30.10.16

Otro plano


Estaba esperando que asomara mi valija por la cinta transportadora, siempre es un momento molesto. Porque ya llegaste, volviste, te bancaste el viaje en avión donde, básicamente, tenés que ver cómo hacés para quedarte quieto. Y aterrizaste, y te falta migraciones, y el taxi desde Ezeiza, para poder sacarte los zapatos de una buena vez, darte una ducha, ver si te duele más una rodilla o la cintura.
O sea, mientras esperás la valija que no aparece, llegaste pero no llegaste. Viajo por las provincias, y a veces por Latinoamérica, doy charlas, vendo algo, algún producto, algún servicio, mi vida hace años que se volvió poco entretenida. Crecer es aceptar que sos lo que podés, vivir con eso, olvidarte lo que querías ser cuando eras chico y no morirte de pena mientras tanto. Digamos que la felicidad es logros / aspiraciones, y yo te diría que te concentres en achicar el denominador tanto como sea posible. Pero si te querés pasar la vida intentando agrandar el numerador, suerte con eso.
Y la valija que no aparece, la gente se impacienta. Es un fastidio.
–Señor –me habla uno, pero son dos. Por los modos, por los cortes de pelo al rape, por los lentes Rayban imitación con vidrios verdes, es claro que son policías de civil.
–Sí –digo.
–Acompáñenos, por favor –el hombre, para que entienda que lo que me está diciendo no es una solicitud sino una orden, me toma de un brazo. Estoy por resistirme y me señala, con el mentón. A escasos diez metros me esperan otros dos hombres, de uniforme. Avanzamos hacia ellos, quiero decir, me llevan. Voy.
Me llevan a un cuarto, pequeño, hermético.
–Vengo de Mendoza –digo–. Tengo que buscar la valija.
En el cuarto, entramos. Quedan los uniformados afuera. No hay ventanas, cuesta respirar.
–Esta es su valija, ¿no? –Me habla, ahora, el otro hombre, el que todavía no me había dirigido la palabra. Más delgado, de jeans, se abre el cierre de la campera. Se ve que va armado, quiere que se vea.
Miro la valija que está sobre la mesa, cerrada. Reconozco la cinta verde que le puse, y la marca, y el tamaño. Es mi valija, no hay dudas.
–Sí, pero –digo.
El hombre abre la valija. Me pregunta la combinación del candadito, para no tener que romperlo. Levantan la tapa.
–Qué me dice –el hombre, los dos hombres me miran.
En la valija hay cuatro, no, cinco bolsas con cocaína, probablemente de un kilogramo cada una. También hay dinero, fajos de dólares, no sé, cien mil dólares, quizás más. Y una pistola, una Glock .40 nuevita. Además de todo eso reconozco algo de mi ropa, un par de camisas que me regaló mi hermana, un par de zapatillas, la corbata que usé para dar la charla, medias.
–Le repito la pregunta –el hombre se quita los lentes y los guarda en el bolsillo superior de su camisa–. Es su valija, ¿no? ¿Qué tiene para decir de todo esto?
Y entonces me doy cuenta. Tuve un sueño, en el avión. Soñé que era un asesino a sueldo, que viajaba por el mundo matando gente por encargo, en mi último trabajo me pagaron con cocaína mexicana, tuve que matar a un narco rival, también estuve cogiendo con dos fantásticas prostitutas, en Tijuana, una en particular, Carmen, de ojos verdes y tetitas puntiagudas.
Es evidente que la valija quedó enganchada de algún modo, salió de mi sueño y apareció en la realidad, donde soy un consultor financiero que da charlas, que vive con Adriana y su pequeña hija. Vengo de Mendoza, tengo un perro que se llama Max.
Pero si les digo que la valija salió de mi sueño, de lo que venía soñando, estoy seguro que no me van a creer.

24.10.16

Pedacitos de uñas en un frasco


Tenés que cortarte las uñas, una vez por semana. De las manos, sí, y si podés de los pies, si te crecen, también.
Vas y te cortás las uñas, una vez por semana. Y guardás las uñas, los pedacitos de uñas, en un frasco.
Puede ser en un frasco de mermelada, sin mermelada por supuesto, y lavado, el frasco, previamente. Conviene que sea un frasco más grande. Conviene que vayas a la fiambrería más cercana y le pidas, al fiambrero, un frasco de esos donde vienen tres o cinco kilos de aceitunas. El frasco, sin las aceitunas, o con las aceitunas también. Las aceitunas son riquísimas.
Hacés eso, entonces. Te cortás las uñas una vez por semana, y guardás los pedacitos de uñas en el frasco.
Y dejás pasar veinte años. Podés seguir con tu vida desde ya, seguís haciendo lo que estás haciendo. El procedimiento descripto no altera ningún otro campo de lo que podríamos denominar, porque de alguna manera hay que denominarlo, ‘tu vida’.
Pasan veinte años, con la indolencia que suelen tener esas cuestiones.
Y vas y mirás, veinte años después, el frasco.
Te vas a dar cuenta que lo que hiciste no tiene mayor sentido. No sirve, en verdad, de gran cosa. No significa nada.
Lo mismo podría aplicarse, pasados los mismos veinte años, a cualquier otra cosa que hayas hecho. Tu matrimonio, tu trabajo, los entrenamientos de fútbol o las maratones, los cursos de teatro, de fotografía.
Tenés que entender que pasado el suficiente tiempo todo se va a la mismísima mierda. Nada, eso.

18.10.16

Hay que ser agradecido


Hay un par de zapatos con el que cojo siempre. No, no es que me cojo a un zapato en particular, aunque alguna vez durante la adolescencia probé la cuestión. Me cogí un almohadón también, y un florero de cuello alto relleno de carne picada (*homenaje al viejo Buk). Estaba desesperado, quería coger más que nada en este mundo.
Lo que quise decir es que el par de zapatos, ese par de zapatos, me trae suerte. Podría ser psicológico, pero no lo es. Son los zapatos, lo tengo estudiado.
Me pongo esos zapatos y las mujeres me miran. Las chicas me sonríen. Entro a un local a comprar algo, cualquier cosa, y la vendedora me muestra su mejor predisposición. Si le pido el teléfono para invitarla a salir me lo da, se ríe de mis chistes. Y si entro al mismo local al día siguiente o una semana antes pero me cambié los zapatos, bueno. La vendedora me detesta, ni me lleva el apunte. Podríamos decir que cuando me pongo esos zapatos el mundo se vuelve muchísimo más amable.
Vino mi primo Alan, vive en Pergamino. Se enfermó su madre, Frida, que también es mi tía. La tenían que operar, quitarle un tumor, estaba internada. La cosa no pintaba nada bien. Le dije que se podía quedar, a Alan, era una semana, dos como mucho. Para que pudiera salir a respirar fuera del sanatorio. O si quería venir a bañarse o a dormir un poco durante el día. Le di una llave, le dije que yo por lo general volvía tarde. Le puse un colchón en el cuarto donde tenía la computadora.
Nos vimos muy poco, porque Alan se quedaba por las noches a cuidar a su madre. Desayunamos juntos un par de veces, tenía veintipico de años y estudiaba arquitectura. Era amable y callado, un buen pibe.
La cosa salió mucho mejor de lo que se esperaba, la operación salió bien. La biopsia arrojó resultados alentadores. Pasé a buscarlos por el sanatorio el viernes, les dije que se podían quedar en casa sin problemas. El domingo los llevaba a la estación, se volvían.
El sábado caí al departamento para la hora de la cena. Frida estaba de un espléndido humor, cocinando. Alan veía un partido de fútbol de la liga europea.
Nos sentamos a cenar. Frida era una extraordinaria cocinera, había preparado pastel de papas. Abrí un vino.
–Te quiero agradecer tanto la ayuda que nos diste –me abrazó, Frida, emocionada–. Contale, Alan.
–Sí –dijo Alan –. Vimos que la máquina de café no te andaba. Te compramos una nueva.
Era verdad. Donde solía estar mi vieja máquina de café había una nueva, flamante.
–Pero –dije–. No se hubieran molestado.
–¡Cómo que no! –Levantó su copa, Frida–. Brindemos. Con todo lo que hiciste por Alan.
–Es verdad, es verdad –dijo Alan.
–No hay nada que agradecer, che –le di una palmada en el hombro–. Nos vemos poco, pero sos mi primo.
–Contale, contale –dijo Frida, feliz.
–Qué –dije.
–Sí –dijo Alan–. Esta tarde vimos en tu armario, la ropa que usás. Siempre con esa camperita corta, y esos zapatos.
–Mostrale –dijo Frida–. Mostrale.
Me habían reemplazado mi campera corta por una igual, y me habían comprado unos zapatos, otros zapatos. Parecidos, nuevos.
–¿Y los viejos? –Pregunté.
–Fuimos a la iglesia a agradecer –dijo Frida–. Y donamos la ropa. Pero los zapatos que te compramos son el mismo número, te tienen que ir bien. Igual se pueden cambiar.
Me puse a llorar, supe que mi vida sexual había terminado, el mundo jamás volvería a mostrarme ni una pizca de cortesía. Frida me dijo que yo siempre había sido un buen chico, con una gran sensibilidad. Era normal que me emocionara.

12.10.16

Una clase de Emilio


Tenía que ver a un cliente que había dicho que pasara, justamente a verlo, a las nueve de la mañana. El tipo era doctor y me pidió si lo podía pasar a ver por el consultorio antes que empezara a atender. El asunto fue que cuando llegué al consultorio le había caído un paciente medio desesperado, y el doctor, el cliente de la boludez que fuera que yo estaba vendiendo, me pidió que volviera en una hora. Le dije claro, cómo no, cuando en realidad lo que quería decirle era que me había hecho ir a verlo al absoluto pedo. Le dije que sí.
El consultorio estaba a media cuadra de Cabildo y Juramento. Se me ocurrió ir a tomar una café a la Zurich.
Me pasa, me pasa mucho, recordar determinados atributos de un lugar, de alguna vez que estuve. Y luego, al volver, no lo encuentro, el atributo, la cualidad. Así que no tengo más remedio que pensar que quizás el lugar sigue siendo, más o menos, el mismo de siempre. Y el que ha perdido la magia, la gracia, seguro que fui yo. Me pasa con las personas, también.
Café y medialuna de grasa (si pedís un cortado es con medialuna de manteca, no me preguntes todo, es como yo te digo). Me puse a ordenar algunos papeles, hice un par de llamadas telefónicas. Me puse a mirar un poco por la ventana.
–No, Emilio, los chicos querían las zapatillas, los chicos habían soñado con esas zapatillas, con ese fantástico momento, para eso hicimos el viaje. Y vos no cooperaste en nada, se te notaba la cara de culo. Se te notaba que te querías ir.
Miré. A dos mesas de distancia. Una mujer de unos cincuenta años o más, vestida con una blusa abotonada hasta arriba, esas blusas con cuellito con bordado que ya no se ven. El pelo hasta los hombros. Sentado frente a ella un hombre, semicalvo, con pancita, ojeroso. Escuchando, negando con la cabeza pero apenas, sin llegar a elaborar una respuesta. Ella seguía.
–Siempre lo mismo, Emilio. Me decís que vas a cambiar, pero no cambiás. Tengo que estar en todo yo, porque vos no acompañás en nada. Tenés actitudes que muestran lo insensible que sos, lo mala persona que sos.
Seguía, la mujer. El tono chillón, lo miraba pero no lo miraba, sostenía su taza de té con las dos manos y miraba algún punto por encima de la cabeza de Emilio. Sin dejar de quejarse por su mala suerte, por haberlo conocido, por ser, Emilio, la fuente de todas sus desgracias.
El tipo, balbuceando apenas, aceptaba, tomaba un sorbo de café y concedía. Mientras todo el bar no podía dejar de escuchar cómo la mujer lo retaba, lo pasaba por encima con su camión hecho de quejas, humillándolo por completo. La escena te hacía doler la vista porque el tipo parecía retroceder, intentar pegarse al respaldo de la silla.
Al rato me fui. Vi al doctor que me despachó en quince minutos, me dijo que no estaba seguro, que lo iba a pensar. Nada.
Caminé unas cuadras por Cabildo, juntando fuerzas antes de meterme en el subte para volver al centro. Me paré en una casa de deportes a ver unas zapatillas carísimas, yo lo único que quería era dar una vuelta por el parque Centenario caminando, sentir que podía caminar todavía y que si podía caminar eso tenía que significar que estaba vivo. Y entonces lo vi, a Emilio, fumando en la puerta de un local de ropa. Apesadumbrado, angustiado, triste. No pude resistir la tentación.
–Disculpe –dije–. Emilio.
–Eh –me miró.
–Lo vi en el bar –dije–. En la Zurich.
–Ah, sí.
–Mire, la verdad que no entiendo. Su mujer le estaba diciendo las peores cosas, así, delante de todo el mundo. Y usted, como un boxeador que baja la guardia y se dedica a recibir todos los golpes. No sé, viejo, aunque estén los hijos, o aunque alguna vez la haya querido, nada justifica su actitud. La suya, digo. Usted ofende al sexo masculino, se lo tengo que decir. La escena que me hizo presenciar me enfermó la sangre. Pegue un grito aunque sea, o pruebe enojarse la próxima vez. Siempre queda el recurso de escapar, pero no se deje humillar así. Casi me paro yo y la puteo a su señora. No se puede ser tan cobarde.
–No es mi señora –dijo.
–Bueno, su novia, o su ex. ¡Me importa tres carajos, Emilio! ¡Tenía que defenderse!
–No me llamo Emilio, flaco.
–¿Eh?
–Soy un actor –prendió otro cigarrillo, sonrió–. Me contratan.
–No entiendo.
–Soy actor, forro. La vieja es viuda y necesita discutir, putear a alguien. Me cita en un bar distinto una vez por semana. Me dice las peores cosas, son cuarenta minutos. Gano buena guita, ¿vos de qué laburás?

6.10.16

Ponerlo en palabras es darle vida


Tuve que ir, me lo pidió un amigo. Mi vida social se terminó más o menos a los once años. Pero mi amigo cumplía años y estaba contento. Se había mudado, me invitó a un asado en su casa nueva.
Y yo le expliqué como me salía, como pude, que estar con gente nunca fue lo mío. Pero mi amigo era mi amigo hacía muchísimo tiempo y ya lo sabía.
–Es un asado, Juan –me dijo–. Comés algo rico, tomás un poco de vino, cuando querés te vas.
Llegó el domingo, se hizo el asado. Había armado una mesa grande, como para veinte personas. Mi amigo iba y venía de la parrilla, feliz. Su hijo de siete o nueve años se mojaba los pies en la pileta. El perro miraba a todos, suplicante, como diciendo ‘loco, no me dejen afuera’. Un capo, el perro, un perro atorrante y bigotudo que se llamaba Felipe. Le gustaba el helado y la provoleta, a Felipe. Le gustaba rascarse la espalda contra el pasto.
Me senté cerca de una punta, tratando de pasar desapercibido. Me sirvieron salchicha parrillera, me sirvieron un vino más o menos decente, me daba el solcito en la cara. Peores cosas me habían sucedido.
Hablaba, la gente. Varias parejas, una prima soltera, amigos. Hablaban y al hablar era fácil notar de qué estaban orgullosos, aquello que consideraban el centro, el eje alrededor del cual transcurría lo que podríamos denominar, la rueda de sus vidas.
Una mujer hablaba de sus hijos, sus hijos habían hecho algo, habían cagado o escupido, habían aprendido a decir ‘mamá’ o ‘teta’. Otra mujer, más bonita por cierto y evidentemente harta de su marido al punto de no poder evitar hacer una mueca de crispación cada vez que su marido le dirigía la palabra, hablaba de caballos. Lo más importante del mundo era, al parecer, montar a caballo, si el caballo debía comer tal o cual cosa, si el caballo debía ser cepillado antes o después de bañarlo, qué significaba si al caballo le picaba el culo, y así. Un tipo hablaba de fútbol, acababa de volver del Mundial de Brasil. Explicaba las diferencias ideológicas entre Menotti y Bilardo, si Batistuta y Crespo hubieran podido jugar juntos, las diferencias de carácter entre Maradona y Messi debido a si de chiquitos les habían dado mate cocido o café con leche. Ver un partido del mundial te cambia la vida, dijo.
–Che, Juan –me dijo la mujer de mi amigo–. Qué pasa que estás tan callado.
–Una de las ventajas de fracasar, y de saber que fracasaste –dije–, es que no tenés mucho para contar. El fracaso brilla.