30.11.13

Yo sé


         Yo sé que hay algo bueno para nosotros, en alguna parte.
         Yo sé que hay una esquina donde nos vamos a encontrar, y va a estar lloviendo, y vamos a estar tan contentos de estar ahí, sólo de estar ahí. De vernos.
         Yo sé que hay una pizza que nos espera en alguna curva de la vida. Donde la muzzarella nos acariciará el alma, nos calentará el corazón como la caricia de una madre y nos dirá que nada fue en vano, que un par de risas bien pueden derrotar a la muerte.
         Yo sé que vamos a caminar de la mano por alguna playa, muy temprano, metiendo los piecitos en el agua. Va a ser invierno y va a haber un perro peludo, también. Y el mundo nos va a parecer un lugar mucho más amable.
         Yo sé que un día lloverá whisky o café con leche y voy a pisar una baldosa que me va a salpicar de ganas de hacer, esas ganas que tenía cuando me parecía que la felicidad era posible.
         Yo sé que hay algo bueno para nosotros. En alguna parte.

24.11.13

Asado con familia


         Fui a visitar a mi prima Milena. Tengo una prima que se llama Milena, desde chicos, desde siempre. Y aunque nos vemos poco y nada por diversas circunstancias de la vida, nos queremos. Es la prima a la que más quiero.
         Siempre la admiré, a Milena. Porque de chiquita ella quería ser bailarina clásica, y alguna vez la vi ensayar en puntas de pie, con el cabello tirante recogido y el cuerpo tan pulido, tan perfecto. Después se cansó del baile y estudió yoga muchos años. Fue instructora, daba clases por todo el país, cuando nos veíamos me enseñaba alguna postura para mi dolor de espalda. O para mi crónica tristeza.
         Se casó, Milena, tuvo dos hijos, vivió casi diez años en Londres. Se divorció, ahora vive con su nueva pareja en Vicente López. Pinta, pero no pinta un jarrón o una naranja por hobby. Pinta de verdad, expone sus acuarelas, las vende.
         Me dijo que me quería ver, me dijo que hacía mucho que no nos veíamos, me dijo que fuera a visitarla. El sábado al mediodía. Ian, su nueva pareja, haría un asado. Ella me dijo que quería conocer a mi novia, que fuera con Romina.
         En fin. Fuimos. Vicente López, una regia casa, la hija de Milena, Sofía, que ya debía tener quince años, estudiando para el colegio, el menor, Guillermo, no estaba porque se había quedado a dormir en la casa de un amigo y tenía partido de fútbol.
         Ian le debía llevar a Milena unos doce o quince años, bohemio, canchero, macanudo. Una casa bárbara con un jardín para tirarse a dormir la siesta. Árboles, sí, cinco o siete árboles de cien años, un álamo, un fresno.
         Estábamos en otoño pero no hacía demasiado frío. Ian insistió en mostrarme la cava de piedra, construida bajo la tierra, como si fuera un refugio atómico. Subimos con varios vinos. Ian insitía en que probáramos un Syrah australiano. Riquísimo. Romina se entendió al toque con Milena, la ayudaba a preparar las ensaladas.
         –¿Y éste cómo se llama? –pregunté, palmeando a un Collie atorrante, cariñoso, con pinta de no bañarse muy seguido.
         –Vito –me dijo Milena desde la cocina–. Le falta hablar, solamente. Es el mejor perro que tuve en mi vida. No sabés cómo cuida a los chicos.
         Trajeron unos platitos con salame y queso cortado en cubitos. Ian me sirvió un whisky de apertura. Era francés, de Bretaña,  editaba una revista de arte que marcaba tendencia en Europa. Fanático del asado y de los paisajes que podía recorrer en bicicleta, estaba encantado con la Argentina.
         Quería chequear mis mails. No hacía falta, pero estaba esperando que me  mandaran una presentación, corregida, para una charla que debía dar el lunes, y el teléfono me andaba para el culo. Soy consultor, me gano la vida hablando, digo un par de boludeces, hago reír a la gente mientras les explico qué hacer con su dinero, finanzas, no es una mala vida.
         Le pregunté a Milena si me dejaba consultar mis mails en cualquier computadora. Sólo un minuto.
         –Subí al cuarto de Sofía –me dijo Milena–. Tiene dos computadoras, además de su ipad,  y su iphone. En serio, no le molesta. Andá y pedile una de las netbooks.
         Subí, con el vaso de whisky en la mano. La puerta del cuarto de Sofía estaba entreabierta. Golpeé, dije ‘permiso’.
         Nada, silencio. Se debía estar bañando, se oía el ruido de una ducha, proveniente del baño situado a mitad del pasillo.
         Había pósters, un osito de peluche sentado entre los almohadones de la cama, lo clásico. Me senté frente a la computadora.
         Fue un error, fue un error, no debí hacerlo, lo sé, lo admito. Toqué el teclado, ahí estaba, en la pantalla, el cielo celeste de fondo, las nubecitas, los íconos. Pensé, es un segundo, chequeo el mail y me quedo tranquilo. Clickeé para abrir el explorador, miro si recibí el mail y bajo a limpiarme un tubo de vino con la picada. Pero el navegador tardó en abrir. Quizás la conexión era lenta, no lo sé.
         Debí levantarme e irme, no anda, listo. Pero di un sorbo al whisky, y abrí, al azar, una carpeta ubicada en el ángulo inferior izquierdo de la computadora. En la carpeta decía, debajo, ‘Vito’.
         Hice doble clic al voleo, eran cientos de fotos. Se abrió una foto. Al principio no entendí bien, pero después sí, después entendí perfectamente. Una foto del Collie, de Vito, sentado, con la pija parada, muy parada, casi púrpura. Las manos de la nena, de Sofía, una mano sosteniendo la pija, la otra los huevos. El perro miraba a la cámara algo aturdido, con la lengua afuera. La nena, en bombacha y corpiño, también miraba a la cámara. Con lascivia. Sonreía.
         Abrí otra foto, la de al lado. Ahora Vito estaba de pie (de pie, para los perros, es en cuatro patas), y Sofía, a su lado, en cuatro patas también. Muy agachada, como si estuviera buscando algo debajo de la cama. Pero no, estaba metiéndose el pito de Vito en la boca. La nena hacía casi una contorsión para mirar a la cámara, desde abajo, con el pito del perro en la boca. El perro parecía despreocupado, tranquilo.
         Abrí una más, una foto más. Sofía acostada de espaldas sobre la alfombra de color celeste, las piernas abiertas. Sí, claro, con Vito encima. La toma debió exigirle algunos ajustes, pero estaba bien lograda. Se veía, claramente, la penetración. La chica tenía puestas unas botas cortas que le quedaban muy grandes, se agarraba, con ambas manos, los tacos en punta, las piernas bien arriba.
         Cerré las fotos, cerré la carpeta, y bajé. En el pasillo todavía se escuchaba la ducha. Volví al jardín, me senté, terminé mi whisky de un trago. Ian  acomodaba el carbón con el atizador, para que el fuego diera más de lleno en las tiras de asado.
         –Tomá, probá esto –me pasó un tenedor con un pedacito de salchicha parrillera–. Decime si ya está bien.
         Me pareció que Vito me miraba. A mí, no la comida.

18.11.13

Qué hiciste con tu vida


         –¿Tuviste un hijo?
         –¿Eh?
         Me había quedado dormido, y la pregunta me despertó. Debían ser las dos de la mañana, más o menos. Porque habíamos ido a cenar, antes de venir a mi casa. Claro, a coger.
         –Si tuviste un hijo, Juan –ella se había incorporado contra los almohadones, y miraba la televisión, sin volumen. No era fea, aunque tampoco era linda. Y definitivamente no era joven.
         –No sé –dije–, no entiendo.
         –No es tan difícil, Juan, la pregunta. Si tuviste un hijo.
         Existen dos tipos de charlas, de conversaciones, entre un hombre y una mujer. Las charlas antes de coger, y las charlas después de coger. Las charlas que suceden antes de coger son charlas donde el hombre piensa cómo hacer, cuánto falta, para ir a coger. Las charlas que suceden después de coger son charlas donde el hombre piensa cómo hacer, de qué forma escapar, antes de volver a necesitar coger.
         –No –gargajeé, se me había secado la garganta–. No tengo hijos. Por ahora. Que yo sepa. Quiero decir, no me consta.
         Se hizo una pausa. Ella miraba en la televisión un programa japonés donde los participantes hacían absurdas piruetas mientras un desorbitado público se reía a carcajada limpia y aplaudía. Los participantes, con cascos y pecheras rojas o azules, se tiraban por inflables toboganes, o hacían una guerra con tortas de crema, imbecilidades por el estilo. Era evidente que los japoneses habían quedado mal del bocho después de Hiroshima, no tenían la más puta idea de cómo divertirse.
         –¿Y plantaste un árbol? –dijo ella.
         –¿Qué? –Hice fuerza para sentarme en la cama, pero sentí un pinchazo justo en la base de la columna, producto de algún mal movimiento durante la fornienda, y sobrepeso, claro.
         –Si plantaste un árbol, Juan –ella encendió un cigarrillo.
         –No, no planté un árbol –resoplé, tratando de descifrar si el dolor iba a ser benévolo conmigo, o si me llevaba, de la mano, hacia la invalidez sin atenuantes–. Tampoco sé distinguir entre un caballo y una vaca. Soy un tipo de ciudad, con todo lo que eso implica.
         Otra pausa. Ahora, en el televisor, setenta o noventa japoneses de ambos sexos luchaban sobre una resbalosa superficie, se amontonaban, chocaban unos con otros intentando mantenerse en pie, se caían. Eran dos equipos, pero era imposible entender el juego, la consigna, lo que hubiera que hacer. La gente, el público, deliraba de la risa.
         –¿Escribiste un libro, Juan? –dijo ella, y bebió gaseosa de la lata, de una lata que había junto a la cama, sobre el piso. Por un instante, mientras echaba la cabeza hacia atrás y bebía gaseosa con satisfacción, con deleite, cerró los ojos y el cabello le cayó sobre los hombros, y fue bonita otra vez.
         –No, pichona, no escribí ningún libro –dije–. No sólo no escribo, sino que prácticamente no leo. Creo que la literatura es una actividad perimida.
         –¿Ves? –dijo mientras se rascaba delicadamente la base de una teta con la punta de un meñique–. No tuviste un hijo, no plantaste un árbol, y no escribiste un libro. No hiciste nada de nada, quiero decir, nada trascendente con tu vida.
         –No sé –dije, logré sentarme en la cama, apoyé los pies sobre el parquet, junté fuerzas–. Pero tiene que haber algo más. Estoy seguro que tiene que haber algo más. Algo que tampoco es coger con vos, desde ya. Si no, esto no es vida.

12.11.13

Pescadito


         Se llamaba Martín Pedrazzi, pero le decían ‘Pescadito’.
         Yo trabajaba en una casa que vendía todo tipo de envases de plástico, artículos de cartón, bolsas de polietileno, un local que quedaba sobre la calle Velasco. Viste cómo es, estás todo el día ahí, doce horas, te terminás conociendo con todos. Los pibes que laburan de cadetes en otros negocios, las chicas que atienden en los mostradores y salen a fumar, alguna que va al kiosco a comprar un alfajor y se queda a charlar un poco.
         Pescadito estaba siempre ahí, sentado en la calle, desde muy temprano. Podía ser un mendigo, y de hecho estaba en el límite, pero no era un mendigo. No pedía.
         El pibe estaba ahí, prolijo, muy prolijo, parecía recién bañado, con el cabello húmedo peinado con raya al costado. Flaco, desgarbado, con los hombros un poco echados hacia delante. Los ojos como salidos de las órbitas, pero apenas, una suerte de exoftalmia. La cristalina mirada observándolo todo, como si en verdad algo interesante estuviera sucediendo.
          Respetuoso, con la voz muy bajita, apenas un murmullo, se ofrecía para hacer algo, cualquier cosa. Se ofrecía a lavarle el auto al dueño de la farmacia, se ofrecía a ayudarte a descargar el camión que llegaba con la mercadería, se ofrecía a ir al bar y traer los almuerzos, se ofrecía para hacer trámites bancarios.
         A fuerza de estar, de insistir, se había ido ganando un lugar. En el barrio lo conocían todos, sabían que cuando llegaran al negocio ya iba a estar ahí, en el edificio de mitad de cuadra, sentado en los escalones. Esperando.
         –Qué hacés, Pescadito –le decía el mozo del bar–. Alcanzale este café a Salomón, que no se te caiga.
         –Eh, Pescadito, tomá. Traeme dos alfajores Fantoche triples del kiosco, de chocolate, y pilas para el control remoto. Quedate con el vuelto.
         –Pescadito, ¿me lustrás los zapatos que están hechos un asco? Y fijate si en la zapatería no tienen cordones.
         Y allá iba, Pescadito, a cumplir con el encargo. Inmutable, con una semisonrisa tatuada en los labios, lento el andar.
         Acá viene el asunto, ya llegamos. Le decían ‘Pescadito’, a Pescadito, porque el tipo de la pescadería una vez había salido a la vereda, y le había preguntado al muchacho qué quería para el almuerzo. La intención, claro estaba, era darle comida, alimentarlo. En la pescadería, que se llamaba Ultrafish, tenían de todo. Vendían filetes de merluza ya hechos, a la milanesa, ensaladas de frutos de mar, latas de palmitos también, calamaretis fritos, no sé, brótolas, besugos, abadejos. Rabas.
         –No sé –había respondido Pescadito–. Pescado.
         Así que el dueño de la pescadería que se llamaba Ramón, había salido con un pescado, una brótola entera, con cabeza y todo, sosteniéndola de la cola, y la había puesto a la altura de la cabeza de Pescadito. Era una broma, claro.
         –Gracias –había dicho Pescadito. Había agarrado el pescado con las dos manos, y se puso a comerlo. Daba pequeños mordiscos sobre el lomo del pescado crudo, ante la atónita mirada de Ramón que pensaba que el muchacho le había seguido la broma y lo estaba cargando.
         Pero no, Pescadito siguió comiendo, despacio, concentrado.
         Corrió la noticia, se supo enseguida. Todas las mañanas, Ramón le daba a Pescadito alguna tarea, acomodar las bolsas de hielo, cargar los desperdicios en el camión que pasaba a retirarlos, ir a pagar algo. Y al mediodía, Ramón le daba al chico algo de comer. Algo que podía variar pero siempre era crudo. Pescado.
         Y Pescadito, que para ese entonces ya había sido bautizado Pescadito, comía sentado en el cordón de la vereda, alguien le ofrecía un vaso de gaseosa o un poco de jugo, él también lo aceptaba.
         Algunos de los muchachos cada tanto le preguntaban, cómo podía comer eso, pescado crudo, pero Pescadito se los quedaba mirando. No contestaba.
         Era un enigma. Pescadito estaba sano, sonriente, tenía fuerzas, parecía más o menos normal, hablaba poco, siempre dispuesto a realizar cualquier tarea. Con entusiasmo. Lo único que comía era pescado crudo. No mucho, un par de pejerreyes, una merluza, trillas, a veces, una porción de salmón blanco.
         Y entonces vino el día. Un diluvio. Diciembre en Buenos Aires, un calor imposible, más de treinta y cinco grados. Estaba terminando de ordenar unas cajas, el cielo se puso negro. Se largó a llover mal, viste como es. La ciudad se inunda, sube el agua a las veredas, la gente se pone más fastidiosa que de costumbre, creen que va a granizar, que se les va a hacer moco el auto. Les meten presión en las noticias, les dicen que viene un tifón o un tornado, hay que llenar el espacio con algo.
         Llovía y llovía y parecía que no iba a parar nunca. El agua rebalsaba de las alcantarillas, subía a la vereda, el cielo había bajado la cortina, como si fuera de noche.
         Con el pretexto de evitar que el agua entrara al negocio, agarré un secador de piso y salí del local, a fumar un cigarrillo. Me gustaba ver llover desde que era chico, lo que equivalía a decir desde siempre. Me sigue gustando.
         Entonces lo vi, a Pescadito. Mi primera sensación fue que se había tropezado, porque estaba como acostado, boca abajo, en el medio de la calle. Temí que se hubiera lastimado.
         –¡Eh, Pescadito! –dije, y ya estaba por ir a ayudarlo a levantarse. Pero me di cuenta que no, que no se había caído. Porque se estaba moviendo, como si ondulara, sumado a laterales movimientos de su cuerpo, ágiles y precisos. Nadaba, Pescadito, iba nadando entre los autos.

6.11.13

La vida continúa


         Murió el papá, el papá de Mariana.
Mariana era mi novia, vivía conmigo hacía casi seis meses, así que las cosas pronto tendrían que empezar a fallar. Lo bueno dejaría de ser tan bueno, lo malo se volvería muchísimo más malo. Lo normal, la vida.
         Pero por el momento Mariana vivía conmigo, y nos gustaba coger y quedarnos después de la cena juntos, despiertos, mirando cualquier cosa por la televisión mientras terminábamos el vino. Desayunábamos en silencio. Un rato, durante la noche, dormidos, nos abrazábamos.        
         El papá de Mariana tenía setenta y ocho años, hacía mucho, más de diez años, que vivía en Ostende. Le gustaba andar en bicicleta, y tenía un perro, un ovejero alemán que se llamaba Walter. Había sido (el papá de Mariana, no el perro) marino mercante.
         Acompañé a Mariana al velatorio, lo habían traído, al hombre, a Buenos Aires. Tenía cáncer de pulmón, y prefirió no tratarse, eso me había contado Mariana. Prefiero seguir fumando, había dicho el hombre, alguna vez, cuando le preguntaron. Y se había quedado en Ostende, jugando al dominó con sus amigos, yendo a pasear con Walter cada mañana.
         La sala de velatorios era una clásica sala de velatorios. Al papá de Mariana lo velaban en el primer piso, había otro velatorio en planta baja. Hasta cuando te morías te tocaba estar con gente que no conocías, compartir el espacio. No sé por qué pero eso fue lo que pensé, no pude evitarlo.
         Había venido gente a despedirse, claro. La ex esposa del papá de Mariana, o sea la mamá de Mariana. Los cuatro hermanos de Mariana, tres mujeres y un varón, con sus familias, menos la más jovencita que estaba sola y parecía fumada, aunque podía bien ser el efecto de la tristeza. Había parientes, más parientes, algún amigo, primos. Como treinta personas, tratando de no moverse mucho dentro de la pequeña sala.
         Mariana se había puesto de pie y había entrado por un momento a la salita contigua, donde estaba el cajón. Se había quedado ahí, con una mano sobre el féretro. En silencio.
         –¡A ver, todos! –dijo, se asomó, se afirmó bajo el marco de la puerta, aplaudió, dos veces– ¡Quiero decir unas palabras!
         No la tenía en esa faceta, pero eso era normal también. Ante el contacto más o menos directo con la muerte, están quienes se ponen locuaces o particularmente melancólicos, algunos tienen arrebatos  de euforia, otros caen sentados por sus propios recuerdos, como si hubieran recibido una trompada. Ante el enigma de la muerte, ante lo que no podemos explicar ni conocemos, todo vale.
         Alguien tosió. Dos o tres personas se pusieron de pie. Alguien que fumaba en el pasillo dio la última pitada y asomó la cabeza en la sala.
         –Están acá –dijo Mariana–, para despedir a Alberto. Mi padre.
         Se hizo un silencio, Mariana pareció juntar fuerzas, tomar aire.
         –Hay algo que nunca conté, porque me prometí no contarlo –dijo Mariana–. Mi papá, Alberto, el hombre que todos ustedes conocen, era un hijo de remil putas. Alberto me violó, cuando yo era una nena, cuando mi papá era para mí la persona más importante del mundo y yo no podía defenderme. Me violó cuando yo tenía nueve años, y siguió violándome, regularmente, los domingos, durante años.
         –Vos dormías la siesta, mamá –dijo Mariana y señaló a su madre–. Mientras Alberto me manoseaba, me metía los dedos, me obligaba a que se la chupe. Después me cogía. Yo me tenía que dejar para que él no te pegara a vos. Para que no las viole a ustedes, me amenazaba –apuntó, con el mentón, al sector donde estaban sus hermanas.
         –Pero no puede ser –dijo un señor de lentes, con bastón. Era el hermano de Alberto.
         –¡Callate, pelotudo, vos no sabés nada! –dijo Mariana. El hombre pareció sentirse mal, trastabilló. Tuvo que sentarse.
         –¡Así que ya saben! Este hombre que ustedes están recordando con cariño, era una basura, un pervertido que me cagó la vida. Me cogía y después me daba una palmadita, me decía ‘muy bien, muy bien, vos sos mi preferida’. Por eso se fue a vivir a la costa, porque cuando crecí no pudo soportar tener que mirarme a la cara. Nunca lo dije, cargué con esto. Siguió la vida. Ahora ya está, ahora ya no importa. Ahora lo saben.
         Tuvo un sollozo, Mariana, un acceso de llanto. Fui a su encuentro, me abrazó. Alguien gritó ‘¡no!’, se cayó una silla. La mamá de Mariana se agarraba la cabeza con las dos manos, como si tuviera miedo que la cabeza se le pudiera caer y rodara por el piso.  
         –Necesito fumar un cigarrillo –me dijo al oído–. Llevame abajo.
         Estábamos en la calle, Mariana pitaba. Le pasé la mano por la frente, le acaricié el pelo.
         –No sabía –dije, apoyado contra el lateral de un automóvil, los brazos cruzados–. Jamás dijiste nada. Qué tremendo.
         –Es todo mentira –dijo Mariana, sonrió. Tiró el cigarrillo y me apretó, por un momento, con dos dedos, con los internos y flexionados laterales de los dedos mayor e índice de la mano derecha, la nariz. Y dio un pequeño tirón, como si me estuviera acomodando, la nariz, en la cara.
         –¿Eh?
         –Es mentira –repitió, lanzó un soplido–. Pero mi papá tenía un regio departamento en Pinamar, debe haber varios en la cola para repartirlo. Con esto me van a tener en cuenta, el viejo lo hubiera entendido perfectamente. Algo me van a tener que tirar, no se van a poder hacer los pelotudos.