30.6.11

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Quiero que sepas que el amor es una cadena de errores. Vos no me querés a mí, no podrías quererme, desde ya, soy un asco de persona. Pero alguien no te quiere. Tu ex novio te dijo que se estaba cogiendo a una secretaria. A una secretaria que lo va a dejar, porque el jefe le prometió que va a dejar a su mujer, y así. No sé, me perdí. A todos nos dejaron, eso, a todos nos hicieron daño, a todos nos dijeron que no. Y todos vamos a lastimar, también. A alguien, a cualquiera, porque nuestras mochilas chorrean frustraciones y caminamos pateando los vidrios de tantos pero tantos sueños rotos y las metáforas están en oferta en Falabella, ya lo sé, hoy me sale así.
El amor es una cadena de errores, ya te dije, vos querés saber para qué te lo estoy diciendo, te veo esa carita. Claro, sí.
Es que me estás dejando, si no te entendí mal, y veo que creés que estás en medio de algo original y trascendente. Te parece que estás haciendo una suerte de copernicano giro en tu insípida vida. Pero no, lo que te pasa, lo que nos pasa, porque lo que te pasa en esta oportunidad me involucra, me salpica, lo que nos pasa, entonces, te decía, es de lo más normal. Parte de la rutina.

25.6.11

Lección de supervivencia

Quizás trabajar en una oficina no sea tan malo. Un taxista debe manejar su pútrido automóvil unas doce horas por día. Un peluquero debe cortarle el pelo a unas diez personas, también por día. Tocar orejas, marcar patillas, apoyar sus dedos sobre mohosas calvas. Una prostituta se acostará con tres o siete tipos por día. Se le pasparán las ingles, tragará quizás medio vaso de esperma. La flor del capitalismo despliega sus mugrientos pétalos.
Como siempre, no es ninguna genialidad, todo es relativo. Lo malo se vuelve un poco menos malo, ante lo peor. Elegir entre lo bueno y lo malo queda para las series de televisión.
La tarea en cualquier oficina es bastante pelotuda, la tarea podría ser hecha por un chimpancé más o menos domesticado. El horario son unas siete horas, de ninguna manera más de ocho, y un rato de tu casa tenés que salir para no volverte loco. También, por lo general, en las oficinas hay máquinas de café.
Lo malo es que te hablan. Todo el mundo te habla, tus compañeros de trabajo, tus superiores, tus subordinados, si la oficina es de atención al público te hablan los que quieren ser atendidos, la gente que se equivoca de oficina, la gente que pasa.
Encontré el antídoto. Para lograr que la gente no te hable. Es fácil de hacer, no falla.
Hay que quejarse. Pero no de cualquier cosa. Hay que pedir plata. Eso es todo.

Ejemplo 1
–Oiga, Hundred, precisamos la carpeta de Garismendi para determinar si la proyección de ingresos por venta de cotonetes fue hecha tomando en cuenta la rotación de márgenes de acuerdo con el nomenclador de Minnesota.
–Señor Aristizábal, necesito un aumento.
Aristizábal acelera el paso, tose, sigue caminando, empuja la puerta giratoria.

Ejemplo 2
–Che, ¿no viste mi birome roja? –dice Soledad, acomodándose el cabello. Es una chica con sentido del humor, sabe inglés y computación, se suele pintar los labios de un rosa pálido.
–Ando corto de guita, el domingo fui al supermercado y está aumentando todo. Necesito ganar más plata.
Soledad, con el extraviado capuchón de su birome entre los dientes, sonríe y al pasar me roza un hombro con una de sus contundentes ancas.

Ejemplo 3
–Queríamos avisarles que casa central ha decidido mudar el sector al edificio Tolompetti, donde tendremos una mayor sinergia con el resto de la compañía.
–Señora Galápaga, aprovecho la oportunidad para preguntar cuándo me podrían conceder un aumento por mis esforzadas labores. Deseo mencionar, además, que yo tengo puesta la camiseta de la empresa.
La directora de recursos humanos, la señora Galápaga, da una palmada, un corto aplauso, indicando que ha terminado la reunión. Lentamente, cada uno vuelve a su puesto de trabajo.

Entonces, para resumir. No importa quién le hable, no importa quién intente hablarle, y mucho menos importa el tema, sobre qué intenten hablarle. Pida dinero, de inmediato, sin ningún tipo de introducción, pida plata, ya sea el dueño de la compañía o un canguro australiano quien tenga enfrente. Repito: pida plata.
Podrá permanecer en la oficina por los próximos veinte años, si así lo desea. En poco tiempo se olvidarán de usted, nadie le dirigirá la palabra.

20.6.11

El sonido de ciento sesenta y tres mil quinientos dieciocho hamburguesas

Hay temporadas donde me gusta ducharme a la mañana, hay temporadas donde me gusta ducharme a la noche. Hay temporadas donde no me quiero bañar, necesito una capa de mugre sobre la piel. Dicen por ahí, escuché alguna vez, que la salud es el silencio de los órganos, hay que escuchar al cuerpo. Si el cuerpo te pide cocaína, y vos le das yogur con cereales, bueno, el cuerpo se pone mal.
El asunto es que no son ni las ocho de la mañana, y el cuerpo me pide una ducha, incluso antes de desayunar un par de mates, cosa rara en mí. Tuve una noche de sexo y whisky, con intermitencias. Me huelo los dedos de una mano, tengo olor a fugazzeta, y a flujo vaginal del fuerte. Hubo pizza anoche, entonces, también. Una buena noche.
Abro la ducha. Pero antes, es automático, sin pensar, encendí una radio que hay en el comedor. Y cuando estoy por entrar a la ducha, escucho, de la radio, una noticia. Algo sobre el fin del mundo, o el precio del mechón de pelo de canguro, algo que capta mi atención.
Decido entonces cerrar la ducha y escuchar la noticia, esperar, para ducharme, tres minutos. Las prioridades y su anárquica lógica, no hay nada para analizar.
Cierro la ducha. Sucede entonces algo extraño, singular. Porque al cerrar la ducha, lo que debiera suceder, es escuchar la voz del locutor, la noticia sobre el hambre en Etiopía, sobre un islandés que esculpió una teta de hielo de tres metros de altura, con mayor intensidad.
Pero no. Lo que escucho, en lugar de la voz del locutor, en lugar de la noticia, es un sonido, un sonido que se hace más y más fuerte. Es el sonido de ciento sesenta y tres mil quinientos dieciocho hamburguesas burbujeando sobre una plancha, como si de pronto me hubiera metido en la cocina de un McDonald’s.
Sigo el ruido, que no para de crecer. Doy unos pocos pasos, hacia la cocina. Vivo en un pequeño departamento, en un barrio que quizás sea conveniente no mencionar.
Me acerco a la cocina. Explotó el calefón, bah, no el calefón, un flexible que va del calefón a la pared. Cae un chorro, del grosor de la garompa de un burro, un chorro de hirviente agua, con inusitada potencia.
El chorro de agua cae y cae y sigue cayendo. Pega contra la mesada, y es tal su fuerza, que rebota contra la otra pared de la cocina, contra los azulejos de un tristón y pálido amarillo. De ahí, por la ley de gravedad, al piso. Ya debe haber unos buenos tres centímetros de agua cubriendo el piso de la cocina, su totalidad.
El agua caliente me cubre los pies. Estoy desnudo, viendo cómo cae agua, cómo sigue cayendo, cómo se va todo a la mismísima mierda porque se rompió una tuerca, porque cedió una válvula. Porque algo, que aguantaba algo, ya no lo aguanta.
Me quedo muy quieto, es mi vida lo que estoy viendo, hay algo ahí que está sucediendo, la contundencia de lo fáctico, algo que me va a costar entender, no digo aceptar.

15.6.11

Dios está en todas partes

–¿Usted es creyente?
La pregunta me sorprendió, claro, no la esperaba, aunque podía venir, seguro que podía venir, esas cosas me pasan todo el tiempo.
Me subí al taxi en Sucre y Libertador, debían ser como las dos de la mañana. Iba para Almagro, hacía un frío del carajo, de esos fríos que ya no se fabrican, esos fríos que te hacen acordar a cuando eras chico y tenías que ir al colegio a las siete de la mañana con un frío que te partía los dedos y capaz que te comías el turrón más duro del mundo y eras feliz igual.
Me habían invitado a cenar, a la casa de Martín. Una cena para ocho o diez personas, una tallarinada. Iba a estar Mónica, y aunque nos habíamos peleado hacía mas de tres años, cuando nos encontrábamos, con Mónica, íbamos a coger, era inevitable. Pura piel.
Pero resultó que Moni se había puesto de novia y se quería portar bien. Me estoy portando bien, me dijo. Así que terminó la cena, saludé y me fui algo contrariado, lo admito, como cuando el hombre araña descubría que se había quedado sin telaraña para tirar, como cuando superman levantaba la manito, el puño, pero descubría que no podía volar. Se escurren los poderes, se evaporan los dones, se pierde la magia. Si yo supiera escribir, si algún día llegara a escribir, ponele, un libro de poemas, se va a llamar ‘Perdiendo la magia’. Anotá.
–Sí, en algo creo –dije sin dejar de mirar por la ventanilla, me froté las manos. Casi nunca estoy para una discusión teológica (con lo terrenal suele alcanzar), pero mucho menos cuando alguien que solía considerar como una de las actividades más interesantes del planeta coger conmigo, me dice que no, que no quiere coger conmigo. Son las dos de la mañana, tengo una botella de un digno malbec encima, hace un frío del carajo. ¿Yo que sé si Dios existe? Tampoco sé si Batistuta y Crespo podían jugar juntos. Hay muchas cosas que no sé, me vas a tener que disculpar.
–Claro que cree –el taxista me miró por el espejito retrovisor, del espejito colgaba, enroscado, al espejito, un rosario–, se nota que usted cree. Está confundido, eso es todo. A veces nos confundimos, pero después el universo se acomoda. Dios está en todas partes.
No iba a haber forma de evitar la conversación. Decidí colaborar lo menos posible, no decir casi nada.
–Sí, Dios está en todas partes –dije.
–Es nuestro señor que murió por nosotros, por nuestros pecados, y nos perdona, nos vuelve a perdonar, su capacidad de perdón es infinita, su perdón nos alimenta, nos muestra que no importa lo que nos pase, siempre se puede volver a comenzar –era muy flaquito, usaba un pulóver color bordó, seseaba, hablaba muy fuerte, su voz era aguda, una voz de canario, de ave, pensé, y apretaba el volante con excesiva fuerza–. Siempre hay posibilidad de redención, no importa lo que se haya hecho, como si uno pudiera en cualquier momento hacerse un buche de redención, eso es lo hermoso del asunto. Muy hermoso.
–Sí –dije. Había estampitas, pegadas en distintos lugares. San Expedito, junto al velocímetro, una del Padre Pío, en el respaldo del asiento del acompañante, o sea frente a mí, una de San Jorge y el Dragón, sobre la tapa de la guantera. Había más.
–Dios es amor –dijo el taxista–, es un amor tan grande que somos incapaces de poner en palabras, de cuantificar. Es una catarata de amor cayendo sobre todos nosotros, un mar de amor, un tornado de amor, una galaxia de amor.
–Sí, es amor –dije. Todavía no habíamos llegado a Juan B. Justo. Tenía ganas de darme una ducha, de tomar un whisky, de fumar.
–Uy –nos pasó un Peugeot 207, innecesariamente cerca. No había muchos autos en la calle, el Peugeot se cruzó de derecha a izquierda, y hasta pareció que tocaba el freno, apenitas, cuando se puso delante de nosotros antes de abrirse más a la izquierda, para molestar. Tenía una especie de filamento azul de luz, que bordeaba la parte inferior del paragolpes, un luminoso efecto que jorobaba la vista. Vidrios polarizados por supuesto levantados, y aún así atronaba la música. Nos agarró el semáforo. Sonaba como reggaeton.
–Un segundo, por favor –dijo el taxista–. Ya vuelvo.
Bajó del auto. Al bajar, tomó una estampita que tenía sobre el asiento del acompañante. Caminó con lentitud hasta el Peugeot, llevando la estampita en alto, sosteniéndola con dos dedos. Golpeó el vidrio del auto, dos veces, apenas. Esperó, el taxista, esperó más. Pero la ventanilla del conductor no se bajó. Alzó la estampita aún más, exhibiéndola, como si fuera una especie de árbitro de la vida y estuviera, mediante la estampita, aplicando una amonestación. Educando, instruyendo, transmitiendo la divina palabra, curando de todo mal. Era algo peculiar, lo admito, su convicción. Original, inclusive. Ya casi no pasa nada original, nos hemos ido acostumbrando a todo. Vivimos de berretas repeticiones, las cosas originales se dejaron de fabricar.
Sacó un arma, el taxista. Un .38 corto que llevaba en la cintura, oculto bajo el pulóver. Y tiró, cinco tiros, contra la carrocería del Peugeot, contra los vidrios. Hubo ruido, mucho ruido, estampidos, el ruido del vidrio delantero haciéndose añicos. Hubo gritos, también, desgarradores gritos de dolor. Desde alguna parte, un perro comenzó a ladrar.
–¡Rajemos, rajemos! –dijo el taxista, entró corriendo al auto. Tiró el arma al piso, arrancó haciendo chirriar los neumáticos–. A veces la gente no entiende.

10.6.11

Le dije

El acto de la creación implica una separación, le dije.
Crear significa permitir que exista algo que antes no existía, y por lo tanto es nuevo, le dije.
Lo nuevo es inseparable del dolor, porque está solo, le dije.
Me preguntó, algo sorprendida, fascinada a la vez, por qué le decía todo eso que la conmovía, que le parecía tan hermoso.
Para coger, le dije.

*Las frases fueron extraídas de un libro de John Berger (‘Cada vez que decimos adiós’), excepto ‘para coger’, que es de mi autoría.

5.6.11

Sentido del humor

A F. lo tenían que operar, de la cabeza. Pero no, nada grave, no era para asustarse, porque cuando a uno le dicen que lo tienen que operar, que lo tienen que operar de la cabeza, uno piensa lo peor. Tenemos demasiadas películas encima, demasiadas series de televisión que transcurren en hospitales, tragedia sobre tragedia sobre tragedia en cada capítulo, baldazos de infausta información. Demasiada internet.
El médico le dijo a F. que se tenía que sacar un bulto, un bulto que tenía en la cabeza, desde siempre. Una pelotita del tamaño de un quinto de una pelotita de ping pong que F. tenía en la cabeza, arriba, lado derecho, casi donde termina la frente, aunque definir dónde terminaba la frente en el caso de F. era difícil de establecer. Se había quedado pelado, F., ni bien terminada la adolescencia.
Un golpe, dijo el médico, F. asentía, un golpe se había dado F., de muy chiquito seguramente. La lesión había liberado algo de masa encefálica que se había calcificado primero, encapsulado después, o al revés. Convenía sacarlo, sin apuro. La moda en medicina es que cualquier bulto debe ser sacado, sospecho que el criterio no siempre es médico, hay un negocio ahí también. Los médicos necesitan comer. Además, te pasaste quizás toda la vida fraguando estados contables o vendiendo pulóveres de los más berretas, y te molesta que un médico te cobre por sacarte un lunar. Estamos todos enchastrados en la misma mierda, el rubro no te redime, las maestras de escuela primaria sueñan con automóviles caros y bombachas importadas, welcome to my kingdom, es así.
Fijó la fecha, F., en el Hospital Austral, el médico era de confianza, debía pasar una noche internado y nada más, retomar sus negocios, su familia, seguir.
Lo operaron, el martes, a las tres de la tarde. Lo fuimos a ver. Moni es conocida de su mujer, con F. soy amigo desde siempre, fuimos juntos al colegio, nuestros hijos van juntos al colegio, son amistades construidas a base de permanencia. Hemos estado en casamientos y en entierros, juntos, nos abrazamos con entusiasmo cuando nos vemos, hay anécdotas compartidas que ni siquiera nos molestamos en recordar.
Llegamos a las cinco. La operación se había demorado un poco en comenzar, pero había finalizado ya, con éxito. Esperamos con la mujer de F., estaban por traerlo a la habitación.
Lo traen, finalmente, a F. El médico ha pasado antes, y le ha explicado a la mujer de F., que todo anduvo bien. Dijo que tiene otra operación, que por la noche pasará a conversar con mayor tranquilidad.
Traen a F. En una camilla. Se vino gordo, F., y es petiso desde siempre. Debe pesar unos cien kilos. Está con la cabeza vendada, los ojos cerrados. Esperamos afuera mientras lo pasan, entre tres enfermeros, de la camilla, a la cama. Entramos. F. abre los ojos y sonríe, todo en cámara lenta.
–Hola, mi gordito. Cómo estás. –La mujer de F. termina de acomodarle la sábana, lo tapa como a un chico, le aprieta una mano.
–Disculpe, señora, pero no la conozco. No sé quién es usted –dice F.
Se hace una pausa, son cinco segundos, siete quizás. F. vuelve a sonreír.
–Era un chiste, era un chiste. ¿Qué tal, todo bien?
La mujer de F. cae fulminada. Murió de un masivo infarto, tan contundente como inapelable. No pudieron reanimarla, no hubo nada que hacer.