27.4.09

Crisis (ni peligro, ni mucho menos oportunidad)

Veo por televisión un reportaje a Borges, hecho, quién sabe, hace treinta años, y me doy cuenta que jamás se me ocurrirá la trama de un cuento de Borges, ni una respuesta de Borges, y que si me quedara ciego, inclusive, mi ceguera sería una ceguera infinitamente menor, más aburrida, que la ceguera de Borges.
Voy a España. Voy a Madrid. Voy al Museo Reina Sofía. Veo un cuadro. Un cuadro de Francis Bacon. El cuadro se llama ‘Figura tumbada’. Y me doy cuenta que jamás podré pintar un Bacon, que jamás sabré cómo empuñar un pincel, que sería difícil para mí, incluso, mezclar dos colores.
Escucho por casualidad, en una emisora de música clásica, las Variaciones Goldberg, y me doy cuenta que no sé tocar el piano, que nunca sabré tocar el piano, que mis dedos de gorila oxidado no tendrían inconvenientes en jurar que tocar el piano es imposible.
Abro la heladera. Hay un amorfo pedazo de dulce de membrillo que ha comenzado una extraña y verdosa mutación, tres o cuatro cucharadas de un arroz refugiado en el fondo de una fuente, frío, seco y apelotonado, una gaseosa abierta sin una sola burbuja de gas, algo de queso rallado espolvoreado sobre los estantes, un durazno que parece haber recibido, vaya uno a saber el porqué, los motivos, el impacto de un balazo.
Bajo a comprar comida. Seguro que después se me ocurre algo.

23.4.09

No te asustes

Me hablan y yo muevo la cabeza, fijo la mirada, asiento, pero no, no escucho lo que me dicen. No me interesa.
Doy limosnas a quien me pide. A ciegos, a hombres en silla de ruedas, a mujeres echadas en la calle con cuatro o cinco chicos como una leona con sus cachorros en medio de la selva, a chicos que hacen malabares en las esquinas con una mezcla de tristeza e impericia, a chicos que tocan el acordeón, melodías que suenan apenas, como si las apagara la lluvia, pero casi no siento amargura porque es algo demasiado inevitable, es como si me pidieran que me preparara para un viaje a la luna, no sé qué llevaría.
Doy propinas a mozos demasiado cansados para recordar si les pediste agua con gas o sin gas, a mozas de culos todavía firmes y miradas que juran y perjuran que esto es momentáneo, que ellas tienen talento para hacer otra cosa, a gente que escupe ensaladas de fruta o se pasa el puré de calabaza por las axilas, porque jamás consideré la posibilidad que alguien tomara en cuenta lo que yo necesito.
Veo noticieros donde explican y desmenuzan las tragedias del día, un adolescente que viola abuelas de ochenta años y después les corta un dedo índice y se lo come con mostaza o ketchup pero nunca mayonesa, un hombre que cocina a su hijo de siete meses, lo mete en un horno para no escucharlo llorar porque está viendo el partido de la Copa Libertadores, un hombre que sale de noche a matar perros a martillazos, cinco o siete perros por noche, pero de día es profesor de biología, excelente esposo, buen padre, y yo digo ‘no lo puedo creer’, o ‘qué barbaridad’, o ‘mirá vos’, pero no me importa. En lo más mínimo.
Viajo en subte y alguien grita ‘¡me robaron!’, o viajo en colectivo y alguien se toma el pecho y cae muerto, justo al lado mío, o camino entre la gente y alguien es apuñalado para robarle un anillo que vale como mucho una milanesa en un bar de barrio periférico, y yo sigo con mi viaje, miro por la ventana, sigo.
Soy como vos, parecido a vos.

19.4.09

La gente ríe, vos bailás

Lo que pasa con las fiestas, lo triste de las fiestas, lo tremendo de las fiestas, es lo siguiente.
La gente fracasó, eso es fácil de ver. La diferencia entre lo que son y lo que querían ser es ya demasiado amplia, sería como pedirle a un Fox Terrier pelo duro que cruce nadando un mar.
Entonces, por extraños vericuetos del azar, alguien hace una fiesta. Y la gente va a la fiesta y dice, aunque no lo dice, pero lo piensa: ésta es mi revancha, me voy a desquitar de tantas pero tantas cosas que salieron mal, ésta es una fiesta, éste es el momento, voy a ser feliz ahora, acá.
Y lo que sale, lo que gotea de ese esfuerzo, es como una pila sulfatada, como una mueca puesta sobre el lugar donde alguna vez hubo una sonrisa, es un carnaval carioca envolviendo todos esos apilados días que llevás aguantando todo lo que no querías que pasara, todo lo que se fue a la mismísima mierda para no volver nunca más.
Después viene la mesa dulce, y vos esperás que haya algún oculto secreto en la isla flotante o en la mousse de chocolate. Tal vez con otra porción de torta cambie de pantalla el jueguito de tu vida y se ponga más entretenido, quién sabe, puede pasar.

15.4.09

No le pidas peras a Pérez

ella pensó que podía ser
feliz
sin mí.
¡maldita sea!
toda una vida equivocándose.
venir a tener razón
justo
ahora.

11.4.09

Eso es lo que me pasa

Mi amigo M. ha perdido a su madre. Después de una tremenda enfermedad, después de cinco años de luchar, su madre ha muerto. Mi amigo M. está muy mal, y después de conversar con sus amigos, es perfectamente consciente que precisa ayuda. Así que decide llamar a un psiquiatra, pedir un turno, para poder tomar algún medicamento que le permita sobrellevar la profunda depresión que lo atormenta, para poder dormir, recuperarse.
Llama a su prepaga, para pedir un turno con un psiquiatra, pero le dicen que pueden darle un turno para dentro de cuarenta y cinco días.
Mi amigo M. decide apelar al ingenio. Llama entonces al número de emergencias, y dice:
–Miren, yo soy el primo de M., sé que es afiliado de ustedes. Vengo de verlo, está en su casa, lo vi con un arma, lo vi muy mal. Necesita ayuda.
Le preguntan si está con el paciente.
–No, yo vengo de verlo y me tuve que ir, pero quedé muy preocupado, por eso, como sé que tiene esta prepaga, me animé a llamarlos. Porque tengo miedo. Porque no sé qué hacer.
Le dicen que hizo bien, le piden el nombre y apellido completo de M., el teléfono y la dirección, chequean los datos. Le dicen que lo va a llamar un psiquiatra que hace las guardias de urgencia, que le pida por favor a M. que lo reciba, que lo atienda.
–No se haga problema, yo le aviso. M. lo va a atender, pero apúrense, me quedé muy preocupado –dice M.
Al rato suena el teléfono en la casa de M. Atiende M.
–Hola.
–Sí, señor, lo llamo de urgencias psiquiátricas, nos llamó su primo para decirnos que usted no está bien.
–Ah, sí. ¿Qué quiere?
–Nos gustaría asistirlo, señor. Deberíamos combinar un turno, mi consultorio está en la calle Entre Ríos al 900, tal vez el jueves a las quince y treinta.
–¿Hoy qué día es? –Dice M.
–Viernes, hoy es viernes. Son las ocho de la noche.
–Se hizo tarde –dice M.
–Quedamos para el jueves, si le parece. Soy la Doctora Viviana Spoletti.
–No –dice M–. No llego. Estoy muy triste, tengo mucha bronca, se murió mi mamá. No puedo esperar al jueves. Tengo un arma, también. No sé, algo voy a hacer.
–¡No! –dice la Doctora Viviana Spoletti–. Cálmese. Dígame dónde vive y yo paso a hacerle una visita.
–Vivo muy lejos –dice M–. Vivo en San Fernando.
–Bueno, yo tengo automóvil. Si usted me explica cómo llegar, yo calculo que en unas tres horas puedo estar ahí.
–¿Tres horas?
–Sí, tres horas. Explíqueme por favor cómo llegar. Yo estoy en el barrio de Congreso.
–¿En qué calle?
–En la calle Entre Ríos, al 900.
–¿Usted vive en su consultorio? Qué mal que anda la psiquiatría, no debe dejar un sope. Deje, usted también está remal, no venga, no hace falta.
–Explíqueme cómo llegar y voy. O mejor, podríamos encontrarnos en una estación de servicio, hay una Shell en Panamericana y …
–¿Sos tonta?
–¿Qué?
–Si sos tonta. Yo conozco esa estación de servicio. Te van a afanar, te van a violar.
La Doctora Viviana Spoletti hace silencio, un silencio que indica que no tiene deseos que la afanen, que preferiría que no la violen, que no tiene ganas de salir de su casa esa noche. Está viendo una película, una película donde actúa Meg Ryan, una película donde tal vez por primera vez Meg Ryan no hace los papeles que Meg Ryan hizo toda la vida. A la doctora le gusta el corte de pelo de Meg Ryan.
–¿Puedo tomar Tranquinal? –dice M.
–¿Qué?
–Si puedo tomar Tranquinal, para dormir. No puedo dormir. Y si no puedo dormir, al día siguiente estoy muy cansado.
–No, señor. Yo soy médico psiquiatra y debo verlo para poder hacer un diagnóstico, y así indicar una terapia rigurosa que nos permita enfrentar la patología que usted atraviesa.
–No tengo tiempo para esas boludeces –dice M–. Puedo tomar un par de Rivotril de 0.75 y un Dioxaflex. Tengo muy contracturada la espalda.
–¡Nooo! –dice la Doctora Spoletti–. Usted no debe mezclar esos medicamentos de ninguna manera.
–¿Y Valium? Valium a la noche, con un Vicodín, y a la mañana Meridian con Xanax.
–¡Nooo! –La Doctora Spoletti lanza un chillido de desesperación–. Si toma eso no se va a poder levantar de la cama.
–¿Y Prozac? ¿El Prozac hace bien?
–Señor, debo verlo para poder diagnosticar. Si le parece puedo darle un turno para el día martes. Lo espero en mi consultorio para comenzar el tratamiento.
–No necesito tratamiento, doctora, necesito saber qué medicamento tomar.
–Señor, como médico psiquiatra debo ver al paciente para poder diagnosticar.
–No –dice M–. No nos vamos a ver nunca. Voy a ver si mato a mi gato, o a un vecino, o a mí mismo. Estoy triste, eso es lo que me pasa, ése es el diagnóstico. Estoy triste, pelotuda, estoy triste y nada más.

Mi amigo M. cortó el teléfono y al rato me llamó y me contó la conversación que yo acabo de transcribir. Y yo todavía me estoy riendo, porque es genial.

7.4.09

La prueba de la milanesa

Ella está cocinando. Está cocinando milanesas. Después de freírlas, las va apilando en una fuente, todavía puede verse el aceite burbujeante sobre la superficie que se debate a mitad de camino entre el amarillo y el marrón. Hay en el ambiente un olor característico, un olor particular.
Le digo que se desvista, la ayudo a desanudar el delantal. Le bajo la bombacha mientras ella permanece aún con las manos ocupadas por utensilios de cocina. Cierro la puerta.
Le digo que se frote con una milanesa. Le señalo la milanesa que está encima de la pila de milanesas. Es una milanesa amplia e irregular, del tamaño de un continente, del tamaño de Europa, tal vez, en un planisferio de los que se colgaban en el colegio durante las clases de geografía.
–Está caliente –me dice–. Me voy a quemar.
No importa. Le digo que no me importa, que lo intente. Ella se lo piensa un poco. Toma la milanesa con dos dedos, primero, y luego la pone sobre la palma de una mano, como si se tratara de una bandeja.
–Esperá –tiene todavía el corpiño puesto. Se lo quito–. Ahora sí.
Como si fuera una esponja, con cuidado, y con una sonrisa que refleja lo absurdo que le resulta el pedido y la escena, se pasa la milanesa por el antebrazo izquierdo, a modo de prueba.
–No está tan caliente –dice.
–Dale –digo.
Se pasa entonces la milanesa por el brazo, el hombro. Luego por el estómago y las tetas. Baja entonces a los muslos, vuelve a subir, sobre el pubis hace un movimiento circular.
–¿Cómo si me estuviera bañando?
–Sí, como si te estuvieras bañando. Muy bien –le digo.
Y entonces sigue, sin dejar de mirarme. Cambia de mano la milanesa y hace medio giro para frotarse las nalgas y detrás de las rodillas.
–El pelo –le digo.
Sube a la cabeza, el pelo y la cara, la milanesa ha perdido cierta consistencia inicial, gran parte de la costra del pan rallado, ya frito, que la cubría.
Sigue un rato más. Apoya entonces la milanesa en la mesada y me mira. Espera que suceda algo, aquello que yo haya planeado. Sexo salvaje, una profunda reflexión sobre el alma humana, no sé.
Abro la puerta de la cocina y voy a sentarme al sillón. Ella me sigue.
–¿Y ahora? ¿Cómo sigue? –tiene los brazos algo separados del cuerpo y los dedos de las manos muy abiertos. Le brilla un poco la frente.
–No sé, no tengo la menor idea –le digo–. Pegate una ducha, mirá como estás.
–¿Y qué más? –dice y da una patadita sobre el piso– ¿Qué más?
–Tirá esa milanesa –le digo–. No se me ocurre nada más.

*Al autor no se le escapa, el autor no puede ignorar, que ya ha tocado el tema de referencia, en más de una oportunidad. Utilizando el dulce de membrillo en lugar de la milanesa, el autor ha hecho barbaridades utilizando un mantecol, ha escrito incluso un fragmento, todavía inédito, donde se emplea una brótola, aunque preferiría no entrar en detalles que pudieran herir la sensibilidad de algún desprevenido lector. El punto es que no debieran sacarse conclusiones apresuradas respecto a la imaginación declinante del autor, su falta de talento en general, su decadencia y caída, en fin. Quizás al autor le parece que el tema en cuestión resulta ejemplificador y profundo, amén de entretenido. Un tema que permite asomarse, por lo que dura un instante, a lo insondable de las relaciones humanas.

3.4.09

Tenso

Mi chica me dice que estoy tenso, que nota mi espalda contracturada, que estoy más huraño que de costumbre. Dice que trabajo demasiado, que me preocupo mucho, que toda esa tensión repercute en el cuerpo.
–¿Y dónde querés que repercuta? –le digo–. ¿En los zócalos?
Pero es mi chica y me quiere y no está mal que alguien te cuide un poco. Me sugiere que debo hacer yoga. Ella hace yoga hace años y tiene, además de un excelente buen humor, una flexibilidad corporal deslumbrante, una piel preciosa, le brilla el cabello, sonríe.
–Es por el yoga –dice–. Todo es por el yoga.
Y a mí me parece un trato justo perder una hora por semana si consigo con eso recuperar en algo el volumen hídrico de mi eyaculación, dejar de sentir una pata de elefante sobre el corazón después de cenar, poder subir las escaleras del subterráneo sin sentir que alguien me atraviesa la cintura con una aguja hirviente de cincuenta centímetros de largo, cosas así.
Y vamos a la mañana siguiente a la clase de yoga, y mi chica está feliz de presentarme a su grupo, formado en su amplia mayoría por señoras de más de cincuenta años y un par de muchachos de cabeza rapada y modales suaves, culiflacos, con bracitos como alambres.
El profesor tiene la mirada penetrante y orejas puntiagudas, viste unos pantalones de gasa o tul color salmón y nada más, para que todos podamos observar cómo se mueve cada fibra de su cuerpo en cada respiración.
–Vamos a comenzar con unos ejercicios básicos de respiración, y después vamos a realizar una rutina de asanas –dice.
Nos dan unas colchonetas individuales y nos sentamos, seremos unos quince, dejando un metro de distancia entre uno y otro. El ambiente es agradable, la luz es tenue, la música suave, se huele un incienso que no es demasiado agresivo.
Después de respirar un poco de diferentes formas, reteniendo el aire, acelerando el ritmo, exhalando con fuerza, el maestro dice ‘ahora hacemos la posición de la mangosta que busca en la tierra un cachorro de reno’. Al intentar sostenerme de cara al piso, haciendo fuerza con los dedos de mi mano derecha para liberar parte de mis costillas, y levantar al mismo tiempo hacia atrás, tan alto como me sea posible, mi pierna izquierda, me tiro un pedo descomunal. Es lo que se conoce como un pedo ‘corneta’, largo, cargado, grave, y lo que es peor, oloroso. Pienso que he desayunado un café con leche con una empanada de carne fría. La empanada debía tener unos tres días en la heladera.
–¡Prrrflsssprrrabsp!
–¡No podés! –dice una señora canosa que se sienta y comienza a limpiar sus lentes con el borde de su remera. Al parecer estaba muy cerca de mí, y debo haberle pedorreado directamente el rostro. Noto que sus lentes están empañados.
–El señor se cagó mal –dice otra mujer que se aparta dando pequeños saltitos con la cola, intentando establecer una preventiva distancia entre la olorosa estela y su persona. Se la ve afectada y compungida por la situación, sabe que su maniobra no tendrá el efecto buscado, no hay dónde esconderse.
–¡Qué olor! –Dice uno de los mariquitas al tiempo que olisquea el aire con frenesí.
Me pongo de pie, hago una ligera inclinación de cabeza al swami, tomo mis zapatillas y bajo las escaleras a toda velocidad, en medias. Jamás hubiera podido hacerme vegetariano, igual no era para mí.