30.7.16

Sanito


Si querés dejar de comer, la única forma de dejar de comer, es empezar a beber. Si querés dejar de estar todo el día pensando en clavarte una tira de asado con papas fritas a la provenzal, y de entrada quizás un chorizo y una morcilla, por qué no, o una porción de riñones y una provoleta. Flan con dulce de leche, potente como un misil, de postre. Y un plato de ravioles, a la noche, con tuco, con albóndigas, con queso rallado, un manjar.
Si querés dejar de beber, la única forma de dejar de beber, es empezar a fumar. Si querés dejar de ir todas las tardes a la salida del trabajo a tomarte un litro de cerveza y dos o tres whiskys, o limpiarte un tubo de vino durante la cena. Y después un par de fernets pero como bajativo, para limpiar. O sino coñac.
Si querés dejar de fumar, la única forma de dejar de fumar, es volverse sano. Si querés dejar de prender un cigarrillo ni bien te despertás, otro mientras esperás que se caliente el agua para el mate. Y un cigarrillo justo antes que venga el colectivo, otro apenas te bajás, otro después de almorzar, y otro más.
De sólido a líquido de líquido a gaseoso y de gaseoso a la nada misma. Eso sos vos, sin vicios, un aparato psicosomático que paga impuestos y se lava los dientes. Nada para contar, no existís.

24.7.16

Un paseo por la montaña sagrada


Cuenta la leyenda una situación, podemos llamarlo anécdota si querés, pero que tiene pinceladas de semblanza, de mensaje.
Estaba el inapelable sabio, el sagrado gurú de la India, quizás el más venerado de todos y con razón, capaz de transmitir la beatitud misma a través del silencio, por el mero poder de su presencia.
Vivía el santo junto a la montaña sagrada a la cual había llegado siendo un adolescente y de la cual ya no se apartaría a lo largo de toda su vida. Se limitaba a ser, a estar presente durante todo el día, mientras miles de fieles de todas partes del mundo iban con el único objeto de verlo aunque fuera un instante, sentir su luz. Se cuentan historias, milagros, y están los diálogos traducidos para quienes deseen saber lo que allí ocurría, de qué se hablaba. Cada palabra de aquel hombre era una perla, la más pura luz que iluminaba el camino. Y la mirada de ese hombre puede verse en algunos retratos, parecía contener todo lo bueno de este mundo.
Dentro de su rutina, el hombre se levantaba tempranísimo para dirigir y ocuparse de las tareas de la cocina. Minucioso y excelente cocinero, atento a cada detalle de las comidas que se servían, a todos por igual, en el ashram.
La otra actividad que se permitía, una vez al día, era un paseo. Una caminata, por la mañana, alrededor de su sagrada montaña. A eso quería llegar.
En uno de sus matinales paseos, volvía el sabio cuando vio la siguiente escena. Era la temporada de lluvias y a orillas de una pequeña laguna había un sapo siendo devorado por una serpiente. Se detuvo un instante a observar. La serpiente había logrado atrapar al sapo, y lo había engullido hasta la mitad. Pero, parecía haberse atragantado, no poder concluir la faena. Mientras el sapo, preso e inmovilizado, continuaba aún con vida. Con esa muda desesperación que suelen tener los animales ante situaciones de carácter definitivo.
¿Qué hacer? No podía matar a la serpiente, el sabio, porque sabía que lo sagrado habitaba en todas las cosas. Y además, la serpiente había hecho lo que estaba en su instinto, proveerse de alimento. Tampoco podía el sabio liberar al sapo. Si lo liberaba, el sapo, ya comido hasta la mitad, tampoco sobreviviría.
Decidió entonces seguir con su camino, el gurú. Dejar que las cosas fueran resueltas por la naturaleza.
Ahora bien. Cuando llegué a casa el martes del trabajo, bastante más temprano que de costumbre, y te encontré boca abajo con mi mejor amigo encima, rompiéndote el orto con toda seguridad, tal suele ser tu afición querida Mónica, como tanto te gusta. La verdad que pensé por un instante, si matar a mi mejor amigo de un botellazo en la cabeza, o si gritar e intentar separarte de algún modo, pero se me antojó que no sólo no mostrabas excesivos deseos de ser liberada, sino que estabas siendo, como podía apreciarse, intensamente bien cogida. ¿Qué hacer?
Así que les saqué una foto con mi teléfono celular y se la envié a tus familiares y seres queridos, a todos los que te conocen podríamos decir, a vos, querida Mónica, y a él, que también es casado.
Porque yo seré un pelotudo desde ya, un cornudo, lo que ustedes quieran. Pero nunca me sentí un gurú, un santo.

18.7.16

La pasamos bien juntos


Habíamos dejado de salir hacía más de dos meses. Me llamó, me pidió que pasara a verla. Tenía un regio departamentito por Núñez, Mariana, en una calle tranquila. Cómodo y moderno, le gustaba la decoración. Contrafrente abierto, daba a los jardines de una torre. Con cochera.
Era viernes, eran las ocho de la noche.
–Hola –dije. Me hizo pasar.
–Hola, Juan –Estaba en camisón, aunque no era, técnicamente, un camisón. Un remerón largo de algodón que se le pegaba al cuerpo y le marcaba el elástico de la bombacha. No tenía corpiño y no lo necesitaba. Unas deliciosas tetitas pequeñas y firmes.
–Hola, Mariana –dije, decidí sentarme en el sillón–. Me llamaste, no sé. Nosotros, bueno…
–¡Me dijiste que te podía llamar cuando quiera! –Estalló, Mariana. Estaba ojerosa, moqueaba– ¡Me dijiste que te podía llamar si necesitaba algo!
–Sí –dije, me senté–. Sí.
–¡Ya sé que no salimos más, ya lo sé! –se sonó los mocos, fue a la cocina– ¡Me dijiste que te podía llamar! –Vino de la cocina, volvió con un vaso de agua. Para ella.
–Ya te dije que sí. Acá estoy.
–Necesito que me ayudes, Juan –Se sacó el pelo, su fantástico y desordenado pelo, de la cara–. Para eso te llamé.
No dije nada, no había nada para decir. Suspiré. Hubiera pagado por un whisky, pero si me tomaba un whisky me iban a venir las ganas de coger. Y no debía cogerla, ya no.
–Me voy a matar, Juan.
–Bueno –dije. Ya no estaba para ciertas boludeces, adolescentes efervescencias en una mina grande–. Te felicito.
–No entendés –se paró, abrió un cajón, sacó un .38 corto, pesado, contundente. Por un momento pareció que me apuntaba pero no. Lo apoyó junto a ella, en el sillón donde estaba sentada–. Necesito que me ayudes.
–¿Qué? –no podía quitar la vista del arma, como si se tratara de un animalito que pudiera treparse y atacar en cualquier momento– ¿A qué?
–Sí, que me ayudes. A matarme.
–Eso –siguió–. Me quiero matar, no quiero vivir más. Y vos tenés la culpa, así que prefiero que estés presente. Y más aún, que me mates vos.
–Sabés que no voy a hacer eso.
–¡Vos me dijiste que me ibas a ayudar con lo que necesite! –levantó el arma, se apuntó, de abajo hacia arriba, apoyando el caño del revólver debajo del mentón. Después cambió de posición, le resultaba más cómodo para seguir hablando, apuntarse a la sien.
–No –dije. No sabía qué decir. Le colgaba un hilo de baba. Se notaba que estaba empastillada. Traté de pensar. ¿Cuál era el teléfono de emergencias? ¿911? ¿107? ¿314? ¿Llamar al portero del edificio, a un familiar? ¿Y qué le digo a la policía? ¿Qué me invitó a cenar y se terminó pegando un balazo? Infinitos quilombos como nubes tapando el cielo, todo mal.
–Sí, Juan –se compuso un poco, Mariana, pero seguía con la pistola en la sien–. Te quise mucho, la pasamos bien juntos, y me rompiste el corazón. Quiero que estés así, enfrente mío, mientras me pego un tiro. Quiero irme viendo tu cara, hace como una semana que no duermo. Estoy tan cansada, Juan. Pero ya está todo decidido, ya estás acá.
Pensé en decir no, pero era un no muy genérico, un no que representaba tantos nos, todo lo que no me había salido durante tantos años. Si trataba de saltar y quitarle el arma podía ser peor. Se llegaba a pegar un tiro conmigo ahí, forcejeando, quién me iba a creer que yo sólo quería ayudar.
Me puse cómodo. Era claro que la cosa iba en serio. Me hizo acordar cuando jugaba al ajedrez y de pronto, en medio de una partida, tenías la certeza que estabas perdiendo. Que no ibas a poder zafar. Le pasa a los boxeadores también, cuando sonríen.
Aflojé los brazos sin dejar de mirarla. Intenté respirar, tan solo eso y ni siquiera eso, dejar que la respiración ocurriera. No pensar.
–¿Qué vas a hacer? –dijo Mariana.
–¿Eh? –me acomodé en el sillón– ¿Cuándo?
–Ahora –se apretaba el caño del revólver contra la sien–. Después que me mate.
–Nada –dije–. No sé.
–¿Y si no me mato? –me miraba, desafiante–. Si no me mato qué ibas a hacer.
–Iba a salir –dije–. A cenar.
–¿Con una mina, no? –Se palmeó un muslo–. Seguro que con una mina.
–Sí, con una mina.
–¿Es más linda que yo? –Se puso de pie, Mariana, de perfil. Se puso una mano sobre la inexistente panza para que yo pudiera apreciar.
–No sé, Mariana. Me gusta.
–¿Y es más joven, no? –me miró, de frente, con las piernas algo separadas, como si me estuviera apuntando con la cresta de la vagina–. Seguro que es más joven.
–Sí –dije–. No mucho, unos años.
–¡Yo sabía! –dijo, volvió a sentarse– Yo sabía. ¿De dónde es, del laburo? Seguro que es del laburo, que tipo de mierda que sos, Juan.
Había bajado el arma porque le pesaba. Me apuntaba desde abajo, con el arma apenas torcida. El dedo en el gatillo, siempre.
–Sabés qué –dijo Mariana–. No me voy a matar un carajo, Juan. El lunes voy a ir a tu laburo así conozco a la tipa. Quiero ver si es más flaca que yo, si está más buena que yo. No creo que te hayan chupado la pija como yo, Juan –se rió, por un momento, recordando algo–. Quiero ver qué carita tiene esa pelotuda. Yo veo la cara de una mujer y me doy cuenta al toque si la sabe chupar o no. No creo que consigas gran cosa, Juan. Fui lo mejorcito que tuviste en la puta vida. Ahora te podés ir, andá tranquilo.

12.7.16

Martín va al psicólogo


Cuando a Martín se le murió el hermano lo mandaron al psicólogo.
Eran muy jóvenes, demasiado jóvenes, los dos. El hermano de Martín, y Martín. El hermano tenía quince años cuando se le desató un cáncer fulminante que lo devoró en tres meses. No hubo nada que hacer, algo que le masticaba la sangre mientras Martín veía a su hermano ponerse amarillo y gris y achicarse hasta desaparecer.
Martín tenía dos años menos que su hermano. Su madre, que lo vio devastado, se preocupó en medio de su tan propio como inconcebible dolor, y decidió que Martín tenía que ir a un psicólogo. Una amiga le recomendó un extraordinario profesional.
Allá fue obligado Martín, a su primera sesión. Se sentó en un sillón individual de cuero color borravino.
El psicólogo, que había conversado previamente con la madre de Martín, le preguntó a Martín si quería decir algo, cómo se sentía en relación a lo que había ocurrido.
–Estoy decepcionado con la vida –dijo Martín. Después hizo silencio, no dijo nada más.
Al día siguiente el psicólogo llamó a la mamá de Martín. Le dijo que Martín no necesitaba tratamiento. De algún modo Martín seguiría adelante con sus cosas.
Al poco tiempo el psicólogo dejó la profesión. Se fue a vivir a un departamentito que había quedado de sus padres, en Necochea. Su idea era poner un bar pero no encontró el local adecuado, le complicaron la habilitación. Terminó poniendo una pequeña rotisería a dos cuadras del centro. Comida casera, para llevar.

6.7.16

Una suerte de memoria


El otro día vi un documental, o quizás no era un documental, quizás era una entrevista. Por televisión, sí, por televisión. Cuando llego a casa no tengo un pomo para hacer y prendo la televisión. No, qué escribir, escribir no sirve para nada, hace tiempo que no escribo.
El asunto. Hablaba, entrevistaban a un entrenador de tenis. No sé el nombre del tipo, tampoco sé nada de tenis. En mi vida toqué una raqueta, pero puedo mirar los grandes torneos, no sé, ver a dos tipos corriendo, esforzándose por pasar la pelotita del otro lado. Se escuchan aplausos, enfocan las tribunas, hay bellísimas mujeres, hombres con lentes oscuros y gorritas. Gente que parece estar pasándola bien.
Sigo. El entrenador contaba que determinado jugador experimentaba una excesiva contracción en el momento de impactar la pelota. El jugador anticipaba aunque fuera una décima de segundo el impacto, y su cuerpo se contraía. Su cuello, sus hombros, todos su ser. Y eso le quitaba la necesaria fluidez a su ‘swing’. No podía desarrollar la plenitud del movimiento para pegar con la soltura necesaria. Y era esa diferencia lo que le impedía, al jugador, lo que le dificultaba estar en lo más alto del mundo.
Entonces el entrenador había ideado un método. Le daba al jugador una raqueta sin cuerdas. Y lo ponía a entrenar, con alguien o con una máquina que le lanzara mil pelotas. Y el jugador debía correr a impactar la pelota, como de costumbre. Pero no la impactaba desde ya, porque la raqueta, su raqueta, por decirlo de algún modo estaba vacía. El jugador corría, llegaba, hacía su golpe, y la pelota lo atravesaba, la pelota pasaba de largo. Repetir ese ejercicio, golpear en el vacío cinco mil pelotas por día, iba dejando una suerte de memoria en el cuerpo del jugador, su cuerpo de algún modo se reprogramaba. No había impacto, no había contracción que dañara su juego.
Luego, cuando el jugador jugaba de verdad, su cuerpo reprogramado no experimentaba la contracción que solía arruinar su performance.
Quedé maravillado con la explicación del problema y el método utilizado para corregirlo. Notable y sutil.
Yo desde hace un tiempo me pajeo de la siguiente manera. Meto la japi en una bolsa de papel madera, o en una bolsa de supermercado. Hago algunos movimientos, cierro los ojos, intento eyacular. No, qué carajo tiene que ver con el tenis, es que tenés la vagina excesivamente amplia. Intento acostumbrarme.

*alguna persona cargada de mala intención podría desde ya aducir que en lugar de una vagina excesivamente amplia, bien podría tratarse, el problema, la cuestión, de un pito excesivamente pequeño. pero no, no es el caso.