30.5.15

Flum


Marcela tenía una habilidad, por decirlo de algún modo. Un don. Aunque quizás tampoco sea la definición más apropiada, cómo decirlo. Se trataba de una capacidad, eso sí, pero para nada tradicional. Algo atípico.
Marcela se metía una aceituna en el culo. Lo podía hacer poniéndose en cuatro patas, o de pie, inclinada hacia delante, apoyándose contra la pared o el respaldo de una silla. O apoyándose en la mesada de la cocina.
Se metía la aceituna en el culo, Marcela, y hacía un movimiento, una particular presión con sus nalgas, y con su vientre a la vez. Y ¡flum! La aceituna salía despedida, como un balazo, pegaba contra la otra pared de la habitación.
Lo había practicado mucho, Marcela, dominaba la técnica. Tenía puntería, eso quise decir. Podía pegarle, con la aceituna, a un vaso colocado sobre una mesa, a un cuadrito con un paisaje de una callecita de Checoslovaquia, a su gato Sigfrido que dormitaba sobre el apoyabrazos de un sillón color borravino, quizás algo desteñido (el sillón, no el gato).
Lo hacía un par de veces al día, después de desayunar, o a la nochecita, cuando salía de darse un baño. Se ponía una aceituna en el culo, Marcela, a veces verde, a veces negra. ¡Flum! Las lanzaba.
El problema es que como todos, cuando se tiene un don, una habilidad, bueno. En algún momento, querés mostrarlo. Si sabés tocar el piano o el violín, si tocaste de chiquito, no sería extraño que intentes hacerlo durante una cena navideña, o en la casa de una novia. Es natural.
Pero era un problema. Porque Marcela era una mina bárbara. Inteligente, divertida, sabía cocinar milanesas con puré de batatas, cogía con entusiasmo, con interés.
Pero. En algún momento de privacidad, en algún momento íntimo, Marcela decía ‘te voy a mostrar algo’. Iba a la cocina, y volvía con una aceituna. Se ponía en cuatro patas, se metía la aceituna en el culo. Hacía su numerito y después se reía, encantada.
Los hombres al poco tiempo se iban. Se escapaban. Sin demasiadas explicaciones, comenzaban a ausentarse, dejaban de llamarla. Decían que se habían vuelto a encontrar con una antigua novia, o que estaban con demasiado trabajo y no querían una relación estable. Rajaban.
Marcela habló con una amiga, Marcela no era tonta. Marcela se daba cuenta. Los hombres se preguntaban, una vez que habían visto el numerito, si Marcela tenía alguna clase de trastorno, si no era una loca o una pervertida. Cómo había aprendido a tener puntería lanzando aceitunas con el culo. En qué circunstancias.
Así que Marcela dejó de mostrar lo que sabía hacer, su truco. Se contentaba con practicarlo en privado, un par de veces por día, nada más. Sin que la viera nadie.
Marcela se había puesto de novia con Gustavo. Un tipo piola, abogado, bastante familiero. Le gustaba correr maratones, cambiaba el auto cada tres años.
Después de un año de noviazgo, habían decidido casarse, por qué no. Irse a vivir juntos, eran jóvenes, pensaban en tener hijos. A Gustavo le iba bien, lo habían hecho socio del estudio. Progresaba.
Una noche, en la casa de Marcela, después de tomar un rico vino, después de coger. Recostados en la cama. Gustavo fumaba un cigarrito holandés. Faltaban dos meses para la boda.
–Uh –dijo Gustavo, y le besó un hombro–. Andá a la cocina y fijate en la bolsa. Hoy compré unas cerezas riquísimas. Traelas que las comemos.
Marcela volvió de la cocina, desnuda. Había puesto un puñado de las cerezas en un pequeño bowl. Levantó una cereza del cabito, con dos dedos. La sostuvo por un instante en alto.
–Tomá –dijo Marcela mientras le pasaba el bowl–, tené. Te quiero mostrar algo.
Sonrió, Marcela, y se apartó de la cama un par de pasos.

24.5.15

Multiple choice


será cuando yo tenga tiempo y vos tengas ganas.
será cuando yo tenga ganas y vos tengas frío.
será cuando yo tenga plata y vos tengas miedo.
será cuando yo tenga hambre y vos tengas sueño.
será cuando yo tenga odio y vos tengas náuseas.

será cuando vos tengas herpes y yo tenga caspa.
será cuando vos tengas libros y yo tenga asma.
será cuando vos tengas brillo y yo tenga canas.
será cuando vos tengas várices y yo tenga magia.
será cuando vos tengas perro y yo tenga auto.

o no será nunca. y no tendrá la menor importancia.

18.5.15

2%


​Muchas veces entro a bares y pido cosas que no quiero tomar. Si quiero café, ponele, pido té, y cuando me lo traen lo dejo ahí, sin tocarlo siquiera. Al rato pago, como corresponde, y me voy.
​A veces tomo colectivos que nada que ver, el recorrido, con el lugar al que tengo que ir. Si tengo que tomar el 106, por ejemplo, me tomo el 24. Y cuando llego a la terminal me bajo, no tengo la más puta idea de donde estoy. Me bajo, y fumo un cigarrillo.
​O entro a locales, a cualquier lugar de ropa. Pido una camisa para un adolescente de 55 kilos, meto un brazo, no logro ni pasar el primer tercio de la manga, digo ‘bárbaro, justo lo que estaba buscando’.
​Sé perfectamente, cada mañana, apenas abro los ojos, que no soy ni el 2% de la persona que me hubiera gustado ser. Lo demás son detalles.

12.5.15

Otras mejillas


A veces voy a un banco a hacer un trámite, tengo que depositar un cheque, por ejemplo. Algo que cobré, alguien que me pagó, por algo que hice, de eso vivo. Y el cajero empieza a mirar el cheque y niega con la cabeza, dice que no, que está mal hecha la firma, o que el cheque tiene olor a pis de perro, o que está mal escrito mi apellido, seguro que está mal escrito mi apellido. Lo importante es que el cajero dice que algo está mal, que el cheque no se puede depositar, que el trámite no se puede hacer.
Entonces lo miro, lo miro a los ojos y le digo:
–Mirá, sé que a tu mamá le hicieron estudios. Van a tener que hacerle quimioterapia, como te dijo el doctor. Pero va a salir, vas a ver que se va a curar. Este verano la vas a poder llevar a San Bernardo con tu familia. Ella va a caminar por la playa, y va a volver a cocinar. Quedate tranquilo, lo va a superar.
O a veces voy al supermercado a comprar algo, una vez por semana, algo para comer, fideos Don Vicente, y queso rallado. Y papel higiénico, también, para limpiarme el culo cada tanto, y un San Felipe roble, básico, sin levantavidrios, y latas de atún La Campagnola en oliva, y no sé qué más. Y la cajera empieza a pasar los productos por la lectora con infinito fastidio y dice que no. Que la lata que elegí no tiene bien el código de barras, o que las bolsas de residuos Asurín con manija fueron abiertas, alguien al parecer usó el rollo, el rollo de bolsas, se lo metió, el rollo, en el culo, y eso es muy grave. O el chocolate Águila que agarré fue pisado por un elefante mientras filmaban, en el supermercado, un avance para la remake de ‘Tarzán’. Pero algo no anda, mi cara, mi dinero, voy a tener que esperar a que llegue el gerente intergaláctico, el supervisor intercontinental.
Entonces la miro, la miro a los ojos y le digo:
–No pasa nada, tu novio te obligó a abortar en ese departamentito de morondanga en José León Suárez, y te hicieron el aborto con una cucharita de café oxidada, y estás con pérdidas, asustada, estuviste al borde de la septicemia. Pero quedate tranquila, zafaste. Vas a conseguir otro novio, un pibe macanudo que vive cerca de tu casa, por Lanús, y te va a querer bien. No se dañó el útero ni nada, sólo hace falta que descanses unos días y después sí, a seguir cogiendo arriba de los árboles, o en una mugrienta terraza con cumbia de fondo, como te gusta a vos. Vas a ver que en poquito tiempo tenés una nena preciosa. Te gustaría ponerle Romina, lindo nombre.
Y claro. Se sorprenden un poco, de ver cómo es posible que acierte exactamente lo que les sucede. Pero para mí es la cosa más sencilla del mundo. Las ganas de romper las pelotas que tenés, son proporcionales a lo mal que estás.

6.5.15

Una trompeta Paul Mauriat


Entro al local, el local está sobre la calle Talcahuano. Es un negocio que vende instrumentos de viento.
El asunto es que tenemos un amigo, el Tuchi, que toca la trompeta. Empezó a tocar la trompeta de grande, cuando se divorció. Dijo que, divorciado, le sobraba tiempo cuando volvía de trabajar, y energía. La trompeta era mejor que gritar, que pasarse un par de horas discutiendo con Estelita por cualquier boludez. Tocaba la trompeta, una o dos horas, se iba a dormir. Quedaba fundido.
Hacía tres o cuatro años le habíamos comprado, entre varios amigos, una trompeta. El Tuchi no tenía un mango, apenas podía pagarse las clases de trompeta. Cuando recibió la trompeta casi se desmaya de la alegría.
Ahí estaba el Tuchi, seguía laburando en esa escribanía, Estela se había quedado con el departamento, con el auto, y seguía pidiéndole dinero. Progresaba, el Tuchi, con la trompeta, iba dejando la medicación que le había recetado un psiquiatra amigo para no venirse abajo por completo. Hasta había conocido una mina.
Me contó Gustavito que el Tuchi, en una clase grupal, alguien le había hecho un comentario despectivo, sobre la trompeta. Le habían dicho que tenía una trompeta ‘de estudio’, lo que equivalía a decir que no tenía una trompeta ‘profesional’.
–Qué hacemos –me había dicho Gustavito, sirviéndose la última porción de fugazzeta, en ‘Nápoles’ (qué quizás ya no era ‘Nápoles’ en un sentido estricto, pero bueno, nosotros tampoco éramos los mismos).
–Le compramos una trompeta profesional –dije yo–. De una.
Ahí estaba, en el negocio de la calle Talcahuano. Abrigado, porque era Agosto, con una mochila. Adentro de la mochila, entre algunos papeles de laburo y un libro, tenía dinero. Guita.
Me atendió un idiota de barba y cabello recogido. Con esa semisonrisa que ponen los tipos que creen que saben algo que vos no sabés. En este caso, era evidente, así como los vendedores que trabajan en librerías suelen ser escritores frustrados que creen que vos no tenés la más puta idea de literatura, los vendedores de instrumentos musicales, bueno. Suponen que vos sos contador o abogado, a lo sumo dentista, que no tenés idea quién fue Thelonious Monk o Petrucciani. Te desprecian, aunque en el fondo no es más que un reflejo de lo que se odian a sí mismos por la vida que llevan. Le pasa mucho a los instructores de los gimnasios, y a los mecánicos de autos, también.
Expliqué, como pude, la situación. El Tuchi, la trompeta de estudio ‘Júpiter’ que le habíamos regalado alguna vez para que no se matara. Las ganas de regalarle una trompeta profesional que le permitiera, de algún modo, subir de categoría.
–Tengo una trompeta Paul Mauriat pero es cara, muy cara –el tipo de barba se miró con otro vendedor, que también llevaba el cabello recogido, y que tenía todavía más cara de pelotudo, los ojitos cerrados, como si hubiera estado fumando porro los últimos quince años adentro de un baño y no mucho más que eso–. Es, para que entiendas, como la ‘Ferrari’ de las trompetas.
–La Ferrari de las trompetas, mirá vos –dije – ¿Y cuánto vale?
–Veintisiete mil pesos –dijo el de barba, y sonrió, una sonrisa que estaba infinitamente más cerca de los fenicios, del comercio, que de la música. Una sonrisa que parecía decir ‘no sólo no sabés de música, sino que además no tenés la guita’.
–¿La puedo ver? –dije.
–Ehh, sí, claro –el tipo se paró con desgano, caminó unos pocos pasos hacia atrás, se metió en un cuartito que estaba detrás de la caja registradora, volvió con la trompeta–. Acá tenés. Con cuidado, es un objeto muy valioso, un instrumento de precisión me atrevería a decirte. Algo para entendidos.
Apoyó la trompeta sobre el mostrador. La sacó del estuche.
–Permiso –dije. La levanté, con ambas manos, como si fuera un arma, como si fuera un animal herido. Jamás había tenido un instrumento musical en mis manos, ni una guitarra, ni el palito de una batería. En mi vida.
Y entonces toqué. Agarré la trompeta y comencé a tocar. Toqué ‘you are the sunshine of my life’. Tocaba y el sonido acariciaba el aire. Una versión que parecía como si ahí estuviera, frente a mí, la mujer de mi vida. Notas largas que te pinchaban el alma, tan dulce y tan triste. Toqué y por un instante pareció que el universo todo me escuchaba. Era magia, era dolor, era alegría.
Quizás todo duró un minuto, no más que eso. Dejé la trompeta, con cuidado, sobre el mostrador. La acaricié con la yema de dos dedos, como una despedida.
Me miraban, los vendedores. Una chica que estaba comprando una boquilla para su saxo se había emocionado, sonreía.
–Epa, sos un groso –dijo el de barba–. Sos bueno de verdad. ¿Tocaste con Malosetti, no? Estoy seguro que te vi en La Trastienda. No te había reconocido.
Pero no, nada que ver. Fue un instante nomás, como si a la realidad se le hubiera soltado una costura y las cosas hubieran podido ser de otra manera. Como me hubiera gustado a mí, seguramente.