30.3.14

Escapada


         Yendo para Pinamar, pinché una rueda. Me gusta ir a la costa, aunque sea tres o cinco días, fuera de temporada. Meter las patitas en el mar, tomar un café con leche y saber que no tenés absolutamente nada para hacer todo el resto del día.
         Invité a Valeria, dijo que sí. Cogíamos cada tanto, metíamos alguna cena, dormíamos un rato abrazados. Ella tenía una hija de ocho o nueve años que se llamaba Brisa.
         Arregló con su ex marido, y me dijo que sí, que podía. Yo tenía un amigo que me prestaba un regio departamento en el centro de Pinamar. Noviembre, casi nada de gente, una delicia.
         Pero pinché la rueda, a unos cuarenta o cincuenta kilómetros de Madariaga. Nadie, en la ruta, debían ser las doce de la noche.
         Abrí el baúl, nada. Una rueda desinflada, ni la llave cruz, ni el cricket. No sé ni para qué me fijé, no sé cambiar una rueda. Tampoco sé hacer asado. Me gusta leer y tomar whisky, mirar por la ventana de los bares, eso es lo que sé hacer, soy así.
         Valeria intentaba llamar a una grúa con el celular, pero se perdía la señal. Probaba todas las combinaciones de tres números con un asterisco adelante. Nada, cero.
         Ni luz, en la ruta. El ruido de los grillos, algo de viento. La nada misma.
         Al rato pasó una pick up. Le hicimos señas. Pararon, se bajaron, eran tres tipos.
         Casi violan a Valeria. Me tuve que pelear. Me dieron un culatazo en la cara. Me habrán roto, de un saque, tres muelas. Me sangraba un oído, un dolor difícil de describir. Un dolor difícil de ser imaginado.
         Se fueron, nos robaron la plata y las llaves del auto, los teléfonos, y se fueron. Uno me pinchó la otra rueda de adelante, con su cuchillo de monte. Antes de irse me tiraron un botellazo que dio contra el lateral del automóvil. Una botella de ginebra, salpicaron los vidrios. Se reían, escuchaban cumbia y se reían.
         Valeria, todavía con un ataque de nervios, se pishó encima. Tuvo algunas convulsiones, me dijo que era epiléptica, yo no sabía.
         El oído me latía como si me fuera a explotar, seguía escupiendo pedacitos de dientes. Encontré un blister de Ibupirac, en la mochila, y me tomé cuatro o cinco. Dolía.
         Se acercó un perro, de la nada, uno de esos perros mezcla de Collie con algo, mugriento, peludo. Lo quise acariciar, y me mordió la mano. Valeria le tuvo que tirar varios piedrazos, porque no se iba.
         Ahí estábamos, en el medio de la ruta, Valeria a punto de haber sido violada, yo con la boca hecha pedazos, sin poder mover el auto, sin teléfonos, sin dinero.
         Me acordé que la última vez que había ido al psicólogo fue para decirle que sentía que me había venido grande, que no me pasaba nada. Que la vida se había vuelto poco entretenida.

24.3.14

Una buena persona


         Era una pavadita, una cosa de nada que para mí servía, un truco.
         Cuando conocía a una chica, cuando salía con una chica por primera vez, la invitaba a cenar. A una cantina de barrio ubicada en Almagro, bien ambientada, chiquita, nada del otro mundo. Se comía bien.
         Y como yo solía ir, mucho, por lo general con amigos, bueno, podríamos decir que era habitué. Me conocían, en particular uno de los mozos. Algo gordo, el mozo, siempre transpirado y de buen humor, jovencito.
         Teníamos arreglado un acto. Cuando yo llevaba a una chica a comer, por primera vez, al entrar al local, le hacía una seña casi imperceptible, con la cabeza. O un guiño.
         Entonces él nos atendía, como si no me conociera. Hacíamos el pedido. Y cuando lo traía, bueno, ahí venía el asunto. Al servir el vino, él hacía un pequeño movimiento, como si alguien lo hubiera tocado de atrás haciéndolo trastabillar. Daba un golpecito, y salía un borbotón, un chorrito de vino, de la botella.
         La idea era que el pibe se ponía muy nervioso, debido a su involuntario error.
         –No pasa nada –decía yo, mientras el mozo no sabía cómo disculparse por haberme salpicado la camisa–. Dale nomás, quedate tranquilo.
         En eso consistía, básicamente, el truco. El mozo me salpicaba con el vino, se ponía mal, yo lo absolvía. Eso ocasionaba un fantástico efecto en mi ocasional acompañante. Veía que yo tenía sentimientos, que era una buena persona, que a pesar del inconveniente saludaba, dejaba propina. Por lo general, entonces, lograba que la chica se pusiera en un adecuado nivel de existencial predisposición. Para coger, claro.
         Fui con Carla, a la cantina. Martes, casi las nueve de la noche. Entré, dije que no tenía reserva, le hice, al mozo, el guiño. Carla era una piba que había conocido en una clase de yoga, flaca, poca teta, culito más que firme. Estudiaba arquitectura, creo, o ciencias de la comunicación.
         Elegimos los platos de la carta, pedí vino. Carla contemplaba la simpática decoración del lugar, la bandera de Italia, el cuadro del Padre Pío.
         El mozo trajo el vino y la entrada, berenjenas a la parmesana.
         –Están marchando las pastas –dijo.
         Sirvió el vino. Yo me preparaba con total naturalidad para hacer mi acto. Mostrar que no sólo me interesa coger. Que puedo ser magnánimo, altruista, comprensivo.
         Pero. Algo pasó. El mozo, que se llama Gastón, hizo el tropezón, el saltito. O quizás justo lo tocaron de atrás, una señora que iba al baño. Porque salió el borbotón, de vino. Pero manchó a Carla. En su remera, cayó la salpicadura.
         –Perdón –dijo Gastón, apoyando la botella sobre la mesa.
         –¡Pero qué pelotudo! –Carla se puso de pie, ofuscada– ¡Gordo forro, ni siquiera sabés servir un vino de mierda!
         –Bueno –dije yo. Gastón retrocedió un paso. Transpiraba.
         –Boludo –seguía, Carla– ¡Esta remera me la trajeron de Inglaterra, boludo! ¿No vas a hacer nada, Juan? –volvió a mirar a Gastón–. Te voy a hacer mierda, forro. Qué boludo que sos, se ve que tus papás son parientes, o te caíste de la cuna de cabeza, cuando eras muy chiquito.

18.3.14

La cosa más normal del mundo


Necesitaba trabajar, conseguí un trabajo. Bueno, en realidad, no necesitaba trabajar, lo que necesitaba era dinero. Pero si no te da la cabeza para afanar, y no tenés alguna habilidad no tradicional, entonces trabajar es lo que se estila. 
Me consiguió el trabajo mi amigo M. M. se estaba por recibir de abogado, en realidad se estaba por recibir de abogado hacía como quince años. Y mientras tanto, M. trabajaba en el Ministerio.
En los Ministerios está lleno de gente que no hace un pomo, a nadie le importa. Hay Gerentes de cualquier cosa, Subgerentes de algo, siempre hay cargos para repartir, prácticas rentadas, pasantías. Si aguantás seis meses sin hacer cagadas, quiero decir, sin que te vean corriendo en pelotas por los pasillos o cagando arriba de una computadora, entonces te efectivizan. Y ahí sí, ahí te podés dedicar a no hacer nada como más te guste. 
Estaba en mi segunda semana de trabajo, me habían destinado al área de Archivos. Estaba en un sótano, ordenando expedientes. Había carpetas de distintos colores, y etiquetas. Había unos gigantescos ficheros de metal que iban de pared a pared. Había que ordenar expedientes, o perderlos, pero perderlos y volverlos a encontrar si alguien, un Subgerente, los solicitaba. Para volverlos a perder, pero de una manera diferente.
Ahí estaba yo, durante seis horas, pensando en algo, en cualquier cosa, cerca de un escritorio con una computadora que me habían dejado y que era una carreta, una computadora que tardaba en abrir el ‘buscaminas’, cargando datos, ordenando expedientes, rotulando siglas, archivando. 
–Ahí llegó Betty –dijo un pibe que usaba la corbata muy floja y la camisa afuera del pantalón–. Por si querés comer algo. 
–¡Grande Betty! –dijo una mujer a la que le costaba moverse, tenía las piernas muy hinchadas. Pero se puso de pie, apretando un billete en una mano.
–A ver, vos, Claudio. Te toca ir a comprar Coca Cola.
Betty debía ser una mujer de unos cincuenta años, morocha, con el cabello recogido. Cargaba una heladera de telgopor, que apoyó sobre un escritorio. Se juntó un grupito de los que trabajábamos en aquel inmundo sótano. 
–Yo quiero deditos –dijo una chica que tenía una verruga peluda sobre el labio–. Dos porciones. ¡A mi hijo le encantaron!
–Para mí orejas, con mostaza –dijo un tipo de Logística.
–¿Sánguches de qué hiciste? –Preguntó Víctor.
–De muslo –dijo Betty–. Muslo de un gordo que murió ayer. Están tiernísimos.
Tardé en comprender. Pensé que era parte de lo que todavía no sabía, la jerga, códigos de la gente que trabajaba en el Ministerio. Algún chiste privado.
Nada de eso. De la heladera, y con guantes de cirujano puestos, Betty iba sacando, bueno, lo que le pedían. Partes de cuerpos, sí, de cuerpos humanos. Las orejas servidas en conos de papas fritas, troceadas, los dedos rebozados como milanesas, sin las uñas, sándwiches hechos de muslos de una persona muerta. Escalopes de culo con guarnición, servidos en unas simpáticas bandejitas plásticas. Alguien comentó que la semana pasada lo mejor había sido unas tetas rellenas con queso parmesano y provolone que eran una delicia. Otro le dijo que era un burro, que lo que les daba el gustito era el roquefort. Las tetas eran a los cuatro quesos, y tenían, también, mozzarella y roquefort. Discutieron un poco, se reían.
Tuve que apoyarme sobre un escritorio, se me movió un poco el piso, sentí un mareo. Me contó uno de los cadetes que Betty estaba casada con un tipo que trabajaba en la morgue. Todos los viernes traía, para vender, comida hecha con pedazos de cuerpos. Sí, claro, de humanos.
Me explicó el pibe que al principio te daba un poco de impresión. Pero después te dabas cuenta que era la cosa más normal del mundo. Betty era una maestra de la cocina, y la mercadería siempre era fresca, trabajaba sólo con muertos de la semana. Era rarísimo, los empleados estaban por lo general de buen humor. Cuando alguno se hacía un chequeo, todos habían mejorado de manera notoria su estado de salud. Además, era mucho más barato que bajar a comprar comida a la galería.

12.3.14

Todo es energía


Salimos de una fiesta. Estuve tomando whisky, había whisky importado (Johnnie verde), y tomé whisky, en cantidad. Tomé un poco de cocaína, también. La combinación perfecta, taco y punta. Qué le vamos a hacer, sí, hace mal.
Estoy cansado, pero no tengo ganas de dormir. Me pasé de vueltas, quiero sentarme en un banco y ver cómo amanece. Fumar un par de cigarrillos. Pensar qué quiero ser cuando sea grande, aunque ya sea grande. Esas cosas.
Salí de la fiesta, que ya debía haber terminado hacía un par de horas, y Tamara se vino conmigo. A veces cogemos, pero no íbamos a coger. Queríamos charlar, fumar un rato, irnos a dormir. 
Tomé un café con leche en Selquet, ahí en Pampa y Alcorta, debían ser las ocho de la mañana. Antes de ir a buscar el auto, caminé para el lado del parque.
–Bancame que fumo un pucho y después te alcanzo con el auto –dije. Vive en Vicente López, Tamara, estudia arquitectura, o comunicación social. 
–Sí, claro –me dijo–. En casa no hay nadie. Digo, te podés quedar.
Caminamos un poco. Nos sentamos en un banco, frente al lago. Hacía un poco de frío. Poca gente, los que corren en serio, los tristes, los fanáticos. Algún vagabundo dormido junto a un cartón de vino.                    Domingo, pintaba para llover. Quizás quedarme a dormir con Tamara, después almorzar algo rico, tomar un poco de vino. No mucho más que eso.
Estábamos sentados, fumando, viendo el lago. Tamara se subió el cierre de la campera hasta arriba, y se acurrucó contra mí.
–Todo es energía –dije de pronto, sin motivo–, todo está en la mente. Mirá.
Me puse de pie, agarré una ramita del pasto, que tenía la longitud de una batuta. Golpeé, dos veces, con la ramita, contra el respaldo del banco.
–Fijate –dije–. Mirá.
Empecé a tararear, casi para adentro, una melodía. Y mientras tanto movía los brazos, varita en mano, como si estuviera dirigiendo una imaginaria orquesta.
Estaba de pie, di un par de pasos, para quedar justo al borde del lago.
Parecía un chiste dedicado para Tamara, una zoncera. Pero no. Algo comenzó a suceder.
Los patos. Saliendo de cualquier parte, de todos los rincones del lago, venían hacia mí. Se formaron. Un triángulo con el vértice de un pato, a no más de tres metros de mis pies. Serían unos veinte patos, quizás más. Todos con la cabeza en alto, sin quitarme los ojos de encima.
–Taran tararán tan tan –murmuraba yo, los patos seguían mi batuta, doblaban, se dividían en dos grupos perfectos, derecha e izquierda. Hacían un semicírculo, se alejaban y volvían a formarse–. Tan tan, tararara rarán. 
Seguían los patos, sin distraerse. Alcé la batuta y los patos casi se paran en dos patas, inflando el pecho, estirando bien arriba las cabezas. Luego, apunté hacia abajo, de golpe, y todos los patos metieron la cabeza en el agua. Cerré haciéndolos aletear en lo que pareció un final con trombones. 
–Increíble –Tamara aplaudió, azorada–. Tenés algo, un don. No sé, sos genial.
Solté la ramita. Me senté, encendí un cigarrillo. 
Uno de los patos, el más gordo, de un blanco medio desteñido, con algunas manchas color marrón, avanzó hacia mí. Salió del agua. Se acercó unos pasos con ese andar tan particular, tan característico.
–Ahora conseguinos algo para comer –Habló, el pato, movió el pico, su voz era metálica y grave, me miraba de perfil–. O te pensás que estamos acá para hacerte quedar bien a vos. Danos comida, galletitas, o medio kilo de carne picada. O guita, loco. Si no de acá no se van.

6.3.14

Fatiga de materiales


Al principio estábamos bien, viste cómo es. Conocés a alguien y la vida misma parece un abanico que despliega su impresionante paleta de colores. La ves a ella y algo, la forma en que se quita el pelo de la frente, o la escuchás reírse, y sentís que Dios no se olvidó de vos, Dios abre su celeste billetera y te tira una propina.
Y pasa algo, olvidadas sensaciones. Cosquilleos que habían quedado guardados en un mugriento cajón de tu memoria. Ganas de reírte de cualquier cosa porque el universo todo te parece un lugar agradable y divertido. Ganas de bañarte todos los días, de ayudar a los ciegos a cruzar la calle, de acariciar a los mugrientos y bigotudos perros que caminan bajo la lluvia, ganas de dejar pasar a la gente de la fila, dejarlos subir, antes que vos, al colectivo.
Y te movés como un gracioso lobo marino en las deliciosas aguas del deseo. Manda la pasión, las ganas de quitarse la ropa lo antes posible, para coger, claro, para volver a coger, porque sos una fuente, un inagotable surtidor, y ella te hace crecer las ganas, ella es la madre tierra y te lleva de la mano al país de las maravillas a través del interior de su vagina misma.
Ganas y deseo, deseo y ganas. De abrazarla, de morder, de oler, de apretar, como un chico al que le han regalado su golosina preferida. Y sos feliz, y te dan ganas de ser cursi, de escribir poemas, de prometer, de regalar flores y caminar de la mano y ver películas de amor.
Pero después, algo pasa. Es tan triste que revisás los bolsillos como quien busca una llave hecha de ausencia. No sé, lo mismo ya no es más lo mismo. Algo, un gesto en su rostro se te antoja disruptivo, como si reflejara algo malo de ella, algo que la habita y que ha salido a la superficie. Te parece que quizás su carcajada se ha vuelto estentórea y excesiva, te parece que vuelve a contar la misma gilada una y otra vez. Te parece algo torpe o con una curiosa falta de ingenio, sus anhelos parecen robados de una telenovela mexicana. La descubrís mala, algo tonta, un poco encorvada quizás, con una fea cicatriz en un hombro, y el inexorable avance de las várices como un ejército de aplicados insectos, la celulitis.
Y te das cuenta aquello que bien cantaba el señor Carlos Alberto García Moreno, eso de ‘y si mañana es como ayer otra vez, lo que fue hermoso será horrible después’. Sabés que no vas a poder seguir, con ella, porque no das más. Llega el momento de los reproches, asoma su fea cabeza el suricato hecho de puro rencor, hay que buscar la flecha de la salida. El extenuante game de la despedida.
¿Qué? ¿Querés saber cuánto tiempo estuvimos juntos? ¿Cuánto duró la relación? ¿No te dije?
La conocí el viernes, nos separamos el lunes. Fue todo muy intenso, una vida.

1.3.14

El mundo a sus pies

     
       Fue de casualidad, como tantas otras cosas. Mariana fue a un pedicuro de barrio. Se le había encarnado una uña del dedo gordo, y de seguro se le había infectado porque le dolía a cada paso que daba. Bajó del colectivo, tenía cinco cuadras hasta su departamento, y vio el localcito a la calle. Decía ‘Pedicuro’, nada más, y había un ridículo cartel, un pie, que se podía ver como si uno, el que miraba, fuera el piso desde abajo, y el pie estuviera apoyado sobre la vidriera. La planta del pie, se veía, el contorno de los dedos. Todo, el pie, dibujado por una fina luz fluorescente, de un pálido lila, que se encendía y se apagaba.
       ​Tenía tiempo, los viernes se iba antes de la oficina donde trabajaba en el departamento de recursos humanos de una importante compañía. Nada, hacía los tests de manchas para los boludos que ingresaban a trabajar, liquidaba sueldos, mandaba mails corporativos anunciando los casamientos, embarazos, defunciones.
       ​Eran las cinco de la tarde, y tampoco había arreglado para hacer algo a la noche. Era separada, Mariana, su matrimonio había durado casi cuatro años, hasta que finalmente habían coincidido, con Pablo, en que no se soportaban. Ella se quedó con el departamentito que habían comprado, y le había ido pagando su parte, la de Pablo, en cuotas. Pablo se había vuelto a Chivilcoy y había puesto un consultorio, era psicólogo.
       ​Entró al pedicuro y preguntó si había algún turno disponible. Le dijeron que sí, que claro, ahora mismo. Pasó a un gabinete donde había unos cómodos silloncitos y una simpática tarima donde apoyar, de a uno por vez, los pies. También había una camilla.
       ​Ella solicitó el tratamiento standard, le dijeron que la duración era de veinte minutos, media hora como mucho.
       ​Entró un muchacho de barba, con el cabello recogido, muy delgado. Tenía puesto jeans y un delantal celeste de mangas cortas.
       ​–Hola –dijo el pibe que tenía pinta de cantar en una banda de reggae–. Soy Emiliano.
       ​Empezó, Emiliano, a masajearle los pies. Le hacía reflexología, frotaba sus pies con aceite de coco y esencia de lavanda, además de cortarle las uñas, limar callos, suavizar durezas. Le masajeaba el pie, con cuidado, con dedicación, friccionaba, apretaba determinados puntos.
       ​Sucedió entonces algo que la tomó por sorpresa, a Mariana. Desprevenida.
       ​Supo que era eso, conocía perfectamente la sensación y era eso, pero no podía ser eso. Mariana sintió que se mojaba toda, que acababa, que los orgasmos venían, uno detrás de otro en simpática procesión, casi grita, se tapó la boca con un puño, se le escapó una especie de maullido.
       ​–Perdón –dijo Emiliano–, quizás apreté muy fuerte. Si algo duele, por favor decime.
       ​El muchacho terminó y se fue a lavar las manos. Mariana cerró los ojos, intentó recomponerse. Estaba agitada, sudorosa, enchastrada de flujo.
       ​Logró ponerse de pie, se calzó los zapatos. Saludó, dejó propina.
       ​Raro, muy raro, pensó mientras se bañaba. Habían sido los mejores orgasmos que podría recordar desde la adolescencia. Pero no, no era el pibe, el pibe casi no la había mirado. Tenía que ser algo, algo de ella, en los pies. Algo que ella no sabía.
       ​Volvió a ir, el viernes siguiente. La atendió una mujer bastante excedida de peso con rasgos aindiados. Lo mismo, lo mismo. Tuvo que hacer notables esfuerzos para no retorcerse en la silla. Puro placer, en un momento soltó una carcajada de alegría.
       ​Increíble, increíble. Estaba exultante. Esperaba toda la semana su visita al pedicuro. El trabajo ya no la fastidiaba, estaba de buen humor. Una amiga le preguntó si se había hecho algo en la cara, bótox, un lifting. Le dijo que estaba más fresca que nunca.
       ​Salió incluso con Gustavo, el martes, fueron a cenar y a coger. Estuvo bien, todo muy bien, pero ni de lejos podía compararse con su visita al pedicuro.
       ​Su vida marchaba mucho mejor, se alineaban los planetas. Ya no la violentaba el tráfico de la ciudad ni hacer las compras en el supermercado. Iba al cine y salía también con Martín, le dijeron en el trabajo que la iban a nombrar subgerente.
       ​Hasta que un viernes se bajó del colectivo, caminó dos cuadras, dobló en MD, y se quedó quieta. No estaba. Sí, estaba, el local, pero no el cartel del pie nimbado de luz fluorescente. En su lugar, a un costado, un precario cartel donde podía leerse ‘Se alquila’.
       ​Se habían ido, así como así. El negocio no dejaba ganancias, quién tiene tiempo para hacerse los pies en un barrio de mierda, y cuánto se puede cobrar por ese servicio. Ni atendiendo cincuenta personas por día.
       ​Mariana se agarró el estómago con una mano y no pudo contener el llanto. La gente que pasaba por la calle la miraba, con una mezcla de extrañeza y empatía. Como se mira a alguien al que acaba de sucederle una tragedia, alguien al que le han dado una terrible noticia.