30.9.14

En la tecla


Pasé a ver a Nancy. Una amiga muy puta, o una puta muy amiga, no sé cuál sería la manera más apropiada de decirlo.
Trabajaba, Nancy, de puta. Esa era su profesión. La había conocido de esa manera, ella ejerciendo su trabajo, yo buscando aliviar mis necesidades, calmar mis ingobernables apetitos.
Nos habíamos hecho amigos. Ella no me cobraba, yo le hacía regalos. Cada tanto íbamos a cenar, o al cine. A ella le gustaban las películas de acción, hablábamos de la vida.
La llamé, le dije que andaba cerca de donde atendía. Me dijo que pasara después de las siete.
Esperé en un bar, tomé una cerveza mirando a través del vidrio la ciudad hecha de indómita locura, después fui.
Seguía trabajando pero poco, ella, dos o tres tipos por día. Tenía una clientela que le era fiel, y había hecho algún dinero. Ya no tenía la obligación de trabajar de puta, pero era lo que sabía hacer. Tenía ahorros, auto, y una casita en la costa, su pequeña hija, Iris, iba a un colegio privado. No le había ido tan mal en la vida, eso decía.
Me quedé en calzoncillos, ella estaba con una bata, nos sentamos a ver un poco la televisión, en la cocina.
–Pará –dijo. Abrió un regio vino que le había traído un cliente. 
Era nuestro privado ritual. Un poco de cotidianeidad, no forzado, sin todo lo malo que la cotidianeidad suele traer aparejado. Conversábamos un poco, mirábamos cualquier cosa en la televisión. Después ella se arrodillaba y me la chupaba, o me llevaba de la mano a la cama.
–Mirá –me dijo–. Aprendí algo nuevo, jamás se me hubiera ocurrido.
–A ver –dije.
Entonces ella se metió el control remoto, del televisor, en la vagina.
–Decime qué canal querés ver –dijo. 
–¿Eh? 
–Qué canal. Vas a ver.
Dije el 58. Ella, sentada, hizo un movimiento, apenas, con la parte inferior del abdomen. Apareció el 58 en la pantalla.
–Fue casualidad –dije–. A ver, 39.
Se movió, como si se acomodara en la silla. La televisión cambió de canal. Al 39. 
–¡Es increíble! –Dije, porque era absolutamente increíble.
–Pará, mirá –se sacó el control remoto de la vagina, se metió su teléfono celular–. Decime tu número.
Se lo dije. Ella se movió un poco, cruzó una pierna. Mi teléfono comenzó a sonar.
–Nooo –dije–. Es genial, absolutamente genial. ¿Podés mandar mensajitos?
–Sí –dijo–. Lo que quieras. Puedo escribir cualquier cosa.
No le creí. Hicimos la prueba. Funcionaba a la perfección. Tuvo una falta de ortografía, pero era porque ella creía que la palabra se escribía así.
–Es genial, de verdad. No sé qué decirte.
Ella se sacó el teléfono de la vagina. Se puso de pie, vino hasta mí. Se me sentó encima.
–¿Vamos a la cama, o preferís que te la chupe un poquito? –Y mientras yo le acariciaba con las yemas de los pulgares esos magníficos pezones, siguió– Todos tenemos algún don, eso es lo fantástico de este mundo.

24.9.14

El arte de ayudar


A veces espero que se haga de noche. Tampoco tan tarde, después de cenar, a eso de las diez. Ponele que es invierno, ponele que hace frío. Voy a un Starbucks, y compro un par de capuchinos. Me los llevo.
Entonces camino unas cuadras, voy, busco algún mendigo. Alguien que esté hecho mierda, o como se dice ahora, ‘en situación de calle’. Alguien que esté durmiendo, justamente, en la calle, muerto de frío.
–Hola –le digo–. Buenas noches.
Me paro junto a él. Tomo mi café con leche, de a pequeños sorbos. Sale humito, el vaso es térmico pero igual quema un poco los dedos.
–Está caliente –digo–. Está rico.
Agarro el otro café con leche, quito la tapa del recipiente. Y vuelco, lentamente, muy lentamente, el contenido, el café con leche, sobre la vereda.
También se puede hacer, lo he hecho, con comida. Si detectaste un mendigo que está famélico, que te parece que está muerto de hambre, vas con un par de hamburguesas completas de Mc Donald’s. Te parás frente a él, y te ponés a comer. Con ahínco, con énfasis, masticás grandes bocados de tu hamburguesa doble con jamón, con queso, con tomate, con huevo. Después podés ponerte en cuclillas y darle un poco de la hamburguesa a un perro que pasa, o te bajás los pantalones y pishás, la otra hamburguesa, la pishás toda y la tirás a un tacho de basura.
El amor es una fuerza poderosa. Tanto se ha dicho al respecto desde tiempos remotos, de la biblia hasta Lennon. Pero a veces, yo sé lo que te digo, para salir del fondo, lo que necesitás es odiar. Lo que te va a mover es el odio.

18.9.14

Fue bueno mientras duró


–Dejame hablar –estoy sentado, al costado de la cama, desnudo. Termino el whisky de un trago. Me gusta tomar un whisky, desnudo, después de coger, sentado al costado de la cama, como si contemplara lo sucedido, mi obra. Me gusta tomar whisky vestido también, sentado en la cocina o en el comedor, o en un bar. Me gusta tomar whisky, básicamente–. No me interrumpas por tres o cinco minutos. Porque siento que te tengo que decir lo que me pasa. Y me cuesta, decir las cosas. Entre hablar y escribir, prefiero escribir. Y todavía más prefiero ni hablar ni escribir, prefiero coger o caminar, tomar café con leche o mirar por la ventana.
Ella se incorporó un poco, contra los almohadones. Dudó por un instante si encender un cigarrillo, pero no tenía demasiadas ganas de fumar, era más que nada para dejar de tocarse el cabello, tener las manos ocupadas.
–Me cuesta decir las cosas –apoyé el vaso en el piso–. Me han dicho que soy hermético, pero me parece importante decirte esto, dejame hacer el intento. Porque yo seré muchas cosas, egoísta, malhumorado, fóbico, pero no soy de mentir. Y menos a las personas que me interesan, a las personas que quiero. Mentir en un trabajo, mentir por dinero, eso no es mentir, eso es otra cosa. Por eso, a vos, no te quiero mentir.
Prendió el cigarrillo nomás, Miriam, pitó. Todo su cuerpo pareció relajarse mientras exhalaba. 
–No sé cómo empezar –me rasqué, con el revés de un pulgar, la panza–. Mirá, bueno. Estuve pensando y no sé, me parece que lo nuestro, la relación, se ha ido agotando. Es como si ya supiéramos lo que va a pasar, lo que vamos a hacer. Qué plato vas a elegir para cenar, qué botón hay que apretar, para coger. Y yo no sé como hace otra gente, pero a mí la rutina me mata, siento como si un hámster me fuera masticando, despacito, el alma. Repetir una y otra vez las cosas y esperar que el resultado sea diferente, locura diría Einstein. Me cuesta, me pone mal todo esto, porque empiezo a sentirlo, me conozco, una sensación de generalizada incomodidad, y aunque diga que no, aunque luche contra eso, no puedo. Se impone el fastidio, y entonces me parece que te lo tengo que decir, para que no sigas perdiendo el tiempo conmigo. Fue bueno mientras duró, debiéramos poder recordar las cosas buenas, despedirnos sin excesivo rencor. La relación está agotada, y no es culpa de nadie, a veces no es culpa de nadie. Las cosas se acaban, digamos que de muerte natural, la decadencia y caída de cualquier proceso. No tiene sentido hacernos daño, prolongar el sufrimiento, la agonía. Te lo tenía que decir, dejé todo en la relación, puse lo mejor de mí, hice mi mejor esfuerzo. A mí también me duele, claro que me duele. Pero igual, bueno, te lo dije. Ahora me siento mejor.
–Qué decís, Juan –Miriam apaga el cigarrillo en el cenicero que está sobre la mesita de luz, se sienta en la cama–. Si nos conocimos el viernes pasado, esta es la segunda vez que cogemos.

12.9.14

Viviending


Toda categorización es arbitraria, desde ya, el lenguaje es una limitada herramienta para comunicarnos, pero es lo que tenemos. Sería todavía más difícil si fuéramos ñandúes.
Están los que quieren, quieren algo, cualquier cosa, y no lo tienen. El deseo está ahí, brillante como un tomate, sin poder ser satisfecho. Es el grupo más numeroso de seres humanos, por razones obvias. Querer y no tener provoca un ejército de frustrados.
Después están lo que quieren, y tienen. Categoría atípica por cierto, lábil, inestable en su duración temporal. Los que tienen lo que quieren están llamados a descubrir que ahora que tienen, que tienen lo que querían, bueno, no es como ellos pensaban que era. Esa mujer, ese auto, ese puesto de trabajo que tanto anhelaste, ahora te asesina. El problema es tan angustiante como sofisticado, porque si tenés lo que querías tener, y descubrís que eso tampoco te satisface, bueno. La tristeza te puede tapar como un mar. Cómo hacer para seguir sin motivaciones, sin motivos.
También están los que tienen, tienen incluso aquello que no querían. Situación incómoda desde ya, cómo no sentirte mal. Te preguntás el por qué de las cosas, si la vida ha decidido ponerte a prueba. Es probable que no puedas disfrutar de lo que tenés, por el simple hecho que parece haber intervenido la pura casualidad, la suerte. Vas a querer escapar, de aquello que tenés y no quisiste tener, cambiar, ser otro, dedicarte a la espiritualidad o a la filantropía. Torcer tu destino.
Y están los que no quieren ni tienen. Seres bastante básicos por cierto, en un estado de curiosa animalidad, primitivos. Gente que se sube al colectivo, y si tarda cuarenta minutos el viaje está bien, si tarda cincuenta y cinco minutos, está bien también. Gente que va en verano a Mar del Plata y se acuesta bajo el sol junto a otro millón de personas y eso les parece normal. El mundial de fútbol es cada cuatro años, mientras tanto tenés la Copa Libertadores, la UEFA, la Champions. La Copa Virutita Gómez.
Ah, vos querés una moraleja, una semblanza. Bueno, no va a poder ser, yo no tengo moralejas, no soy La Fontaine, esto no es ‘la zorra y las uvas’. Después te venís grande, eso sí. Después te morís.

6.9.14

Pequeño, agridulce, delicado fruto


Estoy en un bar, un bar de barrio, antiguo, histórico podríamos decir, venido a menos. Un bar sin detalles que merezcan ser mencionados en este momento. Son casi las nueve de la mañana. Sobre la mesa hay un pocillo de café, y un vaso con agua. Eso es lo que he pedido, café, eso es lo que estoy tomando. Hay más gente, en el bar, algunas personas que miran por la ventana o desayunan o ambas cosas.
Entra una mujer, no mucho más de treinta años, prolijamente vestida. Elegante. Cabello a la altura de los hombros. Algo robusta, quizás excedida de peso, pero no gorda. No todavía.
Viene hasta mi mesa. Se sienta.
–¡Forro! –dice, su tono de voz es elevado, gesticula. Deja la cartera junto a sus pies, al costado de la silla– ¡Así que ahora te diste cuenta que no me querés más! ¿Y mientras tanto qué hacías, cogías con alguna otra pibita mientras yo hacía las compras? ¡Mientras yo te preparaba la cena! Sos un mal tipo, Juan. Y además sos un pelotudo. Sos muy pelotudo.
Se levanta, la mujer. Agarra su cartera. Se va.
Casi de inmediato, con menos de un minuto de diferencia, entra otra mujer. Es más joven, delgada, usa un gastado jean y remera. Tiene tan poco busto que no precisa usar corpiño. Lleva carpetas, apuntes, cuadernos. Se nota que viene o va de la facultad, esa es su actividad principal, a eso se dedica.
Viene a mi mesa. Se sienta.
–¡No puedo más! –dice, y se larga a llorar– ¡No te podés ir, Juan! ¡No te podés ir! –hace una pausa. Se suena la nariz con unas servilletas de papel y las aprieta, las hace un bollo–. Te quiero, Juan. No te vayas. La podemos remar, estas cosas pasan. Pensá en todo lo que vivimos juntos. Los momentos compartidos.
No respondo. No me muevo.
–Pensalo, Juan. Pensalo y me llamás –dice. Se va. Vuelve, se había olvidado sus cuadernos. Agarra sus cosas, y por un momento me acaricia el pelo, o el lugar donde debería estar el pelo, porque yo tengo poco pelo. Entonces sí, se va.
Pasa un minuto. Entra una tercera mujer. Viene hasta mí, se saca los lentes de sol. Se la ve solvente, conocedora de su belleza. Mundana, desenvuelta. Me acomoda un sonoro cachetazo. Cae una cucharita de metal (las cucharitas suelen ser de metal, salvo en las heladerías, donde son de plástico) al piso.
–Qué tipo de mierda que sos, Dios mío. No te quiero volver a ver en mi vida –amaga con tirar otro cachetazo, pero yo encojo el cuello, levanto un antebrazo, es un involuntario gesto de defensa. Siento cómo me late la mejilla.
–Mierda, sos la mierda pura–dice ella–. Para tu entierro van a tener que contratar extras que quieran llevar el cajón. El tiempo que me hiciste perder, basura.
Lanza un grito. No, no es un grito, es una especie de aullido. Se pone los lentes oscuros, se va.
Pasa un rato, un rato pequeño. Un ratito.
–Señor –me habla, un hombre, desde otra mesa cercana, me habla a mí–. disculpe, pero no entiendo. Conté tres mujeres, y hay cuatro o cinco más afuera, esperando para entrar. Disculpe otra vez, pero no entiendo qué pasa.
–Le comento –digo–, le explico. Sin dudas usted conoce gente, amigos, o gente del trabajo, quizás usted mismo. Gente, decía, que alguna vez fue a coger con una prostituta. Sin hacer juicio moral ni estético alguno, se trata, supongo, que el hombre va y paga por un servicio. Lo que más le gusta de la relación con una mujer, lo que desea. Lo que en verdad le interesa, podríamos decir. Bueno, lo que a mí me gusta son las despedidas.