Autopista espiritual
Probé con Osho. Claro que probé con Osho, todos probamos con Osho. Sus discursos de un magistral ingenio, su formidable sentido del humor, sus uñas tan perfectas. Sus espectaculares relojes, sus lentes de sol detrás de los cuales habitaba esa tremenda mirada, su carita algo perversa que parecía sugerir que estar iluminado no le impedía deambular por la tierra y celebrar todo aquello que hubiera para celebrar.
De ahí vas a Krishnamurti sin escalas. La iluminación absoluta, la demolición del yo a través de una catarata de palabras. La negación de la negación de la negación de todo lo que no es. El razonamiento hasta la extenuación, la disección de la imbecilidad hasta hacerla desaparecer. La angustia en ese rostro de un hombre que sabía demasiado, simplemente demasiado, quizás más de lo que podía soportar un ser humano por más excepcional que fuera.
Después te pegás una vuelta por el Maharishi Mahesh Yogi. No hay manera de no ir por ese lado. El tipo con su carita a lo Charles Manson y esa vocecita tan suave. Su meditación trascendental marca registrada, su mantra de la palabra mágica que te estaba esperando a vos y a nadie más que a vos, para llevarte más allá de la pútrida realidad. Sus paseos con pasos tan cortitos a orillas de un lago quieto, tan quieto y tan profundo como la conciencia, y una flor en la mano siempre.
Todo te lleva a Sai Baba. El hombre de la túnica naranja y el cabello con el afro perfecto, solamente superado en originalidad e impacto, quizás por el peinado de Don King. El hombre caminando entre la multitud de fanáticos, con esa sonrisita como si se estuviera por hacer pis, frotando apenas los dedos, dos o tres dedos de una mano, y haciendo aparecer una cadenita de oro aquí y allá.
Vas y leés lo que podés de Ramana Maharshi, su esplendoroso silencio. Cuando le preguntaron a Ramana Maharshi cómo saber si uno estaba progresando en el camino espiritual, y el tipo respondió ‘la ausencia de pensamiento, el grado de ausencia de pensamientos, es el verdadero indicador del progreso en el camino de la iluminación’. Te comprás todos los libros que encontrás de Chopra, original cruce de caminos entre la oriental sabiduría y la occidental picardía. Seguís con los videítos de Barry Long, con su mirada a punto de saltarte a la yugular, parado en el borde de la locura misma que casi le dificultaba transmitir lo que tenía para contar, te pegás una vuelta por Ram Dass y su ‘fierce grace’, vas a Eckhart Tolle, una especie de duende lleno de luz y alegría con su encantador repackageo de sagradas escrituras, Adyashanti y su infinitamente dulce manera de explicar lo que no se puede explicar. Vas con Papaji, y entendés que es un segundo nomás, que es ahora y que es posible ser feliz, parás el motor de la mente y estás bendito para siempre. Probás con sus discípulos, con la delicada combinación de énfasis y bondad de Gangaji que te toma de la mano, con Mooji y su manera tan pero tan agradable y divertida de mostrarte que la magia es para vos también y es fácil, vas a recuperar las ganas de reírte, de caminar por la calle, de tomar un café con leche. Vas a Nisargadatta Maharaj que te grita, con absoluta vehemencia, que vos sos eso, que ya llegaste, que ahí estuvo desde siempre, que no hay que buscar lo que ya sos. Vas y te metés de zabiola con el sarteneo de la supersarasa del mindfulness de Jon Kabat Zinn. Hacés el cursito de Sri Sri, te dijeron que lo único que tenés que hacer es respirar, con respirar alcanza para ser feliz, ya te vas a dar cuenta.
Y entonces te das cuenta que pasaron unos tres o cinco años y no entendiste un pomo, no tenés la más puta idea de nada, no trascendés un carajo ni sos un alma consciente ni despertaste a esa dimensión que se oculta detrás del velo de la mente. Querés tomar un buen vino y coger un poco. Te estás cayendo a pedazos, no das más.