30.10.10

Ida y vuelta

Me llama un amigo, mi amigo L., para avisarme que otro amigo, nuestro amigo C., ha vuelto.
La historia, como todas las historias, no es tan lineal. Nuestro amigo C., desde la adolescencia, lo que equivale a decir desde siempre, fue un éxito con patitas. C. era el más vivo del barrio, por lejos, el más pintón, el que tenía las mejores chicas. Se recibió de abogado, tenía renombrados casos, conducía autos alemanes, se fue a vivir a la zona más cara de la ciudad, tomaba los mejores vinos, se casó con una modelo que fue –y es– un bombón.
Así iba C., tomando cocaína de la mejor, organizando orgías, mandándonos fotos por mail de sus viajes a Hawai. Todo lo que un mamífero mediano pueda querer, todo lo que uno pueda anhelar. C. tenía todo, le salían las cosas, con facilidad.
Y C. se despertó un día, más precisamente el día de su cumpleaños, de su cumpleaños número treinta y tres, y se puso mal. Algo tenía que haberle pasado esa noche, mientras dormía, algo quizás que tomó y le cayó mal. C. se despertó en su espléndido departamento, le trajeron el desayuno, y mientras probaba el jugo de naranja recién exprimido, C. se dio cuenta que estaba triste. C. sintió como si le pasaran un rallador de queso por la nuca, sintió que estaba triste, que la vida no tenía sentido, que no se iba a reír, no iba a estar contento, nunca más.
No importaba cuánto whisky single malt tomara, o cuántos trajes de Hugo Boss comprara, C. se dio cuenta que había caído en un abismo. Siento como si me hubieran agujereado el bote, y me entrara agua por todos lados, le dijo C. a su psiquiatra, y el psiquiatra le dijo que sí, que claro, que lo entendía, que tenía que hacer algo que le gustara. Es exactamente lo que vengo haciendo los últimos quince años, dijo C. y se dio cuenta que el psiquiatra era pelado, el psiquiatra usaba una camisa a cuadros muy vieja, el psiquiatra tenía miguitas de Bay Biscuit en su canosa barba. Para resumir, el psiquiatra no lo iba a poder ayudar.
Y dejó todo, C. Modelo, autos alemanes, vacaciones en Punta del Este, whisky de calidad. Se fue, C., al Tíbet. A una cueva, en la montaña, a ver al gurú más famoso del mundo, a meditar.
Comía un puñado de arroz por día, el gurú le enseñó a respirar, pero todo lo que el gurú tenía para enseñarle, el secreto de cómo iluminarse, cómo llegar a la gracia divina, por decirlo de algún modo, se podía aprender en media hora. El resto era hacerlo, permanecer sentado sobre una ínfima esterilla, doce horas por día, seis horas dentro de la cueva, seis horas al aire libre, en la montaña. Estuvo siete años, C., en el Tíbet, respirando, meditando, sin bañarse, sin hablar.
Fuimos con L. a verlo, C. había vuelto. Estaba parando en un hotel sobre la avenida Alvear. Su mujer lo había dejado, y había vendido el departamento. Ya no era socio en el estudio de abogados, aunque tenía dinero ahorrado.
Cuando llegamos a la habitación 308 y nos abrieron, le estaban cortando el cabello. Estaba muy flaco, huesudo, sonriente, canoso, con los dientes amarillos. Sobre una mesa había una bandeja con frutas, panes recién horneados, quesos y mermeladas, jarras con café, leche, jugo de pomelo rosado.
Nos abrazamos con genuino afecto. Nos palmeamos las espaldas y nos reímos recordando alguna compartida anécdota de un remoto pasado.
Había vuelto, finalmente, había estado de los dos lados, había conocido las dos caras de la moneda, el éxito de occidente, la mística de oriente. Era la persona más interesante que jamás hubiéramos conocido, y esperábamos que nos dijera algo sobre el sentido de la vida, para qué habíamos sido puestos sobre la faz de la tierra, alguna pista, no sé.
–Qué loco todo, ¿no? –Dijo C., y se sirvió un vaso de jugo.

25.10.10

Somos tu fracaso

–¡Eh, Hundred!
–¡Hey!
–¡Despertate, che! ¡Despertate!
Me despierto. Abro un ojo, primero. El otro, después. Estoy abrazando una almohada. Estoy abrazando una almohada como si estuviera en medio de un naufragio y la almohada fuera lo único capaz de mantenerme a flote, de evitar que me hunda. Metáforas en oferta. Ni sangre, ni mucho menos dinero, no me pidas eso. Pero metáforas sí, metáforas tengo.
–No entiendo –digo–. ¿Ustedes quiénes son? ¿Qué son todos estos cachivaches? ¿Cómo entraron acá?
–Somos tus sueños rotos –dice una chica, algo mayor, pero vestida con delantal. Morocha, dos colitas, sonrisa como un atardecer en la playa.
–Somos tu fracaso –dice un pibe que tiene un tablero de ajedrez bajo el brazo.
–Somos todo lo que no te salió, somos todo lo que te salió mal –Dice un señor de remilgado aspecto, ceñudo, circunspecto, enjuto tal vez. Me recuerda a un profesor, un profesor que tuve, aunque no consigo recordar la materia, lo que enseñaba.
–No entiendo –me incorporo un poco, aplasto la almohada contra la pared, y quedo, por decirlo de alguna forma, por que de alguna forma hay que decirlo, sentado en la cama–. ¿Qué quieren?
–Yo ya fracasé –prosigo, trago, necesitaría un vaso de agua. Miro por las rendijas de la persiana, deben ser las dos de la mañana. Hay una hora en la que la ciudad se queda muy quieta, un par de horas donde la furia se calma y el pavimento consigue descansar–. Fracasé en todos los rubros del horóscopo. ¿Qué más quieren?
–No queremos nada –hay un piano, es increíble pero entre la gente y los libros y las pelotas de fútbol y las botellas de whisky y un par de chicas pintándose las uñas de un horrible rosa pálido, hay un piano. La voz sale del piano, lo cual es todavía más increíble, el piano me habla–. Tenías que fracasar, no había manera. No tenés talento, eso es todo, ni sos demasiado querible. Tampoco creés en el esfuerzo. ¿Qué esperabas?
–Nada, no espero nada. ¿Por qué no se van? Quiero seguir durmiendo.
–Te queríamos decir que no nos gusta cómo nos contás –me habla un pibe con el pelo largo y camisa abierta, un amigo de la época de Gesell, cuando íbamos a bailar–. Nos contás como si la culpa fuera nuestra, como si tu fracaso, en definitiva, fuera algo muy por encima de tu fracaso. Como si tu fracaso fuera épico, algo que valga la pena destacar.
–Nos hacés quedar mal –dice un perro atorrante, bigotudo, que renguea un poco. Me muestra los dientes.
–Pero es lo único que me distrae un poco –gesticulo, me indigno–. Me salió todo para el culo, por lo menos lo puedo contar.
–No –veo a una prima que niega con la cabeza, y enciende un cigarrillo. Un Parliament.
–Lo contás mal –dice un libro, un libro de Anthony Burgess, un libro que habla y las hojas se mueven como un fuelle.
–Lo contás remal –dice una chica, en bombacha y corpiño, se tapa la boca con una mano, para reír. El pelo le cae sobre la frente, recuerdo su nombre, se llama Elina, es la mujer más hermosa que yo haya visto jamás.
–¿Entonces qué hago?
–Mejor no cuentes nada –dice una voz desde la tercera fila, un pibe, alguien del montón, está en malla, se acomoda unas antiparras mientras me habla–. No jodas más.
–Bueno. –Digo. Me acuesto, me tapo, la cabeza también. Quizás pueda volver a dormir un par de horas, antes que suene el despertador, antes de ir a trabajar.

20.10.10

De la existencia

No es lo que uno espera escuchar, irrita al principio, pero una de las pocas cosas que te permitirán confirmar tu existencia, uno de los pocos momentos en que se puede corroborar que se está vivo, es en el momento de pagar. En el occidente capitalista es así. Ahora si vos naciste en la India, si tus papis te quemaron un ojo con una brasa ardiente al nacer para que seas un mendigo de mayor contundencia, si te bañás tres veces por día en el Ganges, bueno, entonces puede que sea distinto. Si todas las mañanas tu tarea es llevar a pastorear a los dos ñus de la familia por las praderas del Tíbet, bueno, puede ser distinto, en esa situación, también.
Pero si no, si vivís en Europa o en América, si vivís en una ciudad (incluso de Oriente), entonces el único momento en que existís, en que podés saber que existís, es al pagar.
Cuando pagás un pedazo de 437 gramos de queso Fontina en la fiambrería, cuando pagás un par de zapatillas con suelas hechas de piel de pito de rinoceronte bebé, cuando le pagás al psiquiatra para contarle que el heladero, antes de pasarte el cucurucho por encima del mostrador, se rascaba el culo, bien adentro, y cambiaba de mano otra vez.
Pago, luego existo. Así debió ser la filosófica frase. A nadie le importa lo que pienses, mucho menos lo que sientas. Pagás y es una cinética chispa de magia de la emoción más pura. Antes de pagar, es bastante sencillo, no sos, no estás, y después de pagar, inmediatamente después, desaparecés.

15.10.10

Donde la física se toca con la filosofía

Existe un fenómeno que cae principalmente bajo el área de la física y la rigidez de sus leyes, aunque quizás, por aquello de que la naturaleza siente horror al vacío, también el fenómeno alcance filosóficos ribetes, no debiera esto resultar para nada contradictorio. Todo tiene que ver con todo, eso quise decir.
El fenómeno en cuestión consiste en que si uno está lleno de luz, entonces, no puede quedarse, para sí, la luz, uno ilumina, la luz ejerce su efecto sobre la circundante oscuridad y entonces, al mismo tiempo, uno genera más luz. Se derrama la luz, y se genera más luz. Así funciona el universo, por leyes tan físicas como filosóficas, lo que dije.
Con el agua funciona igual, más o menos igual, el recipiente se vacía, riega un campo, sacia una sed, y entonces la naturaleza se encarga, vuelve a ser llenado.
Me atrevería a decir que con el dinero ocurre algo parecido. Uno ayuda, uno da dinero, y como por arte de magia, uno consigue al poco tiempo más dinero. Leyes, otra vez, físicas y filosóficas, que incluso pasean en puntas de pie por el territorio de lo intuitivo, y parecen regir nuestro inconcebible y muchas veces precario hasta la exasperación universo.
Ahora, con respecto a los tres polvos que te acabo de echar, ahí no, nada que ver, la cosa va por algún otro nimbado carril. Yo venía de quién sabe cuánto tiempo sin coger, y vos quizás, por tu tremenda fealdad, sos portadora de un desesperado entusiasmo, me pone bien verte contenta, desde ya, hace que este episodio esté revestido de un altruista significado.
Pero no, no hay forma que se me vuelva a parar la hapi, no sé, por un mes como mínimo, ni creo francamente que quiera volver a verte. Vamos yendo, te alcanzo si querés, estoy con auto.

10.10.10

Tostada con mermelada

El experimento no requiere demasiada inversión en tecnología. Lo podés hacer en tu domicilio, o en un bar. Debe ser hecho de mañana, temprano, antes de comenzar, por decirlo de alguna forma, el día. Digamos que no más allá de las nueve de la mañana, pero si es antes de las ocho, mejor, mucho mejor.
El experimento precisa, requiere, como elemento basal e insustituible, una tostada. La tostada puede ser de pan blanco, o de pan negro. Si es en un domicilio, la tostada será, preferentemente, una de esas rodajas de pan, cuadradas, más o menos un cuadrado de pan, de pan tostado. Si se procede con el experimento en un bar, pues entonces la tostada será la tostada que te traigan en el bar, seguramente algo parecido a un redondel de pan francés, de pan francés del día de ayer, de pan francés del día de ayer tostado, lo que equivale a decir que se tratará de una tostadita, no importa.
Y hace falta mermelada. Una generosa dosis de mermelada, no importa el sabor, el gusto. Sí, puede ser mermelada de ciruela, y sí también, puede ser mermelada de naranja. Puede ser mermelada dietética, aunque preferiría que no lo fuera, como tampoco preferiría que en los bares la mermelada viniera en esos tristes cuadraditos que son envases tipo muestra gratis en lugar de servirte mermelada casera. Hay tantas cosas que no prefiero.
Se debe untar la tostada, como dije, con generosidad.
Se pone uno de pie. Respire hondo, dos o tres veces. Piernas algo separadas.
Coloque la tostada sobre su mano hábil. Si es usted derecho, sobre su mano derecha, si es usted zurdo, sobre su mano izquierda. Si no sabe cuál es su mano hábil, también es muy sencillo. Es la mano con la cual se masturba.
Pero no se coloca la tostada de cualquier manera, no. Debe colocarla sobre el dedo índice, el dedo índice que está en posición horizontal, y semiflexionado. Debajo del índice, vertical, en contacto con el índice y flexionado también, agazapado, está el pulgar. La posición, difícil de detallar pero fácil de entender, es la posición que se utilizar para lanzar, a fuerza de utilizar el pulgar como catapulta, para lanzar, decía, una moneda al aire.
Cierre los ojos.
Y eso es, justamente, lo que hay que hacer. Gatillar, el pulgar, y lanzar, con fuerza, la tostada al aire. Para que la tostada, como si fuera una moneda, de algunas vueltas en el aire, antes de caer. Y caiga, la tostada, finalmente, al piso.
Fin del experimento. Puede abrir los ojos.
En el 95% / 97% de los casos, la tostada caerá con la cara cubierta de mermelada sobre el piso. La tostada quedará pegada al piso. Esto le permitirá a usted corroborar que no tiene suerte, que nunca tuvo ni tendrá suerte, que todo es un desastre, su día será más o menos tan malo como el día de ayer, como el día de anteayer, como todos los demás.
También podría usted haber comido la tostada, la tostada con mermelada, haberle dado un buen mordiscón o dos, no lanzarla al aire, no proceder con experimento ninguno. Usted, en tal caso, se hubiera comido una rica tostada rebosante de mermelada. Usted bien sabe que su vida es un rotundo fracaso, no debiera precisar mayores confirmaciones.

5.10.10

Maten al rehén

La escena de la película que deseo mencionar es, más o menos, así. Están los buenos, los policías, los detectives, entre los cuales está Tommy Lee Jones (TLJ). En la escena, en la calle, uno de los malos, un ladrón, un asesino, no sé, logra agarrar al compañero de TLJ. El compañero, desde ya, es más jovencito, más novato, muy inexperto. El ladrón ha tomado al novato, y se cubre con él, lo ha tomado del cuello, y lo apunta, a la cabeza, con un arma. Le dice a TLJ que suelte su arma, por que si no, está claro, matará a su compañero.
La situación, vista hasta el hartazgo en el cine americano, tanto en películas como en series de televisión, es de lo más clásica. La música ayuda, espolvorea una dramática tensión.
TLJ, que está con el arma en la mano, simplemente tira. Mata al ladrón, claro, pero en la maniobra, el tiro, le roza la oreja a su compañero, le ha tocado la oreja, ya que el compañero, sentado sobre el asfalto, asustado todavía, sangra.
TLJ ayuda a su compañero a incorporarse, y se produce el siguiente diálogo.
Compañero: ¡Estás loco! Creo que voy a quedar sordo de por vida.
TLJ: Escuchá, me escuchás.
El compañero asiente, todavía dolorido, ya de pie. TLJ se aproxima, casi con ternura, al oído lastimado.
TLJ: Yo no pacto.
No importa la película, la película es mala, ni siquiera recuerdo el nombre. Aunque la escena es muy buena. TLJ es un gran actor.
Me tomé el trabajo de contarte la escena como pude, a los trompicones, por lo siguiente.
Habrá un momento, un momento como cualquier otro de tu vida, donde creas que podés negociar con tus tetas, con una tirada de goma. Creerás que esa es la llave, el interruptor que te permite doblegar la voluntad de un hombre. Creerás que, alabada sea tu suerte, fuiste munida con el perfecto kit de herramientas para comerciar, para obtener lo que quieras.
También habrá un momento, en cualquier trabajo, en cualquier oficina del planeta tierra, donde me quieras obligar a hacer algo absurdo, afeitarme o hacer la vertical o cantar una canción en la cena de fin de año abrazando un semicírculo de patéticos boludos, por que si no, si no accedo, entonces no hay aumento o peor aún, quizás me echen.
Y otro momento, otro momento más, donde un médico jovencito y prematuramente calvo, flaco como un alambre y con piorrea, deje el estetoscopio sobre el metálico escritorio y te diga que no, que no podés tomar vino nunca más, que tal vez, sólo tal vez puedas comer pizza una vez por mes, dos porciones. Por que si no, bueno, si no vendrá lo peor.
Quizás acceda, claro, me entregue mansamente, sin excusas, tampoco soy Tommy Lee Jones. Quizás tenga que mendigar sólo para ver cómo te bajás el jean otra vez, quizás haga un trencito en la fiesta de fin de año para poder cobrar, quizás coma un yogur a la mañana y una pechuga de pollo para la cena, sin piel, por el miedo a morir, a desaparecer, a no estar más.
O quizás no.