30.11.20

De paseo


Salí del trabajo, tenía una reunión con un potencial cliente, así le dicen. El asunto es que el potencial cliente se transformó en mucho más potencial que cliente. Me llamaron de la oficina para decirme que la reunión se había suspendido.
Debían ser las tres de la tarde y yo estaba en Lafinur y Seguí. Salí a Libertador, caminé para la izquierda.
El zoológico. Claro, ¿por qué no? Pagué la entrada, entré. Estábamos casi en Octubre y había un regio solcito. Pensé en caminar un poco, mirar los animales, tomar un café. Tampoco quería volver a casa, desde que me había separado de Mónica no tenía un pomo para hacer. Volvía a casa y tomaba mate, fumaba un par de cigarrillos, esperaba que se hiciera la hora de la cena. Un amigo me había dicho que tuviera cuidado, que era probable que yo estuviera deprimido.
–Mirá, yo la crisis de los cuarenta la tuve a los once años –respondí. Quería decirle que para mí estar deprimido era algo tan normal como hacer las compras o lavarme los dientes. Estar deprimido era mi segunda piel.
Caminé un poco. Vi un tigre desteñido, una jirafa dientuda. Vi un par de elefantes con pinta de no bañarse desde el año pasado, el tigre tenía problemas en las encías. Vi a los monos metiéndose una rama en el culo y pajeándose al mismo tiempo. Vi un hipopótamo con la piel toda lastimada, vi unas víboras que te querían asustar como en el national geographic pero no tenían fuerza ni para escupir, no les salía.
Entonces me senté y de pronto entendí todo, me di cuenta. Los animales se dividían básicamente en dos grandes categorías, dos grupos. Estaban los animales que te pedían comida, guita, los animales que te pedían algo. Y estaban los animales que lo único que querían era que no les hincharas las pelotas, ni siquiera registraban tu presencia. Les daba lo mismo si te fumabas un cigarrillo o te tirabas un pedo.
Esos dos grandes grupos: los que quieren algo de vos, y a los que le chupa un huevo tu existencia. Como las personas podríamos decir.

20.11.20

El sillón era cómodo


Me senté, el sillón era cómodo. Tenía una especie de apéndice, el sillón, como una suerte de banqueta enana donde podías levantar las piernas, apoyarlas. Así que levanté las piernas, las apoyé. El sillón estaba tapizado de cuero verde, gastado y oscuro. Olía bien.
Respiré. Una respiración honda, lenta, pausada creo que así se dice. Inspiré primero, así se respira, es lo habitual. Después solté el aire por la boca, como si me desinflara.
Entonces dije:
Mire, la verdad que la vida no tiene sentido. Le estuve dando vueltas al asunto y me di cuenta. En realidad no me di cuenta, en realidad ya lo sabía. Lo supe desde siempre, no puedo entender cómo existe gente que no lo sepa. Podés tener un motivo, eso es otra cosa. Querés criar hijos o cambiar el auto o escribir un libro. No son mucho más que maniobras distractivas. Algo tenés que hacer hasta que te morís. Hay gente que corre maratones, otros consumen toneladas de pornografía. Podés fumar, también, buscarte un vicio.
De hecho, el propósito de la vida es darte cuenta que la vida no tiene mayor sentido. Estar vivo es lo que te permite darte cuenta que estás vivo. Eso es todo.
No, no existe la felicidad. No venimos aquí para ser felices. Ser feliz es un registro apenas, algo que se adhiere a la mente, un sticker de una experiencia placentera. Una mañana de sol, una taza con café con leche recién hecho, determinado fotograma mental de una noche de sexo adolescente, la alegría de un perro de volver a verte. Paréntesis apenas, minúsculos intersticios sobre un fondo de pantalla de sufrimiento, de dolor, de sensación que algo se escurre entre los dedos como agua, no, como aceite. La felicidad es el sabor de un imaginario caramelo para que te mantengas andando, para que el universo entero no colapse en un instante. Si superas que la felicidad no existe se descolgarían las estrellas como si hubieran sido clavadas en el cielo por un carpintero torpe, borracho y absurdo.
Hice una pausa. Giré la cabeza. El hombre tenía los codos apoyados sobre el escritorio, las manos le cubrían los ojos. Se había quitado los lentes, me pareció que lloraba.
–Bueno, doctor –dije–. Estuve pensando y vine a decirle que no voy a empezar ningún tratamiento con usted. Pero me pareció correcto venir a saludarlo, contarle apenas lo que me pasa.

10.11.20

Ley de gravedad


Me pasa últimamente que donde voy la gente es muy pelotuda, y muy fea.
No sé, me invitan a una reunión, a una cena, y no puedo creer lo que veo. Hombres que tienen la expresión facial de un marsupial o de un roedor y dicen que hay que irse a vivir a Uruguay, a Israel, a Libia, chicas que alguna vez se especializaron en arquitectura y en chupar pijas ahora tienen los dientes amarillos y alguna que otra verruga peluda sobre las mejillas y quieren hablar de tocs, de tags, de lo caro que está todo, dicen frases como ‘qué país le vamos a dejar a nuestros nietos’, o ‘hay que tener en cuenta el costo de vida’.
La gente está triste, además. La gente no duerme de noche y no sonríe de día, la gente tiene miedo que la roben y le quemen el rostro con una plancha o que le corten un dedo con una tenaza para que confiesen dónde tienen escondido un tesoro que ni siquiera existe. La gente dice que quieren viajar o hacer un curso pero no hay más que verlos para darse cuenta que lo que en verdad quieren es dejar de sufrir, matarse. Pero mirá si te matás y después de muerto seguís siendo vos, ahí te quiero ver.
Y a veces se me da por pensar, tengo ganas de creer, que me volví lindo de grande. Que de algún modo u otro me volví interesante por cosas que me fueron sucediendo. Porque yo de chico era horrible, un monstruo, ninguna chica quería bailar un lento conmigo. Además no se me ocurría nada, no tenía nada para decir. Mi mejor opción por lo general era esconderme, intentar pasar desapercibido. Quedarme callado.
Pero después lo pienso un poco y me doy cuenta que yo prácticamente no he mejorado. Sigo siendo más o menos el mismo boludo de siempre. Asustado, feo, triste.
Algo muy malo pasó con vos, con todos los demás. Supongo que tiene que ver con la velocidad de caída.