De chiquito se reían de mí. Tenía la frente demasiado amplia, la nariz demasiado grande, algo raro en la mirada, en la forma de expresarme, en mi manera de andar.
No era aceptado, entonces, ni querido, ni elegido para jugar al fútbol o para bailar. Mis amigos armaban reuniones cuya clave era la expresa exclusión de mi persona, que yo no supiera, que no me enterara. En el juego ‘verdad o consecuencia’, que algunos de ustedes conocerán, las chicas elegían ‘verdad’, conmigo, siempre, porque la sola idea de tener que darme un beso las ponía mal. Por más que quise, por más que me esmeré, por más que hice mis mejores esfuerzos, no pude bailar un lento durante toda la adolescencia, nadie quiso bailar conmigo, ni las gordas, ni las rengas, nadie quiso abrazarme jamás.
Ahora, deliciosas criaturas me ofrecen sus favores, sus honduras, con llamativo entusiasmo.
Ahora, simpáticos muchachones me convocan a reuniones en salones donde se bebe el mejor whisky, se fuman los mejores puros, y la gente se dedica a reír, a conversar.
Ahora, la gente me mira y se preguntan cómo es posible que yo exista, tan inteligente y atractivo, tan talentoso, tan pijudo, tan genial.
Y yo no digo nada, no puedo decir nada, no tengo nada para decir, pero si tuviera que decir algo diría que lo que sucede es ajeno a mi voluntad, una reacción del cuerpo, un desesperado anhelo, algo que crece y se manifiesta contra todo pronóstico, como una flor en medio del desierto, unas tremendas ganas del tamaño de una tormenta, porque a mí nunca nadie me quiso abrazar.