Fui
a visitar a mi prima Milena. Tengo una prima que se llama Milena, desde chicos,
desde siempre. Y aunque nos vemos poco y nada por diversas circunstancias de la
vida, nos queremos. Es la prima a la que más quiero.
Siempre
la admiré, a Milena. Porque de chiquita ella quería ser bailarina clásica, y
alguna vez la vi ensayar en puntas de pie, con el cabello tirante recogido y el
cuerpo tan pulido, tan perfecto. Después se cansó del baile y estudió yoga
muchos años. Fue instructora, daba clases por todo el país, cuando nos veíamos
me enseñaba alguna postura para mi dolor de espalda. O para mi crónica
tristeza.
Se
casó, Milena, tuvo dos hijos, vivió casi diez años en Londres. Se divorció,
ahora vive con su nueva pareja en Vicente López. Pinta, pero no pinta un jarrón
o una naranja por hobby. Pinta de verdad, expone sus acuarelas, las vende.
Me
dijo que me quería ver, me dijo que hacía mucho que no nos veíamos, me dijo que
fuera a visitarla. El sábado al mediodía. Ian, su nueva pareja, haría un asado.
Ella me dijo que quería conocer a mi novia, que fuera con Romina.
En
fin. Fuimos. Vicente López, una regia casa, la hija de Milena, Sofía, que ya
debía tener quince años, estudiando para el colegio, el menor, Guillermo, no
estaba porque se había quedado a dormir en la casa de un amigo y tenía partido
de fútbol.
Ian
le debía llevar a Milena unos doce o quince años, bohemio, canchero, macanudo.
Una casa bárbara con un jardín para tirarse a dormir la siesta. Árboles, sí, cinco
o siete árboles de cien años, un álamo, un fresno.
Estábamos
en otoño pero no hacía demasiado frío. Ian insistió en mostrarme la cava de
piedra, construida bajo la tierra, como si fuera un refugio atómico. Subimos
con varios vinos. Ian insitía en que probáramos un Syrah australiano.
Riquísimo. Romina se entendió al toque con Milena, la ayudaba a preparar las
ensaladas.
–¿Y
éste cómo se llama? –pregunté, palmeando a un Collie atorrante, cariñoso, con
pinta de no bañarse muy seguido.
–Vito
–me dijo Milena desde la cocina–. Le falta hablar, solamente. Es el mejor perro
que tuve en mi vida. No sabés cómo cuida a los chicos.
Trajeron
unos platitos con salame y queso cortado en cubitos. Ian me sirvió un whisky de
apertura. Era francés, de Bretaña,
editaba una revista de arte que marcaba tendencia en Europa. Fanático
del asado y de los paisajes que podía recorrer en bicicleta, estaba encantado
con la Argentina.
Quería
chequear mis mails. No hacía falta, pero estaba esperando que me mandaran una presentación, corregida, para
una charla que debía dar el lunes, y el teléfono me andaba para el culo. Soy
consultor, me gano la vida hablando, digo un par de boludeces, hago reír a la
gente mientras les explico qué hacer con su dinero, finanzas, no es una mala
vida.
Le
pregunté a Milena si me dejaba consultar mis mails en cualquier computadora.
Sólo un minuto.
–Subí
al cuarto de Sofía –me dijo Milena–. Tiene dos computadoras, además de su ipad, y su iphone. En serio, no le molesta. Andá y
pedile una de las netbooks.
Subí,
con el vaso de whisky en la mano. La puerta del cuarto de Sofía estaba entreabierta.
Golpeé, dije ‘permiso’.
Nada,
silencio. Se debía estar bañando, se oía el ruido de una ducha, proveniente del
baño situado a mitad del pasillo.
Había
pósters, un osito de peluche sentado entre los almohadones de la cama, lo
clásico. Me senté frente a la computadora.
Fue
un error, fue un error, no debí hacerlo, lo sé, lo admito. Toqué el teclado,
ahí estaba, en la pantalla, el cielo celeste de fondo, las nubecitas, los
íconos. Pensé, es un segundo, chequeo el mail y me quedo tranquilo. Clickeé
para abrir el explorador, miro si recibí el mail y bajo a limpiarme un tubo de
vino con la picada. Pero el navegador tardó en abrir. Quizás la conexión era
lenta, no lo sé.
Debí
levantarme e irme, no anda, listo. Pero di un sorbo al whisky, y abrí, al azar,
una carpeta ubicada en el ángulo inferior izquierdo de la computadora. En la
carpeta decía, debajo, ‘Vito’.
Hice
doble clic al voleo, eran cientos de fotos. Se abrió una foto. Al principio no
entendí bien, pero después sí, después entendí perfectamente. Una foto del
Collie, de Vito, sentado, con la pija parada, muy parada, casi púrpura. Las
manos de la nena, de Sofía, una mano sosteniendo la pija, la otra los huevos. El perro miraba a
la cámara algo aturdido, con la lengua afuera. La nena, en bombacha y corpiño,
también miraba a la cámara. Con lascivia. Sonreía.
Abrí
otra foto, la de al lado. Ahora Vito estaba de pie (de pie, para los perros, es
en cuatro patas), y Sofía, a su lado, en cuatro patas también. Muy agachada,
como si estuviera buscando algo debajo de la cama. Pero no, estaba metiéndose
el pito de Vito en la boca. La nena hacía casi una contorsión para mirar a la
cámara, desde abajo, con el pito del perro en la boca. El perro parecía
despreocupado, tranquilo.
Abrí
una más, una foto más. Sofía acostada de espaldas sobre la alfombra de color
celeste, las piernas abiertas. Sí, claro, con Vito encima. La toma debió
exigirle algunos ajustes, pero estaba bien lograda. Se veía, claramente, la
penetración. La chica tenía puestas unas botas cortas que le quedaban muy
grandes, se agarraba, con ambas manos, los tacos en punta, las piernas bien
arriba.
Cerré
las fotos, cerré la carpeta, y bajé. En el pasillo todavía se escuchaba la
ducha. Volví al jardín, me senté, terminé mi whisky de un trago. Ian acomodaba el carbón con el atizador, para que
el fuego diera más de lleno en las tiras de asado.
–Tomá,
probá esto –me pasó un tenedor con un pedacito de salchicha parrillera–. Decime
si ya está bien.
Me
pareció que Vito me miraba. A mí, no la comida.