uno con jeans y las zapatillas con los cordones sin atar, los otros con equipos de gimnasia y gorritas con visera. Uno sacó una escopeta que llevaba debajo de un camperón de esos largos que suelen usar a veces los directores técnicos de fútbol, los otros dos tenían pistolas.
         Al entrar, le dieron un culatazo a la mamá de Toti, que estaba preparando ensaladas en la cocina. La mujer se había desmayado y sangraba feo de un oído. Todo mal.
         La hago corta. Nos sentaron a todos sobre el pasto. Nos hicieron sacar los zapatos. Metieron todo lo que teníamos en un bolso de tela verde, billeteras, celulares, relojes, dinero. El de la escopeta nos apuntaba y cada tanto miraba a alguno que se había cansado de tener los brazos en alto, y chistaba.
         Matías trató de hablar con uno y se comió una trompada sin preámbulos. ‘No me hablés’, le dijo el pibe. ‘Ni me hablés, gato’.
         Uno agarró las llaves de los autos. Salió y volvió. Eligieron una camioneta. Querían cargar las computadoras, el microondas, los televisores, el lavarropas, también. Uno, que debía ser el más chico, de lentes con vidrios espejados, moqueaba todo el tiempo y se limpiaba la nariz con un antebrazo. Se lo veía demasiado inquieto, muy drogado. Parecía como si la .45 le quedara grande en la mano.
         –Bueno –dijo el chiquito–. Ahora voy a elegir a alguna de las nenas para que me la chupe. Y mientras me voy a sacar fotitos con el celular, para tener de recuerdo –se rió, estaba contento. Con la mano libre se apretó la garompa.
         –Pará –dije. No, no soy valiente, sencillamente vi lo que iba a suceder, y supe que no iba a poder soportarlo– ¿Te volviste loco? Un asalto es una cosa, pero si tocás a una de las pibas termina todo para la mierda.
         Me puse de pie, pero no avancé. Abrí un poco los brazos, como si me preparara para atajar un penal.
         –Bueno, bueno –el pibe me apuntó a la cara–. Tenés razón, loquito. Además son todas bien feas, eh. Entonces traigan a la vieja de la cocina. ¡Traeme la plancha, Willy! Vamos a quemar a la vieja hasta que nos digan dónde tienen más guita escondida. En esta casa tiene que haber más guita. Fijate dónde enchufamos la plancha. Le voy a quemar los pies, primero. Después la cara. Vas a ver cómo aparece la plata.
         –Flaco, qué te pasa –me pasé una mano por la cabeza, me puse en cuclillas, arranqué un mechón de pasto y lo mastiqué. No me preguntes por qué, la desesperación– ¿Qué carajo te pasa, se puede saber? Ya te llevaste todo, la guita, las computadoras. Cómo carajo podés quemar a una persona con una plancha. No vas a poder dormir nunca más.
         Imaginé los gritos de la mamá del Toti y cerré los ojos, muy fuerte. Imaginé que me disparaban y tuve una sensación en el centro del pecho, como una corriente de aire. Una sensación muy fea, muy rara.
         –Está bien –dijo el pibe–. Ya sé. Te voy a cortar un dedo. Llamamos a tu familia y le decimos que te tenemos secuestrado. Les llevamos tu dedo y pedimos que nos paguen ya, el rescate, lo que tengan, porque si no te matamos de una. Algo debés valer, vos. ¿Vivís cerca?
         –No –le dije, apreté los puños–. No me vas a cortar el dedo, no le vas a cortar el dedo a nadie. No está bien, eso no se hace.
         Pensé que si el pibe levantaba el arma o avanzaba un paso yo iba a correr tirando trompadas hacia delante, hasta  caer muerto. En eso consistía la totalidad de mi precario plan. No me podía dejar cortar un dedo, me dolían las manos de sólo pensarlo.
         Entró el de afuera,  y habló con el de la escopeta. Ya tenía la camioneta cargada con el motor encendido. Discutieron algo.
         –Uh, loco –el pibe me miró y se rascó la cabeza, por encima de la gorrita–. Parecés mi vieja, siempre lo mismo. Cualquier cosa que yo quería hacer, no me dejaba.
         Ahí nomás  se fueron.

15.9.12

Detalle técnico


         No voy a describir la previa. Lo previo al coito imaginátelo como más te guste. Ya es por todos sabido que, antes del coito propiamente dicho, bueno, hay algo previo. Salvo que tengas no sé, diecinueve años, entonces no hay previa. La previa, por decirlo de algún modo, te estalla en las manos. Los participantes son devorados por una pulsión que les impide, incluso,  el adecuado uso y disposición, ejem, del herramental que forma constitutiva parte de sus seres. Juventud, divino tesoro, no es este el caso.
         Te pusiste el preservativo, el forro. Sí, también, esto no es un matrimonio, estamos hablando de sexo.
         Ahora bien. Estás de pie, con el preservativo puesto, la garompa enhiesta, la bandera izada, el perico famélico, como más te guste decirlo. Y ella está, hace a la cuestión, ella es partícipe necesaria desde ya, sobre la cama.
         Ella está sobre la cama, recostada, sobre un almohadón quizás, las plantas de los pies apoyadas sobre el acolchado, sobre la superficie de la cama, las rodillas flexionadas entonces, las piernas algo abiertas. En estado de existencial predisposición. 
         Entrás a la cama, el tatami del amor, apoyás una rodilla, vos. Entrás en la zona. Te separan, ponele, noventa centímetros, quizás un poco más, quizás un metro, del acople.
         Acá viene lo que te quería comentar. Ahora viene lo importante.
         Podés avanzar, vos, acercarte el tramo que te falta para ingresar al interior de la vagina misma. Pero. De ninguna manera. No es eso lo que tenés que hacer, no de esa forma.
         Lo que tenés que hacer, tomando de ambas piernas a la afortunada, pasando tus antebrazos por debajo de sus rodillas, es dar un leve, suave pero contundente a la vez, tirón. Se desliza entonces, la mujer, no mucho, hacia delante, es una fuerza que la arrastra hacia la pija, la mujer siente que es el universo entero que la coge, la pija es destino.
         Lo que viene después ya lo sabés, lo que viene después es coger, podés ver videitos por internet si te faltan ideas. Pero es ese tironcito, quién se acerca a quién en ese último tramo antes de proceder con la fornienda, lo que define no sólo el éxito del garche, sino también la naturaleza de la relación.
         Acordate, no te zambullas como un embravecido chancho pecarí, pegá ese tironcito de las piernas. La vagina viene hacia vos. Vos sos el surtidor, la fuente. Eso cambia muchas cosas. Tantas. 

10.9.12

No te mueras nunca


         La gente no se iba a morir más, lo anunciaron por televisión, por cadena nacional. Simultánea, en realidad, internacional. Hablaban los presidentes de todos los países del mundo, para sus respectivos países, en sus propios idiomas.
         Hacían la presentación nomás, el anuncio, y después hablaba un grupo de científicos desde Sidney. Hablaban para todo el mundo, al mismo tiempo, nunca visto.
         Había multitudes en las playas, mirando pantallas gigantes. Tiraban fuegos artificiales, como si fuera un fin de año, y un comienzo de año a la vez, un año que se repetiría, que no terminaría nunca.
         Habían estado trabajando los mejores científicos del mundo, y finalmente, casi por casualidad, habían dado con la clave. Podían frenar, a partir de los treinta y tres años, el proceso de división celular. Una enzima que se encontraba en el dulce de batata, y se mezclaba con tres gotitas de agua de mar, extraídas a más de noventa y siete metros de profundidad.
         Y listo. La habían sintetizado, puesto en comprimidos que se repartirían de manera pública y gratuita en cualquier parte del mundo. En los hospitales, por supuesto, en las escuelas, y en los aeropuertos. Los cajeros automáticos de los bancos tendrían un botón que escupiría la pastilla, también.
         A partir del lunes, comenzaría la distribución. Todo estaba preparado. Tardarían no más de tres meses en darle el comprimido a todo el mundo. Y listo, la gente dejaría de envejecer a partir de los treinta y cinco años como máximo. Nadie se moriría más.
         Ese fin de semana, el sábado mismo pero todavía más el domingo, la gente se empezó a suicidar.

5.9.12

Yo quiero ser feliz


         Se despertó. Fue al baño, se lavó la cara, hizo pis. Domingo a la mañana. Volvió a la cama. Apoyó su delicado mentón sobre uno de mis hombros, como si se asomara a mí.
         –Juan, ¿dormís? –dijo con su dulce vocecita hecha un susurro. Su pelo, su maravilloso pelo derramándose sobre mí. Yo estaba con los ojos cerrados, pero no dormía. Por lo general, me costaba mucho dormirme, lo que equivale a decir que casi no dormía, o dormía de a ratos. Permanecía en la cama, tratando de no moverme, boca arriba, con los ojos cerrados, imaginando lo lindo que sería dormir. La mente se me disparaba como una montaña rusa. Trataba de no pensar, de no pensar en nada, de concentrarme en la respiración o en el dedo gordo de un pie, pero los pensamientos entraban por todas partes, agujereaban el casco de la precaria embarcación de mi ser. Cada pensamiento peor que el anterior.
         –Trato –dije–. Trato de dormir, Marucha. Pero si me estás mirando como un búho, se me hace difícil.
         –¿Cómo sabés que te estoy mirando? –me dijo–. Si estás con los ojos cerrados.
         –Porque lo siento –moví una mano por encima de su cuerpo, le pellizqué una nalga–. Siento tu mirada de rayo láser.
         –Estuve pensando –dijo ella. Se apoyó sobre el lateral de mi cuerpo.
         –Es toda una novedad –dije–. Decime.
         –No soy feliz –tuvo un hipo–. Ya está, ya te lo dije.
         –Es normal, Mara –me rasqué la nariz–. Después de cierta edad, ponele, después de los treinta años, nadie es feliz. Hacés lo que podés, con lo que tenés. Mientras ves cómo lo que tenés, que te parecía poco, también se va. Vivís.
         –Es verdad, es verdad –estornudó, o quizás no estornudó, quiso disimular el hipo–. Pero yo quiero ser feliz. Pensé en matarte. Me desperté en mitad de la noche, y pensé en ir a buscar un cuchillo de la cocina y matarte. Está claro que si no soy feliz, es por tu culpa.
         –Es una manera de verlo –dije–. Aunque no sos feliz vos, y me matás a mí. No sé, no me parece.
         –Sí, tenés razón. Por eso fui a la cocina, y después pensé en matarme yo. Agarré el cuchillo y dije ‘me mato y listo’. Me quedé parada en la cocina, con el cuchillo en la mano. Lo pensé.
         –Y sí –dije–. Aunque no sé. Matarse con un cuchillo con mango de plástico, en una cocina de un departamentito de morondanga. Como que le falta glamour, es como tirarse por la ventana de un contrafrente. Me parece un bajón.
         –Tal cual, tal cual –se sentó en la cama–. Entonces pensé en irme. Pensé en hacer un bolso y tomarme un taxi. Irme en mitad de la noche, empezar una nueva vida, lejos de vos.
         –Eso está mejor –dije, giré, me puse de costado, dándole la espalda–. Si te llegás a ir, algún día, acordate que hay plata en el último cajón de la cocina. Hay dólares, ahí, tampoco te vas a ir con lo puesto, llevate los dólares. La vida por lo general es un triste episodio, pero la vida sin un mango es triste y es un asco, al mismo tiempo. Te pueden servir, los dólares.
         –No sé qué hacer –estaba sentada con las piernas cruzadas, despeinada, jugaba con un granito que le había salido sobre la cara interna de un muslo–. Yo quiero ser feliz.
         –Sí, me dijiste –me rasqué la panza, con el revés de un pulgar, como hacía mi padre. Gargajeé.
         –Podríamos ir a desayunar –se subió, encima mío, me puso otra vez boca arriba y se subió, recostó su cabeza sobre mi pecho. Tuve una levísima erección, pero no me moví–. A un lugar que no hayamos ido nunca, a un lugar lindo. Quiero comer tostadas.
         –Ahora vamos –dije–. Claro, sí.