El fin de semana pasado me invitaron a una quinta, a un country, a un barrio privado, no sé, no podría explicar con precisión las sutiles diferencias. Lo que sí sé es que los que viven adentro tienen lindas casas, buenos autos, flequillos, peludos perros y bellas mujeres (no al revés), y los que están afuera, no. La conclusión es que conviene estar adentro, no hace falta ser un ingeniero nuclear para entenderlo.
El asunto es que un amigo vive ahí, digamos en ‘Pindorchas del Pilar’, con su familia, mujer, cinco hijos, alguna cuñada. Y cumplía años, así que me invitó a su cumpleaños. Te invito a mi cumpleaños, me dijo.
Como mi automóvil anda mal, lo tuve que mandar al mecánico, así que se me complicaba volver de noche, porque el cumpleaños era, consistía, en una cena. ‘Pindorchas del Pilar’ queda a unos cincuenta kilómetros de la capital. En Pilar, mirá vos, justamente.
Así que mi amigo me dijo que no había problemas, que me quedara a dormir y él me alcanzaba al día siguiente. Sobraban cuartos, hasta el perro tenía suite con vestidor, cosas así.
Resumo lo que quiero contar, entonces. Se hizo la cena, el cumpleaños, asado, buen vino, unas treinta o cuarenta personas, todo bárbaro. Me fui a dormir.
Al día siguiente, cerca ya del mediodía, estábamos desayunando. Mi amigo, la señora, sus cinco hijos, la hermana de la señora, su marido, sus tres hijos, y un par de chicos más que se habían quedado a dormir, hijos de amigos de mi amigo.
De pronto, mientras todos charlaban y comían, alguien, un adulto, el marido de la hermana de mi amigo, le preguntó a un chico, un amiguito de uno de los hijos de mi amigo, un flequilludo mocoso que untaba las tostadas con medio frasco de mermelada cada una, y sostenía luego el tazón de café con leche con las dos manos, metiendo prácticamente la frente en la taza para emerger luego con la punta de la nariz manchada de espuma, porque mi amigo tiene una espectacular cafetera expreso como la de los bares.
El marido de la hermana de mi amigo, le preguntó al chico, decía, lo siguiente.
–¿Facu, qué querés ser cuando seas grande? –Queda claro que el marido de la hermana de la esposa de mi amigo tampoco está para Premio Nobel de nada.
El clima era relajado, distendido. Había empezado a llover, apenas, y era lindo ver caer la lluvia sobre el pasto, a través del ventanal, mientras el humito de los cafés con leche subía enrojeciendo mejillas. Civilización.
–Más tostadas –dijo Facundo, señalando el plato con el mentón. Y todos se rieron de la ocurrencia, atribuyéndola al desprejuiciado atolondramiento de un niño, a la impunidad conceptual que da el tener siete años y decir al mundo lo que se te pasa por la cabeza en ese momento así, sin filtros.
Pero a mí me pareció que la respuesta había sido muy en serio. Me pareció que el pibe había dicho una de las cosas más terribles que yo fuera capaz de recordar.
El asunto es que un amigo vive ahí, digamos en ‘Pindorchas del Pilar’, con su familia, mujer, cinco hijos, alguna cuñada. Y cumplía años, así que me invitó a su cumpleaños. Te invito a mi cumpleaños, me dijo.
Como mi automóvil anda mal, lo tuve que mandar al mecánico, así que se me complicaba volver de noche, porque el cumpleaños era, consistía, en una cena. ‘Pindorchas del Pilar’ queda a unos cincuenta kilómetros de la capital. En Pilar, mirá vos, justamente.
Así que mi amigo me dijo que no había problemas, que me quedara a dormir y él me alcanzaba al día siguiente. Sobraban cuartos, hasta el perro tenía suite con vestidor, cosas así.
Resumo lo que quiero contar, entonces. Se hizo la cena, el cumpleaños, asado, buen vino, unas treinta o cuarenta personas, todo bárbaro. Me fui a dormir.
Al día siguiente, cerca ya del mediodía, estábamos desayunando. Mi amigo, la señora, sus cinco hijos, la hermana de la señora, su marido, sus tres hijos, y un par de chicos más que se habían quedado a dormir, hijos de amigos de mi amigo.
De pronto, mientras todos charlaban y comían, alguien, un adulto, el marido de la hermana de mi amigo, le preguntó a un chico, un amiguito de uno de los hijos de mi amigo, un flequilludo mocoso que untaba las tostadas con medio frasco de mermelada cada una, y sostenía luego el tazón de café con leche con las dos manos, metiendo prácticamente la frente en la taza para emerger luego con la punta de la nariz manchada de espuma, porque mi amigo tiene una espectacular cafetera expreso como la de los bares.
El marido de la hermana de mi amigo, le preguntó al chico, decía, lo siguiente.
–¿Facu, qué querés ser cuando seas grande? –Queda claro que el marido de la hermana de la esposa de mi amigo tampoco está para Premio Nobel de nada.
El clima era relajado, distendido. Había empezado a llover, apenas, y era lindo ver caer la lluvia sobre el pasto, a través del ventanal, mientras el humito de los cafés con leche subía enrojeciendo mejillas. Civilización.
–Más tostadas –dijo Facundo, señalando el plato con el mentón. Y todos se rieron de la ocurrencia, atribuyéndola al desprejuiciado atolondramiento de un niño, a la impunidad conceptual que da el tener siete años y decir al mundo lo que se te pasa por la cabeza en ese momento así, sin filtros.
Pero a mí me pareció que la respuesta había sido muy en serio. Me pareció que el pibe había dicho una de las cosas más terribles que yo fuera capaz de recordar.