30.3.13

De peluquería

         En el barrio más aristocrático de Buenos Aires, en la Recoleta. La peluquería más lujosa, ubicada sobre la calle más lujosa. Preferiría no decir el nombre, de la peluquería, tampoco de la calle.
         Entro. Hay una pequeña recepción, un mostrador. La chica que atiende sentada en una sinuosa butaca tiene las piernas largas, los tobillos perfectos. Podría ser modelo, tranquilamente, o una estrella de la televisión. Pero no lo es.
         –Sí –me dice. Todos los objetos que hay sobre el mostrador, una pequeña lámpara, la computadora, una birome, su taza de café, son de un refinado diseño. Todo hace juego con todo, eso que se ha dado en llamar, porque de alguna manera hay que llamarlo, decoración.
         –Quiero pedir un turno –digo–. Quiero que me corte el pelo el peluquero de más renombre en este prestigioso establecimiento, que es, justamente, el que le da el nombre a esta notable institución. También quiero el tratamiento más exclusivo, y por lo tanto más caro, que tengas. Acondicionamiento, baño de crema, tintura, masaje capilar, todo, lo que sea.
         La chica, que consulta una pequeña pantalla táctil para fijarse los turnos disponibles, me mira. Se mira las uñas, también, pintadas de un sangrante bordó, una en particular. Toma un sorbo de café.
         –Pero, señor –me mira otra vez, como alguien miraría a un animal repugnante y primitivo. Espera que yo diga algo más, quizás algún cómplice guiño de mi parte. Permanezco muy serio, atento–. No se ofenda, pero usted necesita un corte bien sencillo. Quiero decir, con todo respeto, usted, prácticamente no tiene cabello. Usted es pelado.
         –Sí –respondo–, lo que manifiesta usted es bien probable. Pero si me permite el  arrebato de una comparación, el ímpetu de una analogía, al igual que cuando uno concurre a una prostituta, la gente cree que quien concurre a una prostituta, bueno, fue a coger. Pero, cualquiera lo sabe, coger tiene un volitivo componente que no puede ser comprado. Lo que uno está pagando, en el caso que acabo de describirle, o aquí, ahora, es para recibir un inverosímil servicio, fuera del gusto y la lógica de quien lo brinda. Lo que yo quiero es que me laven la cabeza, y me corten el cabello, como si tuviera cabello. Cualquiera se puede cortar el pelo, si tiene pelo, en cualquier lado, por poca plata. Te pago, burrita, para que te lo imagines.

24.3.13

Fiucher

         Estamos en el futuro. El futuro, para definírtelo de alguna forma, para que vos lo entiendas, es un lugar muy distinto al presente. Pasaron, más de cien años.
         Los autos vuelan, por ejemplo. Por raro que te parezca. Tenés dos modelos, los autos que saltan, y los autos que vuelan (los que vuelan son más caros). Era imprescindible, alguien se dio cuenta, que los autos tenían que poder saltar. Era la única forma de atenuar, en parte, los embotellamientos de tránsito. Imaginate, para que lo entiendas, como si fuera un partido de damas en un tablero gigante. Vos apretás un botón, de tu auto, y tu auto puede permanecer en el aire por casi veinte segundos. Si encontrás un lugar dónde avanzar, dónde colocar tu auto, lo alumbrás con una luz, tenés una especie de joystick junto al volante. Cuando el lugar tiene tu luz, nadie más puede aterrizar ahí, se genera un campo magnético que rechaza a los otros autos en caso que alguien se equivoque o tenga mala intención. Si ‘saltaste’, y no hay lugar adónde avanzar, mientras estás en el aire, conservás la luz del lugar de donde partiste. O sea, mientras vos no alumbrás ningún lugar nuevo, conservás la luz del lugar original, y cuando se cumplen los veinte segundos, es automático, volvés. Esas luces funcionan a la perfección, no fallan, además si hacés alguna pelotudez las multas son carísimas, te quitan el registro de por vida. Y si te quitan el registro, no podés salir más de tu casa.
         Otra cosa, por contarte algo. Los hijos se eligen. Vas a un banco de niños, sacás número, y llenás el formulario 574. El formulario para tener un hijo. Lo elegís, color de ojos, altura, sexo, tipo de cabello, habilidades especiales. Lo elegís, lo pagás, y te lo entregan en un mes. Te lo entregan con papeles, y es tu hijo. Antes, mientras lo están armando, te lo dejan ver por pantalla, un prototipo. Te lo dejan ver, antes de terminarlo, para ver si está todo como lo pediste. Igual, los hijos vienen con seis meses de garantía, como las heladeras o las planchas.
         Te podría contar más cosas, muchas más cosas. Cómo se sortean los lugares para pasar las vacaciones, para que la gente pueda ver, cada cinco años, durante tres días como máximo, una montaña, o el mar. Hace muchos años los científicos se dieron cuenta que la mirada humana gasta todo lo que observa, hubo que racionar entonces la posibilidad de ver los lugares naturales, para que no se hagan mierda y queden como si los miraras en un televisor en blanco y negro. Está todo muy bien organizado, aunque los permisos para ver las estrellas, o para sentarte al lado de un árbol, o para caminar bajo la lluvia cinco minutos, se compran y se venden en un mercado negro, cuestan una pila de plata. También están las máquinas donde programás cuántas horas querés dormir. Apretás un botón y la máquina larga una sustancia en el aire del cuarto, parecido a una anestesia pero muchísimo más placentero. Una mezcla de morfina con extracto de dulce de batata con chocolate (hay con dulce de membrillo, también). Descanso garantizado.
         Te cuento cómo me volví genial, en el futuro. Cómo me volví uno de los tipos más importantes del planeta, una mezcla, ponele, para que te ubiques, de Tinelli y Sai Baba, todo junto.
         Lo único que hice, de casualidad, porque ni lo pensé. Lo único que hice fue, te decía, una vez que me hicieron una pregunta, quedarme en silencio. Y entonces la gente descubrió que el futuro era ruido, puro ruido, ruido todo el tiempo.
         La gente empezó a pagar para verme. Me alquilaban estadios para que hiciera recitales en distintas partes del mundo. La gente enloquecía, como esos videos donde las chicas veían cantar a los Beatles de jovencitos.
         Yo salía al escenario y no decía nada. Me sentaba en una silla y me quedaba callado.

18.3.13

Película de acción

         A veces voy al cine, al Village Recoleta. A veces voy al Abasto. No, no entiendo nada de cine, nunca entendí nada de cine, tampoco me interesa la película que voy a ver.
         Lo importante es que salgo del centro, me voy del trabajo,  ponele, a las cuatro de la tarde. Digo que voy a ver a un cliente, que tengo una reunión. Y me voy al cine. Me tomo un café, miro las vidrieras, cosas que no me interesan y que jamás voy a comprar.
         Elijo una película. Pido última o anteúltima fila, cuerpo central, en un extremo. Y me siento. Por lo general no hay casi nadie, y las butacas son cómodas. Hay aire acondicionado, oscuridad. Es todo lo que necesito, un par de horas fuera del planeta tierra en general, de mi vida en particular.
         Lo ideal es ir al Abasto, sí, porque salvo que te metas a ver ‘Alvin y las ardillas’, o una película donde actúa Ricardo Darín, entonces no va a haber casi nadie. La gente hace rato fue lobotomizada, quieren que Boca salga campeón, recuperar las Malvinas tirándole a los ingleses alfajores de maizena, y twittear que se tiraron un pedo, o que se comieron un durazno, o que se están por cagar. Entrás al Abasto, lo digo con respeto por nuestros hermanos latinoamericanos, y sos más extranjero que si estuvieras en el Machu Pichu, o haciendo la ruta del inca. Entrás al Abasto, y sentís una pachamamización infinita (sí, el verbo que acabo de inventar es ‘pachamamizar’, no me lo agradezcan).
         Saqué mi entrada, anteúltima fila, cuerpo central, en un extremo. Dejé mis cosas en la butaca de al lado, me senté. Cerré los ojos, respiré un par de veces, estaba vivo, estaba vivo y afuera estaba la calle. Había sobrevivido, un día más.
         –Perdón –abrí los ojos. Un muchacho, quizás veinte años, pantalones adidas tipo pescadores, gorrita. Quería pasar.
         –Sí –dije, y me puse de costado. Raro, el cine debía tener como diecisiete filas, y en total no había más de cinco butacas ocupadas. Vi las orejas del muchacho, las orejas que sólo había visto en Carlos Monzón, y en algunos programas periodísticos donde entrevistan presos que están confinados en cárceles de máxima seguridad. Las orejas, esas orejas, Dios me perdone, eran mala señal.
         Las cosas no paraban de empeorar. Estaba yo, sentado en un extremo de la anteúltima fila. En la butaca de al lado, mis cosas, mi saco, mi libro, mi cuaderno, mi mochila, una botella de vino que acababa de comprar para la cena. El muchacho se sentó en la butaca de al lado, de al lado de mis cosas. La fila estaba vacía, el cine entero estaba vacío, pero el pibe se sentó al lado. Mal, muy mal.
         Se apagaron las luces, comenzaban las propagandas y la promoción de próximos estrenos. Había tenido la precaución, al sentarme, de sacar la billetera del bolsillo interior del saco, y guardarla en uno de los bolsillos de mi pantalón. Para resumir, no había nada demasiado importante que el muchacho pudiera robarme. Mi cuaderno, a quién le importa, un libro, para qué, la botella de vino quizás, el celular.
         –Ey –me dijo, y se inclinó un poco sobre mis cosas–. Ey.
         Lo miré.
         –Dame todo –dijo.
         –¿Qué?
         –Dame todo –se abrió un poco la campera, vi un brillo, algo de metal–. Dame todo lo que tengas, no te hagás el loco. Tengo un cuchillo. Dame la billetera, el teléfono, la guita, porque te corto de una.
         –No, loco –dije–. No te voy a dar nada.
         –¿Cómo? –dijo.
         –Que no te voy a dar nada –dije, y lo dejé de mirar. Volví a concentrarme en la pantalla.
         Se hizo una pausa, un silencio. La pantalla mostraba el trailer de una película de terror. Unos adolescentes que vivían en un pueblito, era otoño, era de noche. Cerca de un cementerio. Siniestras fuerzas hacían abrir las ventanas, se movían las mesas de lugar. Soplaba un viento muy fuerte, las fuerzas del mal o lo que corno fuese, venían a buscarlos. Los pibes corrían y gritaban, no paraban de gritar.
         –Ey –otra vez, el pibe. Con la visión periférica no distinguí ningún cuchillo, se inclinaba otra vez, para murmurar.
         Decidí no decir nada, no contestar.
         –Sí –dije.
         –Te la chupo –dijo el pibe.
         –¿Qué?
         –Dale, te la chupo –sonrió–. Dame cien pesos y te la chupo acá. Te hago acabar al toque, soy bueno de verdad. Además me gustás –me tocó con dos dedos el antebrazo.
         –No –dije, moví el brazo–. Prefiero las chicas, disculpá.
         Otra pausa. Otro trailer. Ahora de una película donde Julia Roberts paseaba por Nepal, le tocaba la trompa a un elefante, hablaba con un chiquito de cabeza afeitada y túnica naranja, como si fuera un Dalai Lama en miniatura. Un chiquito que al parecer le decía un par de giladas, pero en realidad le decía el sentido de la vida. Julia Roberts hacía un esfuerzo, ponía cara como de estar pensando.
         Bajaron todavía más las luces. Se ensanchó la pantalla. Ahora sí, empezaba la película.
         –Ey –dijo el muchacho, otra vez.
         Lo miré, le señalé, con un índice, la pantalla. Indicándole que la película estaba por comenzar.
         –¿De qué trata? –se inclinó hacia mí, se levantó un poco la gorrita–. La película, digo. De qué es.
         –De acción –dije–. Un asesino a sueldo que se da cuenta que está viejo, y le piden que haga un último trabajo. Se esconde en un pueblito de Italia, pero sabe, mientras se prepara, que también a él lo van a venir a matar. Actúa George Clooney, la crítica que leí dice que es buena. Igual es martes, son las cuatro de la tarde. Debería alcanzar.

12.3.13

Quizás algo trillado


         Voy hacia la costa. Escapo. Tengo un amigo que me presta el departamento que tiene en Pinamar, total fuera de temporada no lo usa.
         Cuando siento que no doy más, cuando la realidad me pasa por encima, encuentro el hueco y me voy. Una semana, aunque sea cinco días.
         Vas y no hay nadie. Desayunás café con leche con medialunas en alguno de los pocos bares abiertos. Después camino una hora por la playa. Nadie, o casi nadie, algún tipo pescando, un perro mugriento y bigotudo que duda entre ladrar o seguir moviendo la cola, una mujer con un sombrero tipo ‘Piluso’ que junta pequeñas piedras y las guarda en una bolsa.
         Al mediodía almorzar rico, comida casera, un poco de vino. Fumar dos o tres cigarrillos y quedarme dormido. Siesta. A la noche, algo de la rotisería, más vino, escribir un poco. El particular encanto de no tener absolutamente nada para hacer, más que darme un baño. Al día siguiente, lo mismo.
         Voy por la ruta, es temprano, no paré en Dolores. Mayo, el cielo a punto de romperse, las nubes como bolsas de residuos. No hace frío.
         De pronto, adelante, al costado de la ruta, algo capta mi atención. Bajo la velocidad. Es una chica. Es una chica, veinte años quizás, como mucho. Lleva un vestido clarito, se ve su cuerpo a través de la tela. Casi adivino las pequeñas y compactas mejillas del culo. El cabello hasta los hombros, como si hubiera salido de la ducha y se hubiera peinado hacia atrás, la espalda tan perfecta. Va descalza, también, metiendo los pies en el pastito que crece al costado de la ruta.
         Disminuyo la velocidad, más todavía, al llegar a su lado. Ella avanza, camina, con una sonrisa en los labios.  Lleva ambas manos junto a su pecho, sostiene un ramo de girasoles. Sí,  son girasoles, grandes, de un amarillo demasiado intenso. Un amarillo que parece de dibujitos animados.
         Ella camina.
         –Ey, disculpame –he bajado la ventanilla del lado del acompañante, y me inclino un poco para hablarle, sin soltar el volante– ¿Necesitás que te lleve? ¿Te pasa algo?
         Sonríe, niega con la cabeza.
         Me adelanto unos metros, detengo el automóvil.  Bajo, dejo la puerta del conductor abierta, no hay nadie más. Espero que avance, me pongo en su camino, abro los brazos, como si estuviera por atajar un penal, sonrío yo también.
         –Dejame que te lleve –digo–. Sos perfecta, sos la mujer más hermosa que yo jamás haya visto. Casi parece un sueño. No sé quién sos, pero dejame conocerte. Jurame, por favor, que no estoy soñando.
         –No –dice ella, se detiene a dos pasos de distancia–. No estás soñando. Chocaste, eso sí. Se te pinchó un neumático y chocaste, volcaste el auto. En la radio sonaba un tema de Oasis, y te golpeaste la cabeza. Estás muerto, te acabás de morir.
         Dijo, y me dio un girasol.

*el tema era don’t look back in anger, claro.

6.3.13

El cristal con que se mira


         La mejor parte de coger con ella era cuando en determinado momento soltaba un suave soplido, una sostenida exhalación, y era como si finalmente todo su cuerpo se abriera al paso del tren de mi deseo. Se mordía, apenas, un poco, el labio inferior, o a veces el labio superior. Era imposible para mí adivinar cuál de los labios iba a morderse, y si eso dependía de tal o cual variante de mi proceder. A veces no se mordía, pero se relamía, sí, y alzaba más las piernas mientras yo volvía a embestir como si quisiera llegar al centro de la tierra a través de la vagina misma.
         La mejor parte de coger con ella era cuando pasaba, ahora en cuatro patas, de estar con la cabeza hundida en el acolchado, a erguirse sobre sus brazos, arqueaba la espalda como un gato, y empujaba hacia atrás, respondiendo a cada empujón de mi parte con un empujón de similar intensidad, cinco, siete, nueve veces, en sincronía. Entonces yo, con una de las manos que tenía agarradas a su culo, y sin soltarme, le introducía un pulgar, en el agujero del culo. Apenas la primer falange de un pulgar, como si quisiera tapar un ojo que me estaba observando. Ahí ella parecía rendirse, dejar de empujar,  lanzaba un gemido de satisfacción, y yo aceleraba como un embravecido chancho pecarí que corre por su vida.
         La mejor parte de coger con ella era cuando yo estaba por acabar, cuando ella percibía de algún modo que yo no iba a poder contenerme por mucho más tiempo, y entonces, con pornográfica destreza para nada exenta de cuidado, ella me hacía salir de su interior con un movimiento de cadera. Yo me ponía de pie, ella se arrodillaba, y por un instante sostenía mi pito en sus manos como si estuviera en presencia de un prodigioso animal, un gorrión con un ala rota. Tanta ternura. Y entonces se metía el pito en la boca, bien adentro, succionaba apenas (mucho más constricción que succión, aprovechen, pueden tomar nota), una sensación tan cálida para mí, tan dulce, hasta que yo vertía la totalidad de mi ser y ella miraba un poco hacia arriba, buscando contacto visual, satisfecha. Una mirada que era al mismo tiempo mirada y sonrisa.
         La mejor parte de coger conmigo, bueno. Ella me dijo que necesitaba el dinero, a eso se dedicaba. Yo solía dejar buenas propinas.