Yendo
para Pinamar, pinché una rueda. Me gusta ir a la costa, aunque sea tres o cinco
días, fuera de temporada. Meter las patitas en el mar, tomar un café con leche
y saber que no tenés absolutamente nada para hacer todo el resto del día.
Invité
a Valeria, dijo que sí. Cogíamos cada tanto, metíamos alguna cena, dormíamos un
rato abrazados. Ella tenía una hija de ocho o nueve años que se llamaba Brisa.
Arregló
con su ex marido, y me dijo que sí, que podía. Yo tenía un amigo que me
prestaba un regio departamento en el centro de Pinamar. Noviembre, casi nada de
gente, una delicia.
Pero
pinché la rueda, a unos cuarenta o cincuenta kilómetros de Madariaga. Nadie, en
la ruta, debían ser las doce de la noche.
Abrí
el baúl, nada. Una rueda desinflada, ni la llave cruz, ni el cricket. No sé ni
para qué me fijé, no sé cambiar una rueda. Tampoco sé hacer asado. Me gusta
leer y tomar whisky, mirar por la ventana de los bares, eso es lo que sé hacer,
soy así.
Valeria
intentaba llamar a una grúa con el celular, pero se perdía la señal. Probaba
todas las combinaciones de tres números con un asterisco adelante. Nada, cero.
Ni
luz, en la ruta. El ruido de los grillos, algo de viento. La nada misma.
Al
rato pasó una pick up. Le hicimos señas. Pararon, se bajaron, eran tres tipos.
Casi
violan a Valeria. Me tuve que pelear. Me dieron un culatazo en la cara. Me
habrán roto, de un saque, tres muelas. Me sangraba un oído, un dolor difícil de
describir. Un dolor difícil de ser imaginado.
Se
fueron, nos robaron la plata y las llaves del auto, los teléfonos, y se fueron.
Uno me pinchó la otra rueda de adelante, con su cuchillo de monte. Antes de irse
me tiraron un botellazo que dio contra el lateral del automóvil. Una botella de
ginebra, salpicaron los vidrios. Se reían, escuchaban cumbia y se reían.
Valeria,
todavía con un ataque de nervios, se pishó encima. Tuvo algunas convulsiones,
me dijo que era epiléptica, yo no sabía.
El
oído me latía como si me fuera a explotar, seguía escupiendo pedacitos de
dientes. Encontré un blister de Ibupirac, en la mochila, y me tomé cuatro o
cinco. Dolía.
Se
acercó un perro, de la nada, uno de esos perros mezcla de Collie con algo,
mugriento, peludo. Lo quise acariciar, y me mordió la mano. Valeria le tuvo que
tirar varios piedrazos, porque no se iba.
Ahí
estábamos, en el medio de la ruta, Valeria a punto de haber sido violada, yo
con la boca hecha pedazos, sin poder mover el auto, sin teléfonos, sin dinero.
Me
acordé que la última vez que había ido al psicólogo fue para decirle que sentía
que me había venido grande, que no me pasaba nada. Que la vida se había vuelto
poco entretenida.