30.7.13

Modo fácil


         El asunto es, bueno, como todo, más o menos, así. Si tenés más de treinta años fracasaste, eso es seguro. Es algo cronológico, no tiene nada que ver con la voluntad. No vamos a discutir eso.
         Lo interesante, si esto puede  tener algo de interesante, es qué hacés con tu fracaso. Qué hacés con eso.
         Te doy alguna pista, lo que me gusta a mí, pinceladas gruesas.
         Me gusta cuando veo a un taxista que maneja, que maneja con una indefinible mezcla de solvencia y displicencia. No insulta a nadie, no se apura, tampoco le interesa demasiado conversar con el pasajero (vos, en este caso). El tipo sabe que el tránsito es un metálico mar que no va a parar nunca, se trata de poner primera, después segunda, después frenar, punto muerto. No importa, no importa si hace calor, no importa si llueve. No importa si soñaste con ser piloto de fórmula uno o si te gusta ir los domingos a pescar a Chascomús o si tu nena chiquita tiene varicela. Primera, segunda, y otra vez.
         Me gusta cuando veo a un pianista en el lobby de un hotel, tocando melodías de jazz de la década del cincuenta para sonrosados turistas alemanes que usan camisas hawaianas y se ríen a carcajadas sin llevarle el apunte. Me gusta porque el tipo sigue tocando mientras un japonés tropieza con el piano por retroceder sin mirar hacia atrás para sacarle una foto a su escuálida señora (yo preferiría, llegado el caso, coger con una tira de asado). Me gusta porque el tipo de pronto se acuerda de algo, una nota, un fraseo de Tony Bennett que lo hizo feliz, y entonces golpea las teclas con energía mientras un grupo de turistas brasileños arrastran sus valijas repletas de prendas de cuero (camperas de gamuza, con flecos en las mangas, pobrecitos), y sonríe.
         Me gusta cuando veo a una peluquera que tiene algo para contar a pesar de haber tenido que meter sus gastadas manos en treinta y siete cabezas ese fin de semana, y te recomienda un champú que te va  a dejar el pelo suave como las tetas de una comadreja, y mueve el culo que ya casi no es un culo para vos, sólo para vos, porque sabe que le estás mirando el culo aunque el delantal esté a punto de explotar y derramar todo ese culo sobre las baldosas llenas de pelo. Me gusta porque tiene ganas de contar un chisme de alguien que actúa en la televisión, y se ríe bien fuerte, y mira una revista donde hay una isla en medio de un mar color turquesa pero ni piensa en la isla ni en cómo llegar, le gusta el turquesa, sabe que le queda bien ese color, con eso le basta.
         Podría seguir, claro, es fácil seguir. Me gusta la gente que corre pero apenas, trotan diez minutos para ver si les anda el corazón, para verificar que están vivos, estar vivo es una buena noticia, necesaria y suficiente. Me gusta la gente que coge con entusiasmo, como pueden, cogen sin pensar en pornográficas imágenes porque saben que el entusiasmo es el piloto del calefón de la alegría, y con bajar un poco las luces alcanza para no ver demasiado lo que hay del otro lado, después de todo a quién carajo le importa la realidad, desde cuándo. Me gusta la gente que sale de la fiambrería con un poco de queso y un poco de dulce de membrillo como si llevaran el más preciado de los tesoros, la comida molecular te la podés meter, con cucharita, en el culo (y el sushi también, mamucha).
         Para resumir, entonces, porque me tengo que ir. Me gusta la gente que descubre que el fracaso es la más exquisita de las excusas para abandonar el esfuerzo, y deciden, entonces, pasarla lindo con lo que hay, tomárselo con calma.

24.7.13

El diablo está en los detalles


         Antes de coger, o mejor dicho, para coger, ella me pedía que le clavara una chinche. Ya está, ya te lo dije.
         La primera vez me sorprendí un poco, claro. Quiero decir, a mí a veces me puede gustar ponerme la máscara del hombre araña, para coger, o que me pajeen en el cine con la mano llena de maní con chocolate, si la película es muy aburrida. Pero son boludeces, cositas.
         Fuimos a la casa de ella, en la segunda salida. La había llevado a comer a un restaurancito italiano donde se comen pastas caseras, habíamos tomado un rico vino.
         Y ella me preguntó si quería subir, a su casa. A tomar algo más. Dije que sí, claro. Una cosa llevó a la otra. Estábamos en un sillón del living conversando, con jazz de fondo. La besé, respondió. Todo iba bien, la urgencia de descubrir un cuerpo nuevo, el no conocer los tiempos y distancias de la otra persona. Ver qué botones se puede apretar, cuáles no funcionan. Intrincados mecanismos.
         Y entonces, cuando la alcé para llevarla hasta la pieza y la tiré en la cama como si fuera una más que apetecible bolsa de papas. Cuando la desvestí y le quité la bombacha y ya estaba por empezar a olfatearle la concha como un famélico bull terrier, cuando le estaba por meter el hocico.
         –Pará –me dijo.
         Y yo paré, me detuve. Todo iba fenómeno, pero ella quería decir algo, manifestar una inquietud, que no se la pusiera sin forro, o que no le gustaba que le metieran un dedo en el culo, ni siquiera una falange, o que le gustaba que la cogieran primero boca arriba, o mirando al nordeste, no sé.
         Pero no. Sacó una cajita del primer cajón de la mesa de luz. Pensé que podía ser un lubricante saborizado, un piolín para que la atara, una porción de pizza fría por si entre polvo y polvo le agarraba hambre.  
         No, era una cajita de chinches. Ella abrió la cajita, sacó una chinche, esas chinches doradas que usábamos en los trabajos prácticos de la escuela primaria. Esas chinches de lo más berretas. Ella me dio la chinche.
         –Tomá –dijo–. Clavame la chinche, primero.
         –Qué –dije. Y me quedé mirando. Pero ella estaba bárbara, ya predispuesta, flaca, huesuda, tetas pequeñas, cualidades perdurables, culito redondo y firme.
         –Dale –dijo, y sonrió, se sopló el flequillo de la frente–. Clavame la chinche, en cualquier lado. Me gusta.
         Terminé mi whisky de un trago, la miré para ver si era un chiste, pero no. Así que agarré la chinche, y la apoyé sobre su teta derecha, cerca del pezón. Esperando que ella me quitara la mano. Pero ella puso su mano sobre la mía, y me indicó. Hizo presión. Con la otra mano me tenía agarrado de la hapi.
         Así que apreté. Sentí el ‘pric’ del pequeño pincho de metal agujereando la piel, y ella lanzó un suspiro, todo su cuerpo se relajó y fue puro placer.
         A partir de ahí fue siempre igual. Era eso, nomás. Ella necesitaba que le clavara una chinche, antes de comenzar la fornienda. En cualquier lado, podía ser en una nalga o en un hombro, o en una pantorrilla cuando la ponía en cuatro patas. Ella cerraba los ojos y esperaba, mientras yo decidía si clavarle la chinche en la espalda o en la planta de un pie. Y entonces se deshacía en placer. Era magia, era la luz de la vagina misma iluminando el universo entero, era alegría.
         Nos veíamos dos o tres veces por semana. Genial, absolutamente genial, íbamos a cenar, dormíamos juntos. Una mujer inteligente, hermosa, divertida.
         Después del sexo ella se pasaba un algodón con alcohol por el puntito de sangre, tiraba la chinche al tacho de basura que había en la cocina. Volvía a la cama, me daba un sonoro beso, y se dormía.
         Jamás en mi vida estuve tan bien con alguien. Hacíamos planes, incluso, para irnos a vivir juntos.
         Hasta que un día, estábamos en su dormitorio, con el televisor encendido, y cuando empecé a quitarle el corpiño ella abrió el cajón. Sacó la cajita. Y nada, la dio vuelta, la agitó un par de veces. Se habían acabado las chinches.
         –No importa –dijo–. No pasa nada.
         Al poco tiempo dejamos de vernos. Me dijo que se iba a hacer un posgrado a Canadá. Necesitaba cambiar de aire, dijo, una nueva vida.

18.7.13

All you need is yo


         Te tengo que decir algo, el amor no existe. Pará, bueno, pará, tampoco es para que te pongas así. Ya sé, tenés ejemplos, siempre hay ejemplos, para todo hay ejemplos. En el 97% de los casos, cuando decís que amás, no amás, es otra cosa. Te explico.
         El amor a una madre, sí claro. Sos chiquitito y amás a tu mamá, pero porque te da refugio y comida, y porque no conociste a otra madre. Porque saliste de la vagina únicamente, saliste poco podríamos decir, si te sacaran a tu madre, y te empezara a abrazar otra madre, o te diera de amamantar. Al poco tiempo estarías satisfecho, también, con tu nueva mamá.
         El amor a un animal, a un gato o a un perro, a tu mascota. Es que el animal es mudo, es la desesperación más pura, el horror de estar vivo sin posibilidad de verbalizarlo. Si mirás a los ojos a un perro vas a ver la historia de la civilización, desde la rueda y el fuego para acá. Los animales te acompañan, no tienen problemas en estar con vos aunque te falten la mitad de los dientes o tengas una verruga peluda, o una indomitable halitosis. A los animales no les importa si largaste la carrera de diseñador gráfico en segundo año, si después de rascarte el culo te olés los dedos, o si cogías con una prima retardada. Los animales son agradecidos.
         El amor a una mujer, o a un hombre, el amor de pareja. Este es el más fácil de todos, el más ridículo. Es mentira, tan simple como eso, no amás. Se trata, tan solo, de la creciente repulsión que te provoca tu propio ser, el asco que te da estar con vos mismo. Con tal de no tener que estar a solas, vos, con vos, serías capaz de amar a una bestia subhumana, a una alimaña inmunda. A una rata de quincho. Me ha sucedido, he amado a una mala mujer, sólo para no tener que acordarme de ir a comprar el queso rallado para los fideos.
         Para resumir. El amor está excesivamente sobrevalorado, el amor no es mucho más que una buena campaña publicitaria, con la intención que creas que tenés algo para dar, que sos mejor de lo que sos. Hay otros sentimientos más interesantes, incluso entretenidos. Pero el amor no tiene nada que ver con lo que vos creés. En una época se podía conseguir un amor importado, pero ahora el amor es un amor de segunda selección, un amor de bajísima calidad. El amor casi no existe, el amor ya no es lo que era.

12.7.13

H. y las palomas


         Me llamó mi tía S.
         Mi tía S. vivía sola. Se había casado de grande, y había tenido un hijo. Después el marido se fue a vivir al norte, creo que a Misiones, y la dejó. Mi tía S. había trabajado de enfermera en hospitales, pero después engordó mucho y la echaron. Se había vuelto descuidada, eso dijeron.
         Como dicen los americanos, when it rains, it pours. La cosa sigue. Mi tía S. cuidaba algún que otro enfermo por horas, a domicilio. Andaba siempre mal de dinero. Mi padre la ayudaba, mi tía S. era, y es, la hermana de mi padre. El asunto es que mi padre la ayudaba  mientras vivía, pero un día mi padre se murió y entonces no pudo ayudar más a nadie.
         Más. El hijo de mi tía S., H., tiene algo. Nació con algo, un leve retardo. Dormía con mi tía, en la misma cama eso quise decir, hasta que cumplió los 17 años. Y aún así costó sacarlo, mandarlo a dormir a su cuarto.
         Era como un niño grande, de rubios rulos y mirada transparente. Un chico en un cuerpo de noventa o cien kilos, se había vuelto un ropero de dos puertas. No hacía nada, creo que no había logrado terminar la primaria. Mi tía S. preparaba tortas, riquísimos bizcochuelos rellenos con dulce de leche, con merengue arriba. Su hijo, que de alguna forma era mi primo, se sentaba a ver la televisión, los dibujitos animados, los tres chiflados, alguna serie de cowboys, durante toda la tarde. Comía torta, con la mano, y se reía. Después, que yo sepa, no hacía más nada.
         Cada tanto, cada tres meses, yo le llevaba algún dinero a mi tía. Lo hacía por la memoria de mi padre. Le tocaba un timbre, mi tía bajaba y nos íbamos a tomar un café a algún bar de Primera Junta, no me dejaba subir a su casa, ni ver a su hijo. Yo entendía, de eso no se hablaba.
         Al parecer había otra cosa, una cosa más, que le gustaba a H., además de ver los dibujitos animados en la televisión todas las tardes.
         Las palomas. Eso era lo que le gustaba, estar con las palomas.
         Subía a la terraza del edificio de la calle Directorio, a cualquier hora, y las palomas venían a su encuentro. No tenía que llevar comida ni nada, sólo sentarse en la mugrienta terraza. Y las palomas venían, miles de palomas, de quién sabe dónde, de todas partes.
         Y H. se quedaba ahí, con una semisonrisa, el labio inferior apenas entreabierto y quizás un hilo de baba cayéndole sobre el desteñido buzo, mientras las palomas lo envolvían como una nube gris oscuro. Las palomas hacían ese ruido, iban de un lado a otro con ese cabeceo tan particular, tan característico, cagaban por todas partes. Y H. se quedaba ahí sentado, cubierto de palomas, feliz.
         Pasaba lo mismo si iba a cualquier parque, si lo llevaban de paseo a una plaza. Las palomas querían estar con él y él quería estar con las palomas. Así de simple.
         Pero me llamó mi tía, mi tía S., un domingo a la mañana.
         Me dijo que H. se había puesto peor. Había empezado a tener ataques de madrugada. Se despertaba en mitad de la noche aullando de susto, transpiraba, aterrado. Decía que se iba a morir, que tenía miedo. Lloraba.
         Conseguí un psiquiatra que me recomendaron, la acompañé a mi tía S., con H., a hacer una consulta. El chico entraba en una especie de trance, se ponía catatónico. Se balanceaba un poco, hacia atrás y hacia delante, y hacía una especie de gorjeo, un ‘pip pip’. Un poco parecido a Dustin Hoffman, en aquel brillante papel que hiciera en la película ‘Rain Man’.
         El psiquiatra fue lapidario. Dijo que había que medicarlo fuerte, había que internarlo por un tiempo. Si no, cualquier noche, en medio de un ataque, podía matarse.
         S. estaba desesperada, pero sabía que no había otra solución. Me hice cargo de los gastos, vimos las instalaciones, había un buen régimen de visitas. No era demasiado lejos. El lugar que nos recomendó el doctor, por Hurlingham, tenía un regio parque. Los internos que vimos parecían calmados, el personal amable.
         Llegó el día. Era un domingo. Fui a la casa de mi tía, con el auto. Mi tía lloraba y hacía notables esfuerzos por contenerse. Estaba devastada.
         Toqué timbre, subí. Mi tía aguardaba con la valija que le había preparado a H., junto a la puerta.
         –¿Dónde está? –Pregunté.
         –Arriba –me dijo mi tía–. En la terraza. Despidiéndose de las palomas.
         Había que proceder, a veces hay que hacer lo que hay que hacer y no mucho más que eso. La vida es elegir entre lo malo y lo peor. Nada para agregar al respecto.
         Puse la valija en el baúl, senté a mi tía S. en el asiento del acompañante. Le dije que me esperara en el auto.
         Subí a la terraza, a buscar a H.
         Ocho pisos por ascensor, uno más por la escalera. Abrí la puerta de metal.
         Ahí estaba. Sentado en el medio de la terraza, en el piso, las piernas cruzadas, las manos sobre los muslos con las palmas hacia arriba. Como si hubiera estado meditando pero se hubiera cansado. Miraba hacia el frente y hacia ninguna parte. El sol le pegaba en la cara y le pegoteaba un poco los rulos a la frente. S. le había comprado un equipo de gimnasia.
         Había palomas, miles de palomas, sobre su regazo, sobre sus hombros, sobre su cabeza. Palomas sobre el piso mirándome con sus reprobatorios ojos laterales, fulminándome de amarillo. Haciendo ese sonido de fondo, como si perdiera una cañería, como si el edificio entero estuviera gorgoteando.
         –Bueno, H. –me adelanté un paso, se me había secado la garganta–. Tenemos que ir, tu mamá ya te explicó. Es por un tiempito, nomás, hasta que te mejores. Es por tu bien.
         Levantó la cabeza, apenas, ni me miró.
         Entonces pasó algo. Como una explosión, como un tornado. Aleteaban, las palomas, todas las palomas hacían un tumulto de alas. Se hizo una mancha gris y mi primera impresión, por el sonido, fue que las palomas lo estaban aplaudiendo. Suena ridículo, pero me pareció que las palomas lo aplaudían con las alas. Como si le estuvieran dando ánimo.
         Pero no, la mancha se concentró, el sonido se hizo más fuerte. Y H. se despegó del piso, así, sentado como estaba. Más fuerte, el sonido, más fuerte, y H. quedó acostado, boca arriba, en el aire.
         Se lo llevaban, las palomas. Se lo llevaban y alcancé a escuchar que H. tarareaba una canción muy dulce con su vocecita de niño. Se lo llevaban en el aire, más alto, más lejos, y H. cantaba.

6.7.13

Ayuda memoria


acariciá a los perros.
saludá a los árboles.
(okey, no a todos, no a todos).
sé amable con los niños y con los ancianos,
y con cualquiera que te parezca que no puede
defenderse.
no, no importa, a quién carajo le importa
si no te salieron las cosas como vos querías.
si fuiste a cancún y se te perdieron las fotos,
si chupaste mil pitos con sabor a naftalina,
si fuiste o serás subgerente de algo. de cualquier
cosa.

hacé lo que yo te digo.
y caminá bajo la lluvia de vez en cuando,
y sentate a mirar el mar cada vez que puedas.

con eso es suficiente. con eso alcanza para justificar
una vida. incluso tu estúpida vida.