Yo estaba sentado en una mesa, medio escondido, medio al fondo. Tenían una promoción de Ballantine’s, 2 x 1, y el Ballantine’s es un whisky que a mí me hace moco, me patea la cabeza, me despierto al otro día con la nuca latiéndome a quince centímetros de la nuca. Pero tenía poca plata, también, y necesitaba tomar.
Hacía mucho frío, hacía también mucho tiempo que no hacía tanto frío en Buenos Aires, madrugada de Agosto. Había salido de un cumpleaños tan entretenido como insípido, y sabía que me iba a costar dormir, así que vi el bar abierto y ni lo pensé. Un pub que alguna vez debió tener pretensiones de irlandés, pero que podía ser tan irlandés como coreano. Un cartel de Guinness sobre una pared de ladrillo a la vista, una bandera verde colgando detrás de la barra, algunas botellas de raros whiskys que jamás nadie había probado y habían ido juntando polvo.
Estaba tratando de escribir algo, un poema, a veces escribo, todavía. Estaba escribiendo un poema que explicaba que mi fracaso personal, todo lo que me había pasado, o mejor dicho, todo lo que no me había pasado, tenía su explicación en que yo, de chiquito, había querido Nesquik, pero me habían dado otra cosa, un sucedáneo. ‘Génesis’, se iba a llamar el poema. La birome se trababa un poco sobre el rugoso papel de la servilleta.
Levanté la cabeza y la vi. Sentada en una punta de la barra. Una preciosa chica. Pero no preciosa desde algún patrón estético imperante, preciosa desde siempre, como solían ser las chicas que siempre me habían gustado a mí, cuando me parecía que la felicidad era posible, que no hacía falta más que estirar la mano y descolgar un durazno del árbol de la alegría.
Flaca, era, y huesuda. Morocha, muy pálida. Algo en su nariz, una torcedura, una trompada recibida, no sé. Flequillito stone. Medio roñosa, con pinta de no haberse bañado por un par de días, eso también estaba bien. Se había sacado un abrigo tipo gamulán, un abrigo que debía haber sido de su abuelo. Tenía tetas pequeñas (ella, supongo que también su abuelo), ni usaba corpiño. Carita de dormida. Un gastado jean cubría sus largas piernas, ese estilo de piernas que se tuercen un poquito hacia adentro a la altura de las rodillas, cuando la portadora de las piernas intenta correr, aunque la portadora de las piernas no intenta correr casi nunca.
Miraba hacia afuera, ella, al frío de la calle. Tomaba su mojito, o su daikiri, pero sin mucho interés. Metía un dedo en el vaso.
‘Tengo que hablarle’, pensé. ‘Es ahora o nunca’, también pensé. La mujer que quizás yo había estado esperando toda mi vida.
Me voy a sentar al lado y le voy a decir ‘entre la nada y la pena, elegiré la pena’, frase de Faulkner que representa más que bien la nobleza del amor, o quizás no sea nobleza, pero sí algo relativo al amor, el sufrimiento del amor, algo que yo había sentido alguna vez.
O no, voy a decirle ‘una cosa bella es una alegría para siempre’, de Keats, que deja en claro que este momento, esto que nos pasa, es lo más lindo del mundo y nada más, sólo se trata de saber enfocar.
O no, le voy a decir el poema de Ezequiel Martínez Estrada que me partió el corazón en ciento treinta y tres mil quinientos veinticuatro pedazos esa vez, el poema que me sé de memoria y dice ‘has vivido al revés de tu destino, te ofrecieron amor y no quisiste, fortuna y gloria, y preferiste el vino de la sabiduría, que es tan triste. Y ahora, al final de tu camino, buscas a Dios, que sabes que no existe’.
No, le voy a decir la frase de Saer, redonda como un pomelo, impecable: ‘se dice que la comedia es superficial, porque elude las evidencias de la tragedia. Pero en sí, no hay nada más que comedia, en el sentido que la realidad es superficial. La tragedia es puramente imaginaria’.
Mejor no, mejor le digo el poema de González Lanuza: ‘Aquí, vértigo inmóvil de lo cierto, aquí, breve inmortalidad de la agonía, aquí, donde persisto todavía, aquí, tan sólo aquí sueño despierto’.
Terminé el segundo Ballantine’s. Me puse de pie, caminé los pocos pasos que me separaban de la barra, como si caminara con el agua a la cintura. Me paré al lado de ella, apoyé ambas palmas sobre la barra, me incliné un poco.
–Te voy a chupar la concha –dije–, pero te voy a chupar la concha de una forma que te voy a dejar el flujo en punto nieve.
Bueno, loco, se me mezcló todo, me abataté. Yo fui a un par de clases de teatro y Norman Briski me dijo que me ponía muy nervioso, que la actuación no era lo mío.