28.6.17

No es un consejo


Todos creemos que algo va a cambiar, que nuestra mala suerte va a terminar en cualquier momento, lo malo no puede durar para siempre.
Ese ridículo matrimonio con esa mujer mala y absurda, ese trabajo mal pago y anodino, ese dolor de cintura que te espera para abrazarte cada mañana ni bien intentes ponerte de pie, ese viaje en subte como si estuvieras yendo al mismísimo centro de la tierra rodeado de primitivas criaturas, esa cola en el supermercado mientras la cajera bosteza y le podés ver entre los dientes un pedacito de lechuga, esa cabina de peaje, esa mancha de tuco, ese neumático desinflado, esas vacaciones en una playa llena de aguavivas.
Pero no. No funciona así. Lo malo no se termina nunca. Vas a seguir siendo vos, vas a seguir haciendo más o menos lo que estás haciendo. Todo va a seguir siendo igual porque para cambiar tendrías que ser otro pero no podés ser otro porque sos vos, siempre lo mismo.
Lo que sí podés hacer es abrazar tu desgracia, tu horrenda cotidianeidad, tu insípida vida. Abrazarla como si fuera una novia que tuviste a los once años y con la que bailaste el lento más dulce del mundo (*) y nunca más la volviste a ver. Hola qué tal cómo te va tanto tiempo qué alegría. Y entonces, cuando dejes de soñar con cambiar, cuando le des la bienvenida al repugnante ser que te habita. Entonces puede que la vida se vuelva más amable, entonces sí.

(*) el lento era ‘all out of love’ the air supply
https://www.youtube.com/watch?v=JWdZEumNRmI

21.6.17

Plan de carrera


Necesitaba trabajar. Bueno, en realidad, no necesitaba trabajar, lo que necesitaba era dinero. Pero no sabía hacer nada, no sabía tocar el piano ni robar bancos, así que para ese tipo de personas tan particularmente mediocres, bueno. Lo que se estila es trabajar.
Hice un operativo, mandé doscientos mails, a consultoras de recursos humanos, a empresas. Con que me llamaran, no sé, el 5%, bueno, eran diez entrevistas. Era una posibilidad.
Me llamaron, bah, me respondieron, tres. Una era una empresa de artículos de cosmética, higiene personal. Una multinacional. Yo había trabajado unos años en el departamento de finanzas de una compañía, no sé. Tenía fuerzas en esa época, era joven.
Fui a las entrevistas individuales, primero, después a una grupal. Después me mandaron a un psicólogo, me hicieron tests para chequear si no era un retardado, si podía distinguir los colores, si sabía copiar un dibujito, completar ciertos patrones. Después un chequeo médico, me sacaron sangre, me miraron el corazón y el agujero del culo como si ambas cosas estuvieran unidas por una secreta conexión. Me hicieron pedalear en una bicicleta fija, me hicieron soplar y estornudar.
Todo eso sin haberme dicho con excesivo detalle en qué consistía el puesto de trabajo, cuál era la paga.
Iba, en el proceso, un mes largo. Me volvieron a llamar.
–Mmm, a ver, Juan –dudaba, la mujer. Daba cortos sorbitos a un té de color verde pálido y arrugaba la frente, como si cada sorbito del brebaje le provocara repulsión, alguna suerte de pinchazo interno– ¿Por qué cree que la compañía Garomp Inc. debiera contratarlo?
–Bueno –dije–. Me hicieron pruebas como si fuera a tener que manejar un transbordador espacial cargado de animales salvajes, estacionarlo, el transbordador, entre Júpiter y Saturno, en medio de una tormenta de nieve, para que los animales puedan bajar a pishar supongo. Me preguntaron hasta de qué gusto me gusta el helado, me revisaron el color de los pelos de mis huevos. Sólo alguien tan pelotudo como yo sería capaz de soportar semejantes estupideces para conseguir este trabajo de mierda, así que soy el indicado para el puesto, no tenga dudas. Pero si quiere le puedo chupar la concha mientras usted sigue tomando ese horripilante té. Chupo la concha sin excesiva habilidad pero con singular entusiasmo, con energía. No sé, usted dirá.

14.6.17

El arte de curar


Siempre, desde que puedo recordar, tuve el don de curar. La gente viene a mí y quieren que los escuche, que los haga reír, que les diga que lo que les sucede, lo que ellos creen que les sucede, no es tan grave. Que van a estar bien.
Te cuento cómo ayudo a la gente, ahora, el método podríamos decir.
Cito a la persona, podríamos decir al paciente, en un parque. Un parque de barrio, puede ser el Parque Chacabuco, puede ser el Parque Centenario, claro, mi querido Parque Centenario, puede ser Plaza Irlanda también. Tiene que ser temprano, a las nueve de la mañana ponele.
En esos parques, en cualquier parque, a la mañana van los paseadores de perros. Han armado, para ellos, una especie de corral. Es una suerte de superficie bastante grande con unas rejas de un metro de altura o más, para que los perros no puedan escapar.
Llega el paciente. Previamente he conversado con los paseadores. Quiero decir, les he ofrecido algo de dinero que han aceptado de buena gana.
El paciente, que también puede ser la paciente, debe desvestirse. Quedarse en calzoncillos, o en bombacha y corpiño, respectivamente. Entonces el sujeto debe acostarse en el centro del corral, boca arriba, ojos cerrados, palmas hacia arriba, en la posición denominada ‘savasana’ para aquellos que tienen alguna noción de yoga. Es la posición del muerto. Sí, se puede llevar una toalla, para acostarse sobre la toalla.
Se acuesta la persona. Se relaja, hace respiraciones profundas, ojos cerrados.
Y entonces. Se suelta a los perros. Veinte o treinta perros. Libres, sin correa ni nada. Los perros van y hacen lo que quieren. Se acercan a la persona o la pasan por encima. Huelen, o se ponen a intentar coger con algún otro perro, o cagan, lo que quieran hacer. Ladran desde ya. Alguna vez un perro ha mordido a la persona pero nada serio, una mordida sin importancia.
Eso es todo, la persona debe permanecer con los ojos cerrados en medio de los perros, entre cinco y nueve minutos.
Pasado el plazo de tiempo se le indica a la persona que ya está, que puede levantarse. Los paseadores juntan a sus perros. La persona se viste.
Es dos sesiones, tres como máximo, la persona entiende que sus problemas son irrelevantes.

7.6.17

Papel higiénico


Mi amigo G., que ya no es más mi amigo, se fue a vivir a Madrid. Trabajaba en un diario, quería rajar de la Argentina dónde todo fracasa siempre. Vio la oportunidad y se fue.
La verdad que le iba bien, vivía en Madrid en un barrio pobre pero muy bonito, ganaba en euros y empezaba a ahorrar, descubría las delicias de estar en Europa, en fin. Como cualquier persona que se va del país, tenía cierta necesidad de demostrar que su decisión había sido, por decirlo de algún modo, correcta. Lo que implicaba decir, aunque no lo dijera, que los que no nos habíamos ido del país éramos algo quedados, sin inquietudes. Unos pelotudos, para ser más precisos.
Mi amigo G. le enviaba mails a su madre, fotos del fin de semana que había pasado en Roma o en Paris, los museos que había visitado, una foto con Valdano en gamulán, cosas así. Los padres, gente que se había pasado la vida arañando la clase media, se sentían orgullosos y contaban en la fiambrería a algún vecino la situación de su hijo, o mostraban un regalo recibido, algo que su hijo les había enviado desde España. Un pulóver, una porción de jamón ibérico envasada al vacío, cosas así.
Mi amigo G. anunció que venía de visita, por una semana, al país. Debía hacer unos trámites, ir al consulado, llevarse una computadora que utilizaba para trabajar, ver a los amigos, esas cuestiones. Iba a pasar una semana en la casa de sus padres, en el departamentito sobre la calle Frías donde había transcurrido su infancia. Quería aprovechar la semana para estar con su familia, arreglamos para ir a comer pizza a ‘Nápoles’. Traía regalos e historias de un mundo desconocido. Alguien que se animaba a romper el cascarón, a crecer, a seguir.
El asunto fue así.
Llegó, G., a Argentina, y se fue derechito para la casa de sus padres que habían armado una cena para esa misma noche con toda la familia. Había besos y abrazos en la pequeña cocina donde estaba la mesa revestida con fórmica naranja. Dejó la valija en su cuarto, le pareció mucho más chico de lo que lo recordaba, su pequeña cama individual, el poster de Jaco Pastorius pegado sobre la puerta.
Sentía que sus padres estaban más viejos, aunque todo el año y medio de su ausencia le habían respondido siempre que estaban bárbaros, que todo estaba muy bien.
Su madre, que era profesora de piano, le preguntó si quería tomar algo. Y mi amigo G. dijo que quería un té. De pronto tuvo ganas, G., de defecar. G. fue al baño a cagar.
Cagó, G., en el baño de ajados azulejos celestes donde había cagado siendo niño. Cagó en medio de un torbellino de emociones, de recuerdos, Todo lo que había sido, de dónde venía y cómo se había ido abriendo paso hacia un promisorio futuro. Ya se consolidaba y pintaba la posibilidad de cambiar de trabajo. Ser ciudadano europeo, moverse por el mundo, se llevaba a su novia a vivir con él. Las cosas parecían fluir.
Terminó de cagar, G., y se dio cuenta que no había papel higiénico.
–¡Maaa! –Gritó y era chico otra vez– ¡Papel!
–Ah, sí –dijo la madre, acercándose a la puerta–. A ver, esperá. Ahí bajo a comprar.
Y entonces G. supo que si había que bajar a comprar, era porque su madre ya no usaba papel higiénico para limpiarse el culo. Entendió, G., aunque entender no fuera quizás el verbo exacto pero tampoco encontraba otra forma de procesarlo, entendió, decía, que el papel higiénico había pasado a ser un objeto de lujo en la casa de sus padres. Que quizás sus padres para limpiarse el culo debían robar servilletas de papel de los bares, o quizás se limpiaban el culo con papel de diario. Que mientras él los llamaba desde España y sus padres le decían ‘bien’, o ‘bárbaro’, quizás acababan de limpiarse el culo con la mano, porque no tenían dinero para comprar papel.
Y se largó a llorar, G., ahí sentado mientras esperaba que su madre volviera de la calle con un rollo de papel higiénico. Se le ocurrió pensar que las cosas no eran, nunca habían sido lo que parecían.
Mi amigo G. ya no es más mi amigo, pero recuerdo esta bellísima historia y eso es todo lo que quería decir.