Lo que me pidió, mi madre, fue que fuera a ver a mi abuelita que estaba internada en un geriátrico hacía dos o tres años. Iba, mi madre, tres veces por semana sin falta, se sentaba junto a ella y le tenía una mano.
Nada, mi abuelita no emitía el menor comentario, una demencia que la había pasado por encima dejándola sin expresión, tan chiquita, la mirada acuosa casi transparente. El cabello blanco y áspero cepillado hacia atrás un poco. Ni una palabra.
Así que ahí fui, sábado a la mañana, un frío del carajo. Tenía partido de fútbol y asado, después. Gascón, cerca de Corrientes, logré estacionar el auto a una cuadra.
Toqué timbre, me anuncié, me abrieron una reja con otro timbre, y una puerta de metal después. Tenías que estar anotado como visita, aunque el guardia de seguridad estaba muerto de sueño. Tampoco había demasiado que cuidar, supongo que era eso.
Una mujer de uniforme celeste y cofia en la cabeza me hizo pasar a una sala de estar que daba a un precario jardín. Me preguntó el nombre de mi abuelita, se lo dije.
–Ah, sí, ahora la bajan –Dijo, y se fue.
Ahí me quedé, en la sala donde había mesas y sillas y algunos viejos dispersos. Pensé en no mirar nada, en mantener la vista unos veinte grados por encima de la línea del horizonte y quedarme sentado hasta que trajeran a mi abuelita. Pero miré.
Dos viejos en pijamas jugaban al dominó pero no jugaban. Permanecían sentados frente a frente, sin jugar, como si estuviera sucediendo algo de vital importancia frente a ellos pero que tampoco tuvieran apuro en descubrir. Una mujer caminaba dando cortos pasitos sin decidirse muy bien adónde ir, se le había abierto el camisón y se veía su azul desnudez. Un hombre lloraba en un rincón apretando un bastón entre sus piernas, mientras alguien, su hijo quizás, lo acariciaba, le pasaba la mano por el pelo cortado al rape como si fuera un gato. Alguien tuvo un acceso de tos y gargajeó y escupió un esputo que iba del verde agua al gris. Alguien se puso de pie, elevó las manos al cielo, se le cayó un vaso de plástico al piso, y gritó ‘¡Señor!’
Y el olor, el olor envolviéndolo todo como una manta polar. Un olor a desinfectante, a vómito apagado con sucesivas capas de lavandina, a muerte, a descomposición.
–Disculpe –me hablaba la mujer de la cofia, que era bajita y tenía una dulce sonrisa–, pero su abuelita no va a poder bajar. Está recostada, no se siente bien.
Me hablaba, la mujer de la cofia, pero yo no podía entender nada de lo que me decía. Tampoco podía recordar quién era yo ni dónde estaba. Era uno de ellos, no me iba a poder ir.