Cuando me mudo, y me he mudado varias veces, lo primero que estudio del barrio son los bares. Necesito de ser posible cinco, pero con tres está bien. Tres bares, para desayunar los días de semana. Antes de ir al centro a trabajar, necesito sentarme en un bar y mirar por la ventana.
Si fueran cinco bares es mejor porque entonces puedo ir cada día de la semana a un bar distinto, pero con tres está bien también. Podés repetir un bar en la semana pero siempre dejando pasar un día en el medio. Y nunca, la repetición, más de dos veces en la semana.
Vas a un bar dos días seguidos o más de dos días en la misma semana y el bar se arruina, se pudre. Pasa algo malo con la gente, te empieza a parecer que la convivencia se vuelve no sé, asfixiante. O el mozo te quiere decir qué número va a salir en la quiniela o te muestra fotos en su teléfono celular de las minas que sueña que se coge. Y entonces no podés volver a ese bar nunca más. Tengo muy estudiado el fenómeno.
Me había mudado hacía unos meses escapando de algo, de mí mismo casi seguro. Los lunes iba a un bar sobre la avenida C. Entonces empezó a pasar algo.
A los diez o quince minutos de estar sentado en el bar, se abría de golpe la puerta de vidrio. Entraba un muchacho de unos veinte años como mucho, muy drogado, sucio. Usaba unos pantalones largos de gimnasia adidas y una remera agujereada.
–Forros, los voy a matar a todos! ¡Hijos de puta! –gritaba el pibe. Señalaba a alguien, alguno de los clientes en particular, o hacia el fondo, el mostrador donde estaba el dueño detrás de la caja. Hacía una pausa, los puños crispados, la furia apenas contenida. Pasaba no sé, treinta segundos, un minuto máximo, y se iba.
–¡Pelotudos, hijos de puta! –Gritaba el pibe al lunes siguiente. Amenazaba con tirar una piedra, hacía todo el movimiento y cuando parecía que finalmente sucedería lo peor y alguien de una mesa se tiraba al piso o una mujer se largaba a llorar, dejaba caer la piedra al piso y se iba.
Así se repetía el evento, lunes tras lunes. Se notaba que el pibe estaba muy mal, daba hasta pena llamar a la policía. Pero no menos cierto era que el pibe podía en cualquier momento lastimar a alguien, a punto de estallar, apenas se contenía.
Hice lo siguiente.
Llegue al bar, pedí lo mío. Y pedí un café con leche con tres medialunas más mientras consultaba mi teléfono como si estuviera esperando a alguien. Era lunes, estaba en hora. Llegó mi pedido.
Y llegó el pibe.
–¡Los odio! –dijo– ¡Los voy a matar a todos!
Me puse de pie con el café con leche en una mano, el plato con medialunas en la otra. Lo miré, hice contacto visual, como se diga. Me acerqué, eran unos diez pasos los que me separaban de él. Apoyé el café con leche y las medialunas en una de las mesas de la primera fila.
–Sentate –murmuré–. Desayuná –me di vuelta, volví a mi mesa.
El pibe giró, se puso de frente a la puerta y se sentó, nervioso, metió la cabeza entre los hombros y probó el café con leche. Mordió una medialuna.
Todos necesitamos un desayuno caliente, que nos dejen un rato tranquilos. Eso es lo que nos pasa.