30.6.10

Cuando seas grande

El fin de semana pasado me invitaron a una quinta, a un country, a un barrio privado, no sé, no podría explicar con precisión las sutiles diferencias. Lo que sí sé es que los que viven adentro tienen lindas casas, buenos autos, flequillos, peludos perros y bellas mujeres (no al revés), y los que están afuera, no. La conclusión es que conviene estar adentro, no hace falta ser un ingeniero nuclear para entenderlo.
El asunto es que un amigo vive ahí, digamos en ‘Pindorchas del Pilar’, con su familia, mujer, cinco hijos, alguna cuñada. Y cumplía años, así que me invitó a su cumpleaños. Te invito a mi cumpleaños, me dijo.
Como mi automóvil anda mal, lo tuve que mandar al mecánico, así que se me complicaba volver de noche, porque el cumpleaños era, consistía, en una cena. ‘Pindorchas del Pilar’ queda a unos cincuenta kilómetros de la capital. En Pilar, mirá vos, justamente.
Así que mi amigo me dijo que no había problemas, que me quedara a dormir y él me alcanzaba al día siguiente. Sobraban cuartos, hasta el perro tenía suite con vestidor, cosas así.
Resumo lo que quiero contar, entonces. Se hizo la cena, el cumpleaños, asado, buen vino, unas treinta o cuarenta personas, todo bárbaro. Me fui a dormir.
Al día siguiente, cerca ya del mediodía, estábamos desayunando. Mi amigo, la señora, sus cinco hijos, la hermana de la señora, su marido, sus tres hijos, y un par de chicos más que se habían quedado a dormir, hijos de amigos de mi amigo.
De pronto, mientras todos charlaban y comían, alguien, un adulto, el marido de la hermana de mi amigo, le preguntó a un chico, un amiguito de uno de los hijos de mi amigo, un flequilludo mocoso que untaba las tostadas con medio frasco de mermelada cada una, y sostenía luego el tazón de café con leche con las dos manos, metiendo prácticamente la frente en la taza para emerger luego con la punta de la nariz manchada de espuma, porque mi amigo tiene una espectacular cafetera expreso como la de los bares.
El marido de la hermana de mi amigo, le preguntó al chico, decía, lo siguiente.
–¿Facu, qué querés ser cuando seas grande? –Queda claro que el marido de la hermana de la esposa de mi amigo tampoco está para Premio Nobel de nada.
El clima era relajado, distendido. Había empezado a llover, apenas, y era lindo ver caer la lluvia sobre el pasto, a través del ventanal, mientras el humito de los cafés con leche subía enrojeciendo mejillas. Civilización.
–Más tostadas –dijo Facundo, señalando el plato con el mentón. Y todos se rieron de la ocurrencia, atribuyéndola al desprejuiciado atolondramiento de un niño, a la impunidad conceptual que da el tener siete años y decir al mundo lo que se te pasa por la cabeza en ese momento así, sin filtros.
Pero a mí me pareció que la respuesta había sido muy en serio. Me pareció que el pibe había dicho una de las cosas más terribles que yo fuera capaz de recordar.

27.6.10

Quizás no viene al caso

Alguna vez, hace ya demasiado tiempo, era un chico, volví a casa. Me habían pegado, me había asustado, había corrido. Podríamos decir que no había estado a la altura de las circunstancias, sin importar desde ya, qué importancia podían tener, las circunstancias.
Así que volví a casa, no había otro lugar al que volver, adónde querías que vuelva.
Me vio mal mi hermana y me preguntó, así que le conté a mi hermana, más o menos, lo que me había sucedido. Mi hermana se lo contó a mi madre. Mi madre se lo contó a mi padre.
Mi padre, que hablaba poco, que no decía prácticamente nada, creyó oportuno darme un consejo, una lección de vida. Me dijo unas palabras.
–Quiero que seas tan duro –dijo–, que cuando te caigas en la calle rompas una baldosa.
Me estaba preparando para el mundo. Él sabía de las asperezas, de los filos que tenía la vida. Le pareció oportuno avisarme.
Desde entonces, me caí muchas veces. Algunas veces me tiré. Muchísimas veces, claro, me empujaron. Y si bien logré romper algunas baldosas, yo también estoy un poco lastimado.
Perdoname, viejo. Vos sabés cómo son estas cosas.

23.6.10

Tiros

Estaba en el andén, en el andén del subterráneo. Estar bajo tierra y no estar muerto es bastante grave, porque es como estar muerto, pero sin las ventajas de estar muerto. Es como estar muerto y fastidioso a la vez. Y encima esperando que aparezca el subte, que viene lleno, creo que ya lo dije, y encima no viene más.
El primer disparo no lo escuché. Aprovecho el viaje en subte para leer un poco, o para cerrar los ojos y hacer algún ejercicio de respiración, todas cosas sencillas, pasatiempos mientras se está muerto, con la secreta esperanza de resucitar. O mejor dicho sí lo escuché, pero me aturdió. Pensé que era otra cosa, alguien que había dejado caer una caja con un televisor o con seis botellas de vino, un tremendo portazo lleno de disgusto, el reventón de un neumático, cosas que no podían ser, no sé.
Pero no, no podía ser. Estábamos en el andén del subte B, en la estación Dorrego, y eran las nueve menos diez de la mañana. Gente, gente fastidiosa y esperando y no mucho más.
–¡Al piso, al piso! –Dijo alguien, un tipo flaquito con gorra de lana y una mochila con el logo de ‘Los Piojos’ en la espalda. Y el tipo se tiró al piso, lo cual le costó un poco, porque el subte se estaba retrasando y el andén se había cargado mucho de gente, no había casi lugar. Le costó tirarse, tuvo que empujar.
–¡Tiros, son tiros! –Una mujer se tomó el pecho y luego se miró las manos para ver si estaban manchadas de sangre. Pero no, sus doce kilos de teta, ya para siempre glándulas mamarias, permanecían en su lugar.
La mujer usó el plural, porque había sonado un segundo tiro. Y ahora sí, los que leíamos y los que dormíamos de pie y los que esperábamos y nada más, supimos de inconfundible e inapelable manera que estaban sonando tiros.
La gente comenzó a arrojarse, como podía, al piso, unos sobre otros. Hubo alaridos, puteadas, gritos superpuestos e inconexos por encima de la música de los televisores. Los que no podían tirarse al piso, por fiaca o por falta de espacio, se apoyaban contra la pared del andén. Hubo quienes saltaron a las vías, maniobra riesgosa por cierto, gritando, para cruzar al otro lado, como si de un río se tratara. La gente se tapaba los oídos con las manos, algunos rezaban, otros corrían pero en cámara lenta, porque mientras corrían tropezaban y trataban de adivinar para dónde, en qué dirección tenían que correr.
Habrá durado todo un minuto o dos, no más. Desde una punta del andén, la de atrás, un hombre tiraba contra todo. Fueron quince tiros, uno detrás de otro, con intervalos regulares de entre dos y tres segundos. El hombre era canoso, bien peinado, de unos cincuenta años, usaba jeans y una campera negra, corta, sin cuello, como las de los beisbolistas. Tiraba sin moverse, bien afirmado. Tiró y siguió tirando hasta que escuchó, todos lo escuchamos, un chasquido, no había más balas.
Entonces lo agarraron. Entre varios, un policía de civil, tres guardias del subterráneo, algunos entusiastas siempre deseosos de tirar una trompada.
Lo esposaron, al hombre. Y lo fueron haciendo caminar por el andén, para llevarlo detenido. Llegaron más policías. La gente, lentamente, se incorporaba, recuperando sus carteras o bolsos, sacudiéndose la ropa. Cada uno fue verificando que ni él mismo ni el de al lado estuviera muerto. Había silenciosas sonrisas, asentimientos de cabeza. Todos buscaban manchas de sangre en el piso, algún gemido, alguien que debiera ser socorrido de inmediato.
Se oían sirenas, arriba, patrulleros, ambulancias. Venían los bomberos, también.
Al pasar junto a mí, un policía le estaba preguntando al sujeto, mientras lo hacía avanzar a empujones.
–¿Pero qué hiciste, boludo? ¿Qué te pasa? ¿Sos de una secta, te dejó una mina? ¿Vos qué reclamás?
–Nada –el hombre negó con la cabeza. Tenía un rasguño que le cruzaba la frente–. Tomo el subte acá, desde hace veinte años, y me parece que están todos tristes y aburridos, que nunca les pasa nada. Quería que una vez tuvieran algo para contar.

19.6.10

Andrea o Verónica o Gisela

Recibo un llamado. Un llamado telefónico. No sé cómo alguien puede llamarme por teléfono, sólo uso el teléfono para pedir una pizza, los sábados por la noche. Napolitana con ajo, roquefort, fugazzetta, eventualmente calabresa, según la patología del día, lo que corresponda, la dolencia que se intente sanar. Jamás atiendo el teléfono, además.
El llamado es de una chica, Andrea o Verónica o Gisela. Dice que fue a la primaria, o a la secundaria, conmigo. Hace veinte años, no sé, algo que ocurrió en el inasible magma del pasado. También dice, la chica, que está organizando una fiesta, una cena, de todos los que fuimos a ese grado. Para que nos veamos, para que charlemos.
–Va a estar redivertido –dice Andrea o Verónica o Gisela.
Pero no. No sirve, no corresponde. Cuando se hacen ese tipo de eventos es con el único afán de corroborar que el fracaso es una epidemia, una peste, un virus que nos ha comido el alma a todos, dejándonos las cáscaras vacías, algo putrefactas, un poco de pulpa apenas cerca de los mustios carozos en el exacto lugar donde deberían estar los corazones. Lo que se busca es chequear, bajo un ficticio entusiasmo, que todos se han ido a la mismísima mierda, igual que uno mismo, que no había nada para nadie después de cinco o siete veranos en la playa, que la vida se puso en dos patas y te dio un zarpazo de oso peludo que te va a dejar la cara marcada para siempre, que no te van a quedar ganas ni de preguntar dónde carajo está el tarro de miel de la alegría.
Así que le digo que no puedo ir, a Andrea o a Verónica o a Gisela. Porque yo prefiero recordarlas cuando todavía tenían algún brillo, alguna posibilidad.

15.6.10

Siempre lo mismo

Hace un tiempo, me doy cuenta, que hablo siempre de lo mismo. O mejor dicho, lo escribo.
Escribo sobre las dietas como elemento de dominación, cómo tener a la gente atormentada con el colesterol, vendiéndoles yogures para cagar y yogures para reír y explicándoles que deben repetir la palabra fitoesterol como un mantra hasta caer muertos de pena sobre una avenida cualquiera.
Escribo sobre la gente que corre, sobre esos boludos sin alma que sólo piensan en huir, en correr como el preciso sucedáneo de una religión que les permite flagelarse en grupo al tiempo que se les promete una recompensa que nunca llega, porque no te va a ocurrir absolutamente nada y encima te faltan un par de kilómetros (vos dale). Lastimosas conchudas dispuestas a correr 21 kilómetros pero incapaces de bajar a comprar medio kilo de dulce de membrillo y un poco de queso, con sus zapatillas de quinientos pesos y sus miradas inyectadas de la más pura energía bovina, cosas así.
Escribo sobre todo lo que me salió mal, desde siempre, todo lo que no me salió nunca, todo lo que no va a poder ser. Escribo sobre este fracaso redondo y contundente como un pomelo en el lugar donde debería estar el corazón.
Escribo sobre todas las chicas que me dijeron que no, que yo no era suficiente, que ellas siempre tendrían la oportunidad de elegir algo mejor. El rechazo como un exquisito motor.
Escribo sobre el eterno desencuentro que nos excede y nos abarca, sobre la perecedera naturaleza de las cosas, sobre la imposibilidad de ser feliz.
Escribo sobre lo que escribimos todos en la adolescencia, chorritos de poesía que luego, por ningún arte de ninguna magia, se transforman en ese líquido que gotea de las pilas sulfatadas, igual igual. Caminatas bajo la lluvia, amaneceres en la playa, la mirada de un perro, un abrazo bien fuerte, una pizca de amor como una lucecita en una tormenta en medio de un embravecido mar en alguna parte.
Escribo que te extraño, también.

10.6.10

Tiempo y guita

El gráfico, el gráfico cartesiano que se usa por lo general en cualquier ciencia que tenga algún componente matemático, es un gráfico que consta, utiliza, dos ejes. Los ejes, suelen llamarse, están denominados vaya uno a saber por qué, o te pensás que soy el cuñado de Euclides, lo ejes se llaman, te decía, X e Y. El eje X es el eje horizontal, por convención, porque sí, y el eje Y es el eje vertical, por razones más o menos parecidas.
En el eje X, como se hace por lo general, como se suele hacer aunque no necesariamente, pero es lo habitual, utilizamos la variable tiempo, en este caso que nos ocupa no sería el tiempo transcurrido o histórico, sino el tiempo restante. En meses, por ejemplo, 1, 2, 3, meses, meses restantes, meses que le quedan de vida al individuo en cuestión.
En el eje Y, colocamos la variable guita, dinero, que posee el individuo, en miles de dólares, por elegir una unidad que haga el análisis comparable, posible.
Y ya está. Hacemos un puntito, en el gráfico, el individuo queda definido por esas dos variables. Eso arroja una coordenada.
Cuanto más lejos esté, el puntito, del cero, del punto donde los dos ejes se unen, mejor, mejor para el puntito, para el individuo. Cuanto más cerca estés, del cero, del origen, del punto donde los dos ejes quizás se cruzan, peor. Algunas cosas se podrían agregar, por ejemplo, si estás sobre uno de los ejes, bueno, eso significa que te falta, que te falta lo que hay en el otro eje, no sirve. Si no tenés nada de tiempo, o no tenés nada guita, no sirve. Se te complica. Podés tener muchísimo tiempo, y casi nada de guita. También podés tener muchísima guita, y casi nada de tiempo. Problemas, problemas.
No interesan, para el análisis, no se admiten, los puntos negativos. Si tuvieras un número negativo de tiempo, sería, por ejemplo, si estás con un respirador, enchufado, en algún hospital, o si hace un tiempo que te moriste. Si tuvieras un número negativo de guita, sería que estás endeudado, pediste plata prestada, estás en la lona, tampoco sirve, es otro tipo de respirador, otro tipo de muerte.
Esto es todo lo que hay que saber, todo lo que interesa, sobre tu vida, si podés hacer algo, si existe alguna posibilidad, por ínfima que parezca, que seas feliz, esas dos cosas.
Puede que el análisis te resulte en un principio algo reduccionista e irritante, puede que te choque un poco. Es por que carecés de un mínimo rigor científico, los primeros contactos con las ciencias duras suelen dejar algunos raspones.

5.6.10

1033

Estábamos en un bar, porque ella había dicho ‘tenemos que hablar’. Y cuando una mujer, que por lo general habla, te dice ‘tenemos que hablar’, es porque llegó la hora de las despedidas. Una pared de boletas, un catálogo de barbaridades cometidas, psicoanaloides explicaciones para justificar que somos animales hechos de egoísmo y espanto y un plan personal dictado por abstrusos arbitrios. Lo normal.
–No sos especial –me dijo–. Vos creés que sos especial, pero no sos especial. Cuando vivía en Hurlingham, escuché a mi padre una vez hacer un comentario. El comentario era sobre Julio Iglesias. Con mil mujeres, dijo mi padre, este tipo se acostó con mil mujeres, dijo mi padre, y se rió. Una carcajada corta. Yo no había visto reír a mi padre prácticamente nunca. Y no lo volví a ver reír jamás. Un hombre duro, bruto, trabajaba en el ferrocarril, le gustaba tomar fernet, jugaba al dominó con sus amigos.
Me serví más cerveza. Lo bueno de ese bar era que te vendían la cerveza de litro, y te daban un recipiente, un cuenco, con maníes, pero de los maníes que tenían la piel, la cascarita roja que en mi opinión es fundamental. Esa pielcita roja, esa cascarita fina como un papel, es la que tiene todas las propiedades del maní, la vitamina E y todo lo demás. Esa cascarita, su efecto, es como si alguien te hiciera una suave cosquilla en los testículos desde abajo, es lo que te da unas descomunales ganas de coger. La gente suele hablar de las nueces, las ostras, el roquefort, pero en mi opinión la clave para querer coger como un chimpancé, como un gorila, como un orangután, está en los maníes. Las almendras, las nueces, la palta, no tienen nada que hacer.
–Y a mí me quedó grabado lo que dijo mi viejo sobre Julio Iglesias –siguió hablando ella–. Así que ni bien entré en la adolescencia decidí que yo iba a coger con mil tipos. No quería terminar el colegio, me costaban las matemáticas. No quería ser doctora ni arquitecta, no sabía tocar ningún instrumento musical. Lo que yo iba a hacer era coger con mil tipos. ¿Entendés?
–Sí –dije. Porque entendía, la historia no revestía ningún excesivo grado de dificultad–. Entiendo.
–Y eso hice –prosiguió–. Cogí con mil tipos. Cogí con todos mis vecinos y mis compañeros de colegio. Cogí con el heladero de manos azules, cogí con viejos que estaban internados en un geriátrico donde trabajé, cogí con negros africanos que tenían vergas del tamaño de un antebrazo. Cogí con mil tipos, ¿entendés?
–Sí –dije otra vez. Porque seguía entendiendo.
–Cogí con mi papá también, y con un primo que era sordomudo y lo trajeron a vivir a casa que me miraba mientras cogía con esos ojos enormes. Cogí y seguí cogiendo –se pasó la lengua por el labio superior–. Hasta cogí con Julio Iglesias. Cuando vino a la Argentina, hace como quince años. Lo fui a buscar al hotel, al Sheraton, y le dije que quería coger con él, un homenaje a mi padre. Apenas se le paraba, pobre viejo, ya no daba más. Cogí con el que tocaba los teclados, también, y con uno de los de seguridad. Lo mío, desde siempre, fue coger.
–Ajá. –Dije. Era como decir ‘entiendo’, porque ella había hecho una pausa, buscando mi atención con la mirada. Levanté un dedo, un índice, al cielo de yeso, indicando que precisaba otra cerveza. Con la caprichosa, por qué no anárquica espontaneidad de los milagros, la cerveza apareció. Los peces y los panes.
–Ahora estaba cogiendo con vos, pero no sos nada especial, te lo quería decir –sacó una libretita, la abrió–. Sos el tipo 1033, ese es tu número. Sos el tipo mil treinta y tres con el que cojo, y vos te creés que sos la gran cosa, que tocando tal o cual botón, cambiando de posición, apretando aquí o allá me vas a conmover. Yo cogí con más de mil tipos, entendeme. Vos sos apenas uno más.
No dije nada, pero asentí una vez, apenas, un ínfimo movimiento de cabeza. Me serví más cerveza.
–Acá nos despedimos –dijo– ¿Me querés decir algo?
–Sí –hice una pausa, dejé el vaso, ella mantenía los puños apretados sobre la mesa, los nudillos muy blancos–. Aprovecho tu experiencia y te pido si me podés recomendar alguna crema humectante. Con este frío moqueo y se me paspa mucho la nariz, me debo estar por resfriar.