31.3.10

Maestros de yoga

Los maestros de yoga sostienen, más o menos, que todo lo que hay que saber está dentro de uno, de uno mismo. Lo de afuera, lo externo, es ilusión (maya). Paz, armonía, lo que todo ser humano busca, o mejor dicho, desea encontrar, porque buscar es una intención y toda intención hace ruido, es entender que no somos ni cuerpo ni mente, sino almas conscientes. Pero no se puede desear, ni siquiera desear, sólo dejar que suceda. Debe entonces uno sentarse, quedarse quieto, la meditación es justamente eso, no debe ser confundida con la concentración. La meditación es detener el cuerpo, primero, la mente, después, y de esa forma, sin hacer, sin pensar, y sin sentir, alcanzar la iluminación, fundirse con el todo, descubrirse testigo, sin cuerpo, sin mente, el verdadero ser, iluminado e inmortal, en una deliciosa paz, bendito para siempre.
Y yo he tratado, juro que he tratado. Pero cada vez que me he vuelto hacia adentro, cada vez que he logrado replegarme en mí, sólo he encontrado una considerable cantidad de grasa, odio, un tremendo odio que me viene de muy lejos, desde siempre, una formidable necesidad de tomar whisky, cualquier whisky que no sea nacional, y unos extravagantes deseos de coger, de coger mucho, con gordas, con viejas, con rengas, con un pato de madera, con lo que sea.
Quizás convendría conversarlo con algunos de los maestros de yoga, consultar si es posible que yo también me ilumine, o si saben de alguna rotisería por el barrio donde las pastas no lleguen siempre frías ni las milanesas sean puro aceite, o si tienen alguna mina para presentarme, una mina que le guste coger sin demasiadas vueltas, no sé, yo soy así, no se me ocurre nada más.

27.3.10

Calesita (sin sortija)

Es triste cuando llega esa parte. Cuando la mujer descubre que vos no sos el adecuado engranaje para que ella continúe con su plan personal, entonces el dique de exquisitas mentiras se desmorona y la avalancha de frustración no tiene más remedio que pasarnos por encima.
Ella destroza con particular énfasis, contra cualquier piso, cada minúsculo fragmento de felicidad que pueda haber existido, hasta que sólo quedan vidrios rotos y rojizos salpicones de lo que quizás haya sido, alguna vez, el frasco de mermelada del amor.
Las cicatrices serán ocultadas bajo ficticios entusiasmos recién comprados, para poder seguir. Para volver a intentarlo.
Hasta que llega esa parte.

23.3.10

En la cara

Después de los treinta años, el rostro de una persona le pertenece, de la misma forma que le pertenece la mochila de su pasado. Esa arruga, ese rictus, esa manera de sonreír, son la naturaleza más intrínseca del sujeto, su inmanencia. Ahí está su angustia y su bronca y esa vez que fue feliz. Su rostro es el mapa que revela su búsqueda, lo que quiso ser, su afán, sus anhelos. El rostro nos muestra la historia de su vida, su lucha, su íntima épica, personal, intransferible.
Lo que te quiero decir es que tenés una cara de boludo tremenda, disculpame.

19.3.10

Peligroso criminal

Voy caminando por la calle, no tengo apuro. Voy al trabajo, a una oficina, en el centro. Nada mágico va a suceder, y eso, al principio, te pone un poco triste. Después, a los dos o tres años, brota un extraño sopor. Como un matrimonio que se sabe incapaz de sorprender, ni al otro ni a sí mismo. Hay cosas peores, así me han dicho. Se puede ver en cualquier película, para eso está el cine.
Oigo un par de frenazos, seguidos de sirenas. O al revés. Son dos patrullas de policía. Uno de los autos, en una arriesgada maniobra, sube a la vereda y cruza el vehículo. Delante mío.
–¡Ahí está! ¡Ahí está! –Bajan tres uniformados del automóvil que se cruzó, otros dos del auto que quedó en la calle, interrumpiendo el tránsito, esos van de civil. Hay escopetas en alto, revólveres, uno de los policías arroja sus gafas de sol, rayban de burda imitación con vidrios de un triste y acuoso verde, sobre la vereda. Se oyen, a lo lejos, bocinazos.
–¡Dale! –grita otro hombre, bastante excedido de peso.
Yo miro tratando de comprender la escena, a quién persiguen. Y es entonces cuando soy derribado por un perfecto tackle, desde atrás. Caigo sobre la vereda, se me vuela el libro que llevaba en una mano, mi cabeza golpea contra el neumático delantero izquierdo de un vehículo estacionado. Estoy confundido.
–¡Manos sobre la cabeza, policía! –Escucho el grito, pero otro policía está encima mío, yo estoy boca abajo, y me están esposando las manos detrás de la cintura. A pesar del susto, sé que no se puede tener las manos sobre la cabeza y detrás de la cintura al mismo tiempo. Debo estar en doscientas pulsaciones por minuto.
–¡No te muevas porque te mato! –grita otro, que evidentemente ha visto pocas series de televisión, ha olvidado leerme mis derechos.
–¡Lo tenemos! –Alguien habla por la radio de uno de los autos. Me han quitado la billetera, sacan mi documento–. El sujeto se llama Hundred, Juan Hundred.
Recibo una tremenda patada de costado, en un hombro. Sé que ese hombro me va a doler.
–Te agarramos, basura.
–¿Qué? –A lo lejos, oigo la voz del gordo que habla por el transmisor–. Pero qué Juramento, si dijeron Sarmiento. ¡Hablá bien, boludo!
Hay una discusión entre tres policías, dos de uniforme, uno de civil. Hablan más bajo. Se oyen insultos. Siento que me quitan las esposas. Alguien me ayuda a incorporarme. Me sale sangre de la boca, creo que al caer se me partió un diente.
–Perdón, señor Hundred –el policía mira el piso, a mis pies, avergonzado. Me devuelve la billetera–. Nos equivocamos.
–Podemos llevarlo a un hospital –dice otro, que se oculta un poco detrás de la espalda del primero–, para que le vean ese corte.
Descubro que tengo un corte sobre una ceja, también.
–Nos equivocamos –el hombre de los falsos rayban, se los ha vuelto a poner, ha guardado su revólver en la cintura, me mira–. Si usted quiere presentar una queja, lo entendemos. Estamos buscando a un peligroso criminal, y nos pasaron mal el dato de la calle.
–No pasa nada, no se preocupen –recupero mi libro, doy un par de pasos para ver si me funcionan las piernas, asiento varias veces como un imbécil, palpo con la lengua el borde del diente al que le falta un pedazo, creo que me pishé–. En cualquier disciplina es igual. Uno va al médico y el tipo hace lo mismo, va probando.

15.3.10

Lo importante es la salud

Para el experimento sólo es necesario tener un par de contactos en el mundo de la medicina. Suena pomposo, no sirve, sólo es preciso conocer algún médico. O mejor aún, tener algo de dinero, para que el experimento fluya. El dinero hace que no sea necesario ser amigo de ningún médico. Uno le paga, al médico, y la cosa funcionará más o menos igual. Como a una prostituta podría cuestionársele tal vez que coge sin alma, pero con indubitable pericia, por interés. En fin, me estoy yendo del tema.
Yo estaba saliendo con M., que trabajaba de enfermera, y hacía guardias en ambulancia los fines de semana, así que todo estaba servido en bandeja. Estaba el equipamiento y la ambulancia. Faltaba algo de dinero, mi dinero. Invité a M. y al conductor de la ambulancia, y al médico que hacía la guardia con M., a cenar, regalé un par de vinos, dije que era un trabajo para la facultad, que me faltaba mi tesis para recibirme de sociólogo o de antropólogo, mitad y mitad, de boboncho centauro, que estaba investigando los efectos de la vida en las grandes urbes, su impacto en la salud de los humanos. Hice chistes, convidé más vino, dijeron que no había problema. Eran dos horas como mucho. Me ofrecí a pagarles, como si yo fuera un paciente que les solicitaba una consulta particular, que me cobraran cada uno de ellos, el médico, M., el conductor de la ambulancia. Me dijeron que no era necesario, sólo hacía falta el material descartable. Regalé más vino, y chocolates que me habían traído del sur, esos chocolates que vienen rellenos de arándanos, de frutos del bosque, y que siempre me parecieron una mierda. Para mí el chocolate tiene que ser puro, sin rellenos ni giladas.
La idea era que el sábado, cuando ellos trabajaban con la ambulancia, a eso de las tres de la mañana, debíamos ir a algún parque, alguna plaza, cualquiera, de barrio. Había que encontrar tres o cinco mendigos, vagabundos, borrachos perdidos, durmiendo, entre diarios y cartones. Eso era de lo más fácil, esto es Argentina. Y con algún pretexto, diciéndoles que había una denuncia y que si no colaboraban irían detenidos, o dándoles dinero, o más vino, hacerles un análisis. Sacarles sangre, un pinchazo. Y orina también, de ser posible. Hacerlos pishar en el frasquito. Todo duraba cinco minutos, nada más.
La verdad es que fue mucho más sencillo de lo que yo esperaba. Uno se puso a gritar hasta que le ofrecí cincuenta pesos, otro pidió vino, pero no del que le ofrecíamos, sino uno más barato, un vino que viene en cajita. Hubo uno, en el Parque Chacabuco, que pidió que M. lo observara mientras pishaba, sólo eso.
Al día siguiente, a la mañana, en las mismas plazas, conseguimos cinco muestras de sangre y orina de gente que estaba haciendo deporte, gente que corría, que se colgaba de una rama, gente que andaba en bicicleta o practicaba gimnasia en alguna de sus variantes. Les dijimos que se podían ganar dos pasajes para correr una media maratón en las islas Maldivas, más un par de zapatillas, que iban a salir en una propaganda de un nuevo suplemento vitamínico, alguna boludez así.
Y listo. Fin. A la semana M. trajo los resultados. Los borrachos, los vagabundos, los que dormían en la calle bajo la lluvia o con frío, los que tomaban todo el vino que pudieran pagar o robar y se alimentaban de sobras que obtenían de la basura, los que eran capaces de tomar nafta y comerse una rata con papas crudas y fumar cigarrillos de caca de pekinés y papel de alfajor, exhibían mejores registros en los análisis que los deportistas, que eran tipos educados, con ingresos, que consumían yogures con calcio y cromo y quesos desquesados y no bebían gaseosas y tomaban cuatro litros de agua saborizada por día y comían ensaladas de rúcula y parmesano y hacían deporte como mínimo tres veces por semana.
El ‘grupo 1’, de los apestados, tenía mejores valores de colesterol, triglicéridos, glucosa, ácido úrico, y todo lo demás, que el ‘grupo 2’, de los sanitos.
El experimento, como casi todas las cosas que se me suelen ocurrir, es de escasa o nula utilidad, no se sabe muy bien para qué sirve, qué significa, cuáles son sus implicancias.
Pero te molesta, y eso a mí me basta.

10.3.10

A la India

Ella me dijo que tenía un plan. Iba a trabajar, un año, de cualquier cosa. Para poder pagarse los pasajes. Quería ir a ver a Sai Baba, a la India. No había nada más, había descubierto que la vida no tenía sentido. Necesitaba encontrarse espiritualmente, así fue como me lo dijo.
La cité a la mañana siguiente, en un bar de mi barrio. Son esos bares donde cada una de las cosas por separado está mal, pero el conjunto da un resultado agradable. Más o menos como yo, llamémoslo ‘gestalt’, si es preciso llamarlo de alguna forma.
Le pedí un café con leche con tostadas, queso y mermelada.
–Ya está –le dije–. Acá tenés tu búsqueda espiritual. Esto es todo, es el principio y el final del camino. Si no podés ser feliz con esto, aunque des la vuelta al mundo no te va a alcanzar. Todo lo que tenés para descubrir sobre vos misma te tiene que suceder en un momento así, en una situación como esta.
Ella asintió, pero sin convicción. Dudó un poco, no estaba preparada para recibir semejante pieza informativa. Era muy jovencita, necesitaba que le sucediera algo importante, un tornado que la arrojara bien lejos de la playa de su insípida existencia.
–Pero –dijo–, Sai Baba hace aparecer una cadenita. Lo vi en la tele, en un documental.
–Mirá, linda. Si querés que aparezca la cadenita, podrías tirarme un poquito de la goma. Estimo que te resultará una experiencia infinitamente menos agobiante y desde ya más formativa que viajar a la India. Manejalo vos, está todo pago, cualquier cosa me llamás.

5.3.10

Ouiea

Sortearon el viaje, en el laburo, entre los empleados que tuviéramos más de cinco años en la oficina. No va que sacan un papelito de una bolsa, habían puesto papelitos con las iniciales de cada uno, y Clarisa, porque la secretaria del subgerente regional se llama Clarisa y es la encargada de los cumpleaños, las cenas de fin de año, los sorteos, va y saca un papelito que dice ‘JH’.
Así que un par de los muchachos se ríen, me felicitan, me palmean. Clarisa se me acerca y me dice ‘por lo menos me tenés que traer un perfume’. Y yo me sonreí porque me la estoy cogiendo, a Clarisa, desde hace un tiempo, aunque es muy probable que Clarisa nos esté cogiendo a todos, que yo forme parte de un equipo más amplio. Es apenas bizca, renguea, debe pesar unos setenta kilos, más o menos. Pero tiene buena predisposición, Clarisa, y para mí la predisposición es una gran cosa. Coge con entusiasmo, Clarisa, tiene fervor, coge bien, yo tampoco soy Pierce Brosnan, no sé.
El viaje, el viaje que me gané, es a Estados Unidos. A la convención anual de los vendedores de pendorchos, da lo mismo, una convención que no le interesa a nadie. Pero son cuatro noches, en Washington, te mandan a un buen hotel, tenés viáticos. Dicen que Washington es una ciudad interesante, yo qué sé.
Me olvidé de decir que no sé inglés, pero a quién le importa. Para qué carajo necesita uno saber inglés, si ahora dicen que el mundo va a ser de los chinos, que hay que estudiar chino. Además, no tengo que hablar con nadie. Te dan una credencial y tenés acceso a la convención, boludeás un rato, vas al zoológico que me dijeron queda cerca del hotel, te comprás un par de remeras con animalitos estampados.
Lo que sí tengo sobre el lomo es mucha pornografía, veo pelis pornográficas desde siempre, desde la adolescencia, y entiendo casi todo lo que dicen. Una habilidad, supongo que es, un instinto, una herramienta que te debiera ayudar, quién sabe, a desenvolverte en algún momento de la vida, el conocimiento suele permanecer en lo profundo y tarde o temprano emerge, nos muestra su utilidad, siempre es así.
Entonces viajé a Washington, a esa convención, le dije a Clarisa que le iba a traer un perfume de Kenzo, de Miyake, de Hiroito, a mí qué carajo me importa, lo que yo necesito es seguir cogiendo. La función hace al órgano.
Ni bien me bajé en Washington, después de ocho o diez horas de vuelo, unos tipos de uniforme me pidieron revisar la valija.
–¡I’m coming, I’m coming! –Les dije. La traducción, estaba muy clarito, era: muchachos, llegué finalmente a este país de forros, no saben lo contento que estoy de pisar la tierra de deportes tan absurdos como el béisbol o el fútbol americano.
Me subí a un taxi, todos los taxistas son hindúes o paquistaníes, mucho desarrollo, mucho progreso, pero nadie quiere hacer una poronga, como en cualquier parte.
–¡Take it, baby, take it up the ass, so sweet! –Le dije al morocho. La traducción, límpida, era: doblá, doblá por acá, y llevame al hotel, cara de aceituna, que me quiero pegar un duchazo porque tengo las bolas sulfatadas.
Me dejó a tres cuadras del hotel, casi se lleva el bolso el muy turro. Se ve que es como en Buenos Aires, los tipos deben laburar jornadas de doce horas y quedan cargados con un odio importante.
Entré al hotel y fui derecho a la recepción.
–¡I’m gonna fuck you hard, cocksucker! –Le dije a una de las pibas del mostrador, con mi mejor sonrisa. La traducción, prácticamente cristalina, era: decime dónde puedo desayunar, aunque sea un café fuerte y un tostado, pero por poca plata.
La verdad es que todo el mundo en Estados Unidos anda con cara de culo, o quizás sólo sea en Washington. Te dan poca bola cuando les preguntás algo, cero onda. Fui a la convención, no pasaba nada, saqué un par de fotos en el zoológico, un panda desteñido, un tigre que apoliyaba. A los cuatro días me volví. Conseguí una promo de un perfume que venía con un jaboncito y una crema, Clarisa estaba fascinada.