27.2.09

Siete pesos (mi mejor plan)

La moza que me trae un café con una medialuna de manteca, es hermosa. Es tan hermosa que no puede evitarlo. Adivino sus glúteos emergiendo del pantalón negro en ese movimiento tan particular y único, los dedos de sus huesudas manos son largos, sus tobillos son finos y del color de la cerámica, el pelo negro con un flequillo ‘stone’ que roza sus cejas, apenas. Se ríe y es como un atardecer en la playa. Tetas pequeñas, culo muy firme.
–No sé quién sos, no te había visto jamás en mi vida, pero vayámonos juntos, ya. No es necesario que estés acá, no tiene sentido que trabajes, dejame que te cuide. Podés estudiar psicología o arquitectura, quizás tengas inquietud por la pintura, quizás sepas cantar. Quiero volver a casa y que abramos un vino y nos sentemos a ver cómo se hace de noche. Quiero que nos quedemos mirando por la ventana, o que vayamos a la playa y salgamos a caminar. Quiero que desayunemos juntos y verte envuelta en un toallón cuando salís de la ducha. Podemos ser felices, a veces pasa, nos corresponde, puede funcionar –dije. Sí, mirándola, muy serio, quizás los nervios me traicionaron un poco, al final, una gota de sudor surcó mi frente buscando el reparo de una ceja. Nunca me había pasado algo así, ni en la adolescencia. Era tan linda que daban ganas de llorar.
–Son siete pesos –me dijo.
–¿Eh?
–Un café, una medialuna, siete pesos.
Hay veces que un cuaderno y una birome son el único lugar para esconderse. Hay veces que no queda otro remedio que soñar.

23.2.09

Service

Entre tantas cosas que tengo, entre la caspa y el odio, tengo, también, un radiograbador. Es un radiograbador no muy bueno, no muy nuevo, alguien que me quiso alguna vez me lo debe haber regalado. Me sirve, el radiograbador, para escuchar la radio, a la mañana principalmente. A la persona que me lo regaló no le sirvo más.
Por esas cosas que suceden, por esas peculiaridades, caprichos que tienen los objetos, el radiograbador deja de funcionar. El radiograbador no anda más. Cuando un radiograbador no anda, cuando un radiograbador deja de funcionar, entre las cosas que no se pueden hacer está escuchar la radio. Así que lo llevo a un local de mi barrio, como si cargara un perro con una pata quebrada. El local se llama ‘Service Total’. Me atiende un señor de edad mediana, sin ningún rasgo distintivo que valga la pena mencionar. Es bajo, pero no muy bajo, es canoso, pero no demasiado, tendrá cuarenta años, o cincuenta, rasgos orientales tal vez, pero diluidos por sucesivas generaciones que han debido habitar el suelo argentino, lo que equivale a decir nuestro amado país.
Le explico el problema. Me dice que debo dejar el aparato, que así él lo podrá revisar, hacer un diagnóstico, esa es la palabra que emplea. Dice que el diagnóstico cuesta, pongamos, cincuenta pesos. Con el diagnóstico, entonces, podré tomar una decisión. Debo volver dentro de tres días. Me parece bien, así que digo:
–Me parece bien.
Pago los cincuenta pesos, me dan un papel.
Pasan tres días. Tres días sin el radiograbador. Descubro entonces que he estado tres días sin escuchar la radio.
Me presento en el local. En ‘Service Total’. Me atiende el mismo hombre, que ha cambiado de camisa, todo lo demás está igual.
–Te dejé una radio –digo. Exhibo el papel.
–A ver –dice. Toma el papel y desaparece por una puerta trasera. Al rato, a los cinco minutos, vuelve a aparecer. Trae una suerte de carrito de aluminio, una camilla. Sobre el carrito, mi radiograbador yace abierto de par en par. Todo lo que había en su interior, está ahora a la vista: cables, circuitos, trozos de plástico, tubitos de metal.
–Es complicado –dice el hombre–. Hay que cambiar el rotor cibercerúleo y hacer un puente de policarbonato que permita la maxibustión aórtica sub-buffer.
Le pregunto cuánto va a costar repararlo. El hombre dice un precio que debe ser el de un radiograbador nuevo, flamante, menos un peso, tal vez.
–No –digo.
–¿Cómo?
–No. No deseo repararlo –digo.
–Pero ya está abierto –dice el hombre. No se ríe, sabe que no debe reírse, pero hay una mueca imperceptible, una torcedura de su labio inferior que deja al descubierto por un instante una repulsiva e irregular hilera de dientes amarillos. Sabe que me tiene atrapado, es un cazador y yo he caído en la trampa. Se limita a saborear la situación.
–No importa –digo–. Me lo llevo así.
Tomo una bolsa de nylon y voy colocando, pedazo a pedazo, el radiograbador, en lo que ha sido transformado. El hombre se inquieta, hace repiquetear los cortos dedos de una mano sobre el mostrador. Algo se está desviando de sus maliciosos planes.
–Quizás te puedo hacer un descuento –dice–. Dejalo y pasá en una semana.
–No –digo–. No te voy a dejar nada. Lo importante es que no te salgan las cosas como vos pensabas. Si es necesario, prefiero no escuchar la radio nunca más.

19.2.09

Especial

yo no quiero ser campeón del mundo de nada. yo no quiero sacar mis siete hijos a pasear. yo no quiero ser director comercial de una empresa que exporta, que importa, y que vuelve a exportar. yo no quiero que me jures que estás enamorada pero que se te va a pasar. yo no quiero visitar las pirámides de egipto, ni la torre eiffel, ni el último pedazo del último glaciar. yo no quiero manejar una ferrari ni un transbordador espacial. yo no quiero ser flaco ni alto ni rubio ni lindo. yo no quiero poder, yo no quiero triunfar.

lo que quiero es que llueva, que siga lloviendo
mientras yo me quedo sentado en el bar.

15.2.09

Que me perdone Australia

Para su cumpleaños, le regalé un canguro. Me costó mucho trabajo conseguirlo, y una pila de plata. Es un canguro jovencito, cola parada, ojos del tamaño de dos pelotas de tenis y piernas que le permiten dar saltos de más de dos metros de alto.
Los traen de Australia, de contrabando, es ilegal, y la pena por atentar de esa forma contra los animales, alejándolos de su hábitat natural, es de varios años de prisión. Tienen que sacarlos en barco, narcotizados, y luego en avión. Los llevan a Europa. Hay que sobornar funcionarios de aduana, adulterar papeles, inventar pedidos oficiales de zoológicos inexistentes.
Decidí tomar el riesgo, violar no sé cuántas de mis propias normas éticas, hacer la inversión. Necesito que ella sienta lo que es vivir, aunque sea por un día, con alguien que no para de romper las pelotas.

11.2.09

En la tormenta

Con todo este fracaso, con todo este dolor, con todo este cúmulo de tragedias más o menos tradicionales pero con la curiosa e irrebatible peculiaridad de ser mías. Con este muestrario de barbaridades, decía, con este catálogo personal e intransferible de frustraciones, he construido algo hermoso. He sido capaz, aunque jamás me hubiera creído capaz, ha sido supervivencia tal vez, llamémoslo defensa propia, he podido sobreponerme, por decirlo de alguna forma, he podido transformar todo este abanico de hecatombes en una flor, una sonrisa, una canción.
Y he generado también, imagino que como parte de la construcción, de la reacción química descripta, como parte del proceso, una considerable cantidad de grasa. Tengo una panza.

7.2.09

Los peces y los panes

En la oficina sucedían las cosas que suceden en una oficina: alguien coge con alguien, todos odian a todos, alguien sueña con ascender, con alcanzar el agridulce paraíso de una gerencia, todos sueñan con escapar de esa rutina melosa y gris, manejar un descapotable, sentir el viento en la cara, ver el mar.
CR era un cadete, ya demasiado grande para ser cadete, y estaba estipulado, desde mucho tiempo atrás, anterior a mi llegada, que era un imbécil. No podía uno decir que fuera mogólico en el sentido exacto del término, pero las orejas en jarra, la parte superior del cráneo absurdamente plana, el corte de pelo de un interno de neuropsiquiátrico, y la sonrisa ensalivada y permanente, dejaban en claro que no era un sujeto normal.
Al parecer se trataba de un hijo de un coronel importante, y el coronel importante había pedido un favor a un funcionario importante. Un favor importante. Y el favor importante había sido un trabajo para su hijo extraño, y el favor importante había merecido una gratificación importante. Y eso había sucedido hacía tanto tiempo que no valía la pena revisar la cuestión. Regla número uno para sobrevivir en una oficina: si existe la posibilidad de dejar las cosas como están, no haga nada.
Y CR, que trabajaba de cadete, deambulaba por la oficina con su sonrisa eterna y brillante de saliva y su tacita de mate cocido en la mano, que iba apoyando en cualquier parte, manchando certificaciones, arruinando autorizaciones, y así.
CR, además de no hacer nada, estudiaba. Estudiaba sistemas, desde hacía unos quince años, y todo indicaba que seguiría estudiando unos quince años más, lo cual le concedía un régimen especial de trabajo, que le permitía retirarse unas tres veces por semana dos horas antes, además de poder pedirse días por examen. Como no hacía nada, a nadie le importaba lo que hacía, a nadie le importaba si venía o no, y él podía seguir estudiando tranquilo, tomando su eterno mate cocido.
Y ahí estaba yo, en esa maldita oficina, viendo cómo hacer para progresar en la vida, descubriendo que trabajar como trabajaba casi todo el mundo era un asco, una mierda, era algo que te secaba el alma en poco tiempo y te ponía blancos los pelos de los huevos y hacía que no te rieras nunca más. Y eso era todo y la gente lo aceptaba porque no había otra opción, y yo no daba más, aunque no pudiera ser que no diera más porque todavía no había pasado nada, todavía, se podría decir, no había empezado.
Quise hacer una broma, nada más. Me pareció gracioso y original. Hice que alguien le diera una tarea a CR, una tarea, inventada, que lo mandaran a otro piso, a llevar unos papeles, a conseguir una firma, que lo alejaran por un rato. Y agarré el portafolio de CR. Porque, olvidé contarlo, CR andaba siempre con un portafolio de esos de material plástico, duro, símil cuero, negro, con combinación. Y le abrí la combinación, era fácil, yo sabía hacer esas cosas. Y llamé a otro cadete. Marito, un pibe despierto, y lo mandé a la fiambrería. Le di cincuenta pesos y le dije ‘traé pan’.
–¿Qué?
–Traé pan.
–¿Qué pan?
–No importa qué pan. Traé pan. Traé todo el pan que puedas comprar. Rápido.
Y Marito me entendió al toque, y fue y vino con pan. Trajo pan lactal. El que viene en rodajas. Trajo cinco paquetes de pan blanco.
Así que comencé a colocar todo el pan dentro del portafolio, sobre las cosas de CR, un par de carpetas, biromes, un sacapuntas, un sello de goma. Hice un piso de pan. Y sobre ese piso, otro piso, y otro piso más. Empecé a apretar con fuerza, y seguí metiendo pan en el maletín, más pan, y mientras cargaba el maletín de pan, encerrado en un baño, me reía sin parar y Marito fumaba y se reía también.
–Apurate –me dijo–. Que debe estar por volver.
La idea era tan simple como estupenda. Era jueves, y CR se iba antes, se iba a la facultad. Había dicho que tenía un examen. Lo que yo quería era que CR se sentara en la facultad, para comenzar su examen, abriera el maletín, y comenzara a salir pan. Pan y más pan. La escena era absolutamente brillante y mía. La escena era genial.
Cerré el portafolio. Puse la combinación. Limpié las miguitas. Dejé todo en su lugar.
CR volvió, agarró sus cosas, se puso el saco, se fue.
–Tengo facultad –dijo.
Para entonces, el resto de la oficina ya conocía mi maniobra. Recibí algunas felicitaciones. Yo era un tipo especial.
Al otro día, el viernes, CR no vino a la oficina. El lunes vino un pariente y habló con el Director General. Después bajó la secretaria y nos contó que al parecer lo habían encontrado el jueves a la noche, a CR, ahorcado en su cuarto, en la casa de sus padres. CR se había suicidado. No se sabía nada más.

3.2.09

Lo que tenés que saber, pibe

Lo que tenés que saber, pibe, es que existen tres tipos de mujeres. Y no tiene nada que ver con que sean madres, o profesionales, o que tengan las tetas grandes o que lloren cuando ven por televisión el hambre en Etiopía. Tiene que ver, pibe, como todo lo importante en esta vida, con el alcohol, con la bebida.
Están las mujeres ‘ceteris paribus’. Es una mujer que no toma. No importa si estás comiendo un asado o una pizza, ella pedirá alguna repelotudez sofisticada, como jugo de frutilla con canela y ralladura de coco, o un licuado de durazno, menta y melón, o simplemente una gaseosa dietética.
Están las mujeres ‘pari passu’. Es una mujer que va a acompañar. Si fuiste a comer una pizza y decís ‘¿tomamos una cerveza?’, ella dirá ‘bueno’. Si fuiste a un restaurante italiano y decís ‘¿Tomamos vino?’, ella dirá ‘bueno, sí’.
Están las mujeres ‘mutatis mutandi’. Es una mujer que si estás en un bar y te pedís una cerveza con maníes, ella pedirá un gin-tonic, luego otro, y otro más, antes que vos hayas podido llegar a la mitad de tu primer vaso.
Ahora bien. Si estás en presencia, si la vida te coloca por un instante en compañía de una mujer ceteris paribus, andate. No lo pienses. No lo analices ni lo dudes, tirá cincuenta pesos sobre la mesa y andate. Es una mujer que más temprano que tarde no podrá ocultar la absoluta tristeza que le corroe el alma. Puede tener flequillo o querer tener hijos o ser una diseñadora gráfica, pero detrás de ese antifaz hay una tristeza tan grande como para llenar una bañadera de lágrimas. Andate, no te des vuelta, no existe forma sobre el planeta tierra de combatir ese mal.
Si estás en presencia de una mujer ‘mutatis mutandi’, preparate para el mejor mes de tu vida. Ella se meterá un turrón en el culo y bailará ‘satisfaction’ desnuda en la terraza un día de tres grados bajo cero. Ella te pedirá que la ahorques con un cinturón durante la práctica sexual, y te masturbará en los cines y tendrá la carcajada más sensual que te puedas imaginar. Pero además de verte a vos querrá ser amiga de Charly García, se pondrá cocaína en el clítoris e intentará que su perro Ulises le chupe la vagina, se tirará en aladelta después de haberse frotado el culo con un mantecol tamaño familiar y te dirá que quiere coger con las nubes, en fin. No puede durar.
Queda entonces la mujer ‘pari passu’, pibe. Una mujer a la que le gusta coger pero también dormir, una mujer que por lo general está contenta pero a veces no, una mujer que no es demasiado linda ni sueña con ser la nueva Janis Joplin, una mujer que mira la tele y también sabe leer, y le gusta caminar por la playa pero no toma sol. Una mujer que sabe que las cosas pueden mejorar, pero lo normal es que empeoren, porque la escalera mecánica siempre va para abajo y tu esfuerzo está muy bien pero también está bien descansar, porque hay fracasos plácidos que valen más que muchas victorias, y a veces es bueno estar juntos, abrazarse, tener algún que otro efímero plan.