Tarde. Siempre es tarde. Tu amor llega tarde, tu amor huele
a queso dejado demasiado tiempo en la góndola de un supermercado de barrio.
Para ser feliz, es tarde. Para ser feliz deberías recibir ese cucurucho de
chocolate y limón en la heladería ‘Caballo loco’ en Miramar, y tener nueve años,
y que el heladero no se rascara el culo, bien adentro, mientras te pasaba el
helado, el cucurucho, con la otra mano. Es tarde para descorchar ese cabernet porque
ya estuviste en pareja demasiadas veces, y te casaste, y te divorciaste,
también, y te desvistieron sin el apropiado entusiasmo, y tenés la vagina más
seca que una baldosa de porcelanato.
Es tarde, claro que es tarde. Tarde para leer ese libro que
leíste diez años tarde. Tarde para salvar a ese fox terrier pelo duro porque el
camión dio marcha atrás y se oyó apenas un agudo ladrido, metálica pena, y
cuando le dijiste a los del camión que pararan, que cuidado, estaban escuchando
cumbia bien fuerte. ‘Amigo’, ‘eh, amigo’, te decían, se reían, y arrancaron.
Ya es tarde para llegar a la estación de micros y decirle
que no se vaya, es tarde para abrazar a tu padre y decirle que entendés incluso
lo que él jamás quiso que entendieras, es tarde para saber qué querés ser
cuando seas grande.
Es tarde para caminar por la playa de la mano, es tarde para
ver llover, es tarde para el café con leche y las tostadas y las ganas de estar
juntos por todo el verano.
Es tarde, sabés que es tarde y que te vas a morir. Dicen que
después tenés todo el tiempo del mundo.