30.10.13

Si estás triste


         No vayas a la India, no, no hace falta.
         Si llegás a tomar un vaso de agua de la canilla, en la India, te vas a cagar encima una semana.
         No te cojas a tu prima. De ninguna manera, aunque esté divorciada.
         Si te cogés a tu prima te vas a arrepentir, y ella se va a arrepentir. Y se van a tener que seguir viendo en Navidad, en los cumpleaños de los hijos. Se van a sentir siempre basuras sin alma.
         No te hagas socio de un gimnasio. En los gimnasios la gente está más triste que vos, en los gimnasios la gente se quiere matar, mientras transpiran. Correr en cinta es estar muerto, es peor que estar muerto, es estar muerto y seguir transpirando. Ball and chain, el hámster en la ruedita.
         No te pongas tetas, si sos una chica, no te pongas pelo, si sos un muchacho. Y no te pongas tetas, si sos un muchacho, ni te pongas pelo si sos una chica, eso sería todavía peor.
         No hagas cursos de fotografía, no hagas cursos de pintura. No vayas a talleres literarios, no estudies teatro. Jamás tuviste nada para decir, la más mínima vocación artística. De chiquito, en el colegio, odiabas a la profesora de piano.
         No compres un perro, no compres un gato.
         No planees vacaciones donde tenés pensado ser otro, si vas a esquiar te romperás una rótula, ya sé que en el Caribe el mar es turquesa, pero te está esperando un aguaviva que te va a dejar los huevos como dos damascos.
         Si estás triste sentate en un bar, a la mañana, bien temprano. Pedí un café con leche y mirá por la ventana. Ahí estás vos, eso es la vida. Lo demás lo vamos viendo.

24.10.13

Das geld


         El taxista se llama Miguel y le pasó lo siguiente.
         El taxista, Miguel, tiene sesenta y dos años, es canoso, alguna vez tuvo rulitos, maneja un taxi desde hace mucho, desde hace veintisiete años.
         A pesar de pasarse sentado todo el día, unas doce horas por día, no está gordo. Tiene la panza floja, eso sí, porque dejó de jugar a la pelota cuando se jodió una rodilla, los ligamentos cruzados. Pero es de esas personas, Miguel, que en lugar de derramarse con el paso de los años, de explotar, no, ha ido implosionando.
         Víctima del cigarrillo, casi dos atados al día, y de los nervios. Además, la gastritis, una gastritis que no se fue con nada y que lo va quemando, como si alguien se encargara de mantener encendido un fueguito a la altura de la boca de su estómago. Desayuna leche con avena y miel, en un plato, (y canela, porque se lo sugirió una vez un pasajero cubano) y después trata de no comer nada, hasta la noche, un par de caramelos de eucalipto. Lo que come lo mata.
         Está cansado, Miguel, siempre laburando en esta ciudad de locos enfermos, de bestias sin alma, siempre tratando de juntar un mango. La vida es manejar doce horas por día, hasta que cae rendido en la cama y entonces sueña que maneja, que esquiva colectivos por un pelo, que lo cagan a puteadas.
         Encima cambió todo. La ciudad se vino brava, la inmigración, vino lo peor, la mugre latinoamericana, todo el mundo hablando por celular con vaya uno a saber quién, con otro loco que habla desde algún otro lado sin que se entienda ni siquiera el idioma. Mensajitos, todos mandando mensajitos, sacando fotos. Qué carajo les pasa.
         La inseguridad, te afana cualquiera. Lo afanaron tres veces, a Miguel, en los últimos seis meses. Una vez una parejita, el tipo de traje, la mujer con un bebito. Cambió todo, Buenos Aires es Camboya y es Saigón y es el Congo, también. La última vez lo afanaron en Constitución, tres pibitos que no debían tener más de trece años.
         Lo paran, a Miguel, dos muchachos. Sabe que no tiene que parar, pero ya paró, es un reflejo. Son casi las siete y media de la mañana, en el Abasto.
         –A Rivadavia y Pedernera –dice uno y se pone una gorrita, una gorrita con visera que tenía en la mano. Se pone lentes negros, también, deja la mochila en el piso, entre los pies.
         Ya está, perdió Miguel.
         –Acelerá un poco, amigo –dice el otro, y ambos se ríen–. Es corta la bocha, alto apuro tenemos.
         Listo. Maneja, Miguel, entre triste y resignado. Van para Flores, los chicos, hablan un dialecto casi incomprensible. Uno habla por el celular, con alguien. ‘No se vayan, pintó bondi’, dice, se ríe fuerte.
         Faltan tres cuadras, después faltan dos cuadras. Después falta una cuadra.
         –Siga de largo, amiguito –dice el de lentes y gorrita, le ha tocado un hombro–. Dos más, no tres más, y doble. En el pasaje.
         Miguel obedece. Piensa en su hija que tiene veintinueve años y está embarazada de un imbécil. Piensa en su mujer, le encontraron un bultito en el pecho. Quimioterapia. Piensa que la desgracia es un perro que muerde, que traba las mandíbulas y no te suelta más.
         –Acá está bien, capo –dice el otro. Poca gente. si pasara un policía gritaría, Miguel, si no le dolieran todos los huesos se hubiera tirado con el automóvil en movimiento ahí, al pasar por Plaza Flores. Que sea lo que Dios quiera.
         Frena, Miguel. Decide que lo mejor es apagar el auto. A veces cuando te roban se llevan el auto y lo dejan a quince o veinte cuadras, a veces te hacen bajar del auto, pero no se lo llevan.
         –Dame la plata –escucha Miguel.
         No dice nada, sabe que lo mejor es no discutir, para que no se enojen. Con la mano derecha saca la billetera escondida en el bolsillo de la puerta izquierda, con dos dedos. La pasa hacia atrás, sin darse vuelta. No quiere llorar, pero está cerrando los ojos, encogiendo los hombros, esperando sentir la punta del cuchillo contra su cuello, o el rústico culatazo. ‘No me maten’, quiere decir Miguel, ‘por favor no me maten’. Pero no le salen las palabras, y se queda así, la mano derecha al costado de su cabeza que apunta al frente, pasando la billetera hacia atrás, esperando el golpe. Los ojos cerrados, esperando.
         –Eh, oiga –dice el de gorrita, que le está tocando el hombro otra vez, se ha quitado los lentes–. Le pedí la plata a él –señala a su amigo–, para pagarle. Señor, qué le pasa.

18.10.13

Esas cosas que pasan


        Escuché gritos, escuché ruidos, un portazo. La alarma del ascensor, también. Casi inmediatamente otro grito, un ‘Ahhh’ de una mujer joven quedó por un momento suspendido en el aire inundándolo todo, y se fue apagando.
         Nada del otro mundo, lo normal. Vivo en un barrio que se fue a la mierda. Mejor dicho, el país se fue a la mierda, el barrio cayó a una velocidad aún mayor. Para los amantes de las matemáticas, derivada segunda. Vivo en un contrafrente abierto, cada tanto se escucha un tiro, la alarma de un automóvil, el grito de una mujer que bien puede estar siendo apuñalada o cogida, con o sin su consentimiento.
         Pero no, esta vez no, todos los ruidos venían del propio edificio. Gente corriendo por las escaleras, alguien gritando ‘¡Dale! ¡Cuidado! ¡Dejá, boludo, dejá!’. Alguien dijo ‘no puedo respirar’. Alguien tropezó y cayó, otro portazo. Toses, ruido de vidrios rotos. Alguien, un chico, gritó ‘¡mamá, mamá!’.
         Miré la hora en el reloj de la cocina, doce y veintisiete, de la noche, claro.
         Golpearon mi puerta de mala manera. Tres golpes, cuatro.
         –¡Hay que salir! ¡Hay que salir! –La voz del portero. Una de las personas más imbéciles que yo haya visto en mi vida, y había visto varias.
         –¿Qué pasa? –Miré por la mirilla, valga la redundancia (la redundancia algo tiene que valer). Estaba el portero, despeinado, en camiseta y pantalón de pijamas– ¿Qué carajo pasa?
         –¡Se quema el edificio! –Gritó, el portero. Alguien que bajaba por las escaleras lo empujó a la pasada– ¡Se quema!
         Abrí la puerta. Estaba en shorts, terminé mi whisky de un trago.
         –Hola –dije.
         –¡Hay que bajar a la calle, ya llegan los bomberos! –el portero tenía un derrame en un ojo, y un rasguño cruzándole en diagonal el rostro, quizás se había golpeado mientras bajaba a las apuradas. Había humo, un espeso humo flotando por todas partes. Había olor a quemado. El portero iba descalzo– ¡Fuego!
         –Bueno, gracias –dije. Cerré la puerta. Estaba terminando de escribir un poema que hablaba, cuándo no, del Nesquik que me hubiera gustado tomar cuando era chico, de una mujer que me había abandonado, de esas cosas que pasan.
         Me serví más whisky, me senté, agarré la birome. A mí la realidad había dejado de interesarme hacía un rato largo.

12.10.13

La mermelada del amor


         Cuando conocí a Gisela era una linda morocha. Flaca, huesuda, atlética, a punto de cumplir los treinta años. Divertida, era entretenido quedarme hasta bien tarde mirando la televisión con ella. Cualquier programa, una película o un documental de la National Geographic donde los cocodrilos acechaban en un río asomando apenas los ojitos, muy quietos, esperando para comerse a las cebras. Quedarse mirando la televisión sin que ella hiciera ninguna de las clásicas preguntas pelotudas. Fumaba un cigarrillo, hacía al pasar un comentario.
         Le gustaba coger, además. Cogía con entusiasmo, con interés. Chupaba la pija con más vocación que técnica, se arrodillaba sobre el parquet y se metía mi pito en la boca y no le molestaba que le acabara en la cara o en el pelo. Y sí, si la ponía en cuatro patas le parecía bien, y si la cogía de parado, contra una puerta, le parecía bien también.
         Estudiaba algo, daba clases de algo, estaba de buen humor, tenía una fantástica risa. La recuerdo bien. Cocinaba a veces, milanesas con puré.  Le gustaba la lluvia y el helado de limón.
         Al poco tiempo de irnos a vivir juntos cambió todo. Empezó a engordar, comía pan con dulce de leche en el desayuno. Y manteca, también. Le saltó un problema de tiroides, eso me dijo, algo que la ponía irritable. Se puso reiterativa, contaba las dos o tres pelotudeces que le habían pasado en la adolescencia, que en un viaje a Buzios había cogido con un negro. Se vino quejosa. Se quejaba, de todo. Del precio de la mermelada de duraznos La Campagnola, del ruido que hacían los colectivos al frenar, de las amigas que la seguían llamando o que la dejaban de llamar, del resultado de los concursos televisivos donde los participantes cantaban o bailaban, del olor de mis axilas. Coger dejó de interesarle, le resultaba un fastidio hasta quitarse el corpiño, lanzaba un bufido, cogíamos los viernes a la noche para no tener que hacer de cenar, o los domingos a la mañana, algo rapidito, como prender el calefón y abrir la ducha para verificar que más o menos el agua se calienta, que sigue funcionando. Algo mecánico, un procedimiento, como retirar dinero de un cajero automático. Algo que, de tanto en tanto, había que hacer.
        
         Lo que sucede, mucho me temo, es que las mujeres insisten en mostrarte la mejor versión de ellas mismas al conocerte. Algo que por definición, por su intrínseca naturaleza, sólo puede ir hacia abajo. En lo personal, las mujeres que han estado conmigo terminan sintiendo por mi persona un profundo desprecio. Pero mis atributos y capacidades, o mejor dicho la falta de, estaban allí desde el comienzo. Cantidad de veces me han dicho que me odiaban, pero ninguna, que yo recuerde, me dijo que la defraudé.

6.10.13

Chan, chararán


         Empieza el acto.
         Estoy de pie sobre el escenario, frente al público. Hay mucha gente, el teatro está lleno.
         Voy vestido de frac, con moño y todo. Me he quitado la galera, haciendo una clásica y estudiada reverencia, para saludar. He dejado la galera, dada vuelta, sobre una pequeña mesa que hay a mi lado.
         No hay muchas cosas más, aparte de mi persona, sobre el escenario. A un costado, algo apartada, una gastada valija de la cual se supone que iré sacando los instrumentos que vaya precisando para realizar mi acto. Al lado de la valija hay una jaula, con cuatro, no, cinco algo amontonados conejos.
         Empieza el acto. Golpeo con la varita, la varita mágica, sobre la pequeña mesa donde está la galera apoyada. Dos golpecitos contra la metálica superficie, para captar la atención del público. Se hace un silencio, respetuoso y expectante a la vez.
         Dejo la varita. Camino hacia la izquierda unos pasos, hasta la jaula.
         Vuelvo al centro del escenario, con un conejo. Las luces me siguen.
         Meto al conejo en la galera.
         –Chan –digo–, chararán.
         Saco al conejo de la galera. Con una mano. Lo sostengo de las orejas, de frente al público, en el aire. El conejo es blanco, gordito, con el hocico rosado. Hace ese movimiento, con el hocico, tan particular, tan característico.
         Levanto de la mesa, con la otra mano, un cuchillo. Es un cuchillo Victorinox  (modelo fibrox safety nose 18 cm), mango negro, la hoja de puro acero inoxidable. Con un diestro movimiento, degüello al conejo de lado a lado. Se escucha un chillido muy agudo, como si entraran en contacto un vidrio y una superficie metálica. Salpica la sangre. Suelto el cuchillo, lo dejo caer al piso. Termino de separar, la cabeza del conejo del resto del cuerpo, utilizando ambas manos. Arrojo la cabeza del conejo al público, como si efectuara el saque de un arquero de fútbol (de gancho, podríamos decir), y me dedico a revolver el interior del cuerpo del conejo. Meto una mano como si se tratara de una alcancía, saco el corazón que todavía palpita, las vísceras, mastico un pedazo de algo, parece el hígado, me enchastro la cara.
         La gente aplaude. Hay gritos de sorpresa, de entusiasmo. Algunos se ponen de pie y sacan fotos con sus teléfonos celulares.
         Voy hacia atrás, casi hasta el cortinado de color borravino, un asistente me alcanza una toalla algo desteñida. Me limpio un poco el sudado rostro, la sangre de las manos.
         Vuelvo al frente. Doy otros dos golpes con la varita mágica contra la mesa. Se apagan los murmullos, la gente se acomoda en sus lugares.
         Camino hacia la jaula. Vuelvo, con un conejo, al centro del escenario. Meto al conejo en la galera.
         –Seguimos –digo–. Chan, chararán.
         Saco al conejo de la galera. Lo sostengo, con una mano, de las orejas. El conejo es blanco, muy blanco, quizás un poco más pequeño que el anterior. Se lo ve inquieto, le molestan las luces. Cuelgan sus patas traseras de simpática manera, como si el conejo intentara rebotar en el aire.
         Con la otra mano, y con precisión, me suelto el cinto, desabrocho un botón, bajo el cierre. Caen mis pantalones, al piso, y quedan enroscados en mis tobillos. Me bajo los calzoncillos, también. Ahora se pone difícil, porque tomo un preservativo de la mesa, muerdo el envoltorio, rompo, escupo. Pero, si bien he logrado una decente erección quién sabe cómo, a la velocidad del rayo, bueno. Se me complica, ponerme el preservativo, con una mano. Me cuesta.
         Así que dejo un momento, sólo por un momento, al conejo dentro de la galera otra vez, para que no se mueva, para que no escape. Me pongo el preservativo, ahora sí, usando ambas manos, y vuelvo a tomar al conejo.
         Tomo al conejo, con ambas manos, me coloco detrás, detrás del conejo, como si estuviera tomando al conejo por la cintura, y empujo. Con la poronga. No importa, no importa si el conejo es pequeño, si es conejo o coneja, si la operación resulta antropomórficamente inadmisible. Intento sodomizar al conejo, que lucha por escapar, mueve las patitas en el aire.
         No se puede, encuentro una abertura, un esbozo de orificio, apoyo la poronga, empujo, insisto. Lubrico al conejo, como si condimentara una ensalada, en su totalidad, con una lata de WD-40 que he traído para la ocasión.
         Nada, no consigo atravesar la materia, penetrarlo, aunque debo estar lastimando al conejo, de algún modo, porque el conejo tuerce la cabeza hacia atrás, muestra los dientes. Chilla.
         Finalmente opto por frotarme, me saco el preservativo de un tirón, y me froto con el conejo, contra el lomo del conejo que es peludo, suave. La sensación no es lo que podríamos denominar ‘the real thing’, pero aún así es satisfactoria. Cierro los ojos, me concentro.
         –¡Ahh, ahhh! Ahí va –y eyaculo, eyaculo sobre el conejo. Suelto el conejo recién eyaculado, que cae al piso, le doy una furibunda patada y el conejo vuela hacia el público.
         –¡Bravo! –grita alguien. Se escuchan aplausos– ¡Grande, master! –hay festivos chiflidos.
         Me subo los calzoncillos, me subo los pantalones, me acomodo un poco la camisa dentro del pantalón.
         Voy hacia la jaula. Vuelvo, con otro conejo, un tercer conejo, al centro del escenario. Meto el conejo en la galera.
         –Uno más –digo–. Chan, chararán.
         Saco al conejo de la galera. Lo sostengo de las orejas, de frente al público, en el aire. El conejo es blanco, tiene los bigotes muy largos.
         Saco una zanahoria, una zanahoria pequeña. Apoyo al conejo sobre la mesa, y acerco la zanahoria al hocico del conejo. La zanahoria es de un naranja brillante bajo los focos. Llevándome un índice a los labios, pido silencio. El conejo huele, y comienza a comer. Echa las orejas hacia atrás, y come, todo su cuerpo se relaja. El conejo está en su mundo.
         Lo acaricio, paso una mano por su lomo.
         Entonces, tarareo una dulce canción, mientras el conejo come. Lo sigo acariciando. La canción que tarareo, muy bajito, es ‘you are the sunshine of my life’.
         Se oyen un par de silbidos. La gente comienza a abuchearme.
         –¡Que se vaya! –grita alguien– ¡Que se vaya!
         –¡No sabés hacer nada, boludo! –Me grita una mujer de la tercera fila.
         –¡Boludo, pelotudoooo!
         –¡Devuelvan la plata!
         Me tiran objetos. Un zapato, una lata de gaseosa, un teléfono celular que pasa a pocos centímetros de mi cabeza.
         Tiene que intervenir personal de seguridad, algunas personas quieren subir al escenario, a golpearme. Corro hacia atrás, desaparezco detrás del cortinado, busco refugio.
         Sucede que a la gente le gusta ver cosas que serían capaces de realizar. Sentirse, de algún recóndito y particular modo, identificados. Pero la verdadera magia, cuando ven que podrían hacer algo distinto a lo que hacen, ser distintos de lo que son, bueno, ahí les cuesta entender. Ahí se les complica.