28.10.17

Chocolate suizo


Estábamos en la cocina, recién despiertos. Ella preparaba su té y mi café. La heladera hacía un ruido raro, como si tuviera moco en la garganta y no lograra escupirlo. Sacó del mueble sus galletitas que parecían pequeños trozos de tergopol, y una mermelada dietética que iba del naranja hacia el gris.
La miré, nunca había sido linda y definitivamente no sería joven. Antes de probar los primeros dos sorbos de café yo no decía palabra, era parte de la rutina. Hacía cinco años que vivíamos juntos, quizás más.
–Te miro –dije, pero no la miraba, miraba la ventaba que daba al contrafrente donde se veía del otro lado del decorado de la vida, húmedo, desprolijo, forever gris–, pero no se me ocurre ningún motivo por el cual deberíamos seguir juntos. Quiero decir que no nos interesa el sexo, es un mecanismo nomás que ejecutamos lo más rápido posible, como quien revisa antes de bañarse que el piloto del calefón continúa encendido. Y no hablamos, no tenemos absolutamente nada para decirnos, quizás nunca lo tuvimos.
Ella puso el queso untable y otra mermelada (la que comía yo) sobre la mesa, el olor del café llenó por un instante el vacío de la cocina. Gran cosa, el café. Seguí.
–No hay nada atrás que me interese en particular recordar, alguna noche en Pinamar quizás, en el casino cuando salió el ‘28’, el día que nació Ramirito. O el domingo ese que comimos helado de chocolate suizo y se me ocurrió tocarte con la cuchara un antebrazo. Y te reíste.
Sirvió el café, se sentó. Yo a la mañana comía una rebanada de pan con mermelada, a veces dos. Iba cambiando el sabor de la mermelada, cuando se acababa la de naranja, abría una de frutilla o de ciruelas, y así. Hizo ruido al apoyar un plato sobre la mesa.
–Y hacia adelante no hay nada –dije–. Veo el mismo trabajo de siempre, cada viaje en subte me mastica el alma, si se inventara una forma de poder revisar el alma, su estado. El doctor me diría que mi alma es una bolsa de esas que te dan en el supermercado, polietileno arrugado. Sólo queda esperar la vejez y la muerte, las desgracias que irán aumentando en intensidad hasta taparnos, hasta pasarnos por encima. Sabemos que la nariz del avión se puso para abajo y sólo queda esperar que se acelere la pendiente, la velocidad de caída. Como te dije, no se me ocurre ningún motivo por el cual deberíamos seguir juntos. Voy a ver si averiguo algo para alquilar, un departamentito por Chacarita o por Almagro, después pasaré a buscar mis cosas. Mi idea es pasar a ver a Ramiro los sábados así podés ir a ver a tu hermana, o tenés tiempo para salir con tus amigas.
–A la noche voy a hacer pastas –dijo ella–. Vos preferís los agnolottis, pero ayer en La Juvenil vi que había promoción de sorrentinos.
–Está buenísimo –dije–. Está muy bien.

21.10.17

Lo que me gustaría


yo quiero ser feliz y no me sale yo quiero ser feliz pero no puedo yo quiero ser feliz perdí la llave me atropelló el flechabus de los recuerdos.
yo quiero ser feliz y no sé cómo un chimpancé confuso frente a un piano que no entiende y no hay bananas Darwin me suena de algún lado.
yo quiero ser feliz como un conejo como una liebre una jirafa y dar consejos.
no ir arrastrando los huevos como dos garrafas. ya estoy viejo.

14.10.17

Todos los fuegos el fuego y dame dame fuego


Entre tantas cosas que tengo, entre la caspa y el odio tengo una hermana, mi hermana F. Mi hermana se casó joven, armó una familia. Su marido se llama M. Se casaron, dije, y comenzaron a remar la precaria canoa de sus vidas. Vino un hijo, y después otro más. Mi hermana F. se ocupaba de las tareas de la casa, mantenía impecable el pequeño departamento sobre la calle E, hacía las compras, cuidaba a los chiquitos que todavía eran casi bebés. M. trabajaba como un loco, tenía un local de venta de artículos de limpieza, pero sabía que no era suficiente y abría otro más, compraba un departamento hecho pelota, lo reacondicionaba y lo volvía a vender, sentía que tenía la fuerza de un coloso y la Argentina era pura oportunidad, o eso le parecía a él.
M. y F. soñaban con cambiar el auto, con ir de vacaciones a Brasil, tener es lo más parecido que se inventó a ser, mientras todos somos llevados por la cinta transportadora de la vida hacia la mismísima mierda sin excusas. Después de todo algo tenés que hacer mientras estás vivo, no se debe juzgar con excesiva dureza.
Debía ser martes.
Eran más de las ocho de de la mañana pero no las nueve todavía. M. ya se había ido a trabajar, F. tomaba un par de tibios mates mientras empezaban a despertarse los chicos, había que arrancar con la rutina de todos los días. La señora de la limpieza había empezado con los baños.
Y entonces F. sintió olor a quemado. Podía ser algo sin importancia, pero no, abrió el ventanal y se asomó al balcón. Humo, humo negro, el contrafrente se teñía de un gris oscuro. Alguien de otro piso gritó ‘¡Fuego!’. Venía de arriba, costaba respirar.
F. se asustó. Abrió la puerta del departamento, pero era peor. Venía humo del pasillo, de todos lados. Se oyó un portazo y más gritos, F. se dio cuenta que estaba asustada. Llamó por celular a M. Gritaba. Un incendio, le decía, no sé qué hacer. Y M. le preguntó por los chicos.
F. le dijo que los chicos estaban bien, que todavía dormían, que iba a intentar bajarlos a la calle por las escaleras y esperar en la vereda, porque el fuego parecía venir de arriba.
Y entonces F. se dio cuenta que no había escuchado bien, porque mientras iba y venía por el departamento, mientras se terminaba de poner un jean volvía a escuchar que M. le preguntaba por los chicos, por los chicos, pero no.
–¡Los cheques! –gritaba M. del otro lado de la línea– ¡Bajá los cheques!

7.10.17

Leo no suelta


Iba al gimnasio, era joven. A falta de algún talento específico, creía que desarrollar el cuerpo me permitiría imponerme de algún modo, abrirme paso. Te repito por las dudas, por si no entendiste. Era chico.
No, no te puedo decir a qué gimnasio iba, tres o cuatro veces por semana. Quería usar remeras ajustadas, que las chicas me miraran cuando iba a bailar, si no podía ser querido ser al menos temido. En fin.
Llegaba al gimnasio a las seis de la tarde, tenía fuerza y tenía el objetivo. Tenés que entender que los gimnasios de antes, no sé, hace veinte años, no estaban plagados de depilados maricas como ahora. Ni la gente se empastillaba hasta que los testículos les quedaran del tamaño de arvejas. La gente iba, saludada, hacían pesas, miraban el culo de alguna chica que hacía bicicleta fija.
A la hora que iba al gimnasio había poca gente. La gente más grande, la gente que trabajaba llegaba a partir de las siete de la tarde, y yo a más tardar a las ocho me iba. Así que nos conocíamos, los que llegábamos en el horario de la tarde. Un par de jugadores de rugby, un tipo de bigotes tirando a gordo y con el pelo teñido de un color inadmisible, un pibe en cueros muy atlético que hacía sólo ejercicios con el peso de su propio cuerpo, flexiones, barra, paralelas para los tríceps, decían que era luchador.
Y estaba Leo. Leo era un chico con síndrome de down, pero no era un chico. Debía tener treinta años o más, imposible saberlo. La expresión tan particular en el rostro, tan característica, algo de espuma en la boca, la mirada perdida. Empastillado, bajado en vueltas, la madre venía al club a hacer alguna clase de gimnasia y lo dejaba tirado ahí por un par de horas. Los profesores lo dejaban sentarse en la entrada, le daban galletitas. Cada tanto, Leo imitaba a alguien que hacía un ejercicio, hablaba pero costaba entenderlo, se le trababa la lengua. Todos los que llegaban lo saludaban, y si Leo preguntaba algo le tenían paciencia. Era parte del elenco estable, lo querían.
Sucedió, lo que quería contar, un día cualquiera, ponele un martes, en el gimnasio había más gente que de costumbre, era verano. El profesor había ido hasta la pileta a merendar con el guardavidas y ver chicas en malla.
Yo estaba acostado haciendo abdominales, escuché gritos. Era Leo. Gritaba, aullaba de dolor, no decía nada específico. Tardé en incorporarme, fui al sector de donde provenían los gritos.
Entonces lo vi.
Estaba colgado, Leo, de la barra para hacer dorsales. Con ambas manos, como podía. Debía haber visto a alguien haciendo el ejercicio y lo había imitado. Pero. No podía soltarse.
Alto, alto, el asunto era más complejo. Colgado de la barra debía estar, como mucho, sus pies, a treinta centímetros del piso. Lo único que tenía que hacer era soltarse, abrir las manos, no había forma que se lastimara. La altura que lo separaba del piso era la altura de un par de escalones, pero entonces entendí. Leo no podía procesar la orden. Le dolían las manos, le dolía todo el cuerpo por el esfuerzo, y no lograba entender que si abría las manos de pronto aparecería otra vez sobre el piso.
Se habían juntado dos o tres personas.
–¡Bajate, Leo!
–¡Soltate! ¡Abrí las manos!
La escena era horrible y graciosa a la vez. Al final, lo agarraron entre dos, le sostuvieron el cuerpo abrazándolo, y un tercero subido a un banquito logró abrirle los dedos para que soltara la barra, uno por uno.
Lograron ponerlo otra vez sobre el piso, Leo dejó de gritar.
Al rato nos olvidamos de Leo, alguien le dio un vaso con Coca Cola y le limpió la cara con una toalla. Cada uno siguió con lo suyo.
Pero yo me quedé pensando que la situación había sido de lo más curiosa, todo el problema, porque Leo no había entendido que debía soltarse. Soltarse y nada más. Años después nos tocaría darnos cuenta que todos haríamos, de algún modo, lo mismo. Que todos seríamos tarde o temprano una clase de Leo, con el tiempo vas entendiendo.