30.4.10

Soy así

Ahora que se puede cambiar prácticamente todo. Ahora que se puede luchar contra la calvicie y la gordura y la decadencia y caída. Y el paso del tiempo en general. Ahora que es posible ponerse pelo de vagina germinado en la cabeza, y quemarse la grasa con un láser catódico, y ponerse tetas de durlock, y por qué no inyectarse líquido para freno en los cachetes del culo, y colocarse hilos de oro que te sostengan la papada, y ponerse toxinas botulímicas que te dejen la cara congelada del más perpetuo asombro, y reemplazarse la nariz por una nariz de perro pekinés, y no sé qué más.
Ahora, entonces, me parece que ser feo es uno de los actos de la más pura rebeldía que se puedan perpetrar, al alcance del más modesto bolsillo. Estoy hecho mierda, pero viendo tu desesperado esfuerzo, por primera vez, en mucho tiempo, me siento genial.

*En alguna oportunidad, por motivos que preferiría no tener que detallar, situaciones que hacen a la vida privada de las personas, me vi obligado a utilizar, dos veces, el mismo preservativo. No veo por qué no puedo dar vuelta y utilizar, un par de veces, la misma idea. La culpa es mía, como siempre, por fijar estándares de calidad tan altos. En cualquier caso, no creo que sea para hacer semejante escándalo.

27.4.10

El perro y el palo

Si alguna vez tuviste un perro. O no es necesario que se trate de tu propio perro, no hace a la cuestión. Si alguna vez jugaste con un perro, cualquier perro, un perro mediano, pongamos, un perro standard, un perro atorrante y bigotudo. Si jugaste con un perro en un parque o en una plaza, bueno, uno de los juegos más tradicionales, no digo el único pero sí una excelente manera de empezar, es el de jugar, con el perro, y con un palo.
Es todo lo que se necesita, el perro, el palo, vos, y algo de espacio. Uno debe mostrarle un poco el palo, al perro, pasarle el palo por la cara para ser más preciso. Eso hará que el perro, no podrá resistirlo, quiera morder el palo. El perro disputará el palo, no podrá evitarlo, está en su naturaleza.
Entonces uno debe levantar el palo, y arrojarlo tan lejos como sea posible.
El perro correrá en busca del palo, esto es un hecho, es la parte donde el perro consigue el protagónico. Correrá y correrá, saltará, se meterá al mar si es necesario (no suele haber mares en las plazas de Buenos Aires, tampoco en los parques, es una imagen para fijar los conceptos, una licencia poética), en fin, lo que sea. Y volverá con el palo. Para que usted se lo quite de la boca, lo agarre. Aquí termina lo que podríamos denominar una vuelta. Y el juego comienza, otra vez.
Mientras usted ha recuperado la posesión del palo, el perro será todo deseo: los ojos a punto de salirse de las órbitas, la lengua flameando como un banderín, el animal dando brincos muy por encima de su capacidad de comprensión y análisis (la suya, la del perro también). Luego usted lanza el palo, el perro corre, recupera el palo, vuelve con el palo. Y así.
Ahora bueno, si usted sostiene el palo en alto, bien alto, el brazo extendido, apuntando al cielo. Y deja de moverse. No hay amagues ni sonrisas ni movimiento alguno. Cuando el perro comprende que, por motivos ajenos a su voluntad, el palo se ha clavado allí en lo alto, lejos de su alcance, y que ni sus ladridos ni sus brincos harán que nada suceda.
Entonces el perro, algo en lo profundo de su perruno ser, comprende que no hay más juego, que el juego así no tiene gracia. El perro da media vuelta y se va. No importa que usted lo llame por su nombre, que baje el palo otra vez, que se disculpe o se ponga en cuatro patas con el palo en la boca o en el culo. El perro no juega más. Se han violado ciertos códigos y no puede haber más juego.
Ya sé, cómo no saberlo, resulta claro hasta el paroxismo, evidente hasta la extenuación, hablar conmigo es quizás la cosa más interesante que te pasó en la vida. Pero si no cogemos un poco, no cuentes más con eso. Aburrís, mamucha.

23.4.10

Artes marciales

Muestran por televisión un documental de artes marciales. El presentador entrevista a una eminencia del Qi Gong. Van a visitarlo a su casa, en un precario barrio de Hong Kong. El hombre luce unos pantalones de color verde, camuflados, musculosa, y una vincha para mantener sujeta su frondosa cabellera. El hombre, entre sus especialidades, sabe arrojar palitos de los que se utilizan para comer arroz, y los hace atravesar una plancha de acero. El hombre se para sobre dos docenas de huevos duros, y se queda ahí arriba, de pie, sin romperlos, logra, no sé cómo decirlo, llevar la energía de su cuerpo hacia arriba, y de alguna manera consigue flotar, vence la ley de gravedad, diluye su propio peso. El hombre dobla una gruesa barra de hierro, a los golpes.
Después de cada prueba sonríe, impávido, impertérrito. Cinco o seis personas, asistentes, curiosos, algún vecino, aplauden, emiten guturales exclamaciones.
Luego, para finalizar su acto, decide mostrar una especialidad más compleja. El presentador del programa televisivo, el locutor que entrevista al maestro ha denominado, a la especialidad, ‘iron penis’.
Caminan una cuadra, doblan, van a otra calle. Los aguarda un camión. Atan entonces una soga al camión, es un camión de reparto de bebidas, un camión que debe pesar una tonelada, o dos. Luego el maestro se ata el otro extremo de la soga, al pito.
Y comienza a tirar. Del camión. Con el pito. Ante la azorada mirada del presentador, de los pocos transeúntes, y de seguro los miles de televidentes, el hombre consigue, con la prodigiosa fuerza de su pito, mover el camión. El hombre retrocede dando pequeños pasos, tiene los brazos extendidos, en cruz, el camión lo acompaña. Hay en su rostro una mueca de contrariedad, un severo rictus. El pito permanece oculto debajo de una especie de toalla, pero es evidente que el acto, lo que el hombre está haciendo, lo lleva a cabo con el pito. No hay allí ningún otro artilugio del cual podría sujetarse al camión.
Terminada la prueba, el presentador aplaude, el maestro, con el rostro brillante de sudor, sonríe, alguien se ocupa de subirse al camión y accionar el freno, para que, justamente el camión, no los pase a todos por encima.
Levanto apenas mi vaso de whisky, hacia el televisor, un improvisado brindis. Hago una sutil y oriental inclinación de cabeza, en reconocimiento a un colega que practica una disciplina muy similar a la propia, alguien que merece consideración y respeto.

19.4.10

Yo me llamo Marcos

La diferencia de viajar en subterráneo o en colectivo, es que al bajar por las escaleras del subterráneo ya sabés, no quedan dudas, que estás muerto. Cuando viajás en colectivo todavía te hacés la ilusión del paisaje, te parece que podés ir mirando por la ventanilla, te parece que las cosas se mueven. Es mentira, porque la ciudad fue arrasada hace ya demasiado tiempo, por fuerzas muy superiores a tu comprensión y raciocinio, por fuerzas que están muy por encima de tus capacidades. Pero no es el tema.
Estoy en la parada del colectivo. De la línea 92. Tengo que ir a alguna parte, qué importancia puede tener, siempre tengo que ir a alguna parte, como todo el mundo. El 92 es el colectivo que tengo que tomar, esta vez.
En la parada del colectivo, delante de mí, hay una madre, con cara de madre, con su hijo. El hijo debe tener siete años o nueve y unos impetuosos rulos castaños como tirabuzones que le chorrean hasta la nuca. Están de la mano, la madre y el hijo. Al hijo le quedan un poco largos los pantalones, que se arremolinan a la altura de los tobillos. El chico tiene algo de moco pegoteado alrededor de su naricita de pekinés. La madre no es fea, todavía conserva algo, quizás un treinta y tres por ciento, de lo que debió ser un magnífico culo. Es un poco desgarbada y está cansada, eso sí.
–Te lo resumo –el niño ha levantado la vista, me está hablando a mí–. No sé si quiero más a mi papá o a mi mamá, porque mi papá se dio a la fuga cuando yo tenía tres años, así que no había forma de quererlo, yo era demasiado chico. Cuando lo vea, alguna vez, le preguntaré por qué se rajó. Tampoco sé qué quiero ser cuando sea grande. No me veo trabajando, y no se me ocurre ninguna carrera para estudiar, así que por el momento prefiero ser chico. Estás tratando de acordarte cómo eras vos a mi edad, no vas a poder. Pasaron demasiadas cosas en el medio, se perdió la magia. Pero no es tu culpa, es la escalera mecánica de la vida que después de los treinta va siempre para abajo, quieras o no, no importa cuánto te esfuerces por mantener algún nivel. Querés saber si existe la posibilidad que mi mamá te de el teléfono, para invitarla a cenar. No sé, no creo, está harta de los hombres, de mi papá para acá, todos se quieren pegar una vuelta en calesita, pero después quieren seguir paseando por el parque de diversiones. Todos podemos ser personas interesantes por una hora, hora y media como mucho, ahí nomás se empieza a notar demasiado la mochila de la vida, las huellas del camión que te pasó por encima. Igual a veces se aburre, está resola, preguntale. Yo me llamo Marcos.

15.4.10

Plagas

En los noticieros de televisión, en las primeras planas de los periódicos, en los programas de radio, todos, yo no sé qué pasa, hablan de enfermedades. Hay epidemias, pandemias, hongos que caminan por las paredes y te usan el dentífrico, hay virus (viruses) que no sólo mutan, sino que saltan de la terraza vestidos del hombre araña y cuando llegan a la calle están vestidos de la mujer maravilla, hay bacterias cogedoras, bacterias que te tocan el culo mientras estás dormido y te sacan fotos y las suben a youtube, y así.
La gente anda asustada. La gente le pone repelente contra insectos al asado, por encima del chimichurri, la gente se masturba utilizando guantes de látex, la gente toma mate con barbijo.
Ha comenzado una nueva guerra. Al parecer, hemos hecho demasiado daño, hemos castigado sin motivo a la madre tierra y sus alrededores, y la venganza viene en forma de peste, las cucarachas andan en descapotable con la música bien fuerte y te escupen a los ojos, las ratas se comen el finlandia light que tenés en la heladera y te usan el messenger, los murciélagos te esperan cualquier noche a la vuelta de la esquina y te piden dos pesos.
En lo personal, sigo con mi insólita vida sin mayores cambios. A la mañana tomo café con leche con tostadas en cualquier bar de barrio, camino un poco por el parque, leo algún que otro libro (cada vez menos), acaricio un perro, miro un culo (no, no al revés), a la noche, cuando la ciudad se apaga, un par de whiskys. A mí la única epidemia que me hace moco, que me ha hecho significativo daño desde que yo puedo recordar, desde siempre, es la de boludos.

10.4.10

Ahora o nunca

Yo estaba sentado en una mesa, medio escondido, medio al fondo. Tenían una promoción de Ballantine’s, 2 x 1, y el Ballantine’s es un whisky que a mí me hace moco, me patea la cabeza, me despierto al otro día con la nuca latiéndome a quince centímetros de la nuca. Pero tenía poca plata, también, y necesitaba tomar.
Hacía mucho frío, hacía también mucho tiempo que no hacía tanto frío en Buenos Aires, madrugada de Agosto. Había salido de un cumpleaños tan entretenido como insípido, y sabía que me iba a costar dormir, así que vi el bar abierto y ni lo pensé. Un pub que alguna vez debió tener pretensiones de irlandés, pero que podía ser tan irlandés como coreano. Un cartel de Guinness sobre una pared de ladrillo a la vista, una bandera verde colgando detrás de la barra, algunas botellas de raros whiskys que jamás nadie había probado y habían ido juntando polvo.
Estaba tratando de escribir algo, un poema, a veces escribo, todavía. Estaba escribiendo un poema que explicaba que mi fracaso personal, todo lo que me había pasado, o mejor dicho, todo lo que no me había pasado, tenía su explicación en que yo, de chiquito, había querido Nesquik, pero me habían dado otra cosa, un sucedáneo. ‘Génesis’, se iba a llamar el poema. La birome se trababa un poco sobre el rugoso papel de la servilleta.
Levanté la cabeza y la vi. Sentada en una punta de la barra. Una preciosa chica. Pero no preciosa desde algún patrón estético imperante, preciosa desde siempre, como solían ser las chicas que siempre me habían gustado a mí, cuando me parecía que la felicidad era posible, que no hacía falta más que estirar la mano y descolgar un durazno del árbol de la alegría.
Flaca, era, y huesuda. Morocha, muy pálida. Algo en su nariz, una torcedura, una trompada recibida, no sé. Flequillito stone. Medio roñosa, con pinta de no haberse bañado por un par de días, eso también estaba bien. Se había sacado un abrigo tipo gamulán, un abrigo que debía haber sido de su abuelo. Tenía tetas pequeñas (ella, supongo que también su abuelo), ni usaba corpiño. Carita de dormida. Un gastado jean cubría sus largas piernas, ese estilo de piernas que se tuercen un poquito hacia adentro a la altura de las rodillas, cuando la portadora de las piernas intenta correr, aunque la portadora de las piernas no intenta correr casi nunca.
Miraba hacia afuera, ella, al frío de la calle. Tomaba su mojito, o su daikiri, pero sin mucho interés. Metía un dedo en el vaso.
‘Tengo que hablarle’, pensé. ‘Es ahora o nunca’, también pensé. La mujer que quizás yo había estado esperando toda mi vida.
Me voy a sentar al lado y le voy a decir ‘entre la nada y la pena, elegiré la pena’, frase de Faulkner que representa más que bien la nobleza del amor, o quizás no sea nobleza, pero sí algo relativo al amor, el sufrimiento del amor, algo que yo había sentido alguna vez.
O no, voy a decirle ‘una cosa bella es una alegría para siempre’, de Keats, que deja en claro que este momento, esto que nos pasa, es lo más lindo del mundo y nada más, sólo se trata de saber enfocar.
O no, le voy a decir el poema de Ezequiel Martínez Estrada que me partió el corazón en ciento treinta y tres mil quinientos veinticuatro pedazos esa vez, el poema que me sé de memoria y dice ‘has vivido al revés de tu destino, te ofrecieron amor y no quisiste, fortuna y gloria, y preferiste el vino de la sabiduría, que es tan triste. Y ahora, al final de tu camino, buscas a Dios, que sabes que no existe’.
No, le voy a decir la frase de Saer, redonda como un pomelo, impecable: ‘se dice que la comedia es superficial, porque elude las evidencias de la tragedia. Pero en sí, no hay nada más que comedia, en el sentido que la realidad es superficial. La tragedia es puramente imaginaria’.
Mejor no, mejor le digo el poema de González Lanuza: ‘Aquí, vértigo inmóvil de lo cierto, aquí, breve inmortalidad de la agonía, aquí, donde persisto todavía, aquí, tan sólo aquí sueño despierto’.
Terminé el segundo Ballantine’s. Me puse de pie, caminé los pocos pasos que me separaban de la barra, como si caminara con el agua a la cintura. Me paré al lado de ella, apoyé ambas palmas sobre la barra, me incliné un poco.
–Te voy a chupar la concha –dije–, pero te voy a chupar la concha de una forma que te voy a dejar el flujo en punto nieve.
Bueno, loco, se me mezcló todo, me abataté. Yo fui a un par de clases de teatro y Norman Briski me dijo que me ponía muy nervioso, que la actuación no era lo mío.

5.4.10

Otra etapa

Abrí mi corazón. A martillazos. El monótono sonido de metal contra metal. Y saqué una flor. Pero ella dijo que la flor era, bueno, algo de intrínseca naturaleza perecedera, la flor probablemente perdería su color.
Herví mi corazón. A trescientos cincuenta y dos grados de temperatura. En una olla de aluminio. Lo herví un rato largo, removiéndolo con un cucharón de madera manchado de tuco. Y después sí, lo apreté con todas mis fuerzas, hasta que salió una canción. Pero ella me dijo que la canción le sonaba a otra canción, a una melodía que había escuchado en otra parte, aunque no podía precisar en qué momento de su vida. Villa Gesell, tal vez.
Agujereé mi corazón. Usé el torno de un dentista, la lucha por doblegar la superficie, pasar del otro lado del material, y el desgarrador zumbido. El polvillo me empañaba la vista, me hacía estornudar. Finalmente, por el minúsculo orificio, goteó un poema, un poema de amor, aunque alguien dijo alguna vez que todos los poemas son de amor. Pero ella me dijo que no le interesaba la poesía, la poesía estaba fuera de su área de cobertura, con todo lo que tenía que leer para la facultad. Me mostró una pila de fotocopias, de apuntes.
Entonces me dijo que estaba apurada, que se tenía que ir. Ahí quedó mi corazón, sobre el parquet, pedazos de mi corazón, hervido, agujereado también.
Puse mi corazón en una bolsa de residuos (Asurin, cierra fácil, en rollo, precortadas, con manija ajustable, 52 x 65, mediana), y lo tiré. Ahora ando por la vida sin corazón, si me ves ni te das cuenta. Me va bien.