29.2.16

Necesito que me pasen otras cosas


Volví a casa, cansado, vencido. Sabía lo que se me venía. Si estás casado, si estás casado y tenés una amante, lo normal es que en algún momento te descubran. Porque sí, porque además de tu mujer y tu amante tenés que seguir viviendo, ir a trabajar, ir a jugar al fútbol una vez por semana con tus amigos, pagar el gas, lavarte los dientes. Son demasiados platitos en el aire y uno no es un avezado malabarista, una apenas hace lo que puede. Se termina yendo todo a la mismísima mierda sin atenuantes.
Te descubren, eso quería decir. Te descubre tu mujer, porque vive con vos y te conoce más que nadie. Un cambio de tono en tu voz ante un llamado telefónico a una hora inusual, un mail borrado pero no eliminado de la papelera, una superior ausencia de apetito sexual (de tu parte) y el verso de siempre, las preocupaciones por el futuro, por el dinero que nunca alcanza. Te ponés irritable, te molesta cualquier boludez más que de costumbre.
Pero nada de eso me pasó a mí. Peor, más absurdo, más ridículo. Fui a coger con Tamara, como todos los jueves. Mi ‘partido de fútbol’.
–Hablé con Cecilia –me dijo cuando salió de la ducha.
–¿Eh? –me pareció que había escuchado mal por la televisión, y porque estaba a punto de quedarme dormido.
–La llamé a tu mujer –Tamara se terminó de secar el cabello y comenzó a vestirse–. Vos me dijiste que la ibas a dejar, hace como un año que me decís lo mismo. Te dije que la iba a llamar y la llamé. Le conté todo. Ahora si no me querés ver más bueno, problema tuyo.

Volví a casa. Dejé el auto en el garaje, prendí un cigarrillo. Tardé como diez minutos en caminar las dos cuadras. El bolsito me pesaba mil kilos.
Llamé al ascensor. Subí. Abrí la puerta.
–Juan –se asomó, Cecilia, y se quedó con los brazos cruzados, debajo del marco de la puerta de la cocina–. Te quiero decir algo.
Dejé caer el bolso al piso, tiré con todo. Sí, qué querés, tengo una amante. Vos no entendés, no podés entender cómo le rompe las pelotas a un hombre la rutina. Ir a trabajar todos los días al mismo trabajo de mierda rodeado de pelotudos que lo único que quieren es hablar de fútbol mientras esperan un ascenso que no va a llegar nunca. Y después volver a casa y vos esperando, esperando para quejarte, para quejarte de cualquier cosa, del precio de las naranjas, del clima, del hambre en Etiopía. Y ponés esa carita, esa carita de desagrado, y lo único que querés es darme de comer lo más rápido posible para poder seguir viendo la tele. Y de coger ni hablar, claro, ya no te interesa, a quién le interesa coger después de tener dos hijos. Coger es un trámite, algo que hay que hacer una vez por semana, los domingos, como quien verifica que el piloto del calefón esté encendido para bañarse. Nada, ni gritos ni gemidos ni la más mínima iniciativa. Sólo abrís las piernas y esperás, pensás en otra cosa, siete minutos, hasta podés mirar un reloj y todo. Menos del uno por ciento del día.
Pero yo todavía soy joven, Cecilia, soy joven y necesito que me pasen otras cosas. Quiero estar contento, sentir que hay algo para mí también ahí afuera, alguna pequeña fruta para arrancar del árbol de la alegría. Te quiero, Cecilia, sos una buena mujer y te quiero, pero no puedo aceptar que esto sea todo. Que voy a seguir haciendo lo mismo una y otra vez, hasta la muerte. No puedo aceptar que esto sea la vida.
–Está muy bien, Juan, siempre tan ingenioso –dijo Cecilia, apretando muy fuerte un repasador en una mano–. Lo que te iba a decir es que no conseguí agnolottis en la casa de pastas, y entonces compré ravioles. No tuve tiempo de avisarte, yo sé que a vos te encantan los agnolottis. Pero el tipo de ‘La Juvenil’ me dijo que estos ravioles estás buenísimos.
A la semana hablé con Tamara por teléfono y me contó que no le había dicho nada a mi mujer. Me lo había dicho para provocarme, para que reaccionara. Ella no era esa clase de mujeres, qué me creía.

24.2.16

Respuesta técnica


A veces veo, voy al cumpleaños del hijito de algún amigo y veo. A un tipo que canta, que fue contratado para animar la fiesta infantil y canta algunas canciones. Y de pronto hay un movimiento de cabeza, una forma de quitarse el pelo de la frente o de mirar, apenas, para un costado, sin soltar la guitarra, sin dejar de cantar. Te das cuenta que el tipo tuvo una banda de rock, que quiso, con todo su ser, justamente ser Mick Jagger o Pete Townshend.
A veces estoy en una esquina esperando que el semáforo cambie de color para poder cruzar la avenida, y entonces un taxista justo acelera, pasa a un automóvil que se ha detenido en la esquina. Lo pasa y gira y es un movimiento, la forma de girar el volante y pasar el cambio. Te das cuenta que el tipo, algo gordo, con una camisa a cuadros de mangas cortas con las axilas sulfatadas, soñó alguna vez con ser piloto de TC2000. Bajarse del auto y hacer declaraciones a los periodistas, con las chicas embutidas en sus multicolores mallas junto a él.
Podría seguir, claro que podría seguir.
Ahí está, todo lo que alguna vez quisimos ser. Tantos pero tantos sueños rotos. De eso está hecho el asfalto.

18.2.16

En la mía


Andá a una fiambrería, a un supermercado. O andá a un kiosco, lo que te resulte más fácil, más sencillo.
Comprá una gaseosa grande, no, más grande. Una gaseosa de dos litros.
¿Cuál? No entiendo, ¿cuál qué? Ah, cuál gaseosa, sí. No importa, la que encuentres, la que más te guste.
Pagás la gaseosa, es lo usual, lo que se estila.
Ahora salí a la calle, o parate, en la calle, quiero decir, en la vereda.
Abrí la gaseosa.
Levantá la gaseosa con ambas manos, como si fueras, no sé, Kempes en el mundial 78, y la gaseosa fuera la copa del campeonato del mundo, la copa Jules Rimet. Levantá la gaseosa, bien alto.
Hasta acá todo bien, ahora viene lo importante, lo que podríamos denominar ‘la clave’.
Da vuelta la botella. Y tirate la gaseosa, sí, en la cabeza. Si podés mantener los ojos abiertos mejor, mucho mejor, pero si no podés, bueno, cerrá los ojos.
Te cae, la gaseosa, a borbotones. Sobre el pelo, la cara, sobre el torso, por la nuca, pasa a la espalda. Te empapa la ropa, la camisa, los pantalones incluso. Gotea, hace un pequeño charquito a tus pies. Toda la experiencia, vaciarte los dos litros de gaseosa encima, no debería llevarte más de nueve segundos. Once, como mucho.
Te deja hecho un enchastre. Pegoteado, fastidioso, con un generalizado malestar hacia el mundo indiviso, una extraña combinación de estupor y falta de sentido.
Bueno, así me siento yo por lo general. Por eso escribo como escribo.

12.2.16

Algo que me cambió la vida


Fue raro, lo admito. Podés llamarlo casualidad, aunque yo no creo en las casualidades. Tampoco creo en el destino.
A ver. Me mudé, me mudé de departamento. La idea era tomar distancia de Miriam. Vivíamos juntos pero no nos soportábamos. Lo mejor era alejarse.
Aproveché que tenía ahorros, compré un departamento. Quería vivir en un lugar lindo, tratar de estar motivado con algo para no bajonearme.
La habitación que iba a ser mi ‘estudio’. Donde pensaba sentarme a fumar puritos holandeses y a escribir. Donde iba a estar la computadora. La esposa de un amigo que es arquitecta, me dio un consejo.
–No pongas un escritorio, Juan. Poné un tablón –ese fue el consejo. Poner un tablón de una madera buena, de punta a punta del cuarto, amurado a la pared. Sería un gigantesco escritorio donde apoyar cosas, sentirme cómodo. La idea me pareció fantástica.
Pero. Siempre hay un pero. Entre la teoría y la realidad. Las cosas salen mal, las cosas fallan.
Yo estaba yendo y viniendo, peleándome con Miriam, tratando de conservar mi trabajo, que la vida no me pasara por encima. Te la hago corta. Pusieron el tablón para el culo. Veinte centímetros más alto que la altura standard de un escritorio, se te acalambraban los hombros después de escribir media página. El arquitecto era (y creo que sigue siendo) un pelotudo.
Me mudé. Me tenía que mudar y me mudé, claro. Pero el cuarto estaba inutilizable. Todo ese tablón absurdo que sólo servía no sé, para apoyar un pedazo de queso cuartirolo. Ni hablar de sentarse a escribir, probé levantar la silla pero quedaba apoyado en puntas de pies como un maldito suricato. Ridículo.
Sigo. A los dos meses conseguí otro arquitecto, hermano de un amigo. Un pibe que hablaba poco y fumaba en pipa. Arreglamos para sacar el tablón.
Mi temor era tener que volver a romper la pared, hacer moco la pared, que se quejaran los vecinos. Además, en ese cuarto estaba un armario con ropa, y la biblioteca. Mis libros.
Muy correcto el pibe, muy amable.
–No te preocupes, Juan. Yo me encargo –dijo.
La historia parece un poco larga, lo sé. Un poco absurda. No va a ninguna parte. Pero bueno, si estás leyendo es que tampoco tenés demasiado para hacer.
Vino el pibe, un día antes del operativo ‘extracción de tablón’. Acá viene lo importante.
El pibe vino a ‘proteger la zona’. Esa era mi preocupación. Me había mudado hacía pocos meses, no daba más. No quería un solo quilombo más, tenía los nervios destrozados. Sólo seguir viviendo, uno aprende a conformarse. Pulsión de vida.
Tocó timbre el pibe, debían ser las cuatro de la tarde. Trajo dos rollos. Grandes, rollos, ponele, de un metro y medio de altura. Uno era de cartón corrugado. El otro del plástico ese con las burbujitas que se revientan. Ese polietileno que se usa para embalar frágiles objetos. Y trajo cinta de embalaje.
El pibe tapizó el piso del cuarto. Con cartón corrugado primero, con el plástico por encima, después. Grandes trozos pegados con cinta de embalaje. Cubrió la biblioteca y el armario también. Y se fue.
Y justo vino Miriam. Era de noche. Me dijo que estaba cerca, había salido de una clase de gimnasia. Hacía más de un mes que no nos veíamos, quiso pasar a saludar.
Le mostré el departamento, no lo conocía. Le llamó un poco la atención que me hubiera ido a vivir a un barrio más fino. Yo había argumentado durante mucho tiempo, la importancia del sufrimiento para ser escritor. Pero lo cierto era que me la había pasado sufriendo bastante, y lo que había escrito era en líneas generales una cagada. El arte nace del dolor, solía yo decir, estaba seguro, ponía cara de profundo. Pero en mi caso el dolor había venido sin arte. Un dolor que vino mal de fábrica, no sé.
–La gente es una mierda independientemente de su nivel socioeconómico –dije–. Acá por lo menos es más lindo el paisaje.
–¿Se puede pasar? –dijo ante la puerta del cuarto donde estaba el tablón. Asentí.
No sé si justo se agachó, o quizás se tropezó. La besé, la abracé. Nos pusimos a coger, como desesperados, como famélicos animales, ahí, sobre el polietileno ese que se usa para embalar, sobre el cartón corrugado.
Fue, de lejos, el mejor polvo de mi vida. Ella tenía un orgasmo y se reía y se agarraba la cabeza, y me decía ‘no sé qué me pasa’. Y volvía a temblar.
No, no volví con Miriam. De ninguna manera. Era una etapa terminada.
Lo que te quería decir es que ahora dejé un cuarto preparado así, con cartón corrugado en el piso, y arriba ese polietileno con burbujitas. Cuando meto a alguna chica en casa la cojo ahí, sobre el piso.
Quedan fascinadas. Las tengo que sacar a los empujones, se quieren quedar a vivir conmigo.

6.2.16

Y es gratis


Siempre hay revancha, siempre existe una posibilidad. Sólo hay que estar atento y la posibilidad se expresa, eso es lo fantástico de este mundo.
¿Qué te quiero decir? ¿De qué estamos hablando? Ah, sí, me distraje. Disculpame.
Ponele que no pudiste ir a la Sierra Maestra, y combatir junto a Fidel Castro, o con el mítico ‘Che’. Ponele que no habías nacido o estabas poniendo una parrillita por Palermo, no sé.
Ponele que no estuviste en Woodstock, no viste tocar la guitarra a Hendrix, no escuchaste cantar a Janis Joplin como si Dios mismo aullara de la más pura pena. No fumaste porro en medio del barro ni cogiste con cinco o siete californianas divinas antes que se inventara el sida. Ibas al colegio, querías ser perito mercantil. O trabajabas en una escribanía, de secretaria. Estabas pensando si comprarte un perro.
Ponele que no lo conociste a Andy Warhol, ni a Bob Dylan, ni a Carlos Alberto García Moreno cuando era Charly García, ni a Bukowski, ni te inyectaste heroína con William Burroughs, ni estuviste en un recital de AC DC en Australia donde Angus Young se tiró con guitarra y todo encima tuyo, ni te sentaste a tomar whisky con Liam Gallagher en un pub de Manchester a las tres y media de la mañana. No, no te cogiste a Amy Winehouse, ni te cogiste a Halle Berry, ni a Scarlett Johansson, ni a Natalie Portman. No te cogiste, prácticamente, a nadie.
Para resumir, entonces. No estuviste en ninguno de los lugares que hubiera valido la pena estar durante los últimos setenta años, no participaste de ningún evento que tenga rango de memorable, no conociste a ninguna luminaria. No escribiste, no cantaste. No, tampoco pintaste.
Bueno, pero podés, ahora, así como estás, no tener facebook ni twitter. Y volverte una de las personas más originales de este puto planeta. Un ser diferente y único, un verdadero rebelde.