30.7.19

Visito a Héctor


Llego al sanatorio. Me bajo del taxi, apurado. Entro.
–Habitación 718, vengo a ver un paciente –digo en recepción. Me indican que debo ir hasta la mitad del pasillo, donde se encuentran los ascensores.
Espero. Llega el ascensor. Subo al séptimo piso. Bajo, camino por un largo corredor, siguiendo la numeración de las puertas.
716, 717, 718. Dos golpecitos en la puerta, leves. Entro.
–Cómo estás, querido –digo. Él está acostado en la cama. Tiene una sonda que va al brazo y otra a la nariz. A sus espaldas titilan un par de monitores–. No hables, no digas nada.
Me mira, está despeinado. Le han puesto una bata que deja ver su canoso torso. Parece muy delgado, aturdido. Abre un poco la boca y hace un esfuerzo, con la cabeza. Como si quisiera señalarme con el mentón.
–Te vas a mejorar –le aprieto, apenas, el dorso de la mano que descansa sobre las sábanas–. Tenés que ser fuerte. Tenés que hacer caso.
Me mira, muy serio. Recién entonces me doy cuenta que está su mujer. Sentada junto a una mesita donde han dejado los restos del desayuno. La mujer luce preocupada, ha pasado la noche cuidando a su marido, prácticamente no ha dormido.
Hay un televisor encendido pero sin volumen, es un programa donde los panelistas discuten a favor y en contra de algo. Si Batistuta y Crespo podían jugar juntos, si en verdad Neil Armstrong llegó a la luna o si se sacó las fotos en el baño de su casa. Se asoma una enfermera.
–Ahora vengo a sacarle sangre –dice y sonríe.
–Perdón –dice la señora. Se pone de pie, intenta, en vano por cierto, alisarse la pollera–. Pero no lo conozco. ¿Héctor, vos sabés quién es?
Me mira, Héctor. Se incorpora un poco sobre los almohadones, pero siente dolor.
–No –dice–. La verdad que no.
–No, claro que no me conocés, pelotudo –dejo los bombones que compré sobre el sillón, y un par de revistas–. Por lo general la gente es repugnante. No paro de confirmar y reconfirmar que la gente es una mierda. Porque no te conozco, porque no tengo la más puta idea de quién sos es que vine a desearte que te mejores. Si te conociera no me importaría un pomo lo que te pase, estoy casi seguro.

20.7.19

Modos de ver


Le expliqué lo que me sucedía, lo que ocurría por lo general, todo el tiempo. A ella.
–Vamos a un bar cualquiera –le dije–, a las siete de la mañana. A un bar que esté vacío, y vas a ver que cuando entre una persona, cualquier persona, se va a sentar lo más cerca mío posible. Tiene todo el bar para elegir, el tipo, quiere leer un poco el diario antes de ir a trabajar. Pero si pudiera se sentaría tocándome espalda con espalda, o codo con codo, aunque estemos en Enero y hagan treinta y nueve grados a la sombra.
–O si estoy en el subte, en el andén –dije–. Y me voy hasta una punta, a una punta donde no hay nadie. Va a venir alguien y se va a parar al lado, a menos de tres centímetros de distancia. Invadiendo lo que podríamos denominar mi ‘espacio ecológico’. Quizás incluso el subte ni para ahí, quiero decir, estoy demasiado adelante, o demasiado atrás.
–Y así podría seguir –le dije–. En un restaurante, o en la calle. O si me paro en un supermercado en una caja que no tiene cajera, una caja que está cerrada y dice ‘caja cerrada’. De inmediato se forma una fila detrás de mí.
–Es verdad, lo ví –me dijo ella–. Se ve que tenés poderes. Algo de tu energía atrae a la gente, sos una especie de vórtice.
–No –dije–. Yo creo que el cosmos no se pierde ninguna oportunidad de romperme las pelotas. Debe ser eso.

10.7.19

Miedópolis


Nos vendieron el progreso, nos vendieron la modernidad, pero hay un problema. Tiene una falla, una contra que hace moco todo lo demás.
En la antigüedad, en las primitivas civilizaciones, había un temor. Un temor que regía las conductas de los hombres, algo que, interpretaciones mediante, les permitía saber si lo que estaban haciendo estaba bien o estaba mal.
Un único temor. Sí, claro, el temor a Dios. De eso estamos hablando.
A través de ese temor eran interpretados los terremotos y las tormentas eléctricas, las buenas cosechas, las picaduras de las víboras, la fertilidad de las mujeres.
Luego pasó el tiempo y nos sofisticamos todos. Llegaron los automóviles y las computadoras, el club med, twitter, las bicicletas fijas, la comida molecular.
La gente se dio cuenta que podía decidir qué hacer, tatuarse una jirafa lavándose los dientes sobre la nalga derecha, meterse un turrón en el culo y filmarse cantando ‘Beast of burden’, con el turrón en el culo, y subir el video a youtube. Dimos entonces paso a un temor cada vez más y más indefinido y nebuloso, algo en qué pensar cinco minutos como máximo, los domingos, antes que empiece algún partido de la copa uefa, la champions, la copa melba, la conmebol, la sobortnik cup.
Encarcelado el reverencial temor, vinieron los pequeños temores. Miles de pequeños temores que pelean el protagónico según la moda. Y ahora tenés miedo que se caigan los aviones, tenés miedo del colesterol, tenés miedo a la calvicie o a que las tetas te pasen la línea de la cintura según el caso, tenés miedo de no entender los capítulos de la serie ‘lost’, tenés miedo que tu teléfono celular no vibre bajo el agua o que no te haga efecto el último yogur inventado para poder cagar como un colibrí.
Cambiamos un temor por una catarata de temores, vamos por la vida como famélicos zombies asustados por cualquier cosa. Y yo te digo que era mejor cuando le temíamos a una sola cosa, cuando nos parecía que Dios eructaba su fastidio a través de un volcán, o nos indicaba, mediante un rayo y un trueno, a qué árbol debíamos subirnos para cazar.