30.6.12

Lección de Bridge

         En la secundaria tuve un amigo que se llamaba Javier. Resultó que Javier tenía dinero. Bueno, no él, su padre, su familia. Aunque a esa edad, con menos de dieciséis años, tener dinero o no tener dinero no cambiaba nada. Que uno no se daba cuenta de las diferencias, la cabeza estaba en otra cosa, eso quise decir.
         Nos invitó Javier, a Damián y a mí, una semana de vacaciones. Javier veraneaba todo el mes de Enero, desde que podía recordar, desde siempre, en Punta del Este. Tenía un regio departamento en la parada 11 de la mansa, frente al mar. Y nos había invitado a sus dos mejores amigos, a Damián y a mí, una semana. Al Uruguay, a Punta del Este, a su casa. Una semana en la que no iban a estar sus padres, ni sus hermanos, nadie de su familia. Nosotros solos, imaginate.
         De más está decir que tanto Damián como yo no lo podíamos creer. Pibes de barrio, familias que aspiraban a ser de clase media, vacaciones en Miramar en el departamentito de unos abuelos, en mi caso. Íbamos a ir a Uruguay, íbamos a viajar en aliscafo, necesitábamos un poder de nuestros padres para salir del país. Pura aventura.
         Pero nada de eso importa, lo que quiero contar es otra cosa. Todo lo que digo, lo que escribí, es puro contexto.
         Lo importante es que tanto Damián como yo éramos dos pibitos sin un mango, yendo de invitados una semana, a Punta del Este. El mundo desplegaba ante nuestros azorados ojos su maravilloso abanico de colores. Allá fuimos.
         Habíamos ido a hacer las compras, Damián y yo. Javier se había quedado en su casa, bañándose después de un día de playa, hablando con su madre por teléfono, no sé. Nos tocaba a nosotros hacer las compras para la noche. Ravioles o fideos, fiambre y queso, gaseosas.
         Había en Uruguay, supongo que siguen existiendo, unas galletitas llamadas ‘Bridge’. Eran unas obleas,  cuadradas, con un relleno de mousse, una pasta de chocolate. Las galletitas eran riquísimas, y caras para nosotros. Supongo que a nuestra particular falta de dinero había que agregar un tipo de cambio adverso, esas cuestiones que suelen tener que ver con la económica realidad de los países y que de alguna manera terminan llegando a los individuos. A las personas.
         Entramos a un supermercado que estaba en la parada 5 y la Roosevelt, habíamos salido de la playa y fuimos al supermercado, antes de volver caminando al departamento de Javier.
         Entramos al supermercado, y Damián me contó su idea. Me dijo ‘pará, Juan, tengo una idea’.
         Su idea era la siguiente. Yo iba a agarrar un paquete de galletitas ‘Bridge’. Luego, iba a ir a la caja a pagarlo. Luego, volvía a entrar al supermercado, para encontrarme con él, y hacer las compras.
         Como si de un iceberg se tratara, faltaba la mejor parte de la idea, lo que no se ve. Lo que subyace.
         Teníamos que abrir el paquete de galletitas, y con absoluta despreocupación, comer. Terminado el paquete, debíamos agarrar otro, otro paquete, lo abríamos, y continuábamos comiendo. En caso de ser increpados por algún guardia de seguridad o personal del supermercado, la respuesta era de lo más simple. ‘Sí, señor, estamos haciendo las compras, y teníamos hambre. Acá puede ver usted el ticket de estas galletitas’.
         Siempre un paquete de galletitas encima, y el ticket. Impecable lógica.
         Nos quedamos en el supermercado una buena media hora. Debemos haber comido nueve paquetes de ‘Bridge’, quizás once. No íbamos a tener ni ganas de cenar. Nos reímos mucho.
         Nos limpiamos las miguitas y fuimos con el carrito a la caja, a pagar nuestras compras.
         Al llegar a la caja debí haber notado que algo sucedía.
         Nos estaban esperando, junto a la caja, personal de seguridad, policías, incluso gente de prefectura.
         Para resumir, nos obligaron a pagar unas cinco veces más de lo que habíamos comido. Tuvimos que llamar a Javier para que trajera todo el dinero que habíamos llevado para la semana de vacaciones. Fuimos demorados, en una comisaría. Amenazaron con llamar a nuestros padres y deportarnos. Tuvimos que rogar bastante, pedir disculpas, jurar que jamás lo volveríamos a hacer.
         Fue entonces cuando supe que me sería difícil vivir con las ideas de otros, por más buenas que fueran. Se me iba a tener que ocurrir algo a mí.

25.6.12

Así como me ves

         Desde hace algún tiempo, por las mañanas, desayuno con el miedo. A veces viene el susto, también. Hay días que se sienta la tristeza, y se queda, despreocupada, tomándose unos mates ya tibios, mirando por una ventana que da a un contrafrente  donde jamás se verá nada que merezca la palabra ‘paisaje’. Levanta una pierna, se corta las uñas.
         Muchas veces, vienen juntas, desayunan conmigo, la ansiedad y la frustración. Se atolondran, mueven mucho las sillas, vuelcan algo. Ensayan un par de ampulosas carcajadas.
         Han venido también la angustia, la furia, la locura. El rencor desde ya, el estupor, la insipidez más despiadada.
         Cuando te fuiste, te llevaste todo lo bueno de este mundo. Desayunar es mi cruz.

20.6.12

Es tu opinión

         Es de noche. Sé que me va a costar dormir, es algo que se siente en el cuerpo. Algo, como si durante el día hubieras pisado una baldosa y la tristeza te hubiera salpicado hasta el alma. El alcohol no está funcionando, el alcohol no funciona, y cuando el alcohol no funciona es porque no va  a funcionar nada. Acostumbrate.
         Bajo a dar una vuelta, al parque, para estirar las piernas, fumar un cigarrillo, tratar de olvidarme de algo que debió ocurrir y no ocurrió, o de algo que ocurrió y quizás no debió ocurrir.
         Estoy caminando. Deben ser las once de la noche, a esa ahora ya afloja un poco la locura, la gente se guarda. Hace frío, además.
         Un par de chiflados corriendo, escapando, como pueden, como les sale. Por lo general, cuando la gente ve pasar a alguien corriendo, temprano a la mañana, imaginan virtudes como el intento de superación, el esfuerzo, la búsqueda de la salud en alguno de sus edulcorados sabores. Yo, cuando veo a alguien corriendo a la mañana, lo único que veo es alguien que no cogió la noche anterior. Y si corrés a la noche, bueno, quizás llevás no cogiendo quién sabe, una vida. Correr es un sucedáneo de la religión, es todo lo que tenés que saber al respecto.
         Un tipo pasea a su perro, un boxer. Le tira de la correa. Le pega, le habla.
         –¡Pero qué hacés, boludo! –le da un patadón, de costado–. No me hagás embarrar porque te mato.
         Enciendo mi cigarrillo.
         –¡Dale, forro, dale! –el tipo le da un tirón lo suficientemente fuerte para arrancarle el cuello–. Cagá de una vez. Tengo frío. ¡Cagá!
         Me acerco un poco. Hago como que me masajeo una entumecida rodilla. Finjo atarme los cordones.
         –¡Qué comés, qué comés! –el tipo le pega al animal con la propia correa, le da un par de lonjazos. El animal lo mira, lo mira y aguanta. Un golpe más, para fijar los conceptos, dos golpes más, y lo suelta. El animal continúa con lo suyo.
         La crueldad con los animales es una cosa que me ha molestado desde siempre. Con las personas, con los seres humanos por decirlo de algún modo, jamás he logrado ese nivel de empatía.
         –Che –lo señalo, al tipo–. ¿Por qué no lo dejás tranquilo al perro? ¿Para qué carajo tenés un perro? Digo, si te molesta todo lo que hace.
         El tipo me mira, retrocede un poco. Se da cuenta que me lleva veinte o treinta años, y yo le llevo veinte o treinta kilos. Sabe que pierde, lo sabe con todo su ser, no puede hacer nada al respecto.
         Entonces siento la mordida, artera, de atrás, en mi pantorrilla derecha que empieza a quemar, a quemar y a pinchar al mismo tiempo, a doler de verdad.
         Me doy vuelta y me agacho todo en un solo movimiento, tratando de apretar la zona. El dolor crece como una mancha. Sangre entre los dedos.
         –No te metas, forro –el boxer me mira, me habla–. Qué carajo te metés.

15.6.12

t + 1

         Tarde, siempre es tarde. Cuando venís, sencillo hasta la exasperación, fastidio hasta la náusea, es porque, justamente, es tarde.
         Si me decís holaquetalcomoestástantotiempo, bueno, es porque te divorciaste de tu horrorosa señora y diez años después precisás un amigo, alguien que te escuche, que te pague una cerveza y te jure que la vida continúa aunque no haya más lluvia en Villa Gesell para ninguno de nosotros.
         Si me decís que te diste cuenta que soy el hombre de tu vida, el que mejor te cogió, con superior entusiasmo, o el que más te quería. Bueno, mamucha, es porque te viniste grande, pasaste al galope de talle de bombacha, goodbye M, welcome L, la celulitis te masticó la magia, te desangelaste a pura várice. Fatiga de materiales.
         Si me decís que siempre pensaste que yo era la persona ideal para el trabajo, es porque ya me echaste, o nunca me tomaste, te pareció que yo no era el adecuado o que en verdad podía andar y no te convenía tenerme cerca. Si me decís que te encantaba lo que escribía, que te parecía que yo era el nuevo mesías que la literatura argentina llevaba tanto tiempo esperando, bueno, es porque no me publicaste.
         Y así podríamos seguir, te pegaste dos o tres vueltas en la calesita de la vida y ahora sabés, sentís que sabés, que era yo, claro que era yo, para cualquier cosa, la persona exacta, con el talento justo, la fuerza, las ganas. Servía, sí, claro.
         Pero cuando venís es tarde, siempre es tarde. Porque yo no tuve más remedio que quedarme conmigo, hacer otra cosa, seguir con mi precaria existencia. Mi estúpida vida.

10.6.12

Desde el futuro

         Estamos en el año 2078, estamos en el futuro. No soy bueno para la ciencia ficción, por lo general creo que con la ficción es suficiente. Alcanza.
         Estamos en el año 2078, entonces, decía. Se festeja el aniversario, el centenario del mundial 78. Hay pósters de Kempes en las calles, la Argentina hace años que no existe más, se llama Tina, el país. Tuvo que vender, en un momento, la ‘Ar’, para poder seguir adelante, para que no la expulsaran del planeta tierra. Y a los pocos años, vendió el ‘gen’.
         El paisaje es como la peli ‘Mad Max’, hordas luchando por el agua, por el vino, por el combustible. En las calles vuelan fardos de pasto. La gente mata perros y se los come, los teléfonos celulares y las computadoras son gratis, para que todos estén enchufados. Una delicia.
         Después de la quinta guerra mundial, quedó lo que quedó. No se usa más el dinero y se abolió la propiedad privada. Cada uno tiene lo que es capaz de defender, la gente se agrupa por el simpático hecho de la supervivencia. Llueve sin parar, una mezcla de agua tibia con ceniza. Ah, se vive todo el tiempo, se vive para siempre. Se vive hasta que te presentás en una oficina, llenás un formulario y apretás un botón, para morirte. Al principio se reía, la gente, decía ‘nadie va a ir a apretar ese botón’. Pero después, tarde o temprano, la gente se fue dando cuenta que vivir es un fastidio. Cansa.
         Pero no quería ser tremendista ni apocalíptico, no quería hablar de nada de eso. Hay una epidemia, una epidemia nueva. Una patología, un brote, cómo llamarlo.
         Empiezan a desaparecer los maniquíes. De todas partes. De las vidrieras, de las fábricas, de donde sea. La gente, ambos sexos, todos sienten la pulsión de coger con maniquíes. Cualquier maniquí, roto o entero, un pedazo de culo, una cabeza, una mano.
         El Comité Central de Ciencia y Tecnología luce desconcertado. Han estudiado y conocen todos los cambios en las pautas de conducta, producto de la polución ambiental y la descontrolada ingesta de psicotrópicos. Pero esto no había pasado jamás, debe ser un virus proveniente del espacio exterior, de las bases que se han ido instalando en Júpiter, una roca caída de la galaxia de Xiburg.
         Soy estudiado como el posible antídoto, el huésped del cual quizás pueda crearse la vacuna para combatir el mal. Los científicos hacen pruebas conmigo. No tengo el apetito por los maniquíes, el arrebatado anhelo, la indómita pulsión.
         Es que cogí con vos, en el pasado más remoto. Debo estar inmunizado.

5.6.12

Sucedió en Plaza Irlanda

         Era la adolescencia, una adolescencia transcurrida hace quizás ya demasiado tiempo, la mía. Antes de la Playstation, para que te ubiques.
         Iba al Vieytes, yo, la secundaria. Nos habían juntado, segundo tercera, nosotros, con segundo novena de la tarde, y habían construido una nueva división para tercer año, no me preguntes por qué. No viene al caso.
         Estaba D’Ambrosio, que venía de la novena. Un gigante de más de un metro noventa, manos como sartenes. Labio inferior siempre húmedo y algo caído. La maldad en estado puro, impiadoso, la inverosímil fuerza.
         Estaba Marinelli, que había cursado primero y segundo con nosotros, conmigo. Colorado, pálido, muy pálido, casi transparente. Legañoso, siempre legañoso, y con los ojitos rojos. Tartamudeaba un poco, andaba siempre encogido, la cabeza como escondida entre los hombros, temeroso de su fragilidad, dando cortos pasitos por el pasillo hacia el aula.
         No sé cómo, no debió pasar nunca, pero D’Ambrosio se ensañó con Marinelli de inmediato, odio a primera vista. Le robaba los útiles o la comida, pasaba en su camino hacia el fondo del aula y le pegaba en la cabeza o le rompía el cuaderno. Lo amenazaba, le decía cosas.
         –Che, pelado –me dijo uno, así me decían a mí, supongo que porque tenía unos indómitos rulos–, hoy a la salida vamos todos a Plaza Irlanda. Hay goma.
         –¿Quiénes? –Pregunté.
         –Marinelli –me dijo Barbieri, o Bernardi–. Con D’Ambrosio.
         No podía ser. Marinelli jamás se había peleado con nadie, su cuerpo no había sido diseñado para la pelea. Hasta estaba exceptuado de ir a Educación Física por algún tema médico. Imposible.
         Al parecer D’Ambrosio le había dicho algo, a Marinelli, algo sobre su madre, y Marinelli, en el arrebato de responder, en el apuro, había dicho ‘te espero en la esquina’. ‘Claro’, dijo D’Ambrosio, y se rió, se rieron varios. Plaza Irlanda, allá fuimos todos.
         La hago corta, no quiero aburrir con recuerdos que quizás sólo me interesan a mí y a alguno más que haya estado ahí. Hacía frío, llegamos, empezó la pelea.
         Era imposible, por altura, por peso, por asimetría de fuerzas, Marinelli no tenía ninguna posibilidad. D’Ambrosio le pegó un par de trompadas y Marinelli se fue al piso, sobre la tierra. Sangraba, de una ceja, de la nariz. Se puso de pie, intentó tirar unas manos, pero D’Ambrosio le llevaba unos treinta kilos de diferencia, y sabía pelear. Era sucio, le escupió la cara, se lo sacó de encima de un empujón, le volvió a pegar. Lo pateó en el piso, dos, tres veces, las costillas, le partió el labio. Marinelli se puso de pie, como pudo, agarrándose el estómago, volvió a cobrar.
         Habrá durado todo tres minutos, podría relatar esa pelea en cámara lenta, cada golpe, el pedacito de diente de Marinelli que voló al pasto, el ‘paf’ de la trompada inicial que lo dejó sentado y aturdido, demasiado aturdido para llorar.
         Dijimos que era suficiente, nos metimos, prometimos otra pelea, nosotros contra ellos, para la siguiente semana. Había que volver a casa, hacer la tarea, almorzar.
         Se empezaron a ir todos los pibes, en grupos.
         Entonces vi a Marinelli, de pie. Tenía un ojo negro, el labio  superior  con sangre, hinchado. El pelo revuelto, la camisa rota con un solo botón, la cara llena de mugre, alguien le devolvió el saco. Apretaba los puños, muy fuerte. Había sabido todo el tiempo, todo el día, lo que le esperaba. Había sabido que le iban a pegar y que le iba a doler. Las cosas habían sido, incluso, mucho peor que en su imaginado tormento. Le salió un sollozo, le dolía todo, y sin embargo había algo ahí, no sé, una vibración. Haber hecho lo que había que hacer, sabiendo que no tenía la más mínima posibilidad.
         Por actitudes como esa, por tipos como vos, Marinelli, es que todavía me siento a escribir. A recibir las piñas que correspondan, y sentir eso que quizás vi en vos, en tu carita de pibe aquella vez en Plaza Irlanda. Eso que era demasiado puro, demasiado intenso para ser expresado con palabras.