El hombre ha salido al balcón y luego, es evidente, ha pasado primero una pierna por encima de la baranda, después la otra, y ha quedado apoyado sobre una franja de cemento de unos diez centímetros máximo, y se sostiene con ambas manos, por detrás de la espalda, y se inclina peligrosamente hacia delante.
Está en un quinto piso. Todos los que estamos en la calle, abajo, todos los que hemos empezado a mirar hacia arriba porque alguien más mira hacia arriba, hemos contado los pisos. Cae una fina llovizna, una humedad de mierda, porque no hace demasiado frío pero te resfriás igual, seguro. Buenos Aires es así.
–¡Pará, loco! –una señora grita, haciendo parlante con ambas manos, pero luego una palma señala hacia arriba, y se mueve en el aire como si cortara fiambre, amenazando con unas inminentes nalgadas– ¡No te tirés, pensá en tus hijos!
El hombre mira con un gesto de asombro, y es que tal vez no tiene hijos, eso hace que el argumento no le resulte convincente. Tiene una sonrisa bobalicona, es probable que esté medicado, que se haya empastillado para juntar coraje. Esté en pijamas, con medias pero sin zapatos. El pijamas es blanco, y tiene dibujitos, ositos o perritos o chanchitos, es imposible ver el detalle.
–¡Quédese quieto! –el policía se ha quitado la gorra, y su tono es tan imperativo como enérgico– ¡No se mueva, ya llegan los bomberos!
El hombre mira por un instante hacia adentro del departamento, quizás para ver si se está quemando algo. Niega con la cabeza, y sonríe.
Se suelta de una mano, y eso hace que se incline más sobre la avenida. Mira fijo, hacia abajo, está intentando imaginar el impacto.
–¡Ey! –grito–. Si te tirás saltá para adelante, no te dejes caer.
Me mira. He logrado captar su atención. No entiende.
–Que saltés para adelante –digo, y señalo el centro de la avenida–. Porque si saltás para abajo vas a caer arriba de mi auto. Si caés arriba de mi auto, mejor que te mates de verdad, porque si me rompés el espejito, o una óptica, mirá lo que te digo, te termino de matar yo a patadas.
Me mira, con la mano libre se señala el pecho. Hay un curioso cambio en su expresión facial.
–Sí, te estoy hablando a vos, forro –lo señalo, yo también–. Tirate de una vez, pero a la avenida. Así puedo sacar el auto –le señalo ahora, con el mismo dedo, el auto que está justo debajo de su balcón–. Me quiero ir, gil.
–¿Me hablás a mí? –cambia de mano, se agarra de la baranda con la otra mano, pero por un momento estuvo en el aire, de pie sobre la cornisa, sin sujetarse de nada.
–A vos, boludo, a vos. Saltá de una vez, y no me rompas el auto. Si me rompés el auto, te mato yo, te lo aviso.
–Ahí bajo.
–¿Qué? –Estoy sorprendido, pero la gente está más sorprendida. El hombre me señala con un dedo.
–Que ahí bajo, te digo.
–¡Pero qué vas a bajar vos, querido! Si bajás te arranco los premolares a patadas. ¿Quién te compró ese pijamita? ¿Tu mamá?
–Ahora vas a ver –está pasando una pierna otra vez por encima de la baranda, entrando al balcón.
–¡Bajá, repelotudo, dale! –escupo, le señalo el punto exacto, la baldosa de la vereda donde lo estoy esperando– ¡Te voy a dar tantas patadas en el culo que me van a tener que ayudar a sacarte el zapato del orto, puto!
–¡Te mato! –grita y desaparece dentro del departamento.
Y baja, nomás. Lo están esperando en la puerta dos policías, y los bomberos. Lo esposan, lo obligan a meterse dentro de un coche patrulla. El sujeto escupe, insulta, tiene una especie de baba que le queda colgando en la barbilla, como si fuera espuma de afeitar.
Alguien me palmea, alguien me felicita. Me preguntan si yo también trabajo para la policía, de incógnito, si soy una especie de negociador, de agente secreto. La gente ha visto demasiadas películas.
Para decir la verdad lo mío fue intuitivo. La gente está tan frustrada, tan cagada a palos, han fracasado tanto, que jamás desperdiciarían la oportunidad de discutir, de pelear, sin importar el tema, de buscar una revancha. Cualquier cosita te matás después, para matarse hay tiempo.