30.1.16

Mariana recuerda


–La vida es un asco –Mariana empujó un poco el plato hacia el centro de la mesa, suspiró. Había comido poco del salmón con espinaca, menos de la mitad. Yo le había entrado a los fusilli con brócoli y ajo como un desesperado.
Me gustaba comer, me gustaba beber, y me gustaba coger. A mí, desde que podía recordar, no sé, desde los quince años. Y a pesar de haberle dado muchas vueltas al asunto a lo largo del tiempo, no había conseguido encontrar muchas más cosas que me gustaran. Quizás leer o escribir, pero no tanto.
Mariana tomó un sorbito de vino, pero ya le había cambiado la cara. Algo en su manera de mirar la realidad, como de perfil, un rictus amargo.
Tenía más de 35 años, ella, edad chiva si las hay para las mujeres. Se dan cuenta que los clásicos trucos de magia dejan de funcionar. La mujer siente que le quitan su principal herramienta de negociación y no encuentra nada para poner en su lugar, con qué llenar ese espacio.
Nos conocíamos hacía unos cuatro o cinco meses. Nos veíamos los viernes. Comíamos en algún bodegón, después cogíamos, después fumábamos un par de cigarrillos viendo cualquier cosa por televisión hasta que uno de los dos se dormía primero. Desayunábamos juntos y nos despedíamos hasta la semana siguiente. Pocas preguntas, para el miércoles ya teníamos otra vez ganas.
Sobre todo después de cenar, sobre todo si llovía, a Mariana se le daba por recordar lo mal que le había ido en la vida. Había tenido que trabajar de prostituta en algún remoto pliegue de su pasado.
–A veces lloro en sueños –Tuvo un repentino ataque de hipo, Mariana, se oprimió el diafragma con un pulgar, como si estuviera pulsando un botón de donde provenía la tristeza, logró dominarlo–. Lloro mucho y me despierto sobresaltada, y sigo llorando. Me acuerdo de todos los tipos con los que cogí, aunque te parezca increíble, se me pasan por la mente los rostros de todos esos tipos con los que tuve que coger por plata. Calculá que tenía que coger por lo menos con tres tipos por día, todos los días. Menos los domingos, claro. Durante unos buenos seis años.
Se sonó los mocos, Mariana. Siguió.
–Si me mostraran los rostros en una fila creo que podría reconocerlos a todos –negó con la cabeza. Se había acercado un mozo para ver si pensábamos pedir postre–. Sueño que me miro la vagina, frente al espejo, sueño que me toco la vagina y descubro que tengo la vagina de papel madera. No, no de papel madera, del material de esas bolsas, algo más rígido. Me paso la mano y me doy cuenta que mi vagina es de cartón corrugado.
–Es fuerte –dije. Algo tenía que decir, mientras me servía lo que quedaba del vino. Ella me estaba mirando con sus fantásticos ojazos color miel.
–Y lloro –dijo–. Me pongo a llorar como cuando era chica, como cuando era una nena. Y me paso una mano por la cara y noto algo raro. Descubro que estoy llorando esperma, reconozco la textura y ese sabor de inmediato. Pongo una lágrima entre dos dedos y veo que estoy llorando lágrimas de esperma, de todo el esperma que pasó por mí, y no puedo creer lo que me está pasando.
Y yo sé que nunca vamos a poder olvidar lo que fuimos, lo que nos pasó. El pasado es un inquieto suricato que nos espera en dos patas a la vuelta de cualquier esquina para hacernos un rasguño y salir corriendo.
–¿Querés café? –ella negó con la cabeza. Todavía tenía un culo digno, el 33% de lo que alguna vez debió haber sido un fantástico culo. Me gusta verla cuando se saca el pantalón, cuando termina de sacarse el jean que se le engancha en un tobillo y pone esa cara.

24.1.16

Rescate


–Tenemos a Lola.
–¿Eh?
–Tenemos a Lola, forro. Vas a tener que pagar rescate.
–¿Quién habla? –Estaba en la calle, y se escuchaba un zumbido de fondo. Los celulares andan para la mierda, dentro de poco van a largar un modelo que son dos vasos y un piolín. Argentina.
–No te hagás el pelotudo, amiguito –áspera la voz, se oyó la pausa de quien da una pitada a un cigarrillo–. O la cortamos a la piba acá en la casilla y la tiramos al Riachuelo. ¿Te parece?
–No, por favor no –dije.
–Bueno, conseguite treinta lucas –otra pausa, se oyeron ladridos– ¿Por dónde estás?
–Por el centro –dije.
–Bueno, treinta luquitas gringas, papi, o la enfiestamos entre todos los pibes.
–Pará, loco, de dónde saco treinta lucas.
–No sé, gil –Se oyó un portazo, la sirena de una ambulancia–. Conseguí la moneda y andá a los 36 billares. Tenés dos horas, o Lola es boleta.
Me cortaron.
Hice un par de llamadas con quienes me pareció que podían entender el asunto. Después tomé un taxi, fui al departamento, volví con otro taxi, hasta el centro. Entré a los 36 billares, me senté, pedí un café.
Casi las ocho de la noche. Habían armado un pequeño escenario, debía haber un show de tango para los turistas, programado para más tarde. Varias mesas ocupadas, un par de tipos fumando afuera.
Sonó el teléfono. Atendí. Nada, silencio, me cortaron.
Vino un pibe flaquito, teléfono en mano, se sentó en la mesa.
–Sí, dame la plata.
Lo miré. Iba de jeans y una camperita de gimnasia Adidas abierta, con el escudito de la AFA. El pelo cortado como se usa ahora, la nuca toda rapada, a los costados también, y pelo arriba peinado para el costado, las orejas muy salidas. Esas orejitas que sólo he visto en Carlos Monzón y son una antropométrica señal de peligro. Flaco, huesudo, impiadoso, veintidós o veintitrés años, no pasaba de eso.
–¿Y Lola?
–La tiene mi amigo afuera en el auto –estaba impaciente, nervioso, tenía un tatuaje que asomaba por debajo de la remera y debía cubrirle todo el pecho–. Me das la plata, salgo, pin pan pun, la sueltan. Todos contentos.
–No –dije.
–Flaco, ¿sos tonto o qué? –golpeó, con un puño, la mesa–. Si querés que la matemos la matamos. Estuve en cana desde los trece años, es corta la bocha.
–Mirá –dije–. La verdad que no conozco a ninguna Lola.
–¿Qué?
–No sé quién es Lola –terminé mi café–. No tengo esposa, ni novia, ni amigas con ese nombre. Quizás marcaste mal, te debés haber equivocado de teléfono.
–¿Pero vos no sos Hernán?
–No.
–¿Y para qué carajo viniste?
–No sé, la verdad que por lo general no tengo nada para hacer cuando salgo del laburo. Yo escribo cuentos, relato corto, viste. A veces no se me ocurre nada, cero temas, pensé que podía ser interesante conversar con un secuestrador.

18.1.16

Espejito, espejito


Cada tanto viene alguien, alguien quiere decir una persona. Por lo general una mujer, si el enfoque viene por el lado de lo afectivo, pero vienen mamíferos medianos del sexo masculino, también, perfectamente. Gente que fue al colegio conmigo, o chicas que cogieron y cenaron conmigo aunque no en ese orden, gente que jugó conmigo al ajedrez o al waterpolo, gente que me vio nadar o cambiarme en un mugriento vestuario o levantar la mano en la facultad. Gente que me vio en un bar de barrio, muy temprano, tomando un café. Escribiendo en un cuaderno Rivadavia tapa dura, o leyendo un libro.
Vienen y me dicen que, bueno, que ahora no estoy como antes. Que me he deteriorado mucho, en lo físico sin dudas, en lo mental, que se me pusieron blancos los pelos de las cejas y seguro de los huevos y perdí el sentido del humor, imaginate, no es para menos, que pelé una cara de boludo impresionante, que ya no soy ni una pizca de ingenioso, ni ocurrente, ni divertido, que prácticamente no tengo nada para decir sobre ningún tema, que estoy mal afeitado y tengo los dientes amarillos, que estoy triste, gordo, en fin.
Y yo no sé cómo decirles que algo está mal con esa línea argumental, con sus precarios razonamientos. Porque ellos vienen y me dicen, sobre todo ellas, me dicen, para resumir, que yo ya no soy el que era.
Pero lo que ellos no saben, lo que ellos parecen ignorar, sobre todo ellas, es que cuando yo era lo que era, bueno, en realidad tampoco era. Cuando para ellas yo era pijudo y divertido, gracioso, genial, cuando para ellas yo estaba para grandes cosas, yo ya estaba triste. Angustiado, afligido, con la recurrente sensación que mi vida no tenía mayor utilidad ni sentido.
Todo lo que ahora no ven en mí, es apenas un reflejo de lo que les pasa, a ustedes. De lo que han ido perdiendo con el tiempo. Mi fracaso viene de antes.

12.1.16

En la foto


Estaba en un all inclusive, en el norte de Brasil. No te rías, no me preguntes cómo.
El asunto fue que a fin de año yo había estado a punto de pegarme un balazo en las pelotas. No me salía una, eso era lo habitual, lo de siempre. Lo que sucede es que a veces te cansás, que no te salga una. Eso es más jodido.
Un amigo mío se iba a un all inclusive, con la mujer y su hijo pequeño. Gran amigo, nos conocíamos de toda la vida. Me invitó a que fuera con ellos. Me dijo ‘vas a descansar, te va a hacer bien, salís de Buenos Aires’.
Y ahí estaba yo, en el norte de Brasil. Metiéndome al mar todas las mañanas, nadando un poco, recordando aquella agradable sensación de las olas, el gusto a sal en la boca. Pálido como un fantasma, caminando con dolor sobre la hirviente arena, buscando refugio debajo de una palmera algo alejada del resto de la gente. Sobornando a un mozo para que fuera y viniera todo lo que fuera necesario, tomando caipirinha desde las diez de la mañana. El mundo no podía ser tan malo.
A los tres días ya conocías de vista a todos. Sabía qué culo de una brasilera, algo mayor pero todavía potente, había que mirar, sabías dónde se sentaba el chiflado con zapatillas de trescientos dólares que insistía en mantener su rutina de entrenamiento en medio la playa, las adolescentes para las cuales lo que sucedía en sus teléfonos celulares era infinitamente más importante que el mundo real, la divorciada con su hija de once años fastidiada hasta el paroxismo porque ya nunca sería objeto de deseo como aquella vez, los jugadores de vóley sin poder parar de romper las pelotas, y así.
A unos diez o quince metros, había un matrimonio joven. Arranqué mirando a la mujer, porque estaba bárbara. No mucho más de treinta años, castaña, contenta. Buen culo, yo soy un tipo mucho más de culos que de tetas, y esa mujer tenía buen culo. Un culo corto, compacto, resistente. No es lo habitual ver culos así, son culos que se dejaron de fabricar. Usaba coloridas bikinis, se reía, tenía una fantástica risa. Iba y hacía una clase de gimnasia que daban en la playa y volvía, sudorosa, abrazaba a su marido. El hombre, el marido, era delgado, se notaba que practicaba deportes, se sentía orgulloso de su cuerpo. Fibroso, se ataba el cabello con un piolín como el Cani en su mejor momento (cuando le hace el gol a Brasil y vuelve caminando y se ríe y la cámara lo enfoca y está tan contento y todos creímos que la felicidad era posible, que la Argentina como país tenía alguna posibilidad). Hablaba por teléfono celular, cerraba algún negocio. Discutía un poco, apenas, y después encendía un cigarrillo. Enérgico, solvente. Tenían dos chicos pequeños, rubiones, esbeltos. Ella iba y venía, maravillada por cualquier cosa, con su fantástico culo siguiéndola a todas partes.
Usaban prendas de calidad, buen calzado, el bronceado perfecto. Eran la armonía, la felicidad que da el saber que llegaste adonde querías llegar, que estaban con quienes querían estar, que eran, bueno, lo que querían ser. Saber que estás donde querés y en ninguna otra parte. Sentir que te lo merecés, la vida se alegra de verte y te muestra su mejor cara. Es un placer, y el descanso, el reposo del guerrero.
Volví de mis veinte minutos de mar, trataba de revivir, de encontrar motivos para seguir arrastrando el pesado carro de mi existencia. Me saqué un poco de sal en las duchas, intentaba llegar a mi reposera sin que la arena me desollara por completo las plantas de los pies.
–Disculpá.
No podía ser, pero me estaban hablando, a mí. Pero no podía ser, porque nadie me conoce y no tengo nada que hablar con nadie. Estoy viejo, estoy gordo, estoy viendo cómo hago para juntar los pedazos de mi atribulado ser y de algún modo seguir adelante.
–Disculpame –era la mujer, de pie, sonriente, le sacó el teléfono de las manos a su marido– ¿No nos sacás una foto?
Me detuve, miré hacia abajo, intenté meter la panza para adentro.
–Pará –el hombre se acercó–. Ponete mis ojotas, así no te quemás los pies.
La mujer se acercó, era más linda todavía. Su cabello húmedo y atado, su piel olía bien. Me dio el teléfono, me indicó qué botón apretar.
Se juntaron los cuatro, sonrieron. El hombre jugó a darle golpecitos a uno de los chicos que habían puesto adelante y que insitía en darse vuelta, y él le decía que no, que no se diera vuelta porque iba a arruinar la foto, y volvía a darle un golpecito en la cabeza. Y todos se reían.
Fue un instante, apenas. Lancé el teléfono, con un diestro movimiento, con todas mis fuerzas, al mar. El teléfono voló por el aire hasta que se hundió en el agua. Y ellos miraban, miraban lo que estaba sucediendo por un intervalo de tiempo que parecía transcurrir en cámara lenta, mientras duraba el inconcebible momento hecho de algo oscuro y espeso como melaza entre los dedos, con las bocas abiertas, todavía sin entender.
–¡Pero qué hacés! –Dijo el hombre. Dudaba entre avanzar y tratar de golpearme, o ir hacia el mar a buscar el teléfono que ya no servía más, suponiendo que pudiera encontrarlo.
–Disculpame –dije–. Pero los vi tan felices, tan geniales, tan perfectos. Me di cuenta que ustedes son todo lo que siempre quise. No pude soportarlo, esa es la verdad.

6.1.16

De nuestro paso por la tierra


No sé cómo decirte, pensá, va a haber un momento donde todo lo que te pareció importante no va a ser importante, donde todo lo que tuvo sentido dejará de tener sentido. Vendrá un momento donde cuando recuerdes algún episodio de tu vida, te parecerá que ni siquiera fue tu vida, te parecerá una mala película en un televisor en blanco y negro con el volumen bajito. Va a suceder, creéme, tendrás que pensar dos veces si tenés la fuerza, el impulso para bajar de la cama y llegar a la cocina para servirte un vaso con agua de la canilla. Habrá un momento donde estarás acostada en una cama de hospital rodeada de ese olor tan tremendo y pensarás si lo que viviste lo viviste o fue un sueño. Vos creés que vas a seguir siendo vos para siempre, pero las cosas no funcionan de ese modo. Como si te hubieran puesto en una cinta transportadora que parece que no se mueve, pero se mueve, y ahí vas vos, dando vueltas, sin darte demasiado cuenta de las cosas. Llegará el instante del reconocimiento donde vas a entender que en realidad no elegiste, jamás elegiste nada, estamos hechos de circunstancias, somos apenas un puñado de espasmódicas reacciones sin el mayor orden ni sentido, creemos que nuestro paso por la tierra está dotado de alguna absurda lógica y trascendencia pero no, la mente se disfraza de hilo conductor y nos cuenta el cuento de la personalidad y el libre albedrío pero todo eso desaparecerá como un pedo en una tormenta eléctrica.
Igual si no querés coger está bien, te alcanzo hasta tu casa.