30.7.14

Yo interior


–Para mí se tiñe –dijo Hernán.
–¿Eh? –estaba distraído, Hernán me señalaba el televisor encendido. Se había sentado  en el sillón de tres cuerpos, frente al televisor, y jugaba a cazar el hielo que le había quedado en el vaso de whisky con los labios. Yo seguía sentado cerca de la mesa, todavía comiendo restos de la picada. Una aceituna rellena con morrón, daditos de queso. Un poco de pan untado con una pasta hecha de manteca y roquefort. Un puñado de castañas de cajú.
Ya se habían ido todos. Gabriela, la novia de Hernán, lavaba los platos en la cocina. Habían hecho una picada descomunal, como siete tipos de fiambres distintos. Y quesos, increíbles quesos que le conseguía un cliente que tenía una granja por General Madariaga. Panes caseros, panes artesanales, panes de todo grupo y factor.
Habíamos comido como chanchos enjaulados, como osos del bosque, éramos ocho. ‘Quedate un rato más, así charlamos’, me había dicho Hernán. Me señaló la mesa, repleta todavía de manjares. Sin decir nada, fue y abrió otra botella de un cabernet áspero y potente.
–Se tiñe, este forro –Hernán miraba la televisión, recostado en el sillón. Un periodista estaba entrevistando a Ravi Shankar, que había venido de visita a la Argentina.
–¿Te parece? –Dije, y me serví más vino. Doblé una feta de salame con una feta de queso, reforcé con otra feta de salame, y me comí la combinación de un bocado.
–Claro que se tiñe –Hernán levantó su vaso, confirmando que sí, todavía estaba el hielo pero no, ya no estaba el whisky–. Es un tipo de más de cincuenta años. ¡No podés tener el pelo tan negro!
–No sé, che –miraba los platos, el fiambre, todo para mí. Ver un perro rengueando bajo la lluvia me tocaba el alma. Ver un chiquito descalzo haciendo malabares en una esquina me tocaba el alma. Me tocaba el alma el mar y caminar bajo la lluvia. Y las picadas también, me tocaban el alma muchas cosas– ¿Es un gurú, no? Si es un gurú, si está iluminado, bien puede haber encontrado el secreto para no tener canas.
–¡Las bolas! –Hernán se incorporó en el sillón– Además está maquillado. ¡Fijate bien, debajo de los ojos! Tiene rímel.
–No sé –rodajas de salame picado grueso, jamón cocido de un rosa pálido, como el fresco pezón de una adolescente. Gruyere, no, más roquefort, sí.
–Sí, está maquillado mal –Hernán se puso de pie, se inclinó un poco hacia un costado y se tiró un pedo sonoro, un pedo corneta–. Y esa vocecita, como si te estuviera hipnotizando mientras te habla. Todos estos tipos son reputos. Se comen pibitos.
–No creo, pará –Gruyere ahora, y un poco de Camembert, también, todo arriba de una rebanada de pan negro–. Los tipos van a las cárceles y les enseñan a los presos ejercicios para no deprimirse, para estar más tranquilos. Les enseñan a respirar, los ayudan a encontrar su yo interior.
–¡Gaby, me servís más whisky! –Se volvió a sentar–. Acordate de Sai Baba. Todo muy lindo, todos contentos con las cadenitas  que hacía aparecer y el afro perfecto, hasta que empezaron las denuncias. A estos tipos les gusta pajear a chicos chiquitos. Les acarician las bolitas, son unos asquerosos.
Me di cuenta que casi me había limpiado el tubo de vino, el último, yo solito. Era fácil de comprobar, no había nadie más sentado a la mesa. Miré el reloj, dos y cuarenta y siete de la mañana. Y todavía tenía que manejar hasta casa. No iba a dormir un carajo, tres horas, había arreglado para ir a jugar al fútbol con los pibes. Ni siquiera me pasaban la pelota y con razón, apenas podía moverme. Era malísimo.
–Bueno, Hernán –me paré, me desperecé–. Voy a arrancar, se hizo cualquier hora.
–¿Ya te vas? –Gabriela me palmeó la espalda a la pasada, traía otro whisky para Hernán–. Podés quedarte y voy haciendo el desayuno.
Me reí, una mina piola, Gabriela.
–¿Sabés lo que me jode, Juan? –Se paró con dificultad, Hernán. Agarró el vaso de whisky que le pasaba Gabriela y le dio un beso en el pelo. Tomó otro trago–. Me di cuenta que desde hace unos años se vive mal. La gente se puso desconfiada, cínica. Nadie cree más en nada, y eso es muy triste.

24.7.14

Marketinero


No sé si te pusiste a pensar, no sé si lo pensaste alguna vez, no creo. Porque la gente en general no piensa, pensar se dejó de usar, pensar pasó de moda, como los pantalones ‘pata de elefante’. Por otra parte es más que entendible, todos están con mil quilombos, ocupados en mantenerse con vida, corriendo como famélicos galgos detrás de la liebre, la liebre es la guita, sí claro, qué otra cosa. Eso es, justamente, parte de la cuestión, del asunto.
¿Te pusiste a pensar cuántas cosas hacés, por día, que te gusten? Ponele que tenés más de treinta años, o treinta años. Porque si tenés quince años lo único que querés es hacerte la paja, y entonces vas y te hacés la paja y te tranquilizás un poco. Si tenés quince años no cuenta. Y si tenés, no sé, setenta años, bueno. Te duele el alma, pero además te duele todo. Así que procedés a un ejercicio de resignación, una pacífica convivencia con la desgracia. Qué otra te queda.
Cuántas cosas hacés, que te gusten. Te fumaste dos cigarrillos, ahí tenés, diez minutos. Te echaste un polvo más o menos digno, ahí tenés veinte minutos, veinticinco (tampoco te hagás el john Holmes justo ahora). Te comiste un helado o un alfajor, cinco, diez minutos.
No, correr no cuenta. Decís que corrés porque  te gusta, pero es el terror padre que tenés de envejecer, de engordar, de morirte. De las tres cosas juntas. 
Y ver la televisión no cuenta, ver la televisión es el más primitivo intento por dejar de pensar, por dejar de acordarte lo pelotudo que sos aunque sea por un ratito. Pero entonces es peor, porque apagás tus pensamientos, y entran los de otros, los del televisor. Se trata, apenas de una maniobra distractiva, embrutecedora. Aturdirse.
Sí, si querés te tomo pintarte las uñas o cortarte el pelo, mamucha, aunque bien podría ser considerado ‘cuidado personal’, ‘mantenimiento’. Como lavarse los dientes, no mucho más que eso.
Están las vacaciones, también. Son un concentrado. Comés dos helados, fumás cuatro cigarrillos, te echás dos polvos. Sí, sacás fotos, a un pájaro, a una ballena, a la nieve o al mar. Sí, sale el sol. Cuidado con el aguaviva.
Si calculás, un día tiene 1.440 minutos. Ponele entonces que las cosas que te gustan sean, con suerte, el tres por ciento del día. A veces dos, a veces uno. No pasa de ahí, no más de eso. 
Comer y dormir son cosas que hacés, como podés, como te sale. Son cosas que hay que hacer para seguir viviendo. Imperativo-categórico. 
En cualquier caso, entonces, estar feliz puede ser considerado una comisión, una propina, una limosna, un vuelto. Pareciera que la vida poco tiene que ver con estar contento.

18.7.14

A mi manera


Algo que vengo haciendo.
Voy y cojo con ciegas. Con ciegas que no ven, claro, de eso se trata, en eso consiste, básicamente, estar ciego.  O voy y cojo con rengas, con esas mujeres que usan un zapatón al que le han agregado una plataforma de veinte o treinta centímetros de alto para que no se note que les falta un pedazo de pierna, pero igual se nota, no hay manera que no se note.
O voy y me cojo sordomudas, sordomudas que me miran con los ojos a punto de salirse de las órbitas, mientras me las cojo, y lanzan desgarradoras guturalidades que bien podrían ser confundidas con el sonido de mamíferos medianos siendo apuñalados pero no, es su particular manera de expresar satisfacción, alegría.
Cojo con mujeres en sillas de ruedas, no me preguntes cómo. Me las siento encima con sus piernitas como alambres torcidos, o las tiro boca abajo sobre la alfombra, les pongo un almohadón debajo para levantarles un poco la cola, y me las cojo mientras dicen que no pero sí, cuidado con las rodillas, chillando de placer.
Cojo con viejas, también. Voy a los geriátricos y me cojo alguna mujer de ochenta años o más, pienso un poco en otra cosa, toco un hombro o un muslo, me pongo un poco de dentífrico Noc 10 en la japi para que no se me caiga, transpiro, transpiro mucho, por un momento pienso que no voy a poder pero puedo, supero el crítico valle de algún olor a hospital que me genera sutil repugnancia, y sigo cogiendo. Cojo con gordas, muy gordas, mujeres de más de cien kilos que apenas pueden moverse y resoplan, les digo que me tapen la cabeza con sus infinitas tetas, o me tiro encima, me zambullo en la grasa, cumplo mi  faena como un animal famélico y primitivo. Chupo la concha, meto los dedos.
Vos te creés que sos buena persona porque una vez ayudaste a limpiarle el pico a un pingüino empetrolado con quitaesmalte Cutex, o participaste de una marcha contra el trabajo esclavo en Guinea Ecuatorial. Sostuviste un cartel contra los barcos pesqueros japoneses que arponean delfines.
Bueno, yo voy y me cojo lo que nadie se quiere coger, yo también quiero un mundo mejor. Me involucro.

12.7.14

Para que comprendas


Llevaba yendo al psiquiatra más de cinco años, Cecilia. Había empezado cuando cumplió los treinta y tres, se había dado cuenta que en lugar de resucitar, lo único que quería era pegarse un tiro en las tetas.
La vida se había ido volviendo un fastidio. Se levantaba como si hubiera pasado la noche hundida en un agua viscosa y gris. Todo le resultaba monótono, poco entretenido. Vivir era pagar los impuestos y lavarse los dientes, y hacer las compras, y los chequeos médicos, había que ir al ginecólogo aunque casi ni cogiera, y depilarse, y teñirse el pelo para no parecer una vieja. Después, había que trabajar, criar a su hijita a pesar de estar divorciada de Gustavo que había resultado un pelotudo importante, al que sólo le interesaba ir a la cancha a ver a Argentinos Juniors y lavar el auto los domingos. Ese Renault 18 de mierda.
Había empezado con un psicólogo que le recomendó una amiga, después de haber probado con la homeopatía, el reiki, yoga, lo normal. La tristeza generalizada envolviéndolo todo, ningún antídoto.
A los dos años el psicólogo la había derivado a un psiquiatra. Había cosas que tenían una génesis química. Le explicaron de conexiones neuronales, determinadas zonas del cerebro que no encendían de una adecuada manera, la importancia de la sertralina.
Ahí andaba, Cecilia, volviéndose grande, mirando las noticias de la noche, mientras Catalina crecía, mientras la plata no alcanzaba, nunca alcanzaba, sintiendo que todo lo bueno de este mundo la pasaba de costado, sin siquiera rozarla. Como cuando una elegía una caja del supermercado, y esa caja dejaba de avanzar. Algo salía mal y ella estaba ahí, en medio de lo que salía mal, mientras algo, otro algo, parecía estar saliendo bien. Pero no a ella. La vida era una mala película y una ni siquiera podía levantarse de la butaca, no estaba permitido salir del cine.
Se había ido a hacer un chequeo de salud, y el psiquiatra, que había aprovechado para agregar un par de estudios, le había pedido que le llevara los resultados a él también.
–Bueno, esto sí que está mal –dijo el psiquiatra, que se llamaba Jorge–. Vamos a tener que hacer estos estudios de nuevo. Puede que estés muy enferma, Cecilia. Que te queden pocos meses de vida.
Se hizo una pausa. Cecilia sintió como si se cayera, como si se cayera dentro de ella. Todo lo que no había hecho en la vida, todo lo que le había salido mal. Y ahora esto, la enfermedad, la muerte, el sinsentido.
–Bueno, en realidad no –Jorge se rió, una corta carcajada, como el estornudo de un perro–. Era un chiste. Sólo quería demostrarte que no importa lo mal que digas que estás, lo mal que creés que te va. Aún así, Cecilia, no querés que se termine nada. Deberías ponerte contenta, te interesa estar viva.
–¡Pero qué pelotudo! –Se puso de pie, Cecilia, y le dio un cachetazo al psiquiatra, a Jorge, un cachetazo que le hizo volar los lentes sin marco.
Bajó a la calle. Una amiga le había recomendado un gimnasio cerca de su casa donde se podían hacer clases no sólo de gimnasia, también había tae bo, spinning.

6.7.14

La máquina de curar


El método que inventé, basado principalmente en una curiosa mezcla de intuición y genialidad que me desborda y que sucede, en los seres humanos, como mucho dos o tres veces cada quinientos años. En otras especies, en las jirafas o en los hipopótamos, la verdad que no sé.
El método que inventé para curar las adicciones, las adicciones a cualquier cosa, es de una genialidad nunca vista, por eso no se le ocurrió a nadie. Y además es barato.
Primero tenés que definir cuál es la adicción, lo que te gusta y a la vez sabés que hace mal, y por eso, mientras te gusta, te atormenta. Puede ser el alcohol, claro, el cigarrillo, la cocaína. Puede ser el dulce de leche o el helado, pueden ser los medicamentos para dormir o para no sentir dolor, puede ser el sexo o los jueguitos electrónicos. Lo mismo da.
Una vez que identificaste la sustancia, la actividad, tenés que ser honesto, honesto con vos mismo, y determinar la dosis, la frecuencia. Si fumás un atado de cigarrillos por día, o si te masturbás once veces por semana. Es importante, ahí está la clave del método. Sólo tenés que mirar, que mirarte, y reconocer que te comés medio kilo de helado después de la cena, o que te quedás tres horas por día jugando a la Playstation.
Con esos dos datos, sustancia o actividad, y cantidad o frecuencia, ya está. Podemos comenzar el tratamiento.
Acá viene la trampa, la magia. Empezás, durante treinta días, duplicando. 
Duplicás. Si sos un fumador de un atado diario, durante treinta días, vas a fumar dos, dos atados. Si comés medio kilo de helado, te comés un kilo. Si a la tarde te tomabas dos Quilmes de ¾, te tomás cuatro. Creo que se entiende. Durante treinta días, duplicás.
Después, pasados los treinta días, vienen otros treinta días. Ahora vas a cero, nada. Si tomabas whisky no tomás, si cogías con prostitutas no cogés, si fumabas porro, no fumás. Repito, treinta días, nada.
Listo. Eso es todo lo que hay que hacer. Treinta días doble, luego, treinta días nada. Ahí termina el método.
Después podés seguir con tu vida, como quieras. Puede suceder que retomes de inmediato tu contacto con la sustancia, en las cantidades originales. Que retomes la actividad con la frecuencia habitual. Puede que aumentes al doble la cantidad de lo que consumías, o que no vuelvas a consumir eso que te daba placer.
Puede suceder que no entiendas el método, lo que hiciste. Puede que te des cuenta que la vida no tiene mayor sentido, con o sin adicciones. Eso también puede pasar.