Te descubren, eso quería decir. Te descubre tu mujer, porque vive con vos y te conoce más que nadie. Un cambio de tono en tu voz ante un llamado telefónico a una hora inusual, un mail borrado pero no eliminado de la papelera, una superior ausencia de apetito sexual (de tu parte) y el verso de siempre, las preocupaciones por el futuro, por el dinero que nunca alcanza. Te ponés irritable, te molesta cualquier boludez más que de costumbre.
Pero nada de eso me pasó a mí. Peor, más absurdo, más ridículo. Fui a coger con Tamara, como todos los jueves. Mi ‘partido de fútbol’.
–Hablé con Cecilia –me dijo cuando salió de la ducha.
–¿Eh? –me pareció que había escuchado mal por la televisión, y porque estaba a punto de quedarme dormido.
–La llamé a tu mujer –Tamara se terminó de secar el cabello y comenzó a vestirse–. Vos me dijiste que la ibas a dejar, hace como un año que me decís lo mismo. Te dije que la iba a llamar y la llamé. Le conté todo. Ahora si no me querés ver más bueno, problema tuyo.
Volví a casa. Dejé el auto en el garaje, prendí un cigarrillo. Tardé como diez minutos en caminar las dos cuadras. El bolsito me pesaba mil kilos.
Llamé al ascensor. Subí. Abrí la puerta.
–Juan –se asomó, Cecilia, y se quedó con los brazos cruzados, debajo del marco de la puerta de la cocina–. Te quiero decir algo.
Dejé caer el bolso al piso, tiré con todo. Sí, qué querés, tengo una amante. Vos no entendés, no podés entender cómo le rompe las pelotas a un hombre la rutina. Ir a trabajar todos los días al mismo trabajo de mierda rodeado de pelotudos que lo único que quieren es hablar de fútbol mientras esperan un ascenso que no va a llegar nunca. Y después volver a casa y vos esperando, esperando para quejarte, para quejarte de cualquier cosa, del precio de las naranjas, del clima, del hambre en Etiopía. Y ponés esa carita, esa carita de desagrado, y lo único que querés es darme de comer lo más rápido posible para poder seguir viendo la tele. Y de coger ni hablar, claro, ya no te interesa, a quién le interesa coger después de tener dos hijos. Coger es un trámite, algo que hay que hacer una vez por semana, los domingos, como quien verifica que el piloto del calefón esté encendido para bañarse. Nada, ni gritos ni gemidos ni la más mínima iniciativa. Sólo abrís las piernas y esperás, pensás en otra cosa, siete minutos, hasta podés mirar un reloj y todo. Menos del uno por ciento del día.
Pero yo todavía soy joven, Cecilia, soy joven y necesito que me pasen otras cosas. Quiero estar contento, sentir que hay algo para mí también ahí afuera, alguna pequeña fruta para arrancar del árbol de la alegría. Te quiero, Cecilia, sos una buena mujer y te quiero, pero no puedo aceptar que esto sea todo. Que voy a seguir haciendo lo mismo una y otra vez, hasta la muerte. No puedo aceptar que esto sea la vida.
–Está muy bien, Juan, siempre tan ingenioso –dijo Cecilia, apretando muy fuerte un repasador en una mano–. Lo que te iba a decir es que no conseguí agnolottis en la casa de pastas, y entonces compré ravioles. No tuve tiempo de avisarte, yo sé que a vos te encantan los agnolottis. Pero el tipo de ‘La Juvenil’ me dijo que estos ravioles estás buenísimos.
A la semana hablé con Tamara por teléfono y me contó que no le había dicho nada a mi mujer. Me lo había dicho para provocarme, para que reaccionara. Ella no era esa clase de mujeres, qué me creía.
Llamé al ascensor. Subí. Abrí la puerta.
–Juan –se asomó, Cecilia, y se quedó con los brazos cruzados, debajo del marco de la puerta de la cocina–. Te quiero decir algo.
Dejé caer el bolso al piso, tiré con todo. Sí, qué querés, tengo una amante. Vos no entendés, no podés entender cómo le rompe las pelotas a un hombre la rutina. Ir a trabajar todos los días al mismo trabajo de mierda rodeado de pelotudos que lo único que quieren es hablar de fútbol mientras esperan un ascenso que no va a llegar nunca. Y después volver a casa y vos esperando, esperando para quejarte, para quejarte de cualquier cosa, del precio de las naranjas, del clima, del hambre en Etiopía. Y ponés esa carita, esa carita de desagrado, y lo único que querés es darme de comer lo más rápido posible para poder seguir viendo la tele. Y de coger ni hablar, claro, ya no te interesa, a quién le interesa coger después de tener dos hijos. Coger es un trámite, algo que hay que hacer una vez por semana, los domingos, como quien verifica que el piloto del calefón esté encendido para bañarse. Nada, ni gritos ni gemidos ni la más mínima iniciativa. Sólo abrís las piernas y esperás, pensás en otra cosa, siete minutos, hasta podés mirar un reloj y todo. Menos del uno por ciento del día.
Pero yo todavía soy joven, Cecilia, soy joven y necesito que me pasen otras cosas. Quiero estar contento, sentir que hay algo para mí también ahí afuera, alguna pequeña fruta para arrancar del árbol de la alegría. Te quiero, Cecilia, sos una buena mujer y te quiero, pero no puedo aceptar que esto sea todo. Que voy a seguir haciendo lo mismo una y otra vez, hasta la muerte. No puedo aceptar que esto sea la vida.
–Está muy bien, Juan, siempre tan ingenioso –dijo Cecilia, apretando muy fuerte un repasador en una mano–. Lo que te iba a decir es que no conseguí agnolottis en la casa de pastas, y entonces compré ravioles. No tuve tiempo de avisarte, yo sé que a vos te encantan los agnolottis. Pero el tipo de ‘La Juvenil’ me dijo que estos ravioles estás buenísimos.
A la semana hablé con Tamara por teléfono y me contó que no le había dicho nada a mi mujer. Me lo había dicho para provocarme, para que reaccionara. Ella no era esa clase de mujeres, qué me creía.