31.5.10

No es mi tema

Como sé que es un tema que preocupa a todo el mundo, especialmente a las mujeres del occidente civilizado, como sé que es un tema que preocupa e insume una tremenda cantidad de esfuerzo y desengaño, como sé que es un tema que está muy mal manejado, bueno, es por eso que me meto con el tema. Aunque no es mi tema. Lo considero un tema menor, absurdo, pueril. Pero no puedo ocuparme solamente, todo el tiempo, de los grandes temas, por aquello de que vivir es distraerse (Bioy dixit).
Por lo general, mis preocupaciones rondan sobre si hay vida después de la muerte, y en tal caso, si hay vida antes de la vida, y ya que estamos, por qué no, si hay vida durante la vida. Pienso en el destino de la humanidad, en si hay agua en Marte, en si China es la nueva potencia económica que nos pasará por encima con una estratégica maniobra que consiste en tirarnos chinos por la cabeza hasta que nos cansemos de ver llover chinos y nos vayamos y les dejemos el mundo para ellos, en si el nutella es un digno rival para el dulce de leche. Esas cosas.
¿Cuál es el tema? Ah, sí, el tema son las dietas. La gente vive atormentada por las dietas. Está la dieta disociada donde podés comer trescientos gramos de jamón crudo a la mañana, pero nada de pan, está la dieta vegetariana donde tenés que terminar comiendo brotes de bambú como un apesadumbrado panda, está la dieta de la manzana, del pomelo, del melón, está la dieta del yogur para que cagues como una suricata, la dieta de la luna, en fin.
Acá viene mi aporte, el rayo de luz de mi linterna mágica. La dieta consiste básicamente en tomar una botella de vino. A la noche, en la cena, esa es la cena. Te tenés que limpiar una botella de vino tinto por día, en realidad por noche. Podés comer cualquier cosa, lo que se te cante, durante el resto del día. Café con leche con tostadas en el desayuno, helado después de almorzar, ravioles con estofado o pechuga de pollo con puré de batatas, no importa.
Lo importante es que cenes una botella de vino, de noche, una por día (noche), cada día, durante treinta días. Si es posible, para asegurar los atributos, las bondades del tratamiento, que sea una botella de unos diez dólares como mínimo.
¿Querés saber cuánto vas a bajar de peso? No sé, creo que nada, no importa, te va a ir igual que con las otras aburridas dietas que llevás intentando durante tanto tiempo. Con esta dieta por lo menos puede ser que te den ganas de coger, que duermas. Incluso, es posible, que de vez en cuando te rías.

27.5.10

Tres cosas

Los grandes rubros del horóscopo: salud, dinero, y amor. Aunque no sé si en ese orden, nunca sé con exactitud el orden, y el orden va cambiando, además.
En los grandes rubros del horóscopo, entonces, te decía, el problema, el problema de siempre, es que se tiene más de lo que se necesita, o no se tiene nada. Demasiado poco, o demasiado.
Podés tener la extravagante fuerza para correr cuarenta y dos kilómetros, a las siete de la mañana de un domingo cualquiera, o podés tener el corazón de un gorrión a punto de estallar ni bien alguien te pregunte la hora por la calle. Podés tener tres millones trescientos cuarenta y siete mil doscientos veinticinco dólares en una cuenta bancaria y comer salmón ahumado hasta que se te pongan rosados los pelos de los huevos, o podés trabajar de cajera en un supermercado de barrio por tres dólares la hora hasta que alguien pierde el control y te parte un frasco de aceitunas Nucete sobre tu cabello mal teñido. Podés tener entre tres y cinco mujeres por semana, lúbricas y dispuestas a recibir un poco de luz de tu garompa láser, o podés deambular como un famélico perro de amarillenta mirada por la puerta de los colegios secundarios, tratando de olisquear en el aire un poco de vagina fresca, como el mismísimo Lecter en aquella fantástica escena donde por un momento es todo nariz, sólo nariz, y le canta a la señorita Foster, a través del cristal, la marca del perfume que lleva puesto.
Más de lo que necesitás, entonces, o nada en absoluto. Yo no lo inventé, no te enojes conmigo, soy una víctima más de esto que pasa.

23.5.10

El camino del saber

El curso había terminado. Los alumnos se saludaban, se iban a tomar una cerveza, a seguir con sus carreras, por qué no con sus vidas. Quedaba el pizarrón y un ramillete de sillas desordenadas.
El profesor ya había dado las notas, y dicho algunas palabras de cierre. Un ochenta por ciento de aprobados, un veinte por ciento entre reprobados y gente que dejaba el curso, servía para mantenerse dentro de los promedios que exigía la facultad. Un curso de cincuenta y siete personas, diez enojados, dos con tos, en fin.
El profesor encendió un cigarrillo y puso los pies sobre el escritorio. Miró por la única ventana del aula, que daba a un árbol tan desnudo como indiferente. Era otoño.
–Profesor –dijo la chica–. Le quería agradecer por todo lo que aprendimos en su curso –asintió dos veces, el profesor se sintió obligado a asentir, también, una vez–. Aunque, en lo que a mí respecta, no puedo decidir todavía si soy post lacaniana, o neo gestáltica. Respeto a Freud, desde ya, pero no puedo comulgar con su exceso de antropomorfismo, mientras que siento una pulsión, la necesidad de escapar del paradigma aristotélico-tomista que me comprime como un corsé.
El profesor pitó. Una larga pitada, el humo rascando en su interior como una cuchara. Fumar era una de las pocas cosas que todavía le causaban placer.
–Si bien siento que ponerlo en palabras es darle vida –prosiguió la alumna–, no puedo situar a la semiótica en el pedestal de las ciencias. El hecho que la salud sea el silencio de los órganos atenta contra la mayéutica y la neurolingüística. Para resumir, profesor, usted me ha abierto la cabeza, y eso es lo que quería agradecerle, por mostrarme el vasto mar de las ciencias sociales en el cual estoy dispuesta a nadar hasta ahogarme.
–Podrías dar una vueltita, por favor –el profesor se acomodó los lentes sobre el puente de la nariz–. Un pequeño giro, nada más.
Sonriente, confundida, la alumna hizo el giro. Usaba sandalias y el profesor contempló por un instante los pies desnudos. La alumna lo miró, expectante, ávida de escuchar la semblanza, la moraleja, el punto que el profesor deseaba marcar para que ella siguiera adelante en el camino del saber.
–La verdad que estás relinda –dijo el profesor–. No deberías tener mayores problemas.

19.5.10

Del corazón

A mi amigo A. el médico no lo ve bien. Del corazón. El médico le mira el corazón y le dice ‘no lo veo bien’. Al parecer el corazón late un poco, para un poco, acelera, frena, arranca, en fin. El corazón, en lugar de comportarse con la metódica mezcla de aburrimiento y solvencia que cabe esperar de un corazón, tira gambetas, hace chistes, corre en slalom. No corresponde.
El médico le recomienda a mi amigo A. que practique algún deporte.
–¿Qué deporte? –dice A., a quien lo único que le interesa desde que tiene uso de razón es el dinero, no practica ningún deporte más que contar, justamente, dinero. Tiene el dedo índice desarrollado, vigoroso, enhiesto, y el resto de su anatomía hecha pelota.
–No sé –dice el médico. El médico es japonés. Algo mugriento, enjuto, come una anchoa por día y no mucho más. A veces cambia la anchoa por una sardina, y toma té–. Ande en bicicleta.
Mi amigo A. se compra una bicicleta. Una buena bicicleta, todo terreno, con cambios y frenos especiales y butaca ergonómica para el culo, o sea que la butaca, el asiento, es algo así como ‘culonómico’. La bicicleta es de un amarillo que aturde.
El asunto es que A. se compra el casco que usan los ciclistas, y los guantes con los deditos cortados, y rodilleras también. Se podría decir que A. está equipado. Se podría decir que A ha encarado el tema, el tema de andar en bicicleta, con la seriedad del caso.
Es domingo. A. sale a andar en bicicleta. Vive en el barrio de Once. Se va pedaleando para el lado de la Recoleta, para la zona de la facultad de derecho.
Deben ser las tres de la tarde, y el clima es agradable. Poca gente, algo de sol. A. va pedaleando, despacio, pensando en sus cosas, mientras mueve su corazón. Por la zona de la facultad de derecho hay más gente, trotando, caminando, andando en bicicleta. Hay gente sentada fumando, gente en pareja, o en grupos de tres, tomando mate.
De pronto, a su lado, al lado de A., hay un sujeto que trota, en la misma dirección. El sujeto trota bastante rápido, y A. pedalea bastante despacio, lo que hace, lo que logra por abstrusas leyes de la física, que ambos sujetos se desplacen a la par.
El sujeto, el que trota, lleva una remera naranja, lentes espejados, gorrita con visera. Saluda a A., levantando por un instante un dedo índice. A. asiente con la cabeza, respetando tal vez ignorados códigos de secretas camaraderías deportivas.
Entonces el sujeto, el sujeto que corre, en una tan repentina como estudiada maniobra, empuja de costado, a A., con ambos brazos, y con todas su fuerzas. A. se limita a volar, de costado, cae o quizás se va desarmando, lejos de su bicicleta. Lejos de sus anteojos, también. Olvidé decir que A. usa anteojos con bastante aumento, sobre todo del ojo izquierdo.
Está en el piso, A., se ha raspado feo contra el asfalto. Sangra de una rodilla. Se ha golpeado fuerte la cadera. Lo que ve, desde el piso, es como otro sujeto, más petiso y más bajo que el que corría a su lado, se sube a la bicicleta y sale disparado hacia atrás de la facultad de derecho. Un tercer sujeto, gordo y con la cara picada de viruela y unas descomunales orejas, se acerca a A. como si fuera a ayudarlo para que A. pueda volver a levantarse. Pero no lo ayuda. Tiene un cuchillo, y le tira un puntazo, al pecho, directo. A. alcanza a poner su antebrazo entre el cuchillo del gordo y el pecho propio. Siente un dolor en el antebrazo muy agudo, un dolor que empieza a quemar, quema.
Hacia atrás, al piso otra vez, A. siente que vuelve a caer. El sujeto gordo se sube entonces a un automóvil donde lo aguardan dos personas más, un Renault 12 destartalado, que alguna vez fue azul.
El primer sujeto, el sujeto que corría a la par de A., le da un infernal pisotón a los anteojos de A.
–¡Sh! –le dice, con el mismo índice que utilizó para saludarlo, ahora sobre los labios como una dulce enfermera. El sujeto sigue trotando por Figueroa Alcorta.
Al rato, A. logra presentarse en la comisaría del barrio.
–¿Le robaron la bicicleta y le hicieron ese corte? –El policía de uniforme escribe en una computadora con monitor de fósforo naranja, escribe con dos dedos–. Tiene suerte, la sacó regalada.
Desde entonces, A. fuma dos atados de Parliament por día. Dice que se siente mejor que nunca.

15.5.10

Dominó

Voy al cementerio. A la tumba de mi padre. Es domingo, muy temprano. Hace frío, un frío del carajo. El cielo está cargado de nubarrones como bolsas de residuos a punto de reventar.
Son esos cementerios modernos, estilo americano. Mucho verde, árboles, pajaritos, no como los clásicos cementerios donde parece que todo está a punto para filmar un video de Michael Jackson, el de los muertos vivos justamente, donde un ejército de mutantes en harapos va emergiendo de entre las lápidas, dejando pedazos de tierra revuelta, antes de aplicarse al esperpéntico bailecito.
Esto resulta, a pesar de la más contundente que nunca presencia de la muerte, soportable. Como pasear por un parque. Hay aves, hay flores.
Camino de memoria, con lento paso, por un sendero donde he empujado, no mucho tiempo atrás, un ataúd con el cuerpo de mi padre. Siento como si me estuvieran regando desde arriba, desde un metro por encima de mi cabeza, con una regadera cargada de agua hirviente. Hilos de dolor.
Llego hasta el sitio exacto. Me detengo. Un rectángulo verde, muy verde, del tamaño de media cancha de fútbol. Y las lápidas de ese sector. Los pequeños idénticos rectángulos, empotrados en el césped. Descubro que desde mi última visita han ido aumentando en cantidad, como si de una partida de dominó con Dios se tratara. No sé por qué, pienso en eso. Es una partida de dominó que se va completando, losa a losa. Después pienso en un elefante. En esos documentales donde enfocan la cabeza de un elefante, de perfil, muy de cerca. Un ojo, un ojo del elefante en primer plano, con sus arrugas, esa expresión en la mirada.
No pienso más nada. Empieza a llover, me voy caminando muy despacio, como cuando uno se mete al mar y avanza con el agua a la cintura, vienen las olas.

10.5.10

Tiempos muertos

Los tiempos muertos. El tiempo que esperaste en la sala de embarque de cualquier aeropuerto. El tiempo que esperaste, valga la redundancia, en la sala de espera de un médico que no tenía la más puta idea de lo que a vos te pasaba, ni le interesaba. El tiempo en el dentista, con la boca abierta. El tiempo en la cola de la caja tres del supermercado de tu barrio, mientras alguien peleaba porque en el diario decía que había una promoción, tres aceitunas de regalo si uno compraba una botella de Gancia. El tiempo que esperaste en cada semáforo, como peatón, primero, como conductor, después. El tiempo que esperaste en esa esquina a la chica que no vino (para vos, mamucha). El tiempo que esperaste que el mozo cansado hasta el aturdimiento te trajera agua con gas cuando pediste sin gas, y viceversa, y viceversa tantas veces como sea necesario.
Con todo ese tiempo, puesto en una actividad, aprender a tocar el piano, por ejemplo. Ahora sabrías tocar el piano, serías un experto, podrías tocar bellas melodías, bucear en las honduras del jazz, emocionar con una resignada caricia de blues, entretener a la gente, hallar, quizás, algún consuelo. También es cierto que seguirías siendo más o menos el mismo pelotudo que sos ahora. Eso no se arregla ni con todo el tiempo del mundo.

5.5.10

El piolín de la alegría

Existe un piolín, un piolín con un extremo atado a un ganchito que hay en la coronilla, en el techo de la cabeza, por dentro del cuerpo, el punto más alto de la cabeza del mamífero mediano que se ha dado en llamar ser humano, también llamado persona, con independencia de su edad, su raza, o su religión.
Y ese piolín, que en la mayoría de los casos es verde pero también a veces puede ser azul, nace junto con el ser humano que habita. Y crece, el piolín, junto con el humano. Crece hasta alcanzar una longitud por encima de un metro, y por debajo de dos. Y ese piolín, que no jode para nada, que prácticamente no existe para la medicina occidental, porque no se ve, es el piolín de la alegría.
El asunto se pone complejo, yo no diría complicado, porque el piolín tiene un extremo libre. Y ese extremo se engancha, el extremo libre, la punta que no está atada a la cabeza, se engancha, dentro del cuerpo desde ya. Y dónde se engancha depende de la alimentación, de la postura en que dormís, de si corriste una vez para llegar al colegio, y así, cada piolín es un caso diferente, el piolín es un mundo, podríamos decir.
Si el piolín se te engancha en una oreja, por ejemplo, entonces lo que te dará alegría será escuchar música. Si el piolín se te engancha en el ombligo, entonces te producirá alegría comer. Si el piolín se te engancha en la mano, en los dedos de una mano, entonces es posible que te de alegría tocar el piano, o escribir.
No tiene nada que ver con la personalidad, mucho menos con la voluntad, es el piolín de la alegría el que te dicta precisamente dónde estará la alegría para vos. Podés ir al psicólogo mil años, o ponerte a dieta, o casarte con una mujer que sepa hacer fantásticos bizcochuelos. Finalmente se impondrá el piolín de la alegría y eso es lo que decidirá si podés estar alegre, o no.
También puede pasar, como con cualquier mecanismo, porque hiciste la vertical o fornicaste en una posición atípica, que el piolín de la alegría se te suelte, por ejemplo, de un pie, y se amarre, también por ejemplo, a tu nariz. Y vos descubrís un lunes que ya no querés correr maratones nunca más, que no querés correr ni el colectivo, y que en cambio oler una rosa te hace sonreír. O puede que el piolín se te suelte de un huevo y quede atado a un ojo, y vos decidas que coger ya no es tan importante, y que un curso de fotografía es lo único que te cambiará la vida. Nadie entenderá qué te sucede, el por qué de tu cambio, qué fue lo que pasó. No pasó nada, es el piolín.
También, puede suceder, es igual de probable, que el piolín de la alegría se corte. Es un piolín muy delgado y frágil, y en la vida siempre tenés algunos tirones. Si eso sucede, si eso pasa, entonces no te reís más. Ahí sí que cagaste.