29.2.12

Modo lluvia

Cada vez que llovía, Alicia recordaba que había sido feliz con su novio de la adolescencia. Brian. Entre las cosas que hacían, entre la urgencia por desvestirse prácticamente en cualquier parte y el ir al cine sin importar la película y desayunar juntos en un bar de barrio y mirar por la ventana, Alicia recordaba que les encantaba caminar bajo la lluvia. De la mano, o abrazados, mientras la lluvia enjuagaba la ciudad y parecía lograr que brillara de nuevo, ellos pisaban un charco que soltaba música y se olían el mojado cabello y compartían un cigarrillo, sin apuro.
Ahora, cuando llueve, Alicia baja a la calle con su paraguas quizás excesivamente grande, un pastiche de multicolores triángulos como un impostado arco iris personal e intransferible. Camina, apremiada y fastidiosa, hace lo que tiene que hacer, como todo el mundo.
Cuando vuelve a su casa, se da cuenta que está empapada de una tristeza húmeda y fría, una tristeza que parece que no se va a secar nunca. Alicia prepara la cena y piensa que un paraguas no es un novio, y que se acabó el queso rallado, también.

25.2.12

Maquinola

quisiera engominarme el pelo con tu flujo.
quisiera rasparte los cachetes del culo con mi
barba de 2 días.
quisiera sentarte sobre la mesa y poner un plato
de fideos entre tus piernas
esperando la primer gota mensual de tuco espeso.
quisiera ver mi chorro de pis grueso estallando entre
tus tetas
mientras te reís a carcajadas.
quisiera cubrirte con miel y azúcar impalpable y
limpiarte con la lengua, no sé, un día entero.
quisiera colgar sobre mi cama una bombacha tuya
sucia
de varios días
y posar sobre ella mi nariz cada mañana.
quisiera que me apoyaras las tetas sobre mis ojos
bien abiertos.
quisiera que me mordieras tan fuerte que la marca
formara parte de mí mismo.

quisiera mezclar nuestros fluidos, nuestros olores, nuestros cuerpos.
quisiera hacer

todo
ahora
esta noche.

porque imagino lo que viene, en la penumbra.
y tengo miedo.

*así escribía yo, cuando tenía casi veinte años. sepan disculpar.

20.2.12

Cae un rayo

Estamos metidos en el mar. Bah, no, no estamos metidos en el mar, pero estuvimos. Acabamos de salir, y estamos en la orilla, tratando de secarnos. Se puso feo el día. Llueve. Se supone que cuando llueve el mar no está tan frío, pero no sé si es verdad. No hay gran cosa para hacer, más que fumar con las patitas metidas en el mar. Tampoco hay demasiada gente, por suerte. En parte porque estamos en Marzo, en parte por la lluvia. La gente recoge sus cosas y busca reparo. La gente se va.
Pero a nosotros no nos importa la lluvia, ya estamos mojados. Vinimos con Mariano escapando de la ciudad, de la vida de oficina, del subterráneo y la gente que está enojada para siempre y te salpica con su enojo. Mariano tenía que traer a su hermana que venía a quedarse unos días en lo de una amiga que había puesto una rotisería en la costa. Me preguntó si los quería acompañar. Una semana para no hacer nada, para comer a la noche en la única parrilla decente de Mar Azul o Las Gaviotas o como corneta se llame este lugar.
Necesito dormir, hace como diez años que no duermo más de cinco horas por noche. Hace todavía más años que el whisky perdió su poder de cachiporra, de piedrazo para hacerme descansar, pasó a ser como lavarse los dientes, parte de una funcional rutina. Nos vinimos grandes, todos, y no nos salió prácticamente nada de lo que queríamos. Estamos tristes, no queremos que nos rompan mucho las pelotas, aprendimos a conformarnos con lo que hay.
Estamos fumando, mirando a ver si hay algún culo decente aunque estemos fuera de temporada, alguna veterana que todavía quiera sentir una brisa por debajo de la línea del Ecuador. Mariano me dijo que la única condición era que no intentara nada con su hermana, porque sabe que yo soy perfectamente capaz de cogerme un pato de madera, y la hermana de Mariano tiene un leve retardo, algo de nacimiento. Eso iba a hacer que la hermana de Mariano se mostrara mejor predispuesta hacia mi persona, o que tuviera algunas dificultades para resistir mis avances. En cualquier caso, Mariano me dijo que con que nosotros fuéramos amigos desde la secundaria ya era suficiente desgracia para su familia, que por favor dejara a su hermana en paz. Llueve pero no demasiado fuerte, un perro de playa me mira, se queda al lado mío esperando algo que no sé qué es, pero que no es una caricia. Alguien camina con una sombrilla amarilla al hombro, alguien le grita a sus hijos que junten las cosas, alguien busca una ojota como si fuera el objeto más importante del mundo, como si encontrar esa ojota justificara su paso por el planeta tierra, un nene llora y su mamá también tiene ganas de llorar.
Cae un rayo. Es como en las películas, más o menos como en las películas. Como si el cielo fuera papel de alfajor y alguien le hubiera hecho un desgarrón. Siguió el trueno, ensordecedor, el perro se asustó y corrió en dirección a los médanos.
Cayó a mi derecha, a unos veinte o treinta metros, justo miré. Cayó en la cabeza de un gordo con gorrita tipo Piluso, un gordo que esperaba algo, cualquier cosa, de pie, hablando por teléfono celular.
–¡Uy! –Gritó Mariano– ¡Mirá!
Nos acercamos. Miré a ver si alguien gritaba, si algún familiar se acercaba o movía los brazos o se quedaba mudo de espanto, pero no. Ya no quedaba casi nadie en la playa, y los que quedaban no miraban, se iban y nada más. Quizás el gordo había decidido esperar en la playa un rato más, solo, mientras su señora y los chicos se volvían al departamento a merendar.
Cada tanto, a veces, uno descubre la increíble fuerza de la naturaleza. De lo que debió haber sido un hombre de unos noventa kilos no quedaba nada. Había sido achicharrado por completo, por ciento ochenta y tres mil quinientos veinticuatro voltios. Quedaba una especie de rama chamuscada, torcida, del tamaño de un bastón, sobre un charquito como si alguien hubiera volcado un licuado de frutas sobre la arena húmeda. La gorra se había desintegrado por completo, salía un humito, a un par de metros había sobre la arena unos lentes de sol que debieron volar con el impacto de la descarga.
–Desapareció –dijo Mariano, pisando con cuidado por si la arena se hundía–. No quedó nada.
–Es tremendo –dije, tiré la colilla del cigarrillo–. Lo fulminó.
Cuando pasa algo así las palabras dejan de tener su precaria utilidad. No sabía si creer en la suerte o en el destino. Estábamos a veinte metros, nos podía haber caído, el rayo, a nosotros. Tiene que existir un orden superior que justifique estas cosas. Nosotros vemos una pequeña parte del collage del universo desde nuestra efímera subjetividad, pero lo que sucedió debía tener alguna explicación en alguna otra parte. Quizás el hombre tenía una enfermedad terminal y a través del rayo le había sido quitado el sufrimiento, quizás era un torturador o un violador de niños y fue castigado. Quizás todavía quedaban un par de cosas buenas esperándonos en alguna parte, algo para hacer con nuestras vidas, y el rayo nos esquivó, decidió no pegarnos. Estas cosas no tienen explicación, uno no debe buscarles explicación, pero te dejan pensando.
–¿Qué hacemos? –dijo Mariano. Llovía más fuerte, y el cielo se había puesto de un gris muy oscuro, casi negro–. Deberíamos ir a una comisaría, y contar lo que vimos.
–No sé –dije. Moví los tobillos muy despacio, bajo el agua, tanteando con los pies–. Fijate si encontramos la billetera. Un reloj, una pulsera de oro, algo que nos sirva, guita. No sé, algo.

15.2.12

Mi mejor momento de la semana

Me paro en la puerta, en la puerta de la escuela primaria. Mi nena, Catalina, acaba de ingresar al colegio. Está en tercer grado, lleva siempre el cabello peinado con dos colitas, como si la escoltaran dos saltarinas ardillas. Catalina, mi hija, lo único bueno que hice en mi vida, mi sol.
Se queda a dormir conmigo los martes, Cata, y la dejo en el colegio los miércoles a la mañana, después de desayunar juntos en algún bar. Toma una leche chocolatada, Catalina, y le quedan los bigotes manchados por un instante de espuma y me mira, porque sabe que a mí me hace gracia aunque trato de no reírme. Me mira hasta que me río y entonces sí, se limpia.
Después caminamos tres cuadras de la mano, hasta el colegio. Es mi mejor momento de la semana, soy un coloso, soy un Dios, mi hija me da la mano y aprieta bien fuerte y yo siento que nada malo puede pasarnos, ese contacto de su mano justifica mi existencia.
Le doy un beso, me da un abrazo, y entra al colegio, se pierde en la multitud de chicos. Siento una punzada de felicidad en el centro del pecho, y una congoja, unas ganas de llorar que me vienen de cualquier parte, de alguna baldosa de mi vida que pisé mal y me salpicó para siempre.
Siento ganas de fumar, pero no en la puerta del colegio, no ahí. Me quedo con un cigarrillo apagado entre los dedos. La mirada lacrimosa, apoyado contra una pared. Hay que juntar los pedazos y seguir, guardar los sentimientos en un bolsillo del saco y seguir, empujar, patear, tirarse un par de trompadas con la vida.

Bueno, la verdad que no. Todo lo que dije es mentira. No tengo hijos, no llevo a nadie al colegio, nada que ver.
Pero si te parás así, con esa carita, como si lo estuvieras viviendo, en la puerta del colegio, enseguida ves que alguna madre se te queda mirando, o te quiere hablar, te hace una pregunta. Lo más probable es que te la termines cogiendo, prácticamente de una, sin esfuerzo. Son mujeres desesperadas, con muchísima telenovela encima, necesitan que les suceda algo diferente, suelen estar de lo más aburridas.

10.2.12

Quizás lo puedas entender

Es bien sencillo. Hace falta algo de dinero, eso sí, estamos en el occidente capitalista civilizado, ahí no puedo ayudarte.
Vas a comprar algo. A un negocio. Puede ser en un shopping, porque ahí está todo junto, bien concentrado. Vas a un shopping, entonces, perfectamente.
Entrás, por ejemplo, a un local que vende, entre otras cosas, remeras. Bonitas remeras con originales inscripciones. Y sos, ponele, desde la adolescencia, desde siempre, tu talle es L. Pedís un S, entonces, una remera que te guste, pero talle S. Y decís ‘paso a probármela’. Y te vas para el probador, a probarte la remera que te transformará en un matambre.
O vas a una casa de venta de artículos deportivos, y elegís un modelo de zapatillas, para correr. Las más caras. Y sos, ponele, tu talle, tu número de zapatillas es 43. Entonces pedís que te traigan unas zapatillas número 40. Cuando el vendedor las trae, te sentás, y metés medio pie, en la zapatilla, que es absolutamente inadecuada para tu pie. Metés un tercio del pie, porque no entra más, no hay manera que entre más. Te mirás en un espejo y decís ‘sí, son bárbaras, las llevo’.
O vas a la peluquería. Sos casi absolutamente pelado, te vas a la peluquería de un barrio top. Pagás, pedís turno, o al revés. Y cuando te toca a vos, que tenés apenas tres o cuatro marchitos pelos, mustios, como un triste ficus, le decís al peluquero que querés un corte como el de Brad Pitt, o elegís algún actor de moda que posea tremendos atributos capilares, George Clooney, no sé.
Y así podés seguir. Si sos una absurda veterana de gruesos lentes y problemas de cadera, entrás a un local de esos donde venden skates, longboards, y elegís uno que tenga dibujos de calaveras y ametralladoras, o con los colores de la bandera de Jamaica, y pedís que te ayuden a subirte. Si sos una escuálida estudiante de sociología de lánguidas tetitas, vas a Victoria’s Secret y te pedís un corpiño como para una vedette de categóricas tetas de 250 megahertz, te lo apoyás sobre tu torso que se asemeja a una tira de asado y murmurás ‘perfecto’, o ‘genial’. Si sos un seco, si estás en la lona mal, si tenés la camisa con el cuello percudido y a veces te quedás mirando platos de comida del lado de afuera de algún restaurante, entrás a una agencia de Audi, o de BMW, y comentás que te parece que los neumáticos del automóvil en el que te acabás de sentar no son lo suficientemente anchos para doblar a doscientos treinta y siete kilómetros por hora sobre ripio.
Cuando el vendedor o la vendedora de turno haga una mueca o ponga cara de asombro o intente, con una mezcla de suficiencia, fastidio, y falsa cortesía, emitir algún comentario sobre la demasiado evidente incompatibilidad entre el producto que estás eligiendo y tu persona. Lo mirás. La mirás y le decís:
–Mirá, vos de seguro querías ser otra cosa, hacer algo distinto con tu vida, y estás acá. El producto, lo que estoy comprando, no es para mí. Es para el que me gustaría ser.

5.2.12

Otros mundos

Choco a un auto. Voy manejando un auto, mi auto, y choco a otro auto, un auto que se desplazaba, justamente, delante del mío. Iban por la avenida Honorio Pueyrredón, mi auto, el otro auto, y un montón más de autos. La ciudad es un quilombo, primero vendieron los autos, y luego se dieron cuenta que las calles son las mismas de 1957. Y nadie sabe dónde comprar más calles, para la ciudad. Pero autos venden en todas partes.
La verdad es que la culpa del choque fue mía. Miré un culo espectacular, o un cartel de una inmobiliaria que vende un departamento en un edificio que me pareció interesante. Íbamos despacio, todos, el semáforo se puso en amarillo. El auto, el auto de adelante debió pasar, tenía tiempo, pero frenó con brusquedad, y yo, como dije, venía mirando un culo o la lluvia o algo. Lo toqué. Frené de golpe, pero lo toqué. Se escuchó el crujido de la óptica y algo más, sentí el golpe.
Se baja, un tipo. De unos cincuenta años, chomba a rayas, semicalvo. Se acomoda los anteojos sobre el puente de la nariz, deja la puerta del automóvil abierta, le dice algo a su señora que viaja en el asiento del acompañante. Hay un perro también, en el auto, un caniche que ladra y pugna por soltarse de los brazos de la mujer. El hombre mira el daño del vehículo, se enoja más todavía.
Bajé del auto, yo también, es lo que se estila.
–Señor –digo–. Mi nombre es Xorg, soy un extraterrestre, habito en el planeta Xiburg, en la galaxia de Nímedes. Es mi primer semana en la tierra, y es justamente por eso que aún no domino los precarios mecanismos de los vehículos que ustedes, los terrícolas, utilizan para desplazarse por su algo roñoso planeta. Acepte mis extraterrestres disculpas.
–¡Pelotudo! –dice el hombre, da un saltito, lanza una furibunda escupida, gesticula, señala– ¡Pedazo de pelotudo! Lo abollaste, pelotudo. ¿Por qué no frenaste, no sabés frenar?
–Tiene razón, caballero, tiene razón –niego con la cabeza, sonrío, le palmeo cariñosamente un hombro–. Le cuento la verdad, porque parece usted un buen hombre. Pero apelo a su discreción, son temas de máxima seguridad nacional. No soy un extraterrestre, es verdad, lo admito. Soy un gorila, un mono, como los que usted de seguro ha visto por televisión o en algún zoológico. Han inventado una nueva droga, una droga que permite hablar a los animales. La están probando con nosotros, gorilas y chimpancés, primero, y va perfecto. Pero en breve comenzará a distribuirse al resto de la fauna. Imagínese usted, poder conversar con una cebra, saber qué siente cuando la persigue un león. Preguntarle a un elefante cuánto tiempo le lleva bañarse o si le duelen las piernas después de tantas horas parado. Discutir sobre cuál sería el mejor sistema de gobierno con un cocodrilo, poder pedirle a una jirafa que te recomiende un natural laxante.
Cambió el semáforo. Algunos curiosos miraban. Sonaban, desde atrás, bocinas.
–¡Pelotudo! –el hombre no sólo había escupido, se le había formado una especie de burbujeante espuma alrededor de la boca, como si se fuera a afeitar con su propia saliva. Daba unos curiosos saltitos, movido por eléctricas descargas de odio puro, le temblaba un párpado– ¡Las ópticas! ¿Sabés lo que cuestan las ópticas importadas? ¡Boludo!
Retrocedí un paso. Lo medí.
–Mirá –dije–. Me importa un pomo tu triste auto. Si me volvés a hablar te pongo de una, viejo forro. Ahora te doy los datos del seguro, no rompas más las pelotas.
La gente suele carecer de la necesaria predisposición para las situaciones de carácter paranormal, vivencias de extraordinaria naturaleza. Después dicen que nunca les sucede nada diferente, después se quejan de la rutina.